miércoles, 9 de julio de 2025

DIOS ES FRATERNIDAD



    Desde hace 20 años, dirijo en la radio un programa que se titula Palabra y Vida, y en momentos como los que he vivido esta última semana, descubro cómo, efectivamente, no sólo la Palabra, sino también la vida, son fuentes de las que podemos extraer gracia que nos conforta.


    Durante ocho días he convivido en la ciudad de Burgos con una comunidad de hermanas Clarisas, en su monasterio gótico, antiquísimo, donde las piedras rezan, y el silencio y la penumbra parecen tener siglos e invitan al recogimiento. En ese espacio sagrado, hemos compartido la vida: la oración litúrgica, la meditación de la Palabra, la Eucaristía, la búsqueda sincera de Dios y la alegría serena de los que caminamos en un mismo sendero de fe.


    Cada jornada estaba marcada por un ritmo que nos envolvía y nos sostenía: la celebración de la Santa Misa cada mañana, la adoración del Santísimo cada tarde, y el Rosario y el rezo coral de las vísperas del Oficio divino, entonadas siempre en gregoriano, acompañado y seguido por el pueblo asistente, con un gran sentido litúrgico.


    He podido comprobar, una vez más, que la vida cristiana florece cuando se apoya en estos tres pilares: la Eucaristía celebrada, la Eucaristía adorada y la fraternidad vivida. Todo eso lo he encontrado aquí, entre estas hermanas que oran por el mundo, con el mundo y desde el mundo, aunque permanezcan ocultas a sus ojos.


    El lenguaje común de la fe, la paz de sabernos en casa, aunque no compartiéramos la misma vocación, la experiencia de sabernos miembros de un solo Cuerpo… todo ha sido gracia. Y cuando el alma recibe tanto, solo puede dar gracias.


Señor Jesús,

Tú eres el Pan bajado del cielo, la luz que brilla en nuestra noche, el vínculo que nos une como hermanos.

Gracias por estos días de encuentro y silencio, de escucha y de alabanza, de comunión verdadera.

Gracias por la vida oculta de los contemplativos, sostén invisible de la Iglesia.

Gracias por habernos reunido en tu Nombre y haberte hecho presente en medio de nosotros.

Haz que nunca perdamos el sentido de la fraternidad, ni el gozo de saber que Tú estás con nosotros cada día. Amén.

martes, 8 de julio de 2025

EL COMBATE DE LA FE (aferrarse a Dios en la noche)


    “Jacob se quedó solo. Un hombre luchó con él hasta la aurora. Y viendo que no podía a Jacob, le tocó la articulación del muslo y se la dejó tiesa mientras peleaba con él. El hombre le dijo: ‘Suéltame, que llega la aurora’. Jacob respondió: ‘No te soltaré hasta que me bendigas’. Él le preguntó: ‘¿Cómo te llamas?’. Contestó: ‘Jacob’. Le replicó: ‘Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido’” (Gn. 32, 25-29).


    Hay momentos en la vida en que uno se queda solo, cara a cara con sus miedos, sus recuerdos del pasado, sus decisiones del presente y sus proyectos de futuro. La noche pesa como el mundo. Todo parece incierto. Y, de pronto, en medio de esa oscuridad, se libra una lucha. No con un enemigo visible, sino con un misterio que nos desborda. Algo —o Alguien— nos sale al encuentro y no podemos permanecer indiferentes. Así le ocurrió a Jacob. No sabía con quién luchaba aquella noche, pero sabía que no podía rendirse.


    La fe no consiste en tenerlo todo claro, ni sentir consuelo, ni contentarse con respuestas fáciles. Consiste en resistir en la noche, en seguir buscando, en no soltar a Dios aunque parezca que se escabulle, aunque no nos hable, aunque nos duela. La fe verdadera se vuelve tenaz: “No te soltaré hasta que me bendigas”. En esa frase, Jacob resume lo que somos cuando oramos de verdad: seres heridos, a oscuras, pero agarrados a Dios con todas las fuerzas de su alma.


    Pero esa lucha deja marcas. Jacob queda cojo. Porque encontrarse con Dios de verdad implica que algo se rompe en nosotros, que algo se transforma. Quien ha peleado con Dios en la noche camina de otra manera. Tiene una herida… pero también una bendición. Ya no se llama Jacob. Ahora es Israel: el que ha luchado con Dios y ha vencido. Y ha vencido, no porque haya derrotado a Dios, sino porque no ha huido, no ha soltado, no ha desistido en su empeño. Y porque Dios mismo, al tocarlo, lo transformó para siempre.


