jueves, 17 de abril de 2025

AMOR HASTA EL EXTREMO


    “Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando; ya el diablo había suscitado en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la intención de entregarlo; y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido” (Jn. 13,1-5).


    Hoy es Jueves Santo, día luminoso y sagrado, marcado por la memoria viva de tres dones inmensos que el Señor nos dejó en la víspera de su Pasión: la Eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo del amor. Todo ocurrió en la intimidad de una cena, la Última Cena, en la que Jesús (que sabía que había llegado su hora) se entregó del todo, con ternura y con majestad, con humildad y con poder. En esa cena anticipó la cruz. No fue una despedida cualquiera, sino un testamento divino.


    El Evangelio nos muestra a Jesús “sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía”, y desde esa certeza se abaja. El que es Señor y Maestro se arrodilla, se ciñe como un esclavo, toma una jofaina y lava los pies. Podía haber elegido cualquier gesto para sellar su amor, pero escogió el más humilde. En silencio, uno por uno, a todos… incluso a Judas, que ya lo había traicionado en su corazón. “Los amó hasta el extremo”, no solo por lo que iba a sufrir, sino por la delicadeza de un amor que se entrega sin medida.


    En la misma cena instituyó la Eucaristía: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros… esta es mi sangre…”. El Pan partido, el Vino derramado, sacramento de la ofrenda total. Y al decir “Haced esto en memoria mía”, no solo confía a los apóstoles el poder de repetir su gesto, sino que los unge interiormente como sacerdotes suyos, servidores del altar, mediadores de la gracia, dispensadores de la misericordia. Por eso hoy es también la fiesta del sacerdocio, de ese ministerio que prolonga en la historia la presencia viva de Cristo: Pastor, Siervo, Esposo y Víctima.


    Y todo queda envuelto en el amor fraterno, ese amor nuevo que Él ha revelado con hechos: “Que os améis unos a otros como Yo os he amado”. No dice solo “amaos”, sino “como Yo os he amado”. Es decir, hasta el extremo. Con los pies en la tierra, las manos en el servicio, y el corazón en el cielo. Un amor concreto, que se arrodilla, que se cansa, que se ciñe la toalla, que lava, que perdona y que sirve, incluso al traidor. El único amor capaz de redimir el mundo.


    Día grande, día sagrado, día en que Cristo nos da la Eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo. Día para adorar, para agradecer, para dejarnos lavar los pies y para pedirle al Señor que nos enseñe a lavárselos a nuestro prójimo, amando como Él nos ama.

miércoles, 16 de abril de 2025

SIERVO DE YAVÉ



    “El Señor Dios me abrió el oído; yo no me resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado” (Is. 50,5-7).


    En este miércoles santo, la Palabra de Dios nos invita a contemplar a Jesús como el Siervo de Yavé, una figura profética de Cristo que aparece en el libro del profeta Isaías. Es un Hombre misterioso y silencioso, que no se rebela, no se escabulle, no se endurece por dentro para defenderse del dolor; lo que endurece es el rostro, como pedernal, pero no para golpear, sino para resistir. Es el Siervo que se abandona, que escucha, que se deja hacer, todo ello aceptando libremente su Pasión. En ella sufre por nosotros, toma sobre sí nuestros pecados, carga con todo el dolor y el mal del mundo, y ama hasta el extremo.


    En estos días santos, al acercarnos a los misterios de la Pasión, reconocemos conmovidos el eco exacto de esta profecía en el cuerpo llagado del Señor: espalda herida por los azotes, rostro desfigurado por los golpes y el desprecio, barba arrancada, salivazos, burlas, escarnio. Él no se resiste, no retrocede. Y es esa docilidad la que salva al mundo. Nos interpela, porque no basta con compadecernos: se nos llama a participar. El dolor de Cristo, unido al nuestro. La cruz de Cristo, abrazada también en nuestras cruces. La ofrenda de Cristo, prolongada en la nuestra.


