jueves, 24 de abril de 2025

5º DÍA DE LA OCTAVA PASCUAL: nuestra humildad

(seguimos en la octava pascual y reflexionando sobre las virtudes: hoy con el salmo responsorial de la misa)

    “Señor, Dios nuestro, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies” (Sal. 8,5-7).


    El salmista no comienza proclamando la gloria del hombre, sino expresando su desconcierto ante la mirada de Dios. ¿Qué es el hombre para que Dios se fije en él? Esta pregunta, hecha con asombro, revela una conciencia profunda de la pequeñez humana. El hombre no es más que una criatura: limitada, frágil, efímera. Y, sin embargo, a esta nada, Dios la ha revestido de gloria. Es la paradoja de la humildad verdadera: saberse indigno, pero saberse amado.


    No hay en el salmo vanagloria ni exaltación orgullosa, sino la contemplación maravillada de un don inmerecido. Dios ha elevado al hombre, lo ha hecho partícipe de su misma dignidad, lo ha constituido hijo en el Hijo. Somos verdaderamente príncipes, hijos del Rey eterno. El polvo ha sido tocado por la gloria. La nada ha sido colmada. Y esto —decía santa Teresa— es la humildad verdadera: “la humildad es andar en verdad” (Vida, cap. 13). La realidad es que todo lo que tenemos lo hemos recibido: “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1ª Cor. 4,7), dice san Pablo. No hay espacio para la falsa modestia, ni para la soberbia espiritual. Solo para el asombro agradecido.


    Celebrar la Pascua es también entrar en esta verdad. Cristo ha resucitado y nos ha resucitado con Él. Nos ha dado su Espíritu, nos ha sentado con Él en los cielos. ¡Qué grandeza! ¡Qué exceso de amor y de gracia! Y todo, pura gratuidad. Por eso, la verdadera humildad no es lo contrario de la grandeza, sino su fundamento. Porque solo quien se sabe pequeño puede reconocer y agradecer los dones del amor infinito.


    Señor Jesús, que me conoces y sabes que sin ti no soy nada, enséñame a vivir en la verdad de la humildad. Que nunca olvide que todo me lo has dado Tú, y que mi mayor gloria es ser tuyo. Siempre, siempre amado, redimido, resucitado contigo. Amén.



miércoles, 23 de abril de 2025

4º DÍA DE LA OCTAVA PASCUAL: nuestra caridad



    “Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se dijeron el uno al otro: ‘¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?’ Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: ‘Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón’. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (Lc. 24,30-35).


    Nosotros somos como una vela. Una vela solo cumple su razón de ser cuando arde. Mientras su mecha está encendida, ofrece luz y calor. Pero ese don no es gratuito: la cera se derrite gota a gota, la vela se consume. Así es nuestra vida cuando estamos verdaderamente encendidos por la caridad. No se trata de un fuego cualquiera, sino del fuego de Dios, que nace de la escucha de su Palabra y se enciende en el corazón por la acción del Espíritu Santo. Como los discípulos de Emaús, también nosotros experimentamos ese ardor interior cuando acogemos las Escrituras y reconocemos al Señor en el partir el pan. Ese ardor es amor vivo, es caridad que nos impulsa a volver sobre nuestros pasos, a compartir, a servir, a proclamar el Evangelio, a gastar la vida por Dios y por los hermanos.


    La caridad es, entonces, la llama misma. No es solo luz que nos orienta: es calor que transforma, que ablanda nuestras durezas, que nos hace entregarnos. El corazón que arde en caridad no se guarda para sí, se dona, se ofrece, se gasta. Cada gesto de amor verdadero derrite un poco más nuestra cera, pero a la vez nos acerca más al Resucitado, a su mesa eterna, donde un día nos irá sirviendo. Quien ama de verdad, se consume en silencio, como la vela, pero alumbra el camino de otros. Y cuando llega la hora de apagarse, es solo para dejarse abrazar por la Luz que no conoce el ocaso, por Aquel que ha encendido en nosotros el fuego de su amor.


    Jesús resucitado, enciende en mí la llama de tu caridad. Haz que arda mi corazón al escuchar tu Palabra y que mi vida se derrita en amor por ti y por mis hermanos. Amén.

martes, 22 de abril de 2025

3º DÍA DE LA OCTAVA PASCUAL: nuestra esperanza


    Jesús le dice: ‘¡María!’ Ella se vuelve y le dice: ‘¡Rabbuní!’, que significa: ‘¡Maestro!’ Jesús le dice: ‘No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro’” (Jn. 20,16-17).


