sábado, 12 de abril de 2025

CUANDO LA VERDAD ESTORBA

    “Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron: ‘¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación’. Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: ‘Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera’” (Jn. 11,47-50).


    Lo más estremecedor de esta escena es la serenidad con la que se decide la muerte de Jesús. No hay pasión desbordada, ni siquiera, en apariencia, odio, sino una frialdad lúcida y estratégica. Los miembros del Sanedrín comprenden que Jesús dice la verdad, que sus signos son auténticos, y precisamente por eso lo consideran peligroso. Su presencia, su poder, su palabra, todo eso desestabiliza el sistema del que ellos son celosos guardianes. La decisión no se toma, por tanto, por ignorancia, sino por cálculo. Y el cálculo es este: más vale que Él muera, antes que el sistema entero se tambalee.


    No buscan la paz, porque la paz exige conversión, justicia, amor. Ellos buscan conservar sus posiciones de poder, mantener sus privilegios, proteger sus intereses. Y para lograrlo, están dispuestos a matar. Pero no se atreven a hacerlo abiertamente por codicia o por odio, sino revestidos de razones religiosas y políticas: “para que no destruyan el templo”, “para que no perezca la nación”. Esta es la gran trampa del mal: presentarse como un bien mayor, justificar el crimen con argumentos de conveniencia colectiva.


    Y sin embargo, en medio de este cálculo inicuo, Dios actúa. La frase de Caifás, que brota de una lógica utilitarista, se convierte en profecía: “conviene que uno muera por el pueblo”. Sí, conviene. Pero no como lo entiende Caifás, sino como lo dispone el Padre. Porque Jesús no muere para conservar la religión oficial, ni para sostener las estructuras caducas de poder. Muere para salvarnos. Muere por amor, y no por conveniencia. Muere por todos, incluso por quienes lo condenan.


    Señor Jesús, Tú que fuiste condenado por los sabios y los poderosos, Tú que fuiste entregado por quienes temían perder su paz aparente, ayúdame a no preferir nunca la tranquilidad a la verdad, ni el prestigio al amor, ni la comodidad a la justicia. Enséñame a abrazar la Cruz, no como un mal necesario, sino como el lugar donde Tú mismo transformas el mal en salvación. Que no me escandalice tu modo de actuar, ni me aparte de ti cuando me llames a perder para ganar, a morir para vivir. Amén.

viernes, 11 de abril de 2025

STABAT MATER


Por los pecados del mundo,
vio a Jesús en tan profundo
tormento la dulce Madre.
Vio morir al Hijo amado,
que rindió desamparado
el espíritu a su Padre.

¡Oh dulce fuente de amor!,
hazme sentir tu dolor
para que llore contigo.
Y que, por mi Cristo amado,
mi corazón abrasado
más viva en Él que conmigo.

Y, porque a amarle me anime,
en mi corazón imprime
las llagas que tuvo en sí.
Y de tu Hijo, Señora,
divide conmigo ahora
las que padeció por mí”
 

(del himno Stabat Mater, s. XIII, atribuido a Jacopone da Todi).


    Hoy, Viernes de Dolores, meditamos cómo la Madre Dolorosa contempla a su Hijo clavado en la Cruz, y no hay palabra humana que alcance a describir el abismo de su sufrimiento. No es sólo el dolor de una madre que ve morir al Hijo amado, sino también el dolor purísimo de quien comparte en su alma la Pasión del Redentor. Ella no grita, no se mesa los cabellos, no se rebela. Permanece “de pie junto a la Cruz”, fuerte en su amor aunque rota en su ternura. 

    Pero no pensemos que la mansedumbre y el dulce llanto de María son pura pasividad: son fuego oculto que arde en silencio. En Ella se funden la compasión y la fe, el espanto del Calvario y la firme confianza en el plan redentor de Dios. Al ver morir a Jesús desamparado, María no duda del Padre, sino que acoge en su corazón el misterio que traspasa la razón.


