martes, 1 de marzo de 2022

Sin máscaras

            En muchos lugares se celebran, con gran arraigo popular, los carnavales. Son unos días de jolgorio y excesos en los que la gente supuestamente se prepara para afrontar las penitencias cuaresmales que, en otro tiempo, eran muchísimo más rigurosas que hoy. 

             En estos festejos suele ser habitual disfrazarse: un traje realizado o alquilado para la ocasión; una máscara; un antifaz; una buena careta; un vistoso maquillaje... todo vale para ocultar la verdadera personalidad y entregarse de una forma desinhibida a la diversión. Lástima que, por este motivo, aquella no siempre sea honesta y que, amparándose en el anonimato, todo "valga".

             Los cristianos, de una forma especial en este tiempo cuaresmal, estamos invitados, por el contrario, a quitarnos la máscara ante Dios, a revelarnos con nuestro auténtico rostro, si queremos que el Señor nos manifieste el suyo. Este esfuerzo por vivir en la verdad no es nada fácil, y trataremos de ilustrarlo con un ejemplo evangélico.


             En la parábola del fariseo y del publicano (Lc.18,9.14) Jesús nos presenta a dos personajes fuertemente caracterizados por su contraposición. Son dos hombres que acuden  al Templo a orar. Uno es fariseo, es decir, celoso y observante de la Ley; pertenece a un grupo religioso que ponía gran empeño en el cumplimiento de la Ley de Dios, hasta en sus más mínimas observancias. El otro es publicano, es decir, un recaudador de impuestos delegado del poder de ocupación romano y que, amparado por éste, procuraba hacer su negocio; considerado traidor y enemigo del pueblo, vivía de espaldas a la Ley y quedaba automáticamente excluido del culto de la sinagoga.

             Simplificando mucho si ustedes quieren: un hombre honrado y religioso; y un hombre malo y codicioso.

             Lo escandaloso es que Jesús pone como modelo al segundo. ¿Por qué? ¿Acaso el primero mentía cuando decía que no era como los demás  hombres, rapaces, injustos o adúlteros? ¿Acaso no era cierto que ayunaba dos veces por semana, y que daba como limosna el diezmo de todas sus ganancias? ¿O acaso el publicano no era tan malo como imaginábamos? Nada nos permite hacer conjeturas a este respecto, pero lo que nos muestra Jesús es más profundo.


             Fijémonos en la oración del fariseo. Por cinco veces dice "no soy"; en concreto, no soy como los demás; no soy rapaz; no soy injusto; no soy adúltero; no soy como ese publicano. Al terminar de escucharle ya sabemos quién no es, pero nos quedamos sin saber quién es

             Luego añade lo que hace: cosas buenas sin lugar a dudas, como ayunos y limosnas, y ambos abundantes. ¿Será que no es capaz de definirse sino por lo que hace, y se le escapa lo que realmente es?

             En cambio el publicano, mucho más brevemente, dice una sola vez "soy": "ten compasión de mí, porque soy pecador". Dos palabras han bastado. ¡Ya sabemos quién es! ¿Y qué hace? No lo detalla, pero nos lo imaginamos: ¡pecados! Quizás era rapaz, injusto, adúltero, y muchas cosas más...

             ¿Advierten ahora la diferencia? El fariseo se presentó con una máscara ante Dios, una máscara que permitía ver sólo quién no era; pero fue incapaz de descubrir su verdadero rostro o renunció a hacerlo.

             El publicano, en cambio, aceptó descubrir su verdadera personalidad, desnudar su corazón ante Dios. Y por eso le permitió a Él actuar justificándolo. Con el fariseo era imposible: Dios no podía ver de quién se trataba.

         Si estamos empeñados en buscar el rostro del Señor, el primer paso será descubrirle a Él el nuestro; realizar con valentía un doloroso viaje interior, desde la propia miseria a la misericordia infinita. Ojalá en esta Cuaresma nos atrevamos a emprenderlo. Ojalá entendamos así lo que nos dice san Pablo: "Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, e intercede por nosotros?" (Rm.8,33-34).


martes, 1 de febrero de 2022

A vueltas con el Antiguo Testamento

El mes pasado, en mi programa de Radio María Palabra y Vida, tuve que enfrentarme a la tremenda dificultad de comentar y explicar un texto difícil del primer libro de Samuel (1Sam 15,16-23). Se refería a la orden dada por Dios al rey Saúl de que consagrara al exterminio a los amalecitas. Una orden terrible cuyo incumplimiento llevó a que Dios le retirara su favor y otorgara la corona a David. La gran pregunta que uno puede hacerse es: ¿es posible que Dios ordenara semejante cosa a Saúl? El problema es bastante complejo y yo quiero responder, desde luego, desde la más estricta ortodoxia católica.


La Palabra de Dios ni puede equivocarse, ni está escrita para confundirnos. Pero vamos a hacer dos observaciones. En primer lugar, la Palabra de Dios tiene un doble autor: uno humano y otro divino. El autor divino es el Espíritu Santo que la inspira para que nos hable autorizadamente de Dios, y para que nos ayude a entenderle y poder así cumplir su voluntad. También en ella Dios nos habla de nosotros mismos y de lo que espera de nosotros.

Este autor divino no puede equivocarse, aunque el autor humano (el profeta)  si pueda hacerlo en cierto tipo de cosas. Por eso a veces en la Palabra de Dios encontramos errores en ciertas explicaciones científicas que se proponen, o equivocaciones en cuanto a fecha. Las equivocaciones históricas o científicas o psicológicas son atribuibles al autor humano, nunca a Dios que no se propuso instruirnos sobre estos temas en la Biblia. 

El texto sagrado, además, nos ofrece en ocasiones la visión que tiene el hombre respecto a Dios. Por eso, a veces, son textos que nos presentan una imagen de Dios que nos resulta inquietante en cuanto demasiado humana: un Dios que se irrita, que se deja llevar por la ira, la cólera, los deseos de venganza…

         Nosotros sabemos que la ira es una pasión humana (y un pecado capital). Por eso es un poco extraño leer que Dios se deja arrebatar por ella. Y sin embargo recordar al autor humano, que nos está ofreciendo la imagen que de Dios a veces tienen los hombres, puede tranquilizarnos. 

Igualmente hay que recordar que el texto bíblico nos ofrece la imagen que Dios tiene de los hombres, ya que detrás está tanto un hombre que habla de Dios, como un Dios que nos habla de los hombres. Y aquí la habilidad del autor se muestra más certera porque nos describe a nosotros perfectamente como somos, con nuestras incoherencias, con nuestras maldades, con nuestros pecados, con nuestra ignorancia, que el autor divino no suprime totalmente.


Hay religiones que tienen libros sagrados que dicen ser dictados enteramente por Dios y en los que el autor humano no tiene ninguna importancia porque es un simple amanuense. Pero la Biblia no fue escrita así sino que la enseñanza católica acepta su doble autoría: humana y divina. Lo mismo que el Hijo de Dios, Cristo nuestro Señor, es Dios y Hombre verdadero –y eso escandalizó a muchos que terminaron negando, o bien su humanidad o bien su divinidad– no podemos escandalizarnos de que la palabra de Dios tenga un autor humano y un autor divino. 