    La Pascua abre las puertas de la esperanza, porque todo cambia desde esa mañana. Cambia para María, que llora junto al sepulcro buscando a un muerto, y se lo encuentra vivo cuando Él la llama por su nombre. La esperanza se apoya en eso: Jesús me conoce, me llama por mi nombre, no me olvida, no me confunde con nadie, no soy una sombra anónima más entre la multitud. Y cuando pronuncia mi nombre, me doy la vuelta, como María, porque es imposible no responder cuando quien llama es el Amor.


    Pero también me envía: “Anda, ve a mis hermanos”. No solo me consuela, no solo me restituye la alegría: me da una misión. Hay algo que tengo que decir, un mensaje que comunicar, y mi vida, de pronto, tiene dirección, sentido, tarea. Jesús no quiere seguidores mudos ni discípulos inmóviles. La esperanza también se fortalece cuando uno descubre que hay algo bello y grande que se ha de cumplir.


    Y nos llama “mis hermanos”. No es un título superficial. Es la forma en que Jesús define la nueva relación que establece con nosotros después de la resurrección. Somos de su familia porque tenemos un mismo Padre. Somos cercanos, no extraños. Puede que a veces nos sintamos solos o perdidos, pero esta palabra, “hermano”, nos devuelve la certeza de que Él está con nosotros y nosotros estamos con Él.


    Por último, nos indica un horizonte: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”. Todo conduce a ese lugar, a ese Rostro, a ese abrazo. Subimos. Caminamos hacia lo alto. No hay otro destino más verdadero. Y no vamos solos: Él nos precede, Él nos toma de la mano, Él nos da fuerza para subir. La esperanza no es un deseo vago: es la certeza de que hay un camino, una meta y una compañía fiel que nunca nos deja.


    La Pascua es, pues, tiempo de esperanza. Tiempo para dejar que se seque la tristeza y que el alma se impregne de alegría. Tiempo para soñar con un mundo nuevo, con una Iglesia viva, con una vida más entregada. Soñar como María soñó, cuando volvió corriendo a anunciar que lo había visto. Y la esperanza comenzó a correr por el mundo.


    Jesús resucitado, Maestro mío, pronuncia mi nombre y haz que me vuelva hacia ti con todo mi corazón. No permitas que me detenga en lo que ya pasó. Envíame. Llámame mi hermano y llévame contigo hasta el Padre. Que nunca me falte la esperanza. Amén.

lunes, 21 de abril de 2025

2º DÍA DE LA OCTAVA PASCUAL: nuestra Fe


    “A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado, pues, por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo” (Hch. 2,32-33).


    Este texto de los Hechos de los Apóstoles que se lee en la misa de hoy es el primer anuncio cristiano, el kerygma: la afirmación fundamental de nuestra fe. En él se refleja la acción conjunta de las tres Personas de la Trinidad. 


    El Padre es la Fuente perenne de la vida, manantial inagotable y escondido. Es el que engendra al Hijo en la eternidad, el que todo lo da sin retener nada, el que ama primero, origen del designio salvador que se despliega en el tiempo.


    El Hijo es el Engendrado, el que recibe el Amor y todo su ser del Padre. Es Aquel que, al encarnarse, quiso hacer la Voluntad del Padre por encima de todo, hasta convertirla en su alimento y bebida. Él es la Palabra, Aquel por medio del cual el Padre se ha revelado plenamente a nosotros.


    El Espíritu Santo es la Vida, el Amor increado, la fuerza vivificante de Dios. Procede del Padre y del Hijo como don mutuo de Amor, y es quien habló por los profetas y los suscita, quien debe ser igualmente adorado y glorificado junto al Padre y al Hijo. Es quien anima y santifica las almas, dándose a través de los sacramentos.


    Jesús resucitado, Hijo eterno del Padre, glorificado y derramado sobre nosotros por el Espíritu Santo, acrecienta nuestra fe pascual. Que vivamos en comunión con la Trinidad Santísima y demos testimonio de Ti con alegría. Amén. 

domingo, 20 de abril de 2025

ALEGRAOS


    De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: ‘Alegraos’. Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él. Jesús les dijo: ‘No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán’” (Mt. 28,9-10).