    Utilizamos el incienso en la liturgia como signo de nuestra adoración y ofrenda a Dios. Sabemos que no existe humo perfumado para este culto sin que el incienso sea arrojado a las brasas encendidas. Nosotros, en medio de las pruebas de la vida, hemos de ser como incienso que arde para perfumar. Nuestras lágrimas, nuestras fatigas, nuestras oscuridades, deben ser esos carbones encendidos que hacen subir a Dios el humo perfumado de la ofrenda de toda nuestra vida, en un acto de adoración verdadera, humilde y oculta. No hay verdadera oración que suba al cielo si no nace de un corazón unido al del Siervo sufriente.


    Jesús amado, Siervo paciente, que no escondiste el rostro ante el ultraje ni evitaste el dolor, enséñame a unirme a ti en el silencio de la obediencia, en la ofrenda escondida del que se deja consumir por amor. Que mi vida arda como incienso en tu presencia, en el altar de tu cruz, y suba a Dios como perfume de entrega, en adoración, en alabanza y abandono. Amén.

martes, 15 de abril de 2025

HUMILDAD DE CONOCERSE


    Pedro replicó: ‘Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Daré mi vida por ti’. Jesús le contestó: ‘¿Conque darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces’” (Jn. 13,37-38).


    Pedro no mentía. Su corazón quería seguir a Jesús hasta el final. Y, sin embargo, no sabía lo débil que era. Se creía capaz de todo por Él, y poco después lo negaría tres veces por miedo y con vergüenza. En su respuesta, Jesús no lo reprende con dureza. Le muestra, con claridad y ternura, la verdad que él todavía no conoce: la verdad de su fragilidad. También a nosotros, cuando nos sentimos fuertes, cuando decimos “yo nunca te negaré”, el Señor nos mira con amor, pero nos prepara para descubrir lo que somos en realidad: poca cosa.


    Necesitamos vivir con sano realismo. A veces estamos en la cima del fervor, y creemos que nos encantaría dar la vida por Cristo. Y al día siguiente, una simple prueba, una pequeña contradicción, una sequedad interior, hace que nos sintamos hundidos. No calibramos nuestras fuerzas. No sabemos lo poco que podemos cuando estamos solos. Creemos que ya hemos llegado, y apenas estamos comenzando el camino. Por eso la humildad es esencial. No se trata de despreciarse, sino de conocerse: saber que somos barro, que somos pequeños, que fácilmente tropezamos. Y que, si no caemos más a menudo, es porque el Señor nos sostiene. Todo es gracia. Todo es misericordia. Todo es don.


    Jesús, manso y humilde de corazón, enséñame a conocerme con verdad. A no creerme fuerte cuando en realidad soy débil. A no apoyarme nunca en mis fuerzas, sino en ti. Cuando me sienta en la cima, recuérdame que puedo caer. Cuando me vea en el fondo, recuérdame que Tú no dejas de mirarme con amor. Amén.

lunes, 14 de abril de 2025

UNA CORONA Y UN ANILLO


    Has recibido un campo que no es tuyo, porque no lo heredaste ni lo adquiriste por méritos propios. Te fue concedido por gracia para habitarlo y para trabajarlo. Puedes buscar en el lecho del riachuelo que lo atraviesa el oro que, dicen, se oculta en sus arenas. El propietario ha abierto sus brazos para acogerte, sin exigencias ni amenazas. Te ha dado herramientas, alimento, refugio y hasta tiempo. Solo te ha pedido que no te vayas, que no abandones la tarea, que no dejes de buscar.