¿Qué más ocurre? Los textos de la Palabra de Dios están escritos mucho después de que sucedieran los hechos narrados en ella, y a veces el autor humano trata de indagar su sentido desde el plan de Dios. Es difícil de entender, por ejemplo, que a Saúl simplemente se le reprobara por no haber consagrado al exterminio al pueblo amalecita, y en cambio David, que cayó en el asesinato, en la rapiña y en el adulterio, no fuera rechazado por Dios, sino que el Señor aceptara una y otra vez su arrepentimiento perdonándole siempre. 

En el autor humano, que reflexiona por qué pasó esto, está el deseo muy legítimo de encontrar una explicación de por qué Saúl fracasó, por qué terminó siendo derrotado en la batalla contra los filisteos y muriendo. La única posible, estando dado que era el ungido del Señor, es que Dios lo rechazó. ¿Qué pecados evidentes hubo en la vida de Saúl? Quizás sus celos frente a David, y quizás esta orden que le había dado Dios y que él no habría cumplido exactamente. ¡Pues aquí está el motivo!, y así nos lo explica el autor sagrado


Pero ahora vamos a enfrentarnos a la cuestión más espinosa, ¿entonces Dios quería el exterminio de todas aquellas personas, muchas de ellas indefensas, capturadas en la batalla, incluidos niños y mujeres? Dios ¿podía querer realmente eso? Yo les doy la respuesta con total claridad y contundencia, y la respuesta es NO.

Sabemos que todo el Antiguo Testamento tiene una clave de lectura y de interpretación, y esa clave de lectura y de interpretación es Jesucristo nuestro Señor. Y son los textos del Evangelio y del Nuevo Testamento los que nos ayudan a entender y a interpretar el Antiguo Testamento. ¿Acaso Jesús en el Evangelio no realizó Él mismo esta interpretación necesaria, descubriendo lo que había en el corazón de Dios, cuando repitió en el sermón de la montaña tantas veces aquello de “habéis oído que se dijo a los antiguos…  pero yo os digo…” 

Por ejemplo “habéis oído que se dijo a los antiguos «ojo por ojo y diente por diente», pero yo os digo, no hagáis frente al que os agravia, y si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda”.  Jesús nos da aquí  a conocer claramente cuál es la voluntad de Dios a este respecto.

¿Qué es lo que hay de verdad entonces en este texto escandaloso de 1º Samuel? Pues que la voluntad de Dios era que el pueblo de Israel no buscara caminos intermedios, no pactara con sus enemigos, porque esos enemigos lo eran de su fidelidad a Dios; que Amalec iba a ser una constante tentación en la vida de Israel. 

Y esa enseñanza sigue siendo válida. Dios no quiere que se pacte con los enemigos. Dios no quiere que yo hoy pacte con el mundo y trate de buscar, por una parte ser políticamente correcto y estar de acuerdo con todos, y por otra y al mismo tiempo ser fiel a Jesucristo. No es posible servir a dos señores, ni se puede servir al dinero y a Dios, ni se puede servir al mundo y a Dios, ni se puede servir a la carne y a Dios, y uno no puede convertirse en súbdito del príncipe de este mundo, que es el diablo, y al mismo tiempo pretender ser siervo y amigo del Señor. 

No, nada de tibieza. Dios nos quiere siempre en esa decisión tajante, radical: con Él y contra sus enemigos.

Para el pueblo de Israel, en aquel momento, los amalecitas eran sus enemigos, y entonces se debía de estar en contra de ellos de esa forma radical, hasta exterminarlos. ¿Lo quería Dios? Literalmente no. ¿Lo entendió así incluso un hombre de Dios como podía ser Samuel? Sí, así pudo entenderlo perfectamente. En el fondo tenía razón: había comprendido lo que Dios quería, pero no la forma en que Dios lo quería, que el rechazo de Israel al mundo, al demonio y a la carne fuera de ese modo.


No sé si ustedes me comprenden, pero yo de ninguna manera me estoy oponiendo a la inerrancia ni a la inspiración de la Sagrada Escritura. Al contrario, estoy en ese sentido defendiendo a Dios de posibles malas interpretaciones, porque Dios no ha cambiado del Antiguo al Nuevo Testamento. Yo no caigo en la herejía de algunos que rechazaron el Antiguo Testamento porque lo veían incompatible con el Nuevo, afirmando que en Nuevo Testamento se manifestaba un Dios que era amor y en el Antiguo uno muy distinto y por eso había que rechazarlo. Ni mucho menos. El Antiguo Testamento, incluso en estos textos difíciles, nos está enseñando verdaderamente lo que Dios quiere de nosotros, lo que Dios espera de nosotros. Pero Él nos ha dejado y nos ha enviado a su Hijo Jesucristo como Maestro para todos los hombres, como víctima de propiciación por nuestros pecados, para ayudarnos a abrir los ojos y entender. 

El texto veterotestamentario nos está dando también un diagnóstico, una radiografía, de cómo son los hombres de todos los tiempos y cómo ellos no encuentran otra solución, a veces, que la violencia, el derramamiento de sangre...

        Y esto se puede decir de todos, también de los miembros del pueblo de Dios, porque el pueblo de Dios es santo ya que el Cordero Inocente derramó Su sangre para purificarlo y limpiarlo de todo pecado; pero los miembros del pueblo de Dios somos pecadores y muchas veces estamos cegados por las pasiones, por los pecados, y no siempre sabemos hablar bien de Dios porque no nos tomamos el tiempo de pedirle al Señor que nos ilumine, que nos dé su Corazón para ayudarnos a entenderle.

A veces caemos en perplejidades que nos llevan finalmente a dudar de todo y a pensar que la Palabra de Dios puede ser puesta en entredicho: incluso las palabras de los evangelistas o de san Pablo, o del Apocalipsis… Vamos a tratar de entenderla con sensatez, vamos a captar su mensaje y a convertirnos llevando este mensaje a la vida.


sábado, 1 de enero de 2022

Un problema del Señor

                    En cierta ocasión una persona se me quejaba con amargura de sus muchas experiencias de derrota. En su particular “combate de la fe” le parecía que siempre llevaba la peor parte. En concreto enumeraba tantos buenos propósitos que había incumplido; tantas ocasiones de merecer que había desperdiciado; tantas tentaciones en las que había caído con lúcida conciencia; tantos autoengaños que había aceptado para justificarse ante sí y ante los demás... 

                    Toda su vida espiritual le parecía un erial en el que no alentaba la vida, un inútil esfuerzo, un “quiero pero no puedo” y, a veces, hasta un simple “no quiero”. Por eso, muy desanimada, comenzaba a preguntarse si merecían la pena sus esfuerzos cuando alcanzaban tan poco fruto. Más aún, la fatiga del combate, unida a tan desalentadores resultados, la hacían vacilar ante el sentido de muchas cosas que en otro tiempo aceptaba como indiscutibles, como por ejemplo el sacramento de la reconciliación.