    Es Jesús quien toma la iniciativa. No espera ser buscado, no permanece distante ni silencioso. Sale a su encuentro, se hace presente, las sorprende en el camino con una palabra inesperada: “alegraos”. No es un saludo cualquiera; es una llamada al corazón, una invitación a dejar atrás la tristeza, la confusión, la oscuridad. A Jesús le importan aquellas mujeres, les dirige la palabra porque las ama, porque las valora, porque quiere que ellas sean las primeras testigos de la vida nueva. No son invisibles para Él, no son secundarias. Para Jesús, cada una de ellas tiene un lugar.


    Se acercan con libertad y amor. Se sienten llamadas, reconocidas, amadas. Su gesto es doble: le abrazan los pies, signo de ternura, de cercanía, de amor; y se postran ante Él, gesto de adoración, de fe profunda, de respeto ante lo que ya intuyen que es divino. El corazón humano puede experimentar al mismo tiempo la alegría y el temor: la alegría de haberlo encontrado vivo, el temor de no entender todavía lo que eso significa. Pero Jesús quiere excluir el miedo: “no temáis”. Su resurrección no impone, no exige, no asusta. Es luz, es consuelo, es confianza.


    Y entonces les confía una misión. No pueden quedarse en el abrazo ni en el asombro. Hay algo que comunicar, algo que anunciar. “Id a mis hermanos”. Jesús ya no los llama discípulos, sino hermanos. Quiere que regresen a Galilea, al lugar de los comienzos. Allí donde lo conocieron humano, cercano, sencillo, allí lo verán de nuevo, pero con ojos nuevos. Volver al origen para descubrir que todo ha sido transformado. Volver a los días sencillos de caminar con Él, pero ahora sabiendo que la muerte ha sido vencida. Esa es la tarea: recordar lo vivido, pero con el corazón abierto a lo eterno.


    Jesús resucitado, que sales a mi encuentro con tu palabra de alegría, aparta de mí todo temor. Llévame a tus pies para adorarte con ternura y fe, y hazme mensajero de tu resurrección. Amén.

P. D.  ¡Cristo ha resucitado! Que su Luz disipe nuestras tinieblas, que su Paz serene nuestras almas, que su Presencia viva nos llene de santa alegría. ¡Feliz Pascua de Resurrección a todos los seguidores del blog!

sábado, 19 de abril de 2025

JESÚS RESCATA A ADÁN


    Una antigua homilía anónima, escrita en los primeros siglos del cristianismo y conservada en la liturgia del Sábado Santo, nos ofrece una escena conmovedora: Jesús, recién “muerto en la carne”, desciende al abismo para buscar a Adán, el primer hombre. No lo llama desde fuera, sino que baja hasta donde él está, lo toma de la mano y lo levanta.


    En ese diálogo simbólico, el Hijo eterno de Dios se dirige a Adán con palabras de amor y de victoria. Le recuerda que todo lo ha hecho por él: su encarnación, su pasión, su muerte. Cada uno de los sufrimientos que Él ha padecido tiene una directa correspondencia con la caída del hombre: los salivazos, los golpes, los azotes, los clavos, la lanza… Todo ha sido aceptado libremente para sanar la herida de la desobediencia original.


    Y el Señor añade: “Por ti he dormido en la cruz, como tú dormiste en el paraíso; de tu costado nació Eva, de mi costado brota la salvación. Extendiste tu mano hacia el árbol prohibido; yo he extendido mis brazos en el madero de la cruz. Fuiste expulsado del jardín; yo he sido entregado y crucificado en un huerto. El enemigo te sacó del paraíso; yo te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celeste.”


    La comparación es poderosa: Cristo es el nuevo Adán, no solo porque repara el pecado del primero, sino porque lo abraza en su caída y lo transforma desde dentro. Le dice: “Tú en mí, y yo en ti, formamos una sola e indivisible persona.”Con esa unidad, lo arrastra consigo fuera de la muerte. Ya no hay reproche, solo ternura, compasión y triunfo.