    Por todo esto, la súplica del himno brota de un alma que no quiere mirar a Cristo desde lejos. Quiere entrar en su Pasión, vivirla desde dentro, llorar con la Madre, llevar las llagas del Hijo como una marca de amor, dejar que arda el corazón hasta que Cristo viva en él más que uno mismo. No se trata de una compasión sentimental, sino de una unión transformante: “divide conmigo ahora las que padeció por mí”. Esta petición es una locura de amor, la locura de los santos: no evitar el sufrimiento, sino pedir compartirlo, para amar más, para vivir crucificados con Cristo, para no huir cuando el dolor llega. Así nos configura María con su Hijo, nos enseña que también nuestras cruces pueden ser fecundas si las unimos a la suya.


    Madre Dolorosa, dulce fuente de amor, imprime en mi alma las llagas de tu Hijo. Enséñame a mirar la cruz, no con miedo, sino con amor. Hazme vivir en Cristo más que en mí mismo. Y cuando me llegue el dolor, ayúdame a estar de pie contigo, siempre contigo, junto a la Cruz. Amén.

jueves, 10 de abril de 2025

TÚ, SEÑOR, TODO. YO, NADA


    “Llegáis a la perfección por el conocimiento de vosotros mismos y por el conocimiento de mi bondad. El alma nunca conoce mejor que cuando estoy yo en ella, en el momento del combate. ¿Cómo? ¡Te lo diré! Si al verse en medio de sus luchas, el alma toma conciencia de que esos asaltos no le agradan y, al mismo tiempo, que no depende de ella librarse, aun cuando rechaza consentir, puede entonces conocer que ella no es nada. Si ella fuera algo por sí misma, se pondría al abrigo de esas tentaciones que no quiere tener. Así se humilla con el verdadero conocimiento de sí misma y, a la luz de la santísima fe, corre hacia mí, Dios eterno” (palabras del Señor a santa Catalina de Siena, doctora de la Iglesia).


    La perfección no es un premio para los que no caen, ni tampoco una meta para los fuertes, sino un don que se concede a quienes se reconocen pobres y corren hacia el Señor. Según estas palabras que Jesús dirige a santa Catalina, llegar a la perfección pasa por un doble conocimiento: el de nosotros mismos —con toda nuestra fragilidad, nuestra pobreza, nuestra nada— y el de Dios, que es todo bondad. Es en el combate interior donde este conocimiento se hace más claro. Cuando el alma se ve envuelta en luchas que no ha querido y que no puede evitar, aunque las rechace, descubre con dolor —pero también con luz— que por sí sola no puede, que no es nada. Y entonces, en vez de desesperarse, se humilla y se lanza con fe hacia Dios.


    En alguna ocasión de mi vida, y durante temporadas, he rezado repitiendo precisamente esta expresión que me parecía que el Señor ponía en mis labios y en mi corazón: “Tú, Señor, todo. Yo, nada. Tú, todo. Yo, nada”. Y, con algo tan sencillo, repitiéndolo muchas veces, encontraba paz y gozo interior. No porque desaparecieran las pruebas, sino porque entonces el alma se apoya ya no en sí misma, sino en Dios. Ese abandono humilde y confiado, lejos de hundirnos, nos eleva. Es la rendición del corazón que deja de pelear solo y se entrega a la misericordia. Así, incluso los momentos más oscuros se convierten en luz, porque Jesús está en nosotros, precisamente en el combate.

    Como oraba Israel por boca del profeta Oseas (14,4): “No volveremos a montar a caballo y no diremos más ‘Dios nuestro’ a la obra de nuestras manos”. Así también nosotros dejamos de confiar en nuestras propias armas, renunciamos a pelear por nosotros mismos. Queremos que sea el Señor, fuerte y fiel, quien libre por nosotros las batallas. No se trata de rendirse, sino de reconocerse débil y, desde ahí, entregarse a Aquel que puede salvarnos. Él es nuestra victoria. Y nosotros, sus pobres.