    Quizá también nosotros tengamos esa herida. No se ve por fuera, pero nos acompaña por dentro: es la marca de haber buscado a Dios con lágrimas, con ansia, con dudas, con cansancio… y haberlo encontrado no en el día luminoso, sino en la noche oscura. Y lo más grande de esa experiencia no es entender, sino recibir una bendición que nos da un nombre nuevo y un nuevo sentido a nuestra vida.


    Señor Jesús, cuando llegue mi noche, cuando me toque luchar en soledad, no permitas que me rinda. Aunque me duela, aunque no te vea, haz que me aferre a ti tenazmente hasta que me bendigas. Que si he de quedar herido por tu paso, sea para caminar desde entonces como hijo tuyo, transformado por tu amor. Amén.

lunes, 7 de julio de 2025

EL MUNDO RÍE, DIOS SONRÍE


    “Jesús llegó a casa de aquel jefe y, al ver a los flautistas y el alboroto de la gente, dijo: ‘¡Retiraos! La niña no está muerta, está dormida’. Se reían de él. Cuando echaron a la gente, entró él, cogió a la niña de la mano y ella se levantó. La noticia se divulgó por toda aquella comarca” (Mt. 9,23-26).


    Hay una ternura extraordinaria y subyugante en el gesto y las palabras de Jesús. No necesita pronunciar discursos solemnes, ni dar ningún tipo de explicaciones, ni realizar gestos grandiosos. Basta su presencia humilde y llena de misericordia y bondad. Inmediatamente toma la iniciativa al entrar en aquella casa donde reina la muerte y el desconsuelo. Los flautistas del duelo, el alboroto del llanto de las plañideras, el paradójico ruido de una muerte muy dolorosa por demasiado temprana… Jesús no soporta ese ruido; no lo necesita. Él Señor viene con la paz y con el poder silencioso de la Vida. Por eso dice con rotunda autoridad: “La niña no está muerta, está dormida”.


    Todos se ríen de esta afirmación. Y no nos extraña porque también hoy el mundo se ríe de la esperanza cristiana, la cual les parece ingenua, infantil, sin más fundamento que la sola Palabra de Aquel que, para colmo, murió en la Cruz.

    Pero Jesús no responde a las burlas, ni discute con los incrédulos. Echa a todos, se queda solo con los que creen y aman, entra en la habitación y toma a la niña de la mano. El contacto de la mano de Jesús lo cambia todo. Allí donde nadie parecía poder acercarse, donde reinaba la muerte, Él se hace presente. Y al tocarla, la niña volvió a la vida. Porque Él es la Vida, y donde está Él, la muerte no puede permanecer.


     Y entonces se cumple lo que dice el salmo: “El que habita en el cielo sonríe, el Señor se burla de ellos” (Sal. 2,4).


Jesús mío, aunque el mundo ría en su incredulidad, no me dejes fuera de esa habitación en que están quienes en ti creen, ponen toda su esperanza y te aman. Entra en las estancias donde yo en ocasiones me siento como muerto por dentro, tómame también de la mano, y levántame con tu Palabra poderosa. Amén.

domingo, 6 de julio de 2025

TU NOMBRE EN SU CORAZÓN


    “Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo: ‘Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre’. Él les dijo: Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo” (Lc. 10,17-20).


    Este pasaje luminoso del Evangelio nos pone ante una doble realidad: la del mal, que es real y patente, y la del triunfo definitivo del Reino de Dios, que ya ha comenzado a manifestarse con fuerza en la misión de los setenta y dos discípulos enviados por el Señor. Jesús no habla de un mal genérico, impersonal o simbólico, como a veces se pretende al identificarlo con ignorancia, perturbación mental, mala suerte, falta de formación o de civismo… No, Jesús habla de Satanás, el adversario, que ha sido vencido y cae del cielo como un rayo, con la premura de aprovechar el poco tiempo que le queda. Lo contempla Jesús con sus propios ojos, como quien presencia una derrota fulminante. Aquel que quiso ser semejante al Altísimo, el que dijo con arrogancia: “No serviré” es arrojado a tierra por el poder del Hijo del Dios Altísimo hecho hombre.