                    Además de consolar a esta persona me pareció que la situación podría ser lo suficientemente usual y grave como para que mereciera la pena hacer una reflexión que ayudara a otras personas en sus mismas circunstancias.

                    Me gusta recordar lo que dice Job que ha de ser la vida del creyente: "¿No es una milicia lo que hace el hombre sobre la tierra?" (Jb.7,1 ). Y cómo Pablo en la carta a los Efesios afirma que nuestros enemigos son terribles e invisibles, no sólo “la carne y la sangre” sino “los Principados”, “las Potestades”, “los Dominadores de este mundo tenebroso”, “los Espíritus del Mal que están en las alturas” (Ef. 6,12).

                    Ciertamente, ante semejantes adversarios no es difícil que nos invada el desánimo. Recordemos cómo, en el episodio de los discípulos de Emaús (Lc.24,1 ss), se reflejan unas actitudes que muy bien podrían ser las mismas nuestras: tristeza y dolor profundo, soledad, desencanto, ceguera... 

                    Es la sensación de que no podemos, de que no somos capaces, de que la tarea supera con mucho nuestras fuerzas. Por ello, como siempre, hemos de buscar la respuesta y la ayuda en la Palabra de Dios.


                    Hay un versículo de un salmo que nos puede dar la clave. En él su autor suplica: "Pelea, Señor, contra los que me atacan; guerrea contra los que me hacen guerra" (Sal. 34,1).

                    El salmista presupone una situación conflictiva, de lucha. Pero hace una afirmación sorprendente: la pelea debe ser el Señor quien la libre; es Él quien debe guerrear contra mis enemigos: las tentaciones que me asaltan y las pasiones que me dominan. Su petición es una aceptación confiada de la propia y radical debilidad, de la pobreza e incapacidad de la naturaleza humana; y al mismo tiempo un grito de confianza.

                    Hay una lógica profunda en esta invocación; si mi vida es del Señor, si realmente yo se la entregué en mi bautismo, y renuevo diaria y conscientemente mi consagración a Él, entonces mis problemas ¡no son mis problemas!: son problemas del Señor.

                    Él me ha aceptado con mis virtudes y capacidades, pero también con mis defectos y debilidades, ¡con todo! Me conocía perfectamente: sabía lo que hacía y lo que podía esperar de mí al aceptarme.

                    Para expresar que su confianza estaba toda en el Señor, los israelitas hacían una curiosa promesa, una extraña profesión de fe,  por medio del profeta Oseas: "no montaremos más ya a caballo" (Os.14,4); es decir, renunciaban a usar esa poderosa arma de guerra que era el caballo, animal extraño en la vida cotidiana de Israel, para esperar que su defensa y salvación viniera totalmente de Dios.

                    ¿Por qué no podríamos hacer nosotros lo mismo? ¿No avanzaríamos mucho más si dejáramos la responsabilidad de nuestra defensa en sus manos, más que en las propias fuerzas? ¿No nos sería más eficaz suplicar como Moisés (Ex.17,9-13), que combatir empuñando personalmente las armas?

                    Y puesto que celebramos con gozo en cada Santa Misa que Jesús rompió definitivamente las ataduras del pecado y de la muerte, podemos continuar rezando con el mismo salmo: "Levántate y ven en mi auxilio...; di a mi alma: yo soy tu victoria" (Sal. 34, 2-3).

miércoles, 1 de diciembre de 2021

La Señal

             Conforme uno va leyendo y releyendo la Sagrada Escritura encuentra en ella perlas preciosas, cada una de las cuales excede en belleza y valor a las precedentes. Sin embargo, tras años de búsqueda, no he encontrado una más rica y misteriosa que la contenida en versículo 12 del capítulo 2 del evangelio de San Lucas: "y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre".

             La señal, la única señal que se da a Israel, después de siglos de espera del Mesías y de la salvación de Dios, es un niño pequeño, inerme, hijo de padres pobres.

             Y ciertamente hubiera debido bastar, pues ya Isaías había advertido: "El Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una virgen está encinta y va a dar a luz un niño, y le pondrá por nombre Emmanuel" (Is.7,14). Entreviendo ese día el profeta había exultado de gozo: "Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado"; añadiendo: "Estará el señorío sobre su hombro, y será su nombre  Maravilla de Consejero, Dios Fuerte, Siempre Padre, Príncipe de Paz" (Is.9,5).


             Dejémonos impresionar por el violento contraste. Quien tiene el "señorío" está recostado en un pesebre de animales; la "maravilla de Consejero" no sabe ni siquiera hablar; el "Dios fuerte" está envuelto en pañales; el "siempre Padre" se presenta como hijo de los hombres; el "príncipe de paz" es perseguido desde el comienzo de su existencia y, por su causa, muchos, como los Inocentes, sufren violencia y muerte.

             ¿Quién entiende esta señal? Quizás es señal que requiere un profundo cambio de mentalidad, porque Dios es distinto, incomprensible desde las reacciones, los pensamientos y los sentimientos humanos: "porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos, dice el Señor" (Is.55,8).

             Dios es Dios, es decir, lo es todo, porque no tiene nada: porque es el supremo Don de sí mismo, el supremo vaciamiento de sí mismo. La Persona, en Dios Trinidad, es pura apertura, total mirada dirigida a Otro. El Padre no es otra cosa más que una mirada y un impulso de amor hacia el Hijo; el Hijo, igualmente, no es otra cosa más que mirada e impulso de amor hacia el Padre; y hasta en sus nombres dependen ambos el Uno del Otro. Y como en Dios ese impulso de amor no es un impulso posesivo, como su Ser no consiste en posesión sino en donación, ese mutuo impulso de amor del Padre y del Hijo no se cierra en ellos, sino que constituye una nueva "desposesión", un nuevo Don, una nueva Persona: la del Espíritu Santo.


             San Francisco de Asís, tras su conversión comenzó a servir a una dama a la que entregará generosamente su vida: Dama Pobreza. Con este nombre me parece que no trató de crear una figura alegórica por medio de la cual ensalzar las ventajas o el mérito de la austeridad cristiana sino que, en realidad, a quien él percibió bajo la expresión Dama Pobreza fue al mismo Dios. Quiso así comunicarnos algo muy hermoso y profundo que había descubierto, algo que forma parte del secreto mismo de Dios: que Dios es pobre. 

             Había comprendido que la pobreza cristiana, y que la entrega a los demás, no son elementos ascéticos encaminados a alcanzar la propia perfección, sino que hacerse pobre es una manera de parecerse a Dios.