    Y como a Adán, también a nosotros nos dice: “Despierta tú que duermes… Levántate y salgamos de aquí.” Vivamos entonces con esperanza el “Grande y santo Sábado”. 

viernes, 18 de abril de 2025

LA CRUZ Y EL ESPÍRITU



    “Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: ‘Está cumplido’. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn. 19, 30).


    Todo está cumplido”. ¿Quiere esto decir que ya no queda nada por hacer? La obra de la redención ha sido consumada con el “amor hasta el extremo”. Jesús no muere como un vencido, sino que entrega el Espíritu. Esta expresión, que literalmente se refiere a su muerte, puede también leerse como el momento en que comienza a derramarse sobre el mundo el Espíritu Santo, que brota del Corazón traspasado del Crucificado. No es un espíritu impersonal ni lejano: es el Espíritu que ya actúa en el Calvario, invisible pero eficaz. Aún no ha llegado Pentecostés, pero ya hay señales de esta presencia invisible. El centurión que ha traspasado el costado del Señor ahora lo confiesa: “Verdaderamente éste es el Hijo de Dios”. Y José de Arimatea y Nicodemo, discípulos temerosos hasta entonces, comparecen audazmente para reclamar el cuerpo del Señor y encargarse del descendimiento de la cruz y la sepultura. Los corazones se abren al misterio, la Cruz ya es fecunda.


    Y así este día, que parece día de tinieblas, se revela como el comienzo de una gran luz. Porque desde la muerte de Cristo, comienza la vida del mundo. Desde su entrega, comienza la efusión del Espíritu. Y ese Espíritu empieza ya a actuar en quienes estaban paralizados por el miedo, en quienes aún no entendían, en quienes sólo ahora se acercan con amor y con respeto al cuerpo muerto del Señor. La cruz, que parecía el final, es el principio. Porque es Viernes Santo: día de dolor, sí, pero también de promesa. Porque al pie de la cruz, como un día en el Jordán, se abren los cielos y desciende el Espíritu. Porque en el santo y profundo silencio de la muerte de Jesús, Dios empieza a hablar de nuevo.


    Señor Jesús, al inclinar la cabeza y entregar el Espíritu, abriste para nosotros el camino de la verdadera vida. No permitas que miremos la Cruz como un final, sino como el umbral de la esperanza. Derrama también sobre nosotros ese Espíritu que transformó los corazones a la hora de tu muerte. Amén.

jueves, 17 de abril de 2025

AMOR HASTA EL EXTREMO


    “Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando; ya el diablo había suscitado en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la intención de entregarlo; y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido” (Jn. 13,1-5).


    Hoy es Jueves Santo, día luminoso y sagrado, marcado por la memoria viva de tres dones inmensos que el Señor nos dejó en la víspera de su Pasión: la Eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo del amor. Todo ocurrió en la intimidad de una cena, la Última Cena, en la que Jesús (que sabía que había llegado su hora) se entregó del todo, con ternura y con majestad, con humildad y con poder. En esa cena anticipó la cruz. No fue una despedida cualquiera, sino un testamento divino.


    El Evangelio nos muestra a Jesús “sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía”, y desde esa certeza se abaja. El que es Señor y Maestro se arrodilla, se ciñe como un esclavo, toma una jofaina y lava los pies. Podía haber elegido cualquier gesto para sellar su amor, pero escogió el más humilde. En silencio, uno por uno, a todos… incluso a Judas, que ya lo había traicionado en su corazón. “Los amó hasta el extremo”, no solo por lo que iba a sufrir, sino por la delicadeza de un amor que se entrega sin medida.


    En la misma cena instituyó la Eucaristía: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros… esta es mi sangre…”. El Pan partido, el Vino derramado, sacramento de la ofrenda total. Y al decir “Haced esto en memoria mía”, no solo confía a los apóstoles el poder de repetir su gesto, sino que los unge interiormente como sacerdotes suyos, servidores del altar, mediadores de la gracia, dispensadores de la misericordia. Por eso hoy es también la fiesta del sacerdocio, de ese ministerio que prolonga en la historia la presencia viva de Cristo: Pastor, Siervo, Esposo y Víctima.


    Y todo queda envuelto en el amor fraterno, ese amor nuevo que Él ha revelado con hechos: “Que os améis unos a otros como Yo os he amado”. No dice solo “amaos”, sino “como Yo os he amado”. Es decir, hasta el extremo. Con los pies en la tierra, las manos en el servicio, y el corazón en el cielo. Un amor concreto, que se arrodilla, que se cansa, que se ciñe la toalla, que lava, que perdona y que sirve, incluso al traidor. El único amor capaz de redimir el mundo.