    El Señor da a sus discípulos autoridad. Les confía un poder que no nace de ellos, sino de su unión con Él. En su nombre pueden vencer a los demonios, pisotear a los agentes del mal, simbolizados por serpientes y escorpiones, sin temor. El mal tiene aún poder, y hay que nombrarlo, reconocerlo y combatirlo, pero no debemos vivir paralizados por el miedo. Cristo ya lo ha vencido. No hay antídoto más fuerte que la gracia, ni sombra tan densa que la Luz que nos habita desde el bautismo no disipe.


    Sin embargo, lo más bello de este Evangelio no está en el poder recibido, sino en la intimidad revelada. Jesús desvía suavemente la alegría de los discípulos hacia un motivo aún más profundo: “estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”. No se trata de una inscripción externa, en un registro formal y lejano, sino de una pertenencia íntima, de una elección eterna. Nuestros nombres están grabados en el Corazón de Dios, como el de tantos otros que nos han precedido en el signo de la fe. También el del buen ladrón, cuya última súplica fue precisamente esa: ser recordado. “Acuérdate de mí, Señor”, dijo con humildad. Y Jesús le respondió: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Porque su nombre ya estaba allí, en ese Corazón que no olvida jamás a ninguno de los que el Padre le ha dado.


    Jesús, Salvador nuestro, que venciste al maligno y lo viste caer como un rayo, graba mi nombre en tu Corazón herido; y graba el tuyo en el mío, para que jamás te olvide ni me separe de ti. Que no me embriague el éxito ni un fervor pasajero, sino la certeza de haber sido elegido, amado y redimido por ti. Amén.

sábado, 5 de julio de 2025

¿EL PADRE ENGAÑADO?


    “Entonces le dijo su padre Isaac: ‘Acércate y bésame, hijo mío’. Se acercó y lo besó. Y, al oler el aroma del traje, le bendijo con estas palabras: ‘El aroma de mi hijo es como el aroma de un campo que bendijo el Señor’” (Gen. 27, 26-27).


    Hay algo misterioso y conmovedor en este gesto de Isaac anciano: acercarse, tocar, oler, besar… Como si el cuerpo, desgastado y ciego, buscara todavía reconocer a su hijo a través del tacto, del olor, del calor. Y en ese instante de ternura paternal, de bendición pronunciada entre dudas, algo se manifiesta de una manera tan sorprendente como bella y misteriosa: “El aroma de mi hijo es como el aroma de un campo que bendijo el Señor”.


    No se trataba de Esaú, sino de Jacob. No era el fuerte y velludo cazador, sino el hermano menor, quien entró disfrazado. No merecía —a los ojos de la ley— aquella bendición. Pero la recibió. Porque lo que atrajo esa bendición fue su deseo.


    Nos acercamos a Dios como Jacob: torpes, mentirosos, inseguros. Vestidos con un ropaje ajeno, llenos de contradicciones. Y, sin embargo, Él nos bendice. Porque en su corazón de Padre no pesa tanto lo que somos como lo que anhelamos. La gracia no es una recompensa por el mérito, sino un don para quien la desea con todo el corazón: “Jacob no recibió la bendición por el mérito de sus obras, sino por la fe con la que deseó ardientemente ser bendecido”, escribió san Ambrosio de Milán.

    También nosotros podemos recibir esa bendición si entramos, si nos acercamos, si nos dejamos besar.


    Y aún más: Jacob recibió la bendición disfrazado de su hermano mayor. En cambio, nosotros recibimos la bendición del Padre porque Cristo, el verdadero Primogénito, se ha disfrazado de nosotros. Él ha tomado nuestras ropas, es decir, nuestra debilidad, nuestra carne, nuestras heridas, nuestro pecado… y ha entrado en la presencia del Padre en nuestro nombre. No con la fuerza del engaño, sino con la del amor. Y ahora, por Él, con Él y en Él, somos nosotros los que olemos —misteriosamente— como un campo que el Señor ha bendecido.


    Terminemos reconociendo el papel fundamental de una Madre, que amó, más ciegamente aún que Isaac, a su hijo menor, a nosotros sus hijos pequeños:

    ¡María, Madre de la divina gracia, ruega por nosotros!

viernes, 4 de julio de 2025

FUERZA EN LA DEBILIDAD


“Porque cuando estoy débil, entonces soy fuerte” (2ª Cor. 12,10).


    No me encuentro bien de salud. El cuerpo no responde como quisiera. Y desde hace algún tiempo, parece que cualquier salida de carácter apostólico que hago se ve dificultada por un nuevo problema. Hay molestias, cansancio. No en vano, en breve cumpliré los 70 años. Y, sin embargo, debo seguir adelante. Me encuentro dando unos Ejercicios espirituales lejos de casa. Hay personas que esperan de mí una palabra de luz, hay almas que debo acompañar, hay un Evangelio que debe ser predicado hasta los confines del mundo. Todo eso continúa, y yo me descubro frágil, limitado… pero sostenido.


