“No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.” (Mt. 6,19-21).
Jesús no condena los bienes materiales, pero sí el peligro de vivir atrapados por ellos. Nos enseña a mirar más allá: todo lo que aquí se acumula, aquí se queda. Todo lo que se guarda solo para uno, se pierde. Pero lo que se entrega, lo que se comparte, lo que se ofrece por amor, permanece. No habla de despreciar el mundo, sino de una liberación interior: dejar de vivir preocupados por conservar, para empezar a vivir gustando la alegría de dar.
El verdadero tesoro no se guarda, se utiliza, se distribuye, se comparte. No está en el oro, ni en el éxito, ni en el reconocimiento. Está en lo que hacemos y damos con amor y por amor. Cada gesto de fe, cada renuncia generosa, cada misericordia discreta, es un tesoro que no se oxida jamás, sino que conserva por la eternidad su rara belleza. Y poco a poco, si aprendemos a vivir así, nuestro corazón dejará de estar pegado a las cosas, para estar unido a Dios. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.
Jesús, Tú que fuiste libre y pobre, enséñame a reconocer con sinceridad qué es lo que valoro de verdad. Líbrame de vivir para acumular y ayúdame a hacer de mi vida un tesoro para el cielo. Que no me aferre a lo que perece, sino que me alegre en dar, en servir, en amar. Quiero que mi corazón esté contigo, donde está el verdadero tesoro.
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