    Día grande, día sagrado, día en que Cristo nos da la Eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo. Día para adorar, para agradecer, para dejarnos lavar los pies y para pedirle al Señor que nos enseñe a lavárselos a nuestro prójimo, amando como Él nos ama.

miércoles, 16 de abril de 2025

SIERVO DE YAVÉ



    “El Señor Dios me abrió el oído; yo no me resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado” (Is. 50,5-7).


    En este miércoles santo, la Palabra de Dios nos invita a contemplar a Jesús como el Siervo de Yavé, una figura profética de Cristo que aparece en el libro del profeta Isaías. Es un Hombre misterioso y silencioso, que no se rebela, no se escabulle, no se endurece por dentro para defenderse del dolor; lo que endurece es el rostro, como pedernal, pero no para golpear, sino para resistir. Es el Siervo que se abandona, que escucha, que se deja hacer, todo ello aceptando libremente su Pasión. En ella sufre por nosotros, toma sobre sí nuestros pecados, carga con todo el dolor y el mal del mundo, y ama hasta el extremo.


    En estos días santos, al acercarnos a los misterios de la Pasión, reconocemos conmovidos el eco exacto de esta profecía en el cuerpo llagado del Señor: espalda herida por los azotes, rostro desfigurado por los golpes y el desprecio, barba arrancada, salivazos, burlas, escarnio. Él no se resiste, no retrocede. Y es esa docilidad la que salva al mundo. Nos interpela, porque no basta con compadecernos: se nos llama a participar. El dolor de Cristo, unido al nuestro. La cruz de Cristo, abrazada también en nuestras cruces. La ofrenda de Cristo, prolongada en la nuestra.


    Utilizamos el incienso en la liturgia como signo de nuestra adoración y ofrenda a Dios. Sabemos que no existe humo perfumado para este culto sin que el incienso sea arrojado a las brasas encendidas. Nosotros, en medio de las pruebas de la vida, hemos de ser como incienso que arde para perfumar. Nuestras lágrimas, nuestras fatigas, nuestras oscuridades, deben ser esos carbones encendidos que hacen subir a Dios el humo perfumado de la ofrenda de toda nuestra vida, en un acto de adoración verdadera, humilde y oculta. No hay verdadera oración que suba al cielo si no nace de un corazón unido al del Siervo sufriente.


    Jesús amado, Siervo paciente, que no escondiste el rostro ante el ultraje ni evitaste el dolor, enséñame a unirme a ti en el silencio de la obediencia, en la ofrenda escondida del que se deja consumir por amor. Que mi vida arda como incienso en tu presencia, en el altar de tu cruz, y suba a Dios como perfume de entrega, en adoración, en alabanza y abandono. Amén.

martes, 15 de abril de 2025

HUMILDAD DE CONOCERSE


    Pedro replicó: ‘Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Daré mi vida por ti’. Jesús le contestó: ‘¿Conque darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces’” (Jn. 13,37-38).


    Pedro no mentía. Su corazón quería seguir a Jesús hasta el final. Y, sin embargo, no sabía lo débil que era. Se creía capaz de todo por Él, y poco después lo negaría tres veces por miedo y con vergüenza. En su respuesta, Jesús no lo reprende con dureza. Le muestra, con claridad y ternura, la verdad que él todavía no conoce: la verdad de su fragilidad. También a nosotros, cuando nos sentimos fuertes, cuando decimos “yo nunca te negaré”, el Señor nos mira con amor, pero nos prepara para descubrir lo que somos en realidad: poca cosa.


    Necesitamos vivir con sano realismo. A veces estamos en la cima del fervor, y creemos que nos encantaría dar la vida por Cristo. Y al día siguiente, una simple prueba, una pequeña contradicción, una sequedad interior, hace que nos sintamos hundidos. No calibramos nuestras fuerzas. No sabemos lo poco que podemos cuando estamos solos. Creemos que ya hemos llegado, y apenas estamos comenzando el camino. Por eso la humildad es esencial. No se trata de despreciarse, sino de conocerse: saber que somos barro, que somos pequeños, que fácilmente tropezamos. Y que, si no caemos más a menudo, es porque el Señor nos sostiene. Todo es gracia. Todo es misericordia. Todo es don.