    Y ahí está el misterio que proclama San Pablo y encabeza este escrito: cuando ya no puedo contar con mis fuerzas, aparece la gracia del Señor. No es un sentimiento eufórico. Es una presencia serena que me mantiene en pie. Es una luz que me guía incluso si tengo fiebre o decaimiento. Es un ánimo que no es mío pero que me habita. Él actúa en mi pobreza. Él me fortalece en mi debilidad.


    Por eso no me retiro, no me encierro. Continúo, aunque a veces mi voz suene desagradable por la ronquera, aunque se vea interrumpida por toses muy aparatosas, y el taponamiento de las vías nasales me dificulte la respiración. Sigo, porque sé que Él está. Y si Él está, todo es posible. “Porque para Dios nada hay imposible” (Mt. 19, 26). La fuerza no está en mí, sino en el que me ha enviado.


    Jesús mío, Tú sabes todo lo que pesa este cuerpo cansado. Tú sabes lo que me cuesta seguir cuando siento que me he quedado sin fuerzas. Pero si Tú me das tu gracia, yo sigo. Si Tú me sostienes, yo permanezco. Si Tú me hablas, yo predico. No me dejes solo, Señor. Sé Tú mi fuerza. Susúrrame al oído: “Yo estoy contigo para librarte” (Jer. 1,8). Amén.

jueves, 3 de julio de 2025

TOMÁS, EL CREYENTE


    “Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: ‘Hemos visto al Señor’. Pero él les contestó: ‘Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo’” (Jn. 20, 24-25).


    Tomás no fue un incrédulo, el apóstol de la duda, sino el apóstol de la vigilancia, de la memoria fiel y del deseo de ver con sus propios ojos la verdad del Resucitado. No desoyó a Cristo: fue precisamente porque recordaba muy bien las advertencias del Maestro acerca de los falsos mesías que se negó a aceptar un anuncio prematuro. No fue capricho, ni terquedad, sino un acto de fidelidad a la Palabra. Jesús les había dicho: “Entonces, si alguno os dice: ‘Mirad, el Mesías está aquí o está allí’, no lo creáis. Porque surgirán falsos mesías y falsos profetas, y harán grandes signos y prodigios hasta el punto de engañar, si fuera posible, incluso a los elegidos… Si os dicen: ‘Está en el desierto’, no salgáis; ‘Está en los aposentos’, no lo creáis. Porque, como el relámpago sale por el oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del Hombre” (Mt. 24,23-27). Tomás velaba, no por desconfianza hacia los hermanos, sino por respeto profundo a la enseñanza de Jesús. Esperaba el relámpago del cielo, no una aparición anunciada por terceros, aunque fueran sus compañeros.


    Y sin embargo, su fe no era fría ni racionalista. Era una fe deseosa de tocar, de entrar en el misterio de las llagas del Salvador. Quiso meter su mano en el costado traspasado, no por curiosidad morbosa, sino por amor a la verdad. No podía dar testimonio si no había visto, si no había entrado en esa llaga, la misma que Juan había presenciado en el Gólgota. En eso Tomás nos enseña el camino de una fe auténtica: no la fe crédula que se deja arrastrar por voces, sino la fe que se apoya en el contacto con las llagas del Crucificado, en la experiencia viva del encuentro con Aquel que ha vencido a la muerte.


    Y cuando ese encuentro llega, Tomás no tarda. No exige pruebas, no pide tiempo. No necesita que Jesús coma delante de él, como ocurrió con los demás (Lc. 24,41-43). Le basta un instante. Se postra decidido ante la verdad y profiere la confesión más honda de todo el Evangelio: “¡Señor mío y Dios mío!”. Aquel que parecía tan reticente es el primero en proclamar a Jesús no sólo como el Mesías, sino como su Dios. En sus palabras resplandece la fe que nace del contacto con el Amor herido, del reconocimiento de un Dios que se deja tocar en su humanidad gloriosa.