             Por eso no es casualidad o capricho que la señal de Dios venga envuelta en pobreza y debilidad. Y tampoco es casualidad que fuera San Francisco quien instalara el primer "nacimiento" y se extasiara contemplando en él la señal de Dios. Señal que resultó incomprensible para los hombres de su época y que, con cierto pesimismo, nos preguntamos si no lo seguirá siendo, aún más, para los de hoy.


lunes, 1 de noviembre de 2021

Gracia y Esfuerzo

       El pasado mes de octubre lo llamamos a menudo el mes del rosario, y también el mes de las misiones. El mes de noviembre que ahora vivimos podría ser denominado el mes de los santos por la hermosa fiesta con que comienza, y también por la conmemoración de todos los fieles difuntos que le sigue. Y aunque ya lo hemos hecho con mucha frecuencia en los editoriales del blog, a lo largo de estos dos años que acabamos de cumplir, siempre tenemos que volver a este tema de la santidad porque nos importa mucho.

La fiesta de Todos los Santos propicia, sin lugar a dudas, que expresemos nuestros deseos de mejorar en todos los aspectos de nuestra vida acumulando buenas intenciones y haciendo grandes y santos propósitos. Puede que desempolvemos viejas aspiraciones y nos dispongamos a desempeñar el duro trabajo que calculamos que su consecución presupone. Todo ello cruzando los dedos para que nuestra flojera, nuestro déficit de voluntad decidida y perseverante, no dé de nuevo al traste con estas aspiraciones.

Algunos, en esta situación recuerdan el dicho “el que algo quiere, algo le cuesta”, o también la famosa maldición bíblica: "Comerás el pan con el sudor de tu frente" (Gen.3,19), lamentando la caída de Adán a la que culpan de ser la causa de tan prolongadas y amargas fatigas.

No es necesario que insistamos en la importancia del esfuerzo como colaboración en la obra creadora de Dios, y cómo en el precepto divino de: "Llenad la tierra y sometedla" (Gen.1,28), ya está implícito el mandamiento del trabajo esforzado. Pero lo que queremos destacar ahora es un peligro que puede pasarnos desapercibido.

Desde muy pequeños estamos acostumbrados a "ganarnos" las cosas, a hacer méritos para conseguirlas. El escolar que se esfuerza por estudiar mucho para ganar el premio prometido por sus padres, el niño que procura ser bueno “para que lo quiera su mamá”,  el joven deportista que entrena duro para alcanzar la victoria en la competición… viven en la misma dinámica que un adulto cuando va cada día a su oficina.

  Y ocurre que cuando uno siempre obtiene lo que quiere gracias a su esfuerzo, con facilidad pierde el sentido de lo gratuito, de lo inmerecido. Aquí radica el peligro, porque... ¡qué dificultad tan grande entraña esta actitud para comprender y disfrutar el evangelio!

        En el centro de nuestra relación con Dios está el DON. El hombre reconoce a su Creador a partir de los regalos con que  éste le colma, y sólo desde esa perspectiva de dependencia, de recibir gratuitamente la vida y todo lo que le sigue, se sitúa correctamente en relación al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por eso la torre de Babel -el esfuerzo del hombre por ponerse "a la altura de Dios" sin reconocer las diferencias de "estatura"- está condenada en todos los casos al fracaso.

Quizás tengamos que acordarnos de que vivimos una "Alianza nueva", y que en ésta se nos invita a dejar atrás la antigua maldición: "Comerás el pan con el sudor de tu frente", y a pedir en cambio: "Danos hoy nuestro pan de cada día".

  Así tendríamos que pedir insistentemente, repetir cada día "DANOS”, porque renunciamos a ganarnos con nuestro sudor lo que sólo el Dios de las misericordias puede concedernos. Danos, porque renunciamos a nuestra autosuficiencia, a nuestro orgullo de criaturas rebeldes que quieren vivir como hijos emancipados. Danos, porque estamos horrorizados de constatar en nuestra historia cómo abandonamos a menudo la eterna fuente de agua viva, para ir a excavarnos "cisternas agrietadas que no pueden contener el agua" (Jer.2,13).

No es fácil esta actitud espiritual. Ya dije que somos educados en una muy diferente, y eso pesa. Por ello debemos terminar contemplando a los apóstoles que, después de  la Resurrección, vuelven a su antiguo oficio de pescadores. 

Tras una noche de trabajo infructuosa echan las redes obedientes a la Palabra de Jesús alcanzando un gran resultado. Y no fue éste tanto el haber pescado ciento cincuenta y tres peces grandes, cuanto haber sido invitados a comer por el Señor en la orilla, recibiendo una buena lección. En la orilla, antes de llegar la barca, ya estaban "preparadas unas brasas, y un pez sobre ellas, y pan" (Jn.21,9). Todo puro don previo a cualquier esfuerzo.

Es el Pan de la Eucaristía y de la Palabra que nosotros, por mucho que nos esforcemos, jamás podemos ganarnos: ese Pan de Vida que cada día tenemos que pedir, tenemos que aceptar, como regalo de nuestro Padre Dios.



viernes, 1 de octubre de 2021

Alas y Silencio

Al comienzo de sus “Ejercicios espirituales”, en el Principio y Fundamento, san Ignacio de Loyola afirma que el hombre es creado para “alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor”. Es decir, el hombre con toda su vida debe rendir culto al Creador.

Hay un culto público, que es el litúrgico, celebrado en la iglesia. Pero éste tiene que ser completado con un culto privado y espiritual, ofrecido por cada uno al Señor en el templo de su corazón. Si el primero requiere una especial atmósfera de silencio para poder ser interiorizado, el segundo también necesita de silencios para adquirir profundidad.

Y precisamente este segundo tipo de culto es el que ofrece más dificultades en la práctica, porque resulta ya un tópico afirmar que vivimos en la civilización del ruido. La dispersión más grande nos arroja con frecuencia fuera de nosotros mismos. Cuando uno queda en silencio en su oración, sin nada que decirle a Dios, puede tener la desagradable impresión de que ha dejado de orar precisamente porque ha dejado de hablar, aunque sea mentalmente.


El pasado verano tuve la suerte de pasar un tiempo mucho más prolongado que en otras ocasiones en la costa. Contemplando durante muchas horas el mar era imposible que dejara de fijarme en las gaviotas, y aunque estas aves no siempre resultan simpáticas tampoco dejaron de darme una lección. En el suelo, buscando los restos de comida dejados por los veraneantes, se peleaban, y eran chillonas y torpes en sus movimientos. Pero, cuando emprendían el vuelo, unos fuertes y continuados aletazos les servían para despegar de la playa, para elevarse sobre la tierra hasta la altura deseada, y luego se cernían de una manera elegante, maravillosa, sin aparente esfuerzo. Se trataba de permanecer elevadas, ojo a vizor de las oportunidades que se les pudieran presentar abajo, apenas moviéndose, sin aparente esfuerzo, aprovechando sus largas alas para planear siguiendo las corrientes de aire. Cuando el viento cambiaba, o la fuerza de gravedad las reclamaba, bastaban uno o dos nuevos aletazos para continuar suavemente en las alturas, sin perder la atención, disfrutando de su privilegiada atalaya y de la imponente vista del océano.