    Y tú bajas al riachuelo cada día, ese riachuelo turbio que es el mundo. Te hundes en su barro, porque no hay otro modo de cribar su fondo. Te manchas, te cansas, te desanimas. Hay días enteros en los que nada brilla en tus manos. Días en los que solo recoges lodo y decepción. Días en los que te miras y solo ves suciedad. Pero aun así permaneces. Cribas sin descanso, cerniendo grava, tamizando barro. Y a veces, con la sorpresa de un niño, encuentras algo de arenilla dorada o quizás una pepita; es decir, una buena acción, un momento de fe, una alegría inesperada, una oración que arde con verdad. Esos hallazgos son el fruto de tu combate, pero al mismo tiempo son un regalo: tú los hallas, pero Él los había escondido allí para ti.


    Y un día, al ver tu pequeño tesoro, al notar el calor que ese oro va encendiendo en tu corazón, sabes lo que quieres hacer. No deseas guardarlo para ti, ni venderlo, ni fundar tu propio reino. Quieres fundir ese oro para Él. Forjar una corona, porque lo reconoces como Rey. Y un anillo, porque lo amas como Esposo. Descubres entonces que el tesoro no era el oro, sino Él. Y que todo lo que recogiste fue, en el fondo, un modo de encontrarlo y amarlo.


    La pasión de Jesús es el alto precio de ese campo. Fue comprado con sangre, no con dinero. Él es el Dueño herido que se entrega, el Rey coronado de espinas, el Esposo que firma la alianza nupcial con su propia vida. Cada gota de su Sangre es más valiosa que todo el oro del mundo. Y sin embargo Él te espera allí en el lodazal de tu vida, para mirarte con ternura mientras tú buscas lo eterno entre el barro. Te espera para que un día llegues con tus manos sucias, con tu oro escaso, y se lo ofrezcas como ofrenda de amor. Y Él lo aceptará como si fuera un tesoro inestimable, porque te quiere a ti más que a ninguna joya.


    Jesús mío, Rey y Esposo de mi alma, no merezco vivir en tu campo ni buscar en tu río. Pero Tú me has querido ahí, y me has amado con paciencia. Recibe el fruto de mi pobre lucha, de mi esfuerzo manchado y frágil. No es mucho, pero es todo lo que tengo. Fúndelo Tú con el fuego de tu Pasión, y haz con él una corona que te honre, y un anillo que me una a ti para siempre. Así sea.

domingo, 13 de abril de 2025

PUERI HEBRAEORUM


    “Jesús se montó. La multitud alfombró el camino con sus mantos; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada. Y la gente que iba delante y detrás gritaba: ‘¡Hosanna” al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!’ Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad se sobresaltó preguntando: ‘¿Quién es este?’ La multitud contestaba: ‘Es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea’” (Mt. 21,7-11).


    “Pueri Hebraeorum portantes ramos olivarum obviaverunt Domino” (los niños hebreos, llevando ramos de olivo, salieron al encuentro del Señor) Así comienzan las antiguas antífonas del siglo VIII, propias de la liturgia del Domingo de Ramos. Son cantos llenos de júbilo, frescos como la fe de los niños que salen al encuentro del Señor, tendiendo ramos, agitando palmas, extendiendo sus mantos al paso del Mesías.


    Sin embargo, esta procesión no es solo recuerdo del pasado. El Señor sigue queriendo entrar. Pero ahora la ciudad amurallada no es Jerusalén: somos nosotros. Nuestro corazón endurecido, nuestra alma cerrada, nuestras puertas atrancadas que Él quiere traspasar. Por eso también nosotros hemos de salir a su encuentro, abriendo de par en par nuestras puertas interiores, y recibiéndolo con la misma alegría. Que nuestras voces griten ‘Hosanna’, que nuestras manos agiten los ramos, que nuestro amor le tienda las vestiduras, como signo de que todo lo nuestro, lo que somos, lo que tenemos, está a su servicio.