    Jesús, Señor mío y Dios mío, no permitas que mi fe ni mi oración se apoyen en repeticiones vacías, ni se adormezcan con emociones prestadas. Dame la fe atenta de Tomás, capaz de recordar lo que tú has dicho, de esperar tu hora, de desear entrar en tus llagas. Y cuando vengas a mí, haz que no tarde en reconocerte, y que mis labios, como los suyos, pronuncien tu nombre con amor rendido. “Dentro de tus llagas, escóndeme, y no permitas que me aparte de ti. Amén.

miércoles, 2 de julio de 2025

EL MAR INTERIOR


    Ayer celebré misa en la iglesia gótica más antigua de la ciudad de Burgos, y una de las más bellas. Allí prediqué sobre el Evangelio de la tempestad calmada. Al término de la misa, en la sacristía, un amigo burgalés, Juan Ramón, me recitó de memoria unos versos que había leído hacía años en un libro cuyo autor no recordaba. Los recogí y los transcribí.

    Me parece que el Señor nos habla a través de la Sagrada Escritura, pero nos habla también a través de la vida, de los acontecimientos, de las mociones interiores. Por eso hoy quiero presentarles esos versos y la reflexión que a mí me inspiraron.


Del fondo del alma,

mar en donde moran,

las palabras son olas

que la lengua lanza.

Según la bonanza

que existe en el alma,

será nuestro viaje

por fiero oleaje

o por el mar en calma.


    Hay palabras que no vienen de la superficie, sino del fondo del alma. No nacen del ruido, ni de la necesidad de hablar, ni siquiera del deseo de impresionar o de convencer. Son palabras verdaderas, nacidas de dentro, como olas que emergen desde lo profundo y acarician la orilla de otra persona.


    El alma es comparada aquí con un mar. Y es una imagen preciosa, porque el mar tiene hondura, misterio, movimiento y fuerza. En el fondo del mar habitan silencios, recuerdos, deseos, heridas y amores. Todo eso, sin decirse del todo, se manifiesta cuando hablamos desde lo más hondo. Entonces nuestras palabras son más que sonidos: son olas que transmiten lo que hay dentro.


    La lengua —dice el poema— lanza esas olas. Pero la lengua no es dueña de lo que dice: simplemente transporta e impulsa lo que habita en el alma. Según la “bonanza” del alma, es decir, según su serenidad, su paz o su turbulencia, así serán nuestras palabras, y también nuestros caminos, nuestras relaciones con los demás, nuestras vidas.


    Quien tiene el alma en calma, habla con paz. Quien vive agitado por resentimientos, miedos, heridas o luchas interiores, inevitablemente hace daño cuando habla, aunque no lo quiera. Porque nuestra alma, lo queramos o no, siempre se expresa en su oleaje.


    Por eso, este poema es una llamada silenciosa a cuidar el corazón, a pacificar el alma, a entrar dentro de nosotros y dejar que el Señor calme también nuestro mar interior. No basta con cuidar lo que decimos: necesitamos que Cristo habite en lo profundo, y desde ahí transforme también lo que decimos, lo que pensamos, lo que sentimos y lo que vivimos.


    Señor Jesús,

    Tú que caminaste sobre las aguas y diste órdenes al viento, entra hoy en el fondo de mi alma como dueño y Señor. Hay un mar dentro de mí: a veces en calma, otras veces en tormenta. Y sé que mis palabras, al igual que olas, traen a la superficie lo que llevo dentro.

    Ven, Señor, y serena mis abismos. Habita Tú en mi interior para que lo que diga no sea eco de mi agitación, sino reflejo de tu paz.

  No quiero herir con mis palabras ni naufragar en mis pensamientos. Quiero hablar con verdad, con dulzura, con hondura, como quien deja pasar a través de sí la brisa de tu Espíritu.

    Haz, Señor, que mi alma sea un mar en calma, para que mi vida sea también un camino de paz. Amén.

martes, 1 de julio de 2025

HOMBRES DE POCA FE


    “Se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole: ‘¡Señor, sálvanos, que perecemos!’. Él les dice: ‘¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?’. Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma” (Mt. 8,24-26).


    Jesús duerme en medio de la tormenta. Y nos parece que casi toda nuestra vida transcurre en ese sueño, que no es indiferencia ni olvido, pero que percibimos así cuando Él calla en medio del dolor que sentimos: cuando Dios calla, cuando no actúa, cuando no responde. ¿Cuántas veces hemos gritado desde lo hondo de nuestra noche: “¡Señor, sálvame!”?

    Pero no lo hemos hecho con la paz de quien espera, sino con la angustia de quien ya no confía. El miedo nos invade, nos desestabiliza, nos nubla el alma. Y por eso la respuesta de Jesús no es solo un reproche, sino un diagnóstico: poca fe; débil esperanza; tibio amor. Jesús nos ama demasiado como para consolarnos con una mentira; nos sacude para devolvernos a la verdad.


