“Abrán añadió: «No me has dado hijos, y un criado de casa me heredará». Pero el Señor le dirigió esta palabra: «No te heredará ese, sino que uno salido de tus entrañas será tu heredero». Luego lo sacó afuera y le dijo: «Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas». Y añadió: «Así será tu descendencia». Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia” (Gn. 15,3-6).
La noche puede parecer larga. El tiempo se alarga sin ver cumplidas las promesas. Abrán ha dejado su tierra, ha puesto su vida en manos de Dios, ha creído… pero no ve todavía nada. No tiene un hijo que lo herede, no tiene descendencia que alegre sus muchos años. Solo tiene una promesa. Solo una palabra. Pero es suficiente, porque es palabra de Dios.
Entonces el Señor lo saca afuera. Lo hace mirar al cielo. Lo invita a contar las estrellas. Y allí, bajo la inmensidad de un firmamento incontable, vuelve a resonar la promesa: “Así será tu descendencia”. Y Abrán creyó. Creyó sin pruebas, sin señales, sin seguridades. Le bastó la voz del que promete. Esa fe —desnuda y confiada— le fue contada como justicia.
Nosotros también necesitamos ser sacados afuera, de nuestros esquemas, de nuestros cálculos, de nuestros límites. Necesitamos levantar los ojos, mirar el cielo, dejar que la promesa de Dios ensanche nuestro corazón. Él promete vida, fecundidad, bendición. Promete una tierra y una descendencia. Y aunque aún no veamos a Isaac, aunque parezca imposible, el Señor ya ha comenzado a cumplir su palabra.
Dios fiel y santo, Tú que llevaste a Abraham bajo el cielo estrellado y le diste esperanza, sácame también a mí de mi desconfianza y de mi encierro. Enséñame a creer, a esperar, a celebrar desde ahora lo que Tú harás en mi vida. Que no olvide que la esperanza nace no de lo que tengo, sino de lo que Tú me prometes. Amén.
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