martes, 24 de junio de 2025

ET NOMEN EIUS IOANNES


    “Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre». Y todos se quedaron maravillados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y se comentaban todos estos hechos por toda la montaña de Judea. Y todos los que los oían reflexionaban diciendo: «Pues ¿qué será este niño?» Porque la mano del Señor estaba con él. El niño crecía y se fortalecía en el espíritu, y vivía en lugares desiertos hasta los días de su manifestación a Israel.” (Lc. 1,63-66.80)


    Hoy es una fiesta grande. Hoy nace el amigo del Esposo, el último y más grande de los profetas, el que predicó en el desierto, el que anunció e impartió un bautismo de conversión, el que un día iría “delante del Señor con el espíritu y poder de Elías, para convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los desobedientes, a la sabiduría de los justos, preparando para el Señor un pueblo bien dispuesto”. Hoy nace el testigo valiente que no buscó para sí honor ni prestigio, sino que se gastó y desgastó por preparar el camino al Mesías. Hoy nace JUAN, aquel de quien Jesús dirá: “entre los nacidos de mujer no hay nadie mayor que él”. Todo en su vida fue signo, profecía, señal. Desde antes de nacer saltó de gozo en el vientre al oír la voz de María; al nacer, su nombre desató la lengua de su padre; al crecer, su vida austera y su palabra encendida estremecieron a todo Israel y lo prepararon para el encuentro con el Mesías. El cuarto Evangelio lo presentará así: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan” (Jn. 1,6).


    No buscó luces ni títulos. En expresión del mismo Jesús, no fue caña agitada por el viento, ni hombre vestido con ropas lujosas. Fue voz que grita en el desierto, dedo que señala al Cordero, lámpara que arde y brilla. Juan no se puso en el centro. Él sabía quién era y quién no era. “Yo no soy el Mesías”, dijo. “Yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias”, añadió. Y también: “es preciso que Él crezca y que yo disminuya”. Su humildad no fue pasividad: fue fuego, fue verdad, fue obediencia. Por eso su vida tiene la fuerza de los testigos verdaderos, de los santos que anuncian a Otro y desaparecen.


En Juan Bautista reconocemos la grandeza que nace del silencio, del despojo, de la fidelidad. Nació con una misión, y vivió solo para ella. Desde adolescente vivió en lugares desiertos. No retuvo nada, no se apropió de nada. Solo vivió para preparar, para señalar, para anunciar. Por eso su vida fue fecunda. Por eso, cuando el pueblo preguntaba: “¿Qué será este niño?”, la respuesta ya estaba escrita por la Providencia de Dios: será voz, será testigo, será mártir, será el más grande entre los nacidos de mujer.

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