    Oh Jesús, ‘Tú todo, yo nada’. En esa gran verdad descansa mi alma. Amén.

miércoles, 9 de abril de 2025

MÁS QUE TUS PECADOS


    “Conmovido por vivo dolor he leído su carta, no tanto por las faltas que ha cometido; me hace sufrir más el estado lamentable en que esas faltas le han puesto, a causa de la poca confianza que tiene Ud. en la bondad de Dios y en la facilidad amorosa con que Él recibe, según debería Ud. saberlo, a aquellos que más gravemente le han ofendido. Reconozco en su disposición presente los engaños y la malicia suma del espíritu maligno, que trata de aprovechar sus caídas para llevarla a la desesperación…”

(carta de San Claudio la Colombière a una religiosa)


    Hay dolores que hacen sufrir más que el recuerdo de una falta: son los dolores que nacen de haber dejado de confiar, de haberle cerrado el corazón a Dios. El alma que ha pecado y se duele de su pecado todavía puede abrazarse a la misericordia infinita del Corazón de Jesús; pero si, además de haber caído, comienza a desconfiar, entonces se halla en un abismo más profundo, porque se ha alejado de la esperanza. 

    La tristeza por el pecado cometido es buena, pero no cuando se envenena con desesperación. Por eso, el dolor que dice experimentar San Claudio no se centra en las caídas de la religiosa, sino en la trampa que le ha tendido el enemigo: utilizar sus caídas para romper la comunión con Dios desde dentro, apagando la luz de la confianza.


    La estrategia del maligno es perversa: nos tienta para hacernos caer y, una vez caídos, nos acusa y nos atormenta con un discurso que parece piadoso, pero que es cruel: “Ya no eres digno, ya no puedes acercarte, Dios no puede perdonarte esto…” Y así, el alma se queda paralizada, aislada, sin fe, sin consuelo. Pero la verdad es que Dios se conmueve más por el sufrimiento de sus hijos que por sus faltas. El Corazón de Jesús no se endurece por nuestros pecados, sino que se abre más, con una ternura dolorida que solo quiere abrazar y levantar. Él no solo perdona: corre a recibirnos, nos reviste con su gracia, y se alegra más por nuestro regreso que por cualquier sacrificio que podamos ofrecerle. La confianza en la bondad de Dios no es un sentimiento vago, sino una luz necesaria: sin ella, el alma se pierde en la oscuridad.


    Señor Jesús, que no me engañe el espíritu de la desesperanza. Que nunca me quede atrapado en mis caídas, ni me encierre en la falsa piedad del remordimiento sin confianza. Enséñame a creer en tu Corazón más que en mis propios sentimientos. Hazme volver a ti siempre, aunque me sienta indigno, sabiendo que Tú me esperas con amor. Amén.

martes, 8 de abril de 2025

ANCHURA Y LUZ



    Estamos viviendo la Semana de Pasión. Es la semana que precede a la Semana Santa. La Iglesia nos invita con fuerza a convertirnos. No se trata solo de preparar las celebraciones litúrgicas, sino de volver el corazón a Dios. Por eso esta semana es especialmente propicia para examinar nuestra vida interior, revisar nuestra oración y dejar que Dios nos haga avanzar hacia una relación más profunda con Él.


    Santa Teresa, en sus Moradas, nos ofrece criterios preciosos para discernir si nuestra oración va por buen camino, y también nos advierte de ciertos peligros que pueden desviarnos. En las Cuartas Moradas —etapa en la que el alma comienza a recibir gracias más profundas—, ella señala dos señales que indican autenticidad: el ensanchamiento del alma y la luz interior. El alma ya no está encogida ni temerosa. Se siente más libre, más disponible, más generosa. Ha dejado de vivir en la estrechez de sus miedos, y comienza a respirar el aire puro de Dios.


    Y junto con esa libertad aparece una luz nueva, una claridad que viene de dentro y que es un don de Dios. Esta luz permite al alma conocer mejor a Dios, acercarse a Él con más verdad y más amor. Al mismo tiempo, le permite conocerse a sí misma, y este conocimiento propio —vivido a la luz de Dios— es la verdadera humildad. Por último, esa luz permite mirar al mundo con otros ojos. Y entonces el alma descubre lo que antes no veía: que el mundo, por sí mismo, es vano, vacío, y que su fascinación está desprovista de verdadero sentido. Esto le proporciona al alma una gran libertad interior.