    Finalmente Él se levanta, porque no duerme para siempre. A su tiempo —el suyo, no el nuestro— se pone en pie. Y cuando lo hace, basta una palabra para que cese el viento y el mar enmudezca. Basta un gesto para que llegue la calma. Porque es el Señor, el Hijo de Dios, el Amado del Padre; el que nos ha sido dado como Salvador. No importa cuán honda haya sido la noche ni cuán altas las olas: cuando Él habla, todo se serena.     Y a veces, incluso esa calma nos desconcierta, porque hemos vivido tanto tiempo en la tormenta que no sabemos habitar en la paz. Pero esa calma es don, es gracia, es semilla, es descanso para el alma. ¡Él sea bendito por siempre!

lunes, 30 de junio de 2025

DE PIE ANTE EL SEÑOR


    “El Señor dijo: ‘El clamor contra Sodoma y Gomorra es fuerte y su pecado es grave: voy a bajar, a ver si realmente sus acciones responden a la queja llegada a mí; y si no, lo sabré’. Los hombres se volvieron de allí y se dirigieron a Sodoma, mientras Abrahán seguía en pie ante el Señor. Abrahán se acercó y le dijo: ‘¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de toda la tierra, ¿no hará justicia?’. El Señor contestó: ‘Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos’. Abrahán respondió: ‘¡Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza! Y si faltan cinco para el número de cincuenta inocentes, ¿destruirás, por cinco, toda la ciudad?’ Respondió el Señor: ‘No la destruiré, si es que encuentro allí cuarenta y cinco’. Abrahán insistió: ‘Quizá no se encuentren más que cuarenta’. Él dijo: ‘En atención a los cuarenta, no lo haré’. Abrahán siguió hablando: ‘Que no se enfade mi Señor si sigo hablando. ¿Y si se encuentran treinta?’ Él contestó: ‘No lo haré, si encuentro allí treinta’. Insistió Abrahán: ‘Ya que me he atrevido a hablar a mi Señor, ¿y si se encuentran allí veinte?’ Respondió el Señor: ‘En atención a los veinte, no la destruiré’. Abrahán continuó: ‘Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más: ¿Y si se encuentran diez?’ Contestó el Señor: ‘En atención a los diez, no la destruiré’” (Gn. 18,20-32).


    Hay momentos en los que uno no puede más que inclinarse con reverencia ante la belleza de la Palabra. Este diálogo entre Abrahán y el Señor es uno de esos momentos: no por el contenido solamente, sino por la delicadeza del trato, por la audacia confiada del patriarca, y por la paciencia misericordiosa de Dios. Abrahán no discute desde la distancia: “seguía en pie ante el Señor”. Aparentemente, Dios ha seguido camino a Sodoma, pero Abraham sabe que no le ha abandonado y, desde ahí, cara a cara, brota la intercesión. Interceder es ponerse entre Dios y el mundo herido por el pecado, y eso no puede hacerse desde lejos, ni tampoco sin amistad.


    “¿Cómo voy a ocultarle a Abrahán lo que pienso hacer?”, había dicho antes el Señor. Y en esas palabras se revela una de las verdades más hondas de la vida espiritual: Dios se comunica con los suyos, no como con siervos, sino como con amigos. A los que le buscan sinceramente, Dios les abre las puertas de su misterio, les revela que tiene un Corazón paternal y tierno, entrañas de misericordia. Y a veces también les deja interceder, como si quisiera ser “vencido” por la oración de sus hijos, deseando que estos se dirijan a Él con la confianza sin límites que es propia de los niños pequeños. ¿No es eso lo que hace Abrahán, como luego lo hará Moisés, como lo hará Jesús, que intercede por nosotros hasta en el Calvario? «Padre, perdónales…»


    La oración que brota de la amistad es poderosa. No se atrevería nadie a hablar así con Dios si no lo conociera íntimamente. Y, sin embargo, cuando uno sabe que es polvo y ceniza, puede hablar con una humildad tan confiada que mueve el corazón de Dios. Esta es la paradoja del orante: cuanto más pequeño se reconoce, a más se atreve. Porque no se apoya en sí mismo, sino en la bondad del Señor.


    Señor, enséñame a ser Tu amigo en cualquier circunstancia. No permitas que viva como un siervo temeroso, sino como alguien que te ama y a quien Tú confías tu Corazón. Amén.