La lección es clara. Necesitamos algún esfuerzo para levantarnos de nuestras inquietudes y preocupaciones y así despegar en el vuelo de la oración. Pero una vez conseguido esto con la ayuda del Señor, ya no hemos de inquietarnos demasiado: permanecer atentos, eso sí, y mantenernos en la altura con algunos suaves “aletazos” que nos ayuden a conservar el rumbo, a no caer. Aletazos que serán actos interiores de práctica de las virtudes teologales: de fe, de esperanza y de amor a Dios. Todo con suavidad, con calma, con la paz que el Señor nos da y que el Enemigo procura estorbar.

Para una gaviota volar no es difícil sino connatural, por eso tiene alas y está dotada de un maravilloso instinto. Para nosotros orar es exactamente lo mismo pues para eso hemos sido creados: para adorar, para alabar, para contemplar, para amar… ¿Acaso nos quejaremos?


Pero el silencio interior sigue siendo el gran caballo de batalla. Desde la cuna nuestros niños son arrullados por el runrún de la televisión; nuestros jóvenes enloquecen en locales donde no hay lugar para el amistoso diálogo, sino solo para una gloriosa exaltación de los decibelios; nosotros nos enredamos en conversaciones vanas donde con frecuencia la caridad y la utilidad brillan por su ausencia... Y nadie se preocupa especialmente por eso a pesar de que el silencio es imprescindible para una vida cristiana que quiera ser auténtica. Porque la vida cristiana es, ante todo, escucha del Espíritu, de la “música callada” en ese “silencio sonoro” del que nos hablaba nuestro místico doctor san Juan de la Cruz.

El silencio exterior es antesala de la oración, y requiere un esfuerzo para crearlo. Pero cuando se refiere a Dios, en quien se vuelca toda la atención, se identifica con la contemplación.

Cuando siendo niño veía a mi abuelo pintando uno de sus cuadros el tiempo se me pasaba volando. Me abstraía, maravillado de su actividad, sin tener gana de otra cosa; me olvidaba de todo lo que no fuera en ese momento concentrarme en mirar, en fijarme en los detalles. Y me gozaba cuando advertía cómo de los pinceles manaba hacia el blanco lienzo una realidad luminosa que me parecía superar en belleza a la realidad que la inspiraba.

La atención volcada sobre una cosa (y subrayo la palabra una), que atrae y cautiva la atención, que suspende a la persona en torno a ella, que acalla los ruidos de nuestras angustias y preocupaciones, eso es silencio interior. Y si lo que concentra de tal manera nuestra atención es la presencia de Dios en lo íntimo del alma, o en el sagrario, podemos agradecerle el don de la contemplación.

Puesto que tanto nos importa pidamos al Señor esta gracia: que dé alas y silencio a nuestra vida para que así nos convirtamos en sus auténticos testigos y apóstoles.





miércoles, 1 de septiembre de 2021

El Compañero de Tobías

         Estamos terminando el verano y, probablemente hemos apurado las vacaciones. Pero quizá estos meses vividos puedan aportarnos también alguna enseñanza. En los meses de verano se suelen emprender viajes. Uno quizá le hace una buena revisión a su coche, o compra los billetes de avión o de tren, prepara las maletas, se provee de una guía turística y de un plano de la zona que se propone visitar, y ... ¡en marcha!

         Independientemente de la situación sanitaria hoy resulta mucho más fácil viajar que en otras épocas. La comodidad y rapidez de los medios de transporte, la seguridad de las carreteras, y la abundancia y fiabilidad de los alojamientos, animan a muchos a partir.

         Pero no siempre ha sido así. En la Biblia, por ejemplo, leemos cómo preparó su viaje un joven, llamado Tobías, que tuvo que partir a una tierra lejana para cobrar una deuda. 

         Su padre, Tobit, le dijo: "Ahora, hijo, busca un hombre de confianza que vaya contigo..." Y aceptando el consejo, "salió Tobías a buscar un hombre que conociera la ruta" (Tb.5,3-4).

         ¡Cuestión de seguridad y de sentido común!


         Los cristianos de todos los tiempos están invitados a efectuar una peregrinación. El destino es la patria celestial de la que somos ciudadanos y donde el Padre nos aguarda con sus brazos abiertos. El camino es la vida, pero es un camino del que parten a cada tramo senderos, rutas que se bifurcan y entrecruzan formando un auténtico laberinto.

         ¡Qué difícil es atinar entonces con el camino más corto! ¡O al menos con uno que conduzca ciertamente hasta la meta!

         Estaremos de acuerdo en que no resulta complicado escoger entre lo blanco y lo negro. Eso es fácil. Pero no lo es tanto el discernir en esas amplias zonas grises que con tanta frecuencia se dan en el corazón del hombre y en las realidades humanas.

         Jesús nos dijo: "Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición...; mas ¡qué estrecha es la entrada y que angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que le encuentran" (Mt.7,13-14).

         Personalmente no creo que Jesús simplemente quisiera decirnos que ese camino que lleva a la Vida sea duro y esforzado, y el de la perdición fácil. De hecho Él nos dijo también que su “yugo era llevadero y su carga ligera” (Mt.11,30). Lo que principalmente creo que nos está diciendo es que el camino de la Vida es difícil de ver, porque es estrecho, y el peligro es saltárselo; mientras que el otro se advierte fácilmente pues es ancho. ¡Es sobre todo cuestión de vista! 

         Pero como repetimos a menudo, "cuatro ojos ven más que dos".


         Si preparamos bien nuestros viajes, ¿por qué no buscamos también guías o compañeros, como Tobías, para el camino de la vida?

         Él fue guiado, sin saberlo, por un ángel, que le condujo sorteando peligros y aprovechando insospechadas oportunidades, hasta alcanzar mucho más de lo que salió a buscar.

         El acompañamiento o dirección espiritual supone el mismo dinamismo: buscar a un hombre de confianza, a un hombre experimentado en los caminos del Evangelio, que pueda ayudarnos a avanzar en la vida cristiana, a discernir sus obstáculos. Alguien que me estimule cuando el cansancio ponga plomo a mis piernas, y me oriente para salir pronto de los laberintos en que me meta. Que me sugiera los "buenos negocios" que pueda realizar, y me aconseje en las decisiones complicadas.

         Santa Teresa de Jesús, una auténtica maestra de espíritus, apreció mucho este ministerio eclesial, y quiso que sus monjas, fuera cual fuera el grado de su aprovechamiento espiritual, dispusieran siempre de buenos directores.


         Quizás tengamos que comenzar a desmitificar lo que supone tener un director espiritual (ni una cosa de tiempos pasados, ni nada que sirva para darnos importancia). Pedirlo al Señor como una gracia, como un regalo de su Corazón; y una vez alcanzado, agradecerlo, serle muy leal y, lo más difícil, ¡dejarnos ayudar!


domingo, 1 de agosto de 2021

En la brecha

               Dice San Ignacio de Loyola en el libro de sus "Ejercicios espirituales" (nº327) que el mal espíritu es como un capitán en campaña al frente de su ejército, que cuando quiere tomar un castillo sitiado lo estudia cuidadosamente para atacarlo por la parte más débil.