    Esta etapa de crecimiento interior no está libre de peligro. En primer lugar, no debemos exponernos a las ocasiones de pecado. Ni siquiera la oración más fervorosa nos libra de caer si no evitamos lo que puede dañarnos. En segundo lugar, hay que evitar abandonar la oración después de haber recibido tantas gracias. Sería como despreciar el don. Y Dios no es una estación de paso, sino el destino final. También debemos desconfiar de todo lo que busca llamar la atención, especialmente de lo extraordinario. El verdadero crecimiento espiritual se acompaña siempre de humildad, sencillez y una vida ordinaria que mejora.


    Por todo esto esta semana es una ocasión preciosa para pedirle al Señor una conversión verdadera. Volvernos más humildes, más sobrios, más sencillos. No desear parecer santos, sino tratar de serlo. Dejar de lado el deseo de destacar. Y cuidar la oración con más esmero, como quien riega una planta que empieza a florecer y que no puede ser abandonada.

lunes, 7 de abril de 2025

EL BIEN CALLA, EL MAL GRITA


    “Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante” (Jn. 8,6-9).


    El mal es ruidoso. Siempre lo ha sido. Le gusta el griterío, la presión, el alboroto de los acusadores. Se manifiesta en la violencia de los gestos, en las palabras duras, en la urgencia de la condena. Así actúan los fariseos aquel día: insisten, urgen, preguntan, provocan. Son como el trueno antes de una tormenta, que anuncia destrucción. 

    El bien, en cambio, es silencioso. No necesita gritar. No se impone. Se manifiesta con la delicadeza de un gesto, con la serenidad de una presencia, con elocuente silencio. “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (Mt. 6,3), había enseñado Jesús. Porque el bien, cuando es verdadero, no busca aplauso ni venganza, solo redención.


    Jesús calla y escribe. No responde a la primera. Deja espacio. Y luego, con una sola frase, derrumba la violencia: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Y vuelve a callar. En ese segundo silencio, los corazones empiezan a oírse a sí mismos. Uno a uno se marchan. El escándalo se desinfla. Solo queda Jesús con la mujer. Solo el bien permanece. Ella está en pie, Él también. No hay condena, hay encuentro. Porque Él no ha venido a juzgar, sino a salvar.


    Jesús, que venciste el ruido del mal con el silencio del bien, enséñame a callar como Tú, a no juzgar como Tú, a mirar con misericordia como Tú. Que mis palabras no condenen, que mis gestos no hieran, y que mi vida sea humilde, oculta y silenciosa, como el bien que Tú nos enseñaste a vivir en lo escondido. Amén.

domingo, 6 de abril de 2025

FARO DE LUZ


      En medio del mundo, que hoy se ha vuelto un mar oscuro y tempestuoso, buscamos sin cesar una luz que guíe nuestros pasos, una presencia que no nos abandone, una certeza que no nos defraude. El alma, como una frágil embarcación, debe cruzar las largas noches de la propia vida con temor, acosada por las olas del pecado, del sufrimiento, de la soledad, de la confusión. Pero Dios no nos ha dejado solos, sino que ha encendido faros en la costa de nuestra travesía. Uno de esos faros, el más hermoso, el más tierno, el más maternal, es Miryam, la Virgen María, Faro de Luz para todos sus hijos.


       María no es solo la Estrella del Mar que señala el rumbo: es el Faro elevado que brilla desde lo alto del Cielo, desde aquel lugar junto al Trono de la Trinidad en el que, glorificada, no cesa de interceder con su Hijo en favor de todos sus hijos. Desde allí ve nuestras luchas, conoce nuestras caídas, se inclina sobre nuestro dolor, y con una luz dulcísima, constante y silenciosa, nos sostiene en la noche. En Ella, tras la Anunciación, se encendió la Palabra eterna, y desde entonces, su Corazón Inmaculado resplandece como una lámpara para los tiempos oscuros. Su luz no hace ruido, sino que transforma las sombras. Su luz no deslumbra, sino que da paz. Su luz no fuerza, pero atrae, consuela, orienta.