    Y aunque nada es digno de Él, aunque nuestras ramas se marchiten y nuestros mantos sean pobres, Jesús los acoge con bondad. Porque el corazón que se entrega, aunque sea pequeño y débil, le agrada más que todas las alabanzas del mundo. Esta vida nuestra, hecha canto y entrega, hecha alabanza y ofrenda, es un testimonio vivo, y otros también lo verán. Y preguntarán, como entonces: ‘¿Quién es este?’. Y nosotros responderemos, con alegría y reverencia: ‘Es Jesús, el Hijo de David, el Salvador, el que viene en nombre del Señor’.


    Señor Jesús,

    Tú que entraste en Jerusalén montado en un borrico y acogido por los cantos y aclamaciones de los niños, entra también en mi alma, en esta ciudad cerrada y temerosa que soy yo mismo. Enséñame a abrirte las puertas con júbilo, a tender mi manto ante ti, a agitar los ramos de la esperanza y de la fe. 

    Recibe, aunque pobre, esta ofrenda de mi vida, que quiero poner a tus pies como alabanza. Que mi corazón te cante, que mi vida te glorifique, que mi entrega hable de ti, para que otros, al verme, también se pregunten: ‘¿Quién es este?’… y descubran que Tú eres el Señor, el Mesías, el Salvador del mundo. ¡Hosanna en las alturas, Hijo de David! ¡Bendito seas por siempre!

sábado, 12 de abril de 2025

CUANDO LA VERDAD ESTORBA

    “Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron: ‘¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación’. Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: ‘Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera’” (Jn. 11,47-50).


    Lo más estremecedor de esta escena es la serenidad con la que se decide la muerte de Jesús. No hay pasión desbordada, ni siquiera, en apariencia, odio, sino una frialdad lúcida y estratégica. Los miembros del Sanedrín comprenden que Jesús dice la verdad, que sus signos son auténticos, y precisamente por eso lo consideran peligroso. Su presencia, su poder, su palabra, todo eso desestabiliza el sistema del que ellos son celosos guardianes. La decisión no se toma, por tanto, por ignorancia, sino por cálculo. Y el cálculo es este: más vale que Él muera, antes que el sistema entero se tambalee.


    No buscan la paz, porque la paz exige conversión, justicia, amor. Ellos buscan conservar sus posiciones de poder, mantener sus privilegios, proteger sus intereses. Y para lograrlo, están dispuestos a matar. Pero no se atreven a hacerlo abiertamente por codicia o por odio, sino revestidos de razones religiosas y políticas: “para que no destruyan el templo”, “para que no perezca la nación”. Esta es la gran trampa del mal: presentarse como un bien mayor, justificar el crimen con argumentos de conveniencia colectiva.


    Y sin embargo, en medio de este cálculo inicuo, Dios actúa. La frase de Caifás, que brota de una lógica utilitarista, se convierte en profecía: “conviene que uno muera por el pueblo”. Sí, conviene. Pero no como lo entiende Caifás, sino como lo dispone el Padre. Porque Jesús no muere para conservar la religión oficial, ni para sostener las estructuras caducas de poder. Muere para salvarnos. Muere por amor, y no por conveniencia. Muere por todos, incluso por quienes lo condenan.


    Señor Jesús, Tú que fuiste condenado por los sabios y los poderosos, Tú que fuiste entregado por quienes temían perder su paz aparente, ayúdame a no preferir nunca la tranquilidad a la verdad, ni el prestigio al amor, ni la comodidad a la justicia. Enséñame a abrazar la Cruz, no como un mal necesario, sino como el lugar donde Tú mismo transformas el mal en salvación. Que no me escandalice tu modo de actuar, ni me aparte de ti cuando me llames a perder para ganar, a morir para vivir. Amén.

viernes, 11 de abril de 2025

STABAT MATER


Por los pecados del mundo,
vio a Jesús en tan profundo
tormento la dulce Madre.
Vio morir al Hijo amado,
que rindió desamparado
el espíritu a su Padre.

¡Oh dulce fuente de amor!,
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo.
Y que, por mi Cristo amado,
mi corazón abrasado
más viva en Él que conmigo.