               Esas partes débiles existen inevitablemente en la persona humana, que viene a este mundo marcada por el pecado original, y que deberá entablar un combate continuo y sin tregua contra la concupiscencia. Pero igualmente existen en la cultura y en la sociedad. Nuestra civilización, inspirada en los valores del cristianismo, se agrieta por momentos, y asistimos por doquier a manifestaciones desconcertantes por su maldad e irracionalidad que nos inducen a pensar, de una forma pesimista, que retrocedemos casi veinte siglos a los tiempos del paganismo.

               Por primera vez en su historia la Iglesia, cuyo arrollador impulso misionero la ha llevado a crecer continuamente desde el día de Pentecostés, ha comenzado a perder terreno. La fe y la caridad se enfrían hasta límites inimaginables siendo sustituidas por sucedáneos terrenos; y la esperanza ha desplazado su objetivo: de Dios y sus promesas, al hombre y sus logros.

               Una brecha parece haberse abierto en la muralla, y el enemigo de tal manera combate la "ciudad de Dios" que, si no fuera por la palabra del Señor -"el poder del infierno no la derrotará"- pensaríamos que todo estaba perdido. Echamos de menos a verdaderos profetas, echamos de menos a buenos pastores.


              En el libro de la profecía de Ezequiel (22,30), Dios se lamenta: "De entre ellos busqué... quien se pusiera en la brecha frente a mí en favor de la tierra, para que yo no la devastase, pero no le hallé". ¿No podríamos encontrar en estas palabras una inspiración profunda para nuestra vida, un ideal, un motivo de esperanza? ¿Acaso no encierran el fundamento de la más perfecta imitación de Cristo redentor?

               La Iglesia, hoy como nunca, no me cansaré de repetirlo, tiene necesidad de santos, más que de especialistas. Tiene necesidad de personas generosas que, con la firmeza de rocas y coherencia  evangélica, se pongan en la brecha: como Jesús supo ponerse en esa brecha profunda que el pecado había abierto en el costado de la humanidad.

               No se trata tanto de pelear cuanto de estar allí, suplicar e interceder "en favor de la tierra". Más que obra de guerreros orgullosos la victoria ha de ser fruto de manos elevadas al cielo, como las de Moisés en la batalla de Israel contra los amalecitas (Ex.17,11).

               Marta de Betania, cuya fiesta celebramos recientemente, con su solicitud, yendo a buscar a su hermana y diciéndole: "El Maestro está ahí y te llama", consiguió llevarla a Jesús. Pero María de Betania, levantándose y saliendo a toda prisa al encuentro del Señor, aún sin decir una palabra, aun separándose de los judíos que la acompañaban en su duelo, consiguió atraer a muchos más. Porque, como dice el evangelista san Juan (Jn.11,29-45), muchos "la siguieron pensando que iba al sepulcro para llorar"; y tras ver el milagro "muchos judíos que habían venido con María... creyeron en Él".

               Dicho de otra manera, ponerse en la brecha del pecado y de la pérdida de valores es más suplicar al Padre con un corazón auténticamente filial, que trabajar denodadamente pero con un corazón de asalariado. Dios “necesita” hijos cariñosos, obedientes y agradecidos más que los “super apóstoles” y guerreros con los que algunos sueñan.


               Santa Teresa del Niño Jesús hablaba de la importancia de ser torrente de montaña. Aunque éste no tenga el caudal de un gran río sin embargo es capaz, por la velocidad y fuerza con que se precipita hacia el valle, de arrastrar consigo todo lo que se ponga a su paso. 

               Aunque seamos poca cosa, si el amor de Cristo nos apremia, si nos arrojamos en sus brazos con vehemencia de enamorados, si nos abandonamos a su Corazón decididamente, Dios habrá entonces encontrado quien se ponga "frente a Él en la brecha", reparando el estrago de tantos pecados e ingratitudes, males, graves ofensas y olvidos. 

               Quiera la santa carmelita, patrona de las misiones, inspirarnos el deseo santo y la gracia para ponerlo por obra, derramando sobre nosotros desde el cielo la lluvia de rosas que nos prometió.


domingo, 4 de julio de 2021

Orando en vacaciones

            Los desplazamientos y la alteración de los hábitos de vida que se producen con frecuencia en verano, llevan a algunos a quejarse de lo difícil que es mantener un buen tono de vida espiritual durante esta época del año, o durante el tiempo de vacaciones en general. Lo que parecía muy bien cimentado en sólidas resoluciones, lo que se hacía con la facilidad y suavidad que proporciona al hombre la costumbre, se derrumba en poco tiempo; y además de la humillación interior que nos produce el vernos tan frágiles, cuesta cada vez más volver a empezar con seriedad. 

            Ciertamente santa Teresa de Jesús nos enseñó que, incluso viviendo en medio de demonios, podíamos ser santos. Pero, en la práctica, ahora no son grandes demonios con quienes tenemos que enfrentarnos, sino con "pequeños diablejos" que tienen sus nombres propios: el deseo de "aprovechar el tiempo" para divertirnos lo más posible; el no negarnos ningún capricho porque "para eso estamos de vacaciones"; la pereza que engendra el tumbarse al sol o instalarse sin prisas ni plan determinado ante la pantalla o la “pantallita”; el desorden en los horarios; la vida social que impide hasta cinco minutos diarios de soledad...

            Frente a todo esto tenemos la enseñanza y los mandatos del Señor y del Apóstol: que es preciso "orar siempre, sin desfallecer" (Lc.18,1), que hay que "orar constantemente" (1ª Tes.5,17).

            ¿Es posible compaginar ese ritmo veraniego con la oración continua a que estamos llamados?


            Leí hace algún tiempo una historia preciosa. Se trata de un joven que, aspirando a la perfección, se marcha al desierto a vivir como ermitaño, entregado solo a Dios. Nada más llegar comienza su fervorosa oración y la prolonga hasta la noche. Pero la oscuridad que ha empezado a reinar, lo apartado del lugar, y el ruido de lo que parecen ser animales salvajes, le llenan de un terror indescriptible. 

            Entonces, como no puede hacer otra cosa, movido por ese miedo continúa rezando, suplicando a Dios su ayuda, y así le sorprende el sueño. A la mañana siguiente el hambre y la sed se hacen sentir, y de nuevo clama a Dios en su angustia temiendo perecer abandonado de todos en el desierto. Cuando gracias a encontrar una fuente y unas palmeras que le ofrecen sus dátiles soluciona estas necesidades materiales, se dispone de nuevo a rezar. Pero ahora unas violentas tentaciones le abaten: le sobreviene el recuerdo de su desordenada vida pasada, y la imagen de los pecados cometidos le llena de turbación. La imaginación se rebela, y nuestro joven ermitaño, muy apurado, vuelve a clamar a Dios.