       La Virgen María se nos muestra como Faro de Luz desde las hermosas tierras de Extremadura, donde aparece para abrazar, consolar y preparar a sus hijos para el definitivo combate espiritual que deben librar. Su Corazón Inmaculado, visible sobre su pecho, es faro dentro del faro: un centro ardiente de amor donde todo hijo puede cobijarse, como si el mismo cielo se abriera en la tierra para acoger al pecador, al cansado, al perdido. Sus manos extendidas no juzgan ni rechazan, sino que acogen, alientan, acarician. Y en sus delicadezas maternales —a veces visibles, otras ocultas— se manifiesta una ternura que no es de este mundo, una ternura que solo puede venir de Aquella que fue colmada por el Espíritu Santo y permanece estrechamente unida al designio salvador del Padre.


       También nosotros, como María, estamos llamados a contemplar la Pasión, la Cruz, la Resurrección de Cristo, no con la tristeza amarga del que ha perdido, sino con la esperanza encendida del que ha sido salvado. Si la cruz es amarga, María la endulza. Si el camino es duro, María lo suaviza. Si todo se oscurece, su luz nos basta. Esta experiencia personal, íntima, de haberla sentido cerca —como un verdadero Faro de Luz— es un regalo extraordinario. Que Ella nos prepare verdaderamente para vivir los días santos que se acercan con un corazón nuevo, purificado, encendido.


       Santísima Virgen María, Faro de Luz, Madre que brillas desde lo alto y no dejas de alumbrar nuestras noches: acoge a este hijo tuyo bajo la claridad de tu Corazón. No permitas que me extravíe entre las sombras ni que me hunda en la tormenta. Hazme valiente con tu ternura, fuerte con tu paz, fiel con tu amor. Ilumina mi fe, alienta mi esperanza, y hazme vivir la próxima Pascua de tu Hijo con los ojos fijos en la Luz que nunca se apaga. Amén.



sábado, 5 de abril de 2025

VALIENTES Y PACIENTES EN LA VERDAD


    No hay mayor libertad que la de mirar de frente la verdad de lo que somos, sin adornos ni excusas. Pero esa verdad, cuando se vive a la luz de la Palabra de Dios, nunca es una condena. Es el comienzo de la salvación: la conversión. Conocer nuestra historia, nuestras heridas, nuestras caídas, es abrazar nuestra realidad con humildad. Y si fuéramos realmente humildes, no nos sorprendería en absoluto vernos torpes, débiles, limitados, frágiles… Lo que nos debería dejar sin palabras no es la miseria, sino las gracias inmerecidas, la gratuidad de los dones de Dios, sus llamadas que siguen llegando una y otra vez a nuestra vida. Porque ¡lo sorprendente no es el barro, sino la Misericordia!


    A veces, lo que más nos hiere no es el pecado, sino darnos cuenta de que eso mismo lo hemos juzgado antes con dureza en los demás. Entonces la vergüenza se convierte en un pozo hondo y oscuro, en un círculo vicioso de amargura y autocondena, de exigencia y desesperanza. Pero no, no estamos hechos para hundirnos. El hábito de pecado no es simplemente debilidad: es la renuncia a perseverar en la lucha. Y estamos llamados a combatir. Si no podemos aún vencer en las grandes batallas, plantemos cara —con ayuda de la gracia— en las pequeñas. No se trata, pues, de ser impecables, sino de no rendirse.


    Por otra parte, Dios no nos arrastra a empujones. Él habla al corazón. Su Voz no grita, pero transforma. Él no apaga la mecha que aún arde, ni quiebra la caña cascada. Y si no corremos a su encuentro, Él se acerca y nos encuentra a nosotros. A veces lo hace con pruebas, con noticias difíciles, con recuerdos dolorosos. Pero eso no son bofetadas, sino invitaciones. Él te recuerda que estás perdonado, y que ahora puedes postrarte ante Él —como Moisés— suplicando por los demás: “Si puedes perdonar su pecado, perdónalo; y si no, bórrame a mí del libro que has escrito” (Éx. 32,31-32).


