El mes pasado, en mi programa de Radio María Palabra y Vida, tuve que enfrentarme a la tremenda dificultad de comentar y explicar un texto difícil del primer libro de Samuel (1Sam 15,16-23). Se refería a la orden dada por Dios al rey Saúl de que consagrara al exterminio a los amalecitas. Una orden terrible cuyo incumplimiento llevó a que Dios le retirara su favor y otorgara la corona a David. La gran pregunta que uno puede hacerse es: ¿es posible que Dios ordenara semejante cosa a Saúl? El problema es bastante complejo y yo quiero responder, desde luego, desde la más estricta ortodoxia católica.
La Palabra de Dios ni puede equivocarse, ni está escrita para confundirnos. Pero vamos a hacer dos observaciones. En primer lugar, la Palabra de Dios tiene un doble autor: uno humano y otro divino. El autor divino es el Espíritu Santo que la inspira para que nos hable autorizadamente de Dios, y para que nos ayude a entenderle y poder así cumplir su voluntad. También en ella Dios nos habla de nosotros mismos y de lo que espera de nosotros.
Este autor divino no puede equivocarse, aunque el autor humano (el profeta) si pueda hacerlo en cierto tipo de cosas. Por eso a veces en la Palabra de Dios encontramos errores en ciertas explicaciones científicas que se proponen, o equivocaciones en cuanto a fecha. Las equivocaciones históricas o científicas o psicológicas son atribuibles al autor humano, nunca a Dios que no se propuso instruirnos sobre estos temas en la Biblia.
El texto sagrado, además, nos ofrece en ocasiones la visión que tiene el hombre respecto a Dios. Por eso, a veces, son textos que nos presentan una imagen de Dios que nos resulta inquietante en cuanto demasiado humana: un Dios que se irrita, que se deja llevar por la ira, la cólera, los deseos de venganza…
Nosotros sabemos que la ira es una pasión humana (y un pecado capital). Por eso es un poco extraño leer que Dios se deja arrebatar por ella. Y sin embargo recordar al autor humano, que nos está ofreciendo la imagen que de Dios a veces tienen los hombres, puede tranquilizarnos.
Igualmente hay que recordar que el texto bíblico nos ofrece la imagen que Dios tiene de los hombres, ya que detrás está tanto un hombre que habla de Dios, como un Dios que nos habla de los hombres. Y aquí la habilidad del autor se muestra más certera porque nos describe a nosotros perfectamente como somos, con nuestras incoherencias, con nuestras maldades, con nuestros pecados, con nuestra ignorancia, que el autor divino no suprime totalmente.
Hay religiones que tienen libros sagrados que dicen ser dictados enteramente por Dios y en los que el autor humano no tiene ninguna importancia porque es un simple amanuense. Pero la Biblia no fue escrita así sino que la enseñanza católica acepta su doble autoría: humana y divina. Lo mismo que el Hijo de Dios, Cristo nuestro Señor, es Dios y Hombre verdadero –y eso escandalizó a muchos que terminaron negando, o bien su humanidad o bien su divinidad– no podemos escandalizarnos de que la palabra de Dios tenga un autor humano y un autor divino.
¿Qué más ocurre? Los textos de la Palabra de Dios están escritos mucho después de que sucedieran los hechos narrados en ella, y a veces el autor humano trata de indagar su sentido desde el plan de Dios. Es difícil de entender, por ejemplo, que a Saúl simplemente se le reprobara por no haber consagrado al exterminio al pueblo amalecita, y en cambio David, que cayó en el asesinato, en la rapiña y en el adulterio, no fuera rechazado por Dios, sino que el Señor aceptara una y otra vez su arrepentimiento perdonándole siempre.
En el autor humano, que reflexiona por qué pasó esto, está el deseo muy legítimo de encontrar una explicación de por qué Saúl fracasó, por qué terminó siendo derrotado en la batalla contra los filisteos y muriendo. La única posible, estando dado que era el ungido del Señor, es que Dios lo rechazó. ¿Qué pecados evidentes hubo en la vida de Saúl? Quizás sus celos frente a David, y quizás esta orden que le había dado Dios y que él no habría cumplido exactamente. ¡Pues aquí está el motivo!, y así nos lo explica el autor sagrado
Pero ahora vamos a enfrentarnos a la cuestión más espinosa, ¿entonces Dios quería el exterminio de todas aquellas personas, muchas de ellas indefensas, capturadas en la batalla, incluidos niños y mujeres? Dios ¿podía querer realmente eso? Yo les doy la respuesta con total claridad y contundencia, y la respuesta es NO.