Y, porque a amarle me anime,
en mi corazón imprime
las llagas que tuvo en sí.
Y de tu Hijo, Señora,
divide conmigo ahora
las que padeció por mí”
 

(del himno Stabat Mater, s. XIII, atribuido a Jacopone da Todi).


    Hoy, Viernes de Dolores, meditamos cómo la Madre Dolorosa contempla a su Hijo clavado en la Cruz, y no hay palabra humana que alcance a describir el abismo de su sufrimiento. No es sólo el dolor de una madre que ve morir al Hijo amado, sino también el dolor purísimo de quien comparte en su alma la Pasión del Redentor. Ella no grita, no se mesa los cabellos, no se rebela. Permanece “de pie junto a la Cruz”, fuerte en su amor aunque rota en su ternura. 

    Pero no pensemos que la mansedumbre y el dulce llanto de María son pura pasividad: son fuego oculto que arde en silencio. En Ella se funden la compasión y la fe, el espanto del Calvario y la firme confianza en el plan redentor de Dios. Al ver morir a Jesús desamparado, María no duda del Padre, sino que acoge en su corazón el misterio que traspasa la razón.


    Por todo esto, la súplica del himno brota de un alma que no quiere mirar a Cristo desde lejos. Quiere entrar en su Pasión, vivirla desde dentro, llorar con la Madre, llevar las llagas del Hijo como una marca de amor, dejar que arda el corazón hasta que Cristo viva en él más que uno mismo. No se trata de una compasión sentimental, sino de una unión transformante: “divide conmigo ahora las que padeció por mí”. Esta petición es una locura de amor, la locura de los santos: no evitar el sufrimiento, sino pedir compartirlo, para amar más, para vivir crucificados con Cristo, para no huir cuando el dolor llega. Así nos configura María con su Hijo, nos enseña que también nuestras cruces pueden ser fecundas si las unimos a la suya.


    Madre Dolorosa, dulce fuente de amor, imprime en mi alma las llagas de tu Hijo. Enséñame a mirar la cruz, no con miedo, sino con amor. Hazme vivir en Cristo más que en mí mismo. Y cuando me llegue el dolor, ayúdame a estar de pie contigo, siempre contigo, junto a la Cruz. Amén.

jueves, 10 de abril de 2025

TÚ, SEÑOR, TODO. YO, NADA


    “Llegáis a la perfección por el conocimiento de vosotros mismos y por el conocimiento de mi bondad. El alma nunca conoce mejor que cuando estoy yo en ella, en el momento del combate. ¿Cómo? ¡Te lo diré! Si al verse en medio de sus luchas, el alma toma conciencia de que esos asaltos no le agradan y, al mismo tiempo, que no depende de ella librarse, aun cuando rechaza consentir, puede entonces conocer que ella no es nada. Si ella fuera algo por sí misma, se pondría al abrigo de esas tentaciones que no quiere tener. Así se humilla con el verdadero conocimiento de sí misma y, a la luz de la santísima fe, corre hacia mí, Dios eterno” (palabras del Señor a santa Catalina de Siena, doctora de la Iglesia).


    La perfección no es un premio para los que no caen, ni tampoco una meta para los fuertes, sino un don que se concede a quienes se reconocen pobres y corren hacia el Señor. Según estas palabras que Jesús dirige a santa Catalina, llegar a la perfección pasa por un doble conocimiento: el de nosotros mismos —con toda nuestra fragilidad, nuestra pobreza, nuestra nada— y el de Dios, que es todo bondad. Es en el combate interior donde este conocimiento se hace más claro. Cuando el alma se ve envuelta en luchas que no ha querido y que no puede evitar, aunque las rechace, descubre con dolor —pero también con luz— que por sí sola no puede, que no es nada. Y entonces, en vez de desesperarse, se humilla y se lanza con fe hacia Dios.