    La vida cristiana es un gran combate. Pero no estamos solos. ¡Contigo está el Más Fuerte! Por eso necesitas recordar siempre dos palabras que riman y se necesitan: valiente y paciente. Valiente, para no acobardarte ante el enemigo que solo puede amenazar, no vencerte. Paciente, porque quien no pierde la esperanza puede resistir cualquier noche. El Señor ha rogado por ti. Escucha bien eso. Repítelo: “Yo he rogado por ti”. No es imaginación tuya. Lo que nace del desánimo, del miedo o del rechazo, sí es tuyo. Pero esa voz que te llama, que te levanta, que te hace confiar… ¡esa es de Dios!


    Él te está enseñando a vivir en la verdad, a luchar con su fuerza, a mirar con humildad tu miseria y a reconocer con estupor su infinita ternura. No lo olvides: valiente y paciente. El combate es tuyo, pero la victoria es suya.


    Jesús, que no apagas la mecha vacilante ni voceas por las calles: dame un corazón humilde para mirar mi verdad sin temor, y una fe sencilla para confiar siempre en la tuya. Enséñame a ser valiente y paciente, a resistir en las noches oscuras, a luchar sin rendirme, a suplicar sin juzgar. Y si caigo, recuérdame que Tú has rogado por mí. Amén.

viernes, 4 de abril de 2025

SOMOS MAR, NO MONTAÑA


    Hay días en que todo parece fluir con facilidad: el trabajo, las relaciones humanas, la oración. Días en que el alma se siente ligera, animada, limpia, y abierta al bien. Y hay otros en que todo pesa. No sabemos por qué, pero el corazón se nubla, los pensamientos se enredan, y el cuerpo mismo se fatiga más pronto.

    Esto forma parte de nuestra condición humana. Pero la cultura en que vivimos no nos ayuda a entenderlo: nos exige estar bien siempre, rendir siempre, sonreír siempre. Si algo no funciona, puedo acudir fácilmente a una pastilla, una evasión consumista, un desahogo animal, una fantasía interior, un espectáculo alienante, una violencia gratuita… Todo antes que aceptar y sufrir nuestra fragilidad. Y sin embargo, esta fragilidad forma parte de la verdad de nuestra existencia.


    También en la vida espiritual hay oscilaciones. San Ignacio las llama consolación y desolación. Las Escrituras nos hablan de ellas, y leemos que muchos santos enseñaron y vivieron lo mismo. A pesar de esto, no pocas personas se desconciertan cuando ya no sienten fervor, o cuando cometen otra vez el pecado del que creían haberse liberado, o cuando la oración les parece vacía. Como si amar a Dios fuera solo cuestión de sentirse bien. Como si la santidad consistiera en no tener nunca altibajos. Pero no es así. La santidad pasa también por la aceptación humilde de nuestras propias mareas interiores.


    Como el mar que sube y baja sin cesar desde hace millones de años, así es nuestra alma: un movimiento perpetuo de subida y bajada que responde a la atracción de Dios. En cambio, solo Dios es la Roca firme, la montaña inamovible. En Él no hay mudanza ni sombra de variación. Nosotros sí cambiamos. Y eso no es un defecto: es parte del misterio de nuestra creación. Cada oleada de consuelo o de lucha, cada subida o bajada, puede dar gloria a Dios si la vivimos con confianza y amor. A veces nos gustaría ser como una montaña, siempre estable, siempre firme. Pero nuestra vocación ahora es más bien la del mar: estar en movimiento, aprender a fluir, sin perder nunca de vista la orilla eterna que nos espera.