Sabemos que todo el Antiguo Testamento tiene una clave de lectura y de interpretación, y esa clave de lectura y de interpretación es Jesucristo nuestro Señor. Y son los textos del Evangelio y del Nuevo Testamento los que nos ayudan a entender y a interpretar el Antiguo Testamento. ¿Acaso Jesús en el Evangelio no realizó Él mismo esta interpretación necesaria, descubriendo lo que había en el corazón de Dios, cuando repitió en el sermón de la montaña tantas veces aquello de “habéis oído que se dijo a los antiguos… pero yo os digo…”
Por ejemplo “habéis oído que se dijo a los antiguos «ojo por ojo y diente por diente», pero yo os digo, no hagáis frente al que os agravia, y si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda”. Jesús nos da aquí a conocer claramente cuál es la voluntad de Dios a este respecto.
¿Qué es lo que hay de verdad entonces en este texto escandaloso de 1º Samuel? Pues que la voluntad de Dios era que el pueblo de Israel no buscara caminos intermedios, no pactara con sus enemigos, porque esos enemigos lo eran de su fidelidad a Dios; que Amalec iba a ser una constante tentación en la vida de Israel.
Y esa enseñanza sigue siendo válida. Dios no quiere que se pacte con los enemigos. Dios no quiere que yo hoy pacte con el mundo y trate de buscar, por una parte ser políticamente correcto y estar de acuerdo con todos, y por otra y al mismo tiempo ser fiel a Jesucristo. No es posible servir a dos señores, ni se puede servir al dinero y a Dios, ni se puede servir al mundo y a Dios, ni se puede servir a la carne y a Dios, y uno no puede convertirse en súbdito del príncipe de este mundo, que es el diablo, y al mismo tiempo pretender ser siervo y amigo del Señor.
No, nada de tibieza. Dios nos quiere siempre en esa decisión tajante, radical: con Él y contra sus enemigos.
Para el pueblo de Israel, en aquel momento, los amalecitas eran sus enemigos, y entonces se debía de estar en contra de ellos de esa forma radical, hasta exterminarlos. ¿Lo quería Dios? Literalmente no. ¿Lo entendió así incluso un hombre de Dios como podía ser Samuel? Sí, así pudo entenderlo perfectamente. En el fondo tenía razón: había comprendido lo que Dios quería, pero no la forma en que Dios lo quería, que el rechazo de Israel al mundo, al demonio y a la carne fuera de ese modo.
No sé si ustedes me comprenden, pero yo de ninguna manera me estoy oponiendo a la inerrancia ni a la inspiración de la Sagrada Escritura. Al contrario, estoy en ese sentido defendiendo a Dios de posibles malas interpretaciones, porque Dios no ha cambiado del Antiguo al Nuevo Testamento. Yo no caigo en la herejía de algunos que rechazaron el Antiguo Testamento porque lo veían incompatible con el Nuevo, afirmando que en Nuevo Testamento se manifestaba un Dios que era amor y en el Antiguo uno muy distinto y por eso había que rechazarlo. Ni mucho menos. El Antiguo Testamento, incluso en estos textos difíciles, nos está enseñando verdaderamente lo que Dios quiere de nosotros, lo que Dios espera de nosotros. Pero Él nos ha dejado y nos ha enviado a su Hijo Jesucristo como Maestro para todos los hombres, como víctima de propiciación por nuestros pecados, para ayudarnos a abrir los ojos y entender.
El texto veterotestamentario nos está dando también un diagnóstico, una radiografía, de cómo son los hombres de todos los tiempos y cómo ellos no encuentran otra solución, a veces, que la violencia, el derramamiento de sangre...
Y esto se puede decir de todos, también de los miembros del pueblo de Dios, porque el pueblo de Dios es santo ya que el Cordero Inocente derramó Su sangre para purificarlo y limpiarlo de todo pecado; pero los miembros del pueblo de Dios somos pecadores y muchas veces estamos cegados por las pasiones, por los pecados, y no siempre sabemos hablar bien de Dios porque no nos tomamos el tiempo de pedirle al Señor que nos ilumine, que nos dé su Corazón para ayudarnos a entenderle.
A veces caemos en perplejidades que nos llevan finalmente a dudar de todo y a pensar que la Palabra de Dios puede ser puesta en entredicho: incluso las palabras de los evangelistas o de san Pablo, o del Apocalipsis… Vamos a tratar de entenderla con sensatez, vamos a captar su mensaje y a convertirnos llevando este mensaje a la vida.