    En alguna ocasión de mi vida, y durante temporadas, he rezado repitiendo precisamente esta expresión que me parecía que el Señor ponía en mis labios y en mi corazón: “Tú, Señor, todo. Yo, nada. Tú, todo. Yo, nada”. Y, con algo tan sencillo, repitiéndolo muchas veces, encontraba paz y gozo interior. No porque desaparecieran las pruebas, sino porque entonces el alma se apoya ya no en sí misma, sino en Dios. Ese abandono humilde y confiado, lejos de hundirnos, nos eleva. Es la rendición del corazón que deja de pelear solo y se entrega a la misericordia. Así, incluso los momentos más oscuros se convierten en luz, porque Jesús está en nosotros, precisamente en el combate.

    Como oraba Israel por boca del profeta Oseas (14,4): “No volveremos a montar a caballo y no diremos más ‘Dios nuestro’ a la obra de nuestras manos”. Así también nosotros dejamos de confiar en nuestras propias armas, renunciamos a pelear por nosotros mismos. Queremos que sea el Señor, fuerte y fiel, quien libre por nosotros las batallas. No se trata de rendirse, sino de reconocerse débil y, desde ahí, entregarse a Aquel que puede salvarnos. Él es nuestra victoria. Y nosotros, sus pobres.


    Oh Jesús, ‘Tú todo, yo nada’. En esa gran verdad descansa mi alma. Amén.

miércoles, 9 de abril de 2025

MÁS QUE TUS PECADOS


    “Conmovido por vivo dolor he leído su carta, no tanto por las faltas que ha cometido; me hace sufrir más el estado lamentable en que esas faltas le han puesto, a causa de la poca confianza que tiene Ud. en la bondad de Dios y en la facilidad amorosa con que Él recibe, según debería Ud. saberlo, a aquellos que más gravemente le han ofendido. Reconozco en su disposición presente los engaños y la malicia suma del espíritu maligno, que trata de aprovechar sus caídas para llevarla a la desesperación…”

(carta de San Claudio la Colombière a una religiosa)


    Hay dolores que hacen sufrir más que el recuerdo de una falta: son los dolores que nacen de haber dejado de confiar, de haberle cerrado el corazón a Dios. El alma que ha pecado y se duele de su pecado todavía puede abrazarse a la misericordia infinita del Corazón de Jesús; pero si, además de haber caído, comienza a desconfiar, entonces se halla en un abismo más profundo, porque se ha alejado de la esperanza. 

    La tristeza por el pecado cometido es buena, pero no cuando se envenena con desesperación. Por eso, el dolor que dice experimentar San Claudio no se centra en las caídas de la religiosa, sino en la trampa que le ha tendido el enemigo: utilizar sus caídas para romper la comunión con Dios desde dentro, apagando la luz de la confianza.


    La estrategia del maligno es perversa: nos tienta para hacernos caer y, una vez caídos, nos acusa y nos atormenta con un discurso que parece piadoso, pero que es cruel: “Ya no eres digno, ya no puedes acercarte, Dios no puede perdonarte esto…” Y así, el alma se queda paralizada, aislada, sin fe, sin consuelo. Pero la verdad es que Dios se conmueve más por el sufrimiento de sus hijos que por sus faltas. El Corazón de Jesús no se endurece por nuestros pecados, sino que se abre más, con una ternura dolorida que solo quiere abrazar y levantar. Él no solo perdona: corre a recibirnos, nos reviste con su gracia, y se alegra más por nuestro regreso que por cualquier sacrificio que podamos ofrecerle. La confianza en la bondad de Dios no es un sentimiento vago, sino una luz necesaria: sin ella, el alma se pierde en la oscuridad.