    Dios mío, Roca firme de mi vida, Tú que no cambias y en quien todo encuentra reposo, enséñame a vivir mis cambios con humildad y confianza. Que no me desanime cuando me sienta pobre, ni me engría cuando todo vaya bien. Haz que cada consuelo me acerque más a ti y que cada desolación me purifique. Acepto ser mar, oh Jesús, si Tú eres mi orilla. Amén.




jueves, 3 de abril de 2025

UN CORAZÓN COMO EL DE JESÚS


    “Moisés suplicó al Señor, su Dios: ¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto, con gran poder y mano robusta? ¿Por qué han de decir los egipcios: ‘Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra’? Aleja el incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo: ‘Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo’” (Éx. 32,11-13).


    Este pasaje, que pertenece a la primera lectura de la misa de hoy, es uno de los momentos más impresionantes de toda la historia de la salvación. El pueblo ha caído en la idolatría; ha olvidado la gloria del Dios vivo para postrarse ante una figura muerta: el becerro de oro. Dios ha visto esa infidelidad y se ha indignado con razón. El pecado ha herido la alianza. Pero ahí está Moisés, el amigo de Dios, el intercesor, el hombre que sube al monte para hablar cara a cara con el Señor, o entra en la Tienda del Encuentro para recibir sus instrucciones. 

    Lo que hace Moisés es de una grandeza inmensa: no piensa en sí mismo, no acepta la propuesta que le hace Dios de destruir a Israel y formar, a partir de él, un pueblo nuevo. No busca su gloria. Al contrario, defiende al pueblo que Dios le confió, aunque haya pecado, aunque se haya alejado.


    Moisés no discute con Dios, pero toca su corazón. Apela a su fidelidad, a su promesa, a su misericordia. Le dice: “Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel…”. Moisés se coloca en la brecha. Y en ese gesto, en ese ponerse entre Dios y el pecado de los hombres, Moisés prefigura el corazón de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, que será el único intercesor perfecto. Pero aquí, en Moisés, ya brilla el amor, la compasión, la generosidad de quien ama de verdad a su pueblo y ama de verdad a Dios. Por eso se atreve a suplicar. Y Dios se deja conmover, porque le agrada ver que un hombre se le parece en el amor, en la fidelidad, en el perdón.


    ¡Qué gran enseñanza para nosotros! Cuántas veces juzgamos y condenamos a nuestros prójimos, mientras que el verdadero amigo de Dios no condena, sino que intercede. No se aprovecha del pecado ajeno para exaltarse, sino que se humilla para que el otro viva. ¡Cuánto se parece el corazón de Moisés al Corazón de Jesús! Y cuánto deseará Dios encontrar también en nosotros corazones intercesores, capaces de pedir por los que no piden, capaces de amar a los que no aman, capaces de recordar a Dios su gran misericordia, y no lo poco que los hombres la merecen.


    Jesús mío, enséñame a amar como Moisés, a suplicar como Moisés, a no pensar en mí con satisfacción cuando otros caen. Que tenga un corazón grande, generoso y compasivo. Que no me canse de recordar que Tú amas, que Tú salvas, que Tú has hecho promesas. Hazme intercesor: que me ponga siempre de parte del pecador, para suplicarte a ti, que eres misericordia infinita. Amén.

miércoles, 2 de abril de 2025

SIEMPRE AMADOS


    “Exulta, cielo; alégrate, tierra; romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados. Sion decía: ‘Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado’. ¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré” (Is. 49, 13-15).


    Hay momentos en los que el alma se siente hundida en su propia nada, incapaz incluso de orar, cansada de esperar consuelos que no llegan. Es entonces cuando resuena en el corazón esta Palabra: “Yo no te olvidaré”. Frente a nuestras dudas, frente a nuestros temores más profundos, Dios responde con ternura, con la imagen más entrañable que podemos imaginar: la de una madre que lleva a su hijo en los brazos y lo alimenta de sí misma. Y va aún más lejos: “aunque ella se olvidara, Yo no te olvidaré”. El Amor de Dios por nosotros no tiene fisura, no es intermitente como el deshojar una margarita: “ahora te quiero, ahora no te quiero”. El Amor de Dios no depende de lo que hayamos hecho o dejado de hacer; es incondicional, y por eso me ama antes de mi pecado, durante mi pecado, y después de mi pecado. Él conoce el dolor de nuestro corazón, las veces en que nos sentimos indignos, las veces en que la esperanza flaquea… y entonces viene a nosotros, no con reproches, sino con consuelo.