            Al cabo de cierto tiempo unos amigos le visitan, y se sorprenden al verlo sumido en una oración constante. Cuando le preguntan quién le ha enseñado a rezar así, sin interrupción, él contesta sonriendo muy satisfecho: "Los demonios me han enseñado".

            

            Quien aprende a suplicar ha encontrado la llave de la oración continua. Hasta la misma conciencia de sus limitaciones y fragilidades, hasta los peligros y tentaciones... todo, ¡hasta sus pecados!, se le convierten en ocasión de volverse a Dios en busca de ayuda o perdón.

            No será pues necesario añorar unas condiciones ideales para darnos a la oración, cuando no podamos disfrutarlas. Incluso podremos aprovecharnos de esa pequeña "revolución" que supone un veraneo fuera de casa, para ejercitarnos en cultivar la presencia de Dios en nosotros.

            La petición es la expresión más genuina de la oración cristiana. Cuando el Señor, accediendo al ruego de los apóstoles, les enseña el Padrenuestro, lo que les está enseñando es a pedir, pues en el Padrenuestro se contienen siete peticiones (y aparentemente ¡ni una acción de gracias!). Y la invitación constante de Jesús es a pedir al Padre, con plena confianza, en su nombre y sin desfallecer. Precisamente el modelo de hombre "justificado" es el del publicano (Lc.18,9-14), que se atreve a pedir en medio de su desordenada vida, y no el del fariseo, que da gracias desde una vida intachable.

            Por tanto, ánimo y sigamos aspirando a una gran santidad, a pesar de nuestras pocas fuerzas, siempre que sepamos y estemos dispuestos a tender la mano como pobrecitos mendigos.


martes, 1 de junio de 2021

Latidos del Corazón de Cristo

     Junio es el mes tradicionalmente consagrado al Sagrado Corazón de Jesús ya que normalmente su solemnidad, que se celebra el viernes siguiente al domingo del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Corpus Christi), viene a caer en este mes en que inicia el verano.

Será una buena práctica realizar el devoto ejercicio del mes del Corazón de Jesús, o participar en la novena en su honor, o asistir a la misa ese día que pasa tan desapercibido para multitud de cristianos. Pero ¿cuál sería el modo de mejor honrar este Divino Corazón? 
En una u otra ocasión todos hemos hecho la experiencia de escuchar nuestro propio corazón. Quizás sólo apoyando la palma de nuestra mano en el pecho, o quizás utilizando un estetoscopio si lo hemos tenido a nuestro alcance.
Con frecuencia algunas personas experimentan una vaga angustia al sentir sus latidos. Palpan la fragilidad de sus propias vidas. ¿Y si por cualquier problema nuestro músculo cardiaco decidiera pararse? ¿Acaso después de tantos años no está cansado de latir día y noche, sin interrupción? Ahora que se acerca el verano todos experimentamos la  necesidad de aliviar nuestra fatiga tomando unas vacaciones, ¿por qué no lo haría también nuestro corazón?

Yo recuerdo la parábola de la semilla que crece sola (Mc.4,26-29), Nos presenta a un hombre que, después de arrojar la semilla en la tierra, duerme o vela, porque la semilla crece sin que él sepa cómo. Exactamente como nuestro corazón, que durmamos o velemos, sigue latiendo, dando vida a todo el organismo, sin que “sepamos cómo”, sin que seamos plenamente conscientes de ello.
Nosotros no somos la tierra (como en otra parábola), sino el sembrador. La tierra, la que fructifica por ella misma sin que el hombre sepa cómo, es Dios.
No crecerá ninguna espiga sin la actuación del hombre. Pero esta actuación es más bien una dejación. La parte que a él le toca es la de saber arrojar, desprenderse. El trigo podría convertirlo en harina y pan con que alimentarse; pero, renunciando a lo que parece que podría reportarle una utilidad inmediata, aquel hombre confía en la perspectiva de una óptima cosecha. Por eso abandona su riqueza -el trigo- a la tierra, sin temor de que se pierda.
Luego duerme y trabaja. No sólo trabaja, sino que también reposa. La que trabaja siempre es la tierra, con una acción escondida pero continua. Jesús lo recuerda: "Mi Padre está trabajando incluso ahora, y yo también trabajo" (Jn.5,17).
No siempre, sin embargo, sabemos respetar ese ritmo discontinuo propio del hombre. En la Iglesia de Jesús con frecuencia queremos hacerlo todo. Con nuestros proyectos pastorales, nuestros planes y estrategias, con nuestras predicaciones y acciones sociales, queremos sembrar y fructificar. No nos fiamos lo suficiente como para abandonar a la tierra la semilla: nos gusta controlar y evaluar su crecimiento. De lo contrario nos parece que todo se perdería. 
En el fondo, sin darnos cuenta, nos acecha la misma tentación que a Adán: la de querer "ser como dioses". La de querer ser como la tierra: continua actividad...

Quizás por eso debemos intentar nuevamente escuchar el corazón. Pero no el nuestro, que un día también se parará inevitablemente, por muy acelerado que lo tengamos, sino el de Cristo. Percibir cada día en nuestras vidas esos divinos latidos que ni cesan, ni cesarán jamás, porque “con amor eterno nos ama el Señor”
Escucharlos en nuestro interior y abandonarnos, confiada y contemplativamente, a esa cadencia tranquilizadora del "te quiero" de Dios.


sábado, 1 de mayo de 2021

Imágenes de Cristo, imágenes de María

Se cuenta de Miguel Ángel, el genial artista del Renacimiento italiano, que en cierta ocasión, paseando por el campo, descubrió un gran bloque de mármol. Llevado de una repentina inspiración exclamó: "En esa piedra hay un ángel prisionero. Yo voy a liberarlo". 

Dicho esto, habiéndose provisto de cincel y martillo, comenzó a trabajar el mármol informe, el cual, por virtud de su insuperable talento, fue adoptando la forma de un bellísimo ángel.

Ciertamente Miguel Ángel no le añadió nada material a la piedra; no creó, en sentido estricto. Su arte consistió en ir rebajando, vaciando, quitándole a ésta todo lo que le sobraba: quilos y quilos de pesada materia inútil. No transformó su calidad, pero la supo ir puliendo hasta cambiar por completo su rugosa superficie en otra muy tersa. Porque el ángel, de alguna manera, estaba ya en su interior.


Mirar en este mes de Mayo a María, modelo de la humanidad redimida, nos remite inmediatamente a los designios de Dios sobre cada uno de nosotros.

Dios es ese genial escultor que quiere liberar en nosotros a un ángel aprisionado. O mejor dicho, que quiere liberar la imagen de su amado Hijo Jesús, existente en nosotros desde el Bautismo.

Nada hay que nos falte. Pero hay mucho que nos sobra: una pesada escoria que nos aprisiona en nuestros egoísmos, envidias y sensualidades.