    Señor Jesús, que no me engañe el espíritu de la desesperanza. Que nunca me quede atrapado en mis caídas, ni me encierre en la falsa piedad del remordimiento sin confianza. Enséñame a creer en tu Corazón más que en mis propios sentimientos. Hazme volver a ti siempre, aunque me sienta indigno, sabiendo que Tú me esperas con amor. Amén.

martes, 8 de abril de 2025

ANCHURA Y LUZ



    Estamos viviendo la Semana de Pasión. Es la semana que precede a la Semana Santa. La Iglesia nos invita con fuerza a convertirnos. No se trata solo de preparar las celebraciones litúrgicas, sino de volver el corazón a Dios. Por eso esta semana es especialmente propicia para examinar nuestra vida interior, revisar nuestra oración y dejar que Dios nos haga avanzar hacia una relación más profunda con Él.


    Santa Teresa, en sus Moradas, nos ofrece criterios preciosos para discernir si nuestra oración va por buen camino, y también nos advierte de ciertos peligros que pueden desviarnos. En las Cuartas Moradas —etapa en la que el alma comienza a recibir gracias más profundas—, ella señala dos señales que indican autenticidad: el ensanchamiento del alma y la luz interior. El alma ya no está encogida ni temerosa. Se siente más libre, más disponible, más generosa. Ha dejado de vivir en la estrechez de sus miedos, y comienza a respirar el aire puro de Dios.


    Y junto con esa libertad aparece una luz nueva, una claridad que viene de dentro y que es un don de Dios. Esta luz permite al alma conocer mejor a Dios, acercarse a Él con más verdad y más amor. Al mismo tiempo, le permite conocerse a sí misma, y este conocimiento propio —vivido a la luz de Dios— es la verdadera humildad. Por último, esa luz permite mirar al mundo con otros ojos. Y entonces el alma descubre lo que antes no veía: que el mundo, por sí mismo, es vano, vacío, y que su fascinación está desprovista de verdadero sentido. Esto le proporciona al alma una gran libertad interior.


    Esta etapa de crecimiento interior no está libre de peligro. En primer lugar, no debemos exponernos a las ocasiones de pecado. Ni siquiera la oración más fervorosa nos libra de caer si no evitamos lo que puede dañarnos. En segundo lugar, hay que evitar abandonar la oración después de haber recibido tantas gracias. Sería como despreciar el don. Y Dios no es una estación de paso, sino el destino final. También debemos desconfiar de todo lo que busca llamar la atención, especialmente de lo extraordinario. El verdadero crecimiento espiritual se acompaña siempre de humildad, sencillez y una vida ordinaria que mejora.


    Por todo esto esta semana es una ocasión preciosa para pedirle al Señor una conversión verdadera. Volvernos más humildes, más sobrios, más sencillos. No desear parecer santos, sino tratar de serlo. Dejar de lado el deseo de destacar. Y cuidar la oración con más esmero, como quien riega una planta que empieza a florecer y que no puede ser abandonada.

lunes, 7 de abril de 2025

EL BIEN CALLA, EL MAL GRITA


    “Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante” (Jn. 8,6-9).


    El mal es ruidoso. Siempre lo ha sido. Le gusta el griterío, la presión, el alboroto de los acusadores. Se manifiesta en la violencia de los gestos, en las palabras duras, en la urgencia de la condena. Así actúan los fariseos aquel día: insisten, urgen, preguntan, provocan. Son como el trueno antes de una tormenta, que anuncia destrucción. 

    El bien, en cambio, es silencioso. No necesita gritar. No se impone. Se manifiesta con la delicadeza de un gesto, con la serenidad de una presencia, con elocuente silencio. “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (Mt. 6,3), había enseñado Jesús. Porque el bien, cuando es verdadero, no busca aplauso ni venganza, solo redención.


    Jesús calla y escribe. No responde a la primera. Deja espacio. Y luego, con una sola frase, derrumba la violencia: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Y vuelve a callar. En ese segundo silencio, los corazones empiezan a oírse a sí mismos. Uno a uno se marchan. El escándalo se desinfla. Solo queda Jesús con la mujer. Solo el bien permanece. Ella está en pie, Él también. No hay condena, hay encuentro. Porque Él no ha venido a juzgar, sino a salvar.