    Porque Él sabe que nuestro camino es arduo, que a menudo cargamos con nuestra fragilidad como si lleváramos un peso insoportable. No siempre entendemos por qué sufrimos, ni por qué nuestros pasos se extravían tantas veces. Pero sí podemos entender esto: que hay Alguien que no deja de amarnos ni por un instante, que nos acompaña silenciosamente, que nos mira con una ternura que sana y transforma. Su Amor no es una exigencia, sino una fuente viva que nos permite volver a empezar. Y esa certeza lo cambia todo. Porque ya no vivimos para merecer el Amor, sino porque somos amados desde siempre y para siempre.


    Jesús, mi Salvador, Tú no nos olvidas nunca. Aunque tantas veces dude, aunque mi corazón se llene de sombras, aunque me sienta perdido, Tú estás ahí, consolándome con tu Palabra, envolviéndome en tu Amor. Tú conoces mi historia, mis caídas y mis miedos, y no me rechazas. Gracias por no cansarte de mí. Gracias por quererme más allá de lo que puedo entender. Dame, Señor, la gracia de recordar siempre tu fidelidad, y de volver a ti cada vez que me sienta solo. No permitas que me aleje de tu Corazón. Amén.

martes, 1 de abril de 2025

JESÚS, PALABRA QUE DA VIDA


    “Ciertamente, lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere. Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo todo el juicio, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió. En verdad, en verdad os digo: quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida (Jn. 5,21-24).


    Señor Jesús, Hijo eterno del Padre, Juez de vivos y muertos, dador de la Vida verdadera, yo me postro ante ti con temblor y amor. Tú eres Aquel a quien el Padre ha entregado todo juicio, no para condenar, sino para salvar; no para aplastar, sino para levantar; no para castigar, sino para dar vida. ¡Oh Jesús, Verbo de Dios, Palabra que realiza lo que dice, Palabra que no miente, que no pasa, que no envejece! Hoy quiero escuchar esa Palabra con todo mi ser, con los oídos del alma abiertos, con el corazón ardiendo y dispuesto. Tú no hablas como los hombres, no explicas como los sabios de este mundo: tú dices “levántate” y el muerto resucita; dices “cree” y el abismo se convierte en cielo; dices “vive” y el alma pasa de la muerte a la vida.


    Hijo del Padre, reflejo perfecto de su gloria, si te honro a ti, honro al Padre; si te miro a ti, contemplo al Invisible; si te adoro a ti, adoro al Dios tres veces santo. ¿Y cómo no adorarte, si me diste vida cuando yo estaba perdido? ¿Cómo no bendecirte, si no quisiste juzgarme, sino salvarme? Me bastó escuchar, me bastó creer. ¡Y eso fue vida eterna ya nacida en mí! Tú no juzgas como el mundo, ni condenas como el mundo condena. Tú juzgas con el fuego del amor, con las llagas de tu Pasión abiertas, con los brazos extendidos en la cruz. Tu juicio es misericordia, y quien te encuentra se sabe mirado, no con desprecio, sino con ternura; no con distancia, sino con abrazo.


    Jesús, Rey eterno, que estás a la derecha del Padre, no dejes que olvide nunca que ya he pasado de la muerte a la vida. No permitas que el miedo me robe la certeza de que tú me has salvado, de que el juicio ha sido suspendido por la fe, y que el amor ha triunfado. Haz que mi alma escuche siempre tu Palabra, que la reciba como semilla fecunda, que la atesore como tesoro escondido. Dame vivir contigo, vivir en ti, vivir por ti, en esta vida y en la otra. Y enséñame, Señor, a honrarte como honro al Padre, y a honrar al Padre viéndolo en ti, amándolo en ti, adorándolo en ti, porque tú y el Padre sois uno. Amén.