La piedra de Miguel Ángel no podía rehuir los golpes del escultor. En cambio nosotros sí podemos esquivar los embates de Dios. Escapamos a toda prisa apenas el Señor nos cosquillea con su divino cincel; y no digamos si nos golpea con fuerza, porque no haya otra forma de trabajar esa piedra bien dura que somos. Nos quejamos, sin comprender nada, cuando intenta limar nuestras asperezas, cuando nos vacía de lo que estorba.

Jesús, la Vid verdadera, nos dirá en el Evangelio que a todo sarmiento suyo que da fruto, el Padre lo poda para que dé más fruto (Jn.15,2). Sin embargo, cuando llega ese momento de limpieza, ¡qué difícil es reconocerlo y aceptarlo!

En María brilla la perfecta docilidad a la acción de Dios. Su aceptación confiada de la voluntad del Padre, en el gozo y en el dolor, la fue convirtiendo cada vez más en icono perfecto de Aquel de quien fue Madre. "Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí" (Lc,1,49), canta en el Magnificat.


La calidad de la obra de Miguel Ángel no se midió por la calidad del material con que trabajó. Su talento hizo precioso un mármol que quizás no fuera excelente.

Tampoco nosotros podemos poner excusas a esta obra que Dios quiere realizar con nosotros. No vale decir que no servimos, que no valemos para ser santos, que no sabemos... 

No nos creamos tan importantes: la santidad no es tarea nuestra conseguida tras una lenta y cuidada planificación. No es proyecto personal, sino regalo. Es la maravillosa acción de Dios, que se fija en lo grosero para afinarlo, en lo feo para embellecerlo y en lo pequeño para engrandecerlo. Es la obra de ese genial artista divino, y lo que mejor podemos hacer nosotros es no estorbar, sino dejarle hacer, dejarnos hacer.

Mirando a María, "orgullo de nuestra raza", nos reconciliamos con nuestro pobre ser de criaturas, y pedimos por su intercesión la gracia de no frustrar en nosotros el misericordioso designio de nuestro Padre Dios. Porque queremos ser imágenes de Dios pero también, por eso mismo, de María.



jueves, 11 de marzo de 2021

Contemplación y Acción

        La mayoría de los amables lectores que me siguen a través de este blog saben que he estado gravemente enfermo desde el 22 de enero, que he sufrido una hospitalización de 18 días en la unidad de críticos por covid 19 a causa de una neumonía bilateral que pudo haberme costado la vida, y ahora convalezco en mi domicilio durante varios meses a la espera de recuperar mis dañados pulmones. Por eso aún durante semanas no podré realizar mis programas de Radio María, como tampoco predicar, dar ejercicios espirituales o celebrar la misa en público. 

        El día que recibí el alta médica en el hospital fue el pasado 15 de febrero. Precisamente el día en que se celebra la fiesta del santo jesuita san Claudio de la Colombière (1641-1682), el confesor y confidente de santa Margarita Mª de Alacoque (1647-1690), a quien confirmó en la autenticidad de las extraordinarias revelaciones y promesas que el Sagrado Corazón de Jesús le hizo. Objeto ella de grandes incomprensiones y persecución a causa de estas revelaciones, el mismo Señor le dijo: “Te envío a mi siervo fiel y perfecto amigo”. Y apareció en su vida nuestro santo para ayudarla y consolarla.

Siempre he sido muy devoto de san Claudio de la Colombière, por lo que la coincidencia de su fiesta con el comienzo de mi mejoría me llevó a reflexionar, y a recordar una genial frase suya: "Si hay tan pocas conversiones entre los cristianos es porque hay pocas personas que oran, aunque haya muchas que predican". 

Me di cuenta de que esta frase tenía mucho que decirme en el momento actual de mi vida. Pero no sólo a mí, sino que creo que cobra en nuestros días una actualidad insospechada, quizás mayor que en la época en que se escribió.

Muchos tenemos que poner la mano sobre el pecho y reconocernos cazados en esa sutil trampa de falta de confianza en Dios en que consiste la "herejía de la acción", como fue bautizada hace ya más de un siglo. La forzosa inactividad puede ser una buena y sanadora escuela de confianza y de oración,

De cualquier forma el problema se centra en encontrar el equilibrio adecuado entre la gratuidad de la acción de Dios y la imprescindible colaboración humana, y en determinar en qué consiste ésta.


En el relato evangélico de la resurrección de la hija de Jairo (Mc.5,21-43), parece que Jesús sólo le exige una cosa al consternado padre: "No temas; basta que tengas fe".

Él no exige para actuar en nuestras vidas otra condición. Hay quienes colocan en el vértice de las cualidades cristianas, imprescindible para la perseverancia, la fuerza de voluntad. Y a su falta se achaca la tibieza en la vida espiritual.

Sin embargo es suficiente con que aquel hombre esté abierto a la posibilidad de que Cristo pueda hacer algo por él, con que le abra las puertas de su casa, para que el milagro se produzca. 

La confianza en Dios traza los límites de las posibilidades de actuación del Señor. Cuando no existe, ocurre lo que le sucedió en su pueblo de Nazaret: que "no pudo hacer allí ningún milagro" por su falta de fe (Mc.6,5-6). No que los nazarenos fueran castigados por su incredulidad, no. Sino que Jesús -literalmente- no pudo hacer nada por ellos.


Esta fe es la primera colaboración del hombre con la acción de Dios. Pero existe otra, muy importante, sin la cual la primera resulta insuficiente.

En el mismo relato de la resurrección de la hija de Jairo existe un detalle prosaico, que contrasta con la grandiosidad sobrecogedora de ese momento en que una muerta se levanta y echa a andar: Jesús les mandó a los padres que dieran de comer a la niña.

Aquel hombre ha posibilitado la recuperación de la vida con su confianza y con la búsqueda y acogida de Jesús. Pero la vida, que se ha dado como regalo, necesita ser conservada, alimentada, para que no vuelva a perderse. Y esa es tarea de los padres.

La intervención de Dios tiene que ser completada con la acción del hombre: es su plan desde la Creación, cuando puso todo en manos de su criatura para que “dominara sobre todo lo creado".

Por eso ¡atención! tampoco es lícito adoptar una actitud de completa pasividad que rechace el esfuerzo en aras de una mayor confianza; hay que poner todos los medios a nuestro alcance para no frustrar, con nuestra pereza y dejadez, el don de Dios. Y esto es así porque la fe es exigencia que remite a las obras.

Ciertas dicotomías en la vida espiritual -acción y contemplación; gracia y esfuerzo- se revelan falsas a poco que se las examine a la luz del Evangelio. Por eso, en esta segunda parte de la Cuaresma, nuestra atenta mirada al Corazón del Señor deberá ir acompañada de una consideración amorosa de sus manos y pies crucificados: silenciosa llamada a ofrecer también nuestras personas al trabajo… ¡cuando podamos!