    Jesús, que venciste el ruido del mal con el silencio del bien, enséñame a callar como Tú, a no juzgar como Tú, a mirar con misericordia como Tú. Que mis palabras no condenen, que mis gestos no hieran, y que mi vida sea humilde, oculta y silenciosa, como el bien que Tú nos enseñaste a vivir en lo escondido. Amén.

domingo, 6 de abril de 2025

FARO DE LUZ


      En medio del mundo, que hoy se ha vuelto un mar oscuro y tempestuoso, buscamos sin cesar una luz que guíe nuestros pasos, una presencia que no nos abandone, una certeza que no nos defraude. El alma, como una frágil embarcación, debe cruzar las largas noches de la propia vida con temor, acosada por las olas del pecado, del sufrimiento, de la soledad, de la confusión. Pero Dios no nos ha dejado solos, sino que ha encendido faros en la costa de nuestra travesía. Uno de esos faros, el más hermoso, el más tierno, el más maternal, es Miryam, la Virgen María, Faro de Luz para todos sus hijos.


       María no es solo la Estrella del Mar que señala el rumbo: es el Faro elevado que brilla desde lo alto del Cielo, desde aquel lugar junto al Trono de la Trinidad en el que, glorificada, no cesa de interceder con su Hijo en favor de todos sus hijos. Desde allí ve nuestras luchas, conoce nuestras caídas, se inclina sobre nuestro dolor, y con una luz dulcísima, constante y silenciosa, nos sostiene en la noche. En Ella, tras la Anunciación, se encendió la Palabra eterna, y desde entonces, su Corazón Inmaculado resplandece como una lámpara para los tiempos oscuros. Su luz no hace ruido, sino que transforma las sombras. Su luz no deslumbra, sino que da paz. Su luz no fuerza, pero atrae, consuela, orienta.


       La Virgen María se nos muestra como Faro de Luz desde las hermosas tierras de Extremadura, donde aparece para abrazar, consolar y preparar a sus hijos para el definitivo combate espiritual que deben librar. Su Corazón Inmaculado, visible sobre su pecho, es faro dentro del faro: un centro ardiente de amor donde todo hijo puede cobijarse, como si el mismo cielo se abriera en la tierra para acoger al pecador, al cansado, al perdido. Sus manos extendidas no juzgan ni rechazan, sino que acogen, alientan, acarician. Y en sus delicadezas maternales —a veces visibles, otras ocultas— se manifiesta una ternura que no es de este mundo, una ternura que solo puede venir de Aquella que fue colmada por el Espíritu Santo y permanece estrechamente unida al designio salvador del Padre.


       También nosotros, como María, estamos llamados a contemplar la Pasión, la Cruz, la Resurrección de Cristo, no con la tristeza amarga del que ha perdido, sino con la esperanza encendida del que ha sido salvado. Si la cruz es amarga, María la endulza. Si el camino es duro, María lo suaviza. Si todo se oscurece, su luz nos basta. Esta experiencia personal, íntima, de haberla sentido cerca —como un verdadero Faro de Luz— es un regalo extraordinario. Que Ella nos prepare verdaderamente para vivir los días santos que se acercan con un corazón nuevo, purificado, encendido.


       Santísima Virgen María, Faro de Luz, Madre que brillas desde lo alto y no dejas de alumbrar nuestras noches: acoge a este hijo tuyo bajo la claridad de tu Corazón. No permitas que me extravíe entre las sombras ni que me hunda en la tormenta. Hazme valiente con tu ternura, fuerte con tu paz, fiel con tu amor. Ilumina mi fe, alienta mi esperanza, y hazme vivir la próxima Pascua de tu Hijo con los ojos fijos en la Luz que nunca se apaga. Amén.