    Jesús, manso y humilde de corazón, enséñame a conocerme con verdad. A no creerme fuerte cuando en realidad soy débil. A no apoyarme nunca en mis fuerzas, sino en ti. Cuando me sienta en la cima, recuérdame que puedo caer. Cuando me vea en el fondo, recuérdame que Tú no dejas de mirarme con amor. Amén.

lunes, 14 de abril de 2025

UNA CORONA Y UN ANILLO


    Has recibido un campo que no es tuyo, porque no lo heredaste ni lo adquiriste por méritos propios. Te fue concedido por gracia para habitarlo y para trabajarlo. Puedes buscar en el lecho del riachuelo que lo atraviesa el oro que, dicen, se oculta en sus arenas. El propietario ha abierto sus brazos para acogerte, sin exigencias ni amenazas. Te ha dado herramientas, alimento, refugio y hasta tiempo. Solo te ha pedido que no te vayas, que no abandones la tarea, que no dejes de buscar.


    Y tú bajas al riachuelo cada día, ese riachuelo turbio que es el mundo. Te hundes en su barro, porque no hay otro modo de cribar su fondo. Te manchas, te cansas, te desanimas. Hay días enteros en los que nada brilla en tus manos. Días en los que solo recoges lodo y decepción. Días en los que te miras y solo ves suciedad. Pero aun así permaneces. Cribas sin descanso, cerniendo grava, tamizando barro. Y a veces, con la sorpresa de un niño, encuentras algo de arenilla dorada o quizás una pepita; es decir, una buena acción, un momento de fe, una alegría inesperada, una oración que arde con verdad. Esos hallazgos son el fruto de tu combate, pero al mismo tiempo son un regalo: tú los hallas, pero Él los había escondido allí para ti.


    Y un día, al ver tu pequeño tesoro, al notar el calor que ese oro va encendiendo en tu corazón, sabes lo que quieres hacer. No deseas guardarlo para ti, ni venderlo, ni fundar tu propio reino. Quieres fundir ese oro para Él. Forjar una corona, porque lo reconoces como Rey. Y un anillo, porque lo amas como Esposo. Descubres entonces que el tesoro no era el oro, sino Él. Y que todo lo que recogiste fue, en el fondo, un modo de encontrarlo y amarlo.


    La pasión de Jesús es el alto precio de ese campo. Fue comprado con sangre, no con dinero. Él es el Dueño herido que se entrega, el Rey coronado de espinas, el Esposo que firma la alianza nupcial con su propia vida. Cada gota de su Sangre es más valiosa que todo el oro del mundo. Y sin embargo Él te espera allí en el lodazal de tu vida, para mirarte con ternura mientras tú buscas lo eterno entre el barro. Te espera para que un día llegues con tus manos sucias, con tu oro escaso, y se lo ofrezcas como ofrenda de amor. Y Él lo aceptará como si fuera un tesoro inestimable, porque te quiere a ti más que a ninguna joya.


    Jesús mío, Rey y Esposo de mi alma, no merezco vivir en tu campo ni buscar en tu río. Pero Tú me has querido ahí, y me has amado con paciencia. Recibe el fruto de mi pobre lucha, de mi esfuerzo manchado y frágil. No es mucho, pero es todo lo que tengo. Fúndelo Tú con el fuego de tu Pasión, y haz con él una corona que te honre, y un anillo que me una a ti para siempre. Así sea.

domingo, 13 de abril de 2025

PUERI HEBRAEORUM


    “Jesús se montó. La multitud alfombró el camino con sus mantos; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada. Y la gente que iba delante y detrás gritaba: ‘¡Hosanna” al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!’ Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad se sobresaltó preguntando: ‘¿Quién es este?’ La multitud contestaba: ‘Es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea’” (Mt. 21,7-11).


    “Pueri Hebraeorum portantes ramos olivarum obviaverunt Domino” (los niños hebreos, llevando ramos de olivo, salieron al encuentro del Señor) Así comienzan las antiguas antífonas del siglo VIII, propias de la liturgia del Domingo de Ramos. Son cantos llenos de júbilo, frescos como la fe de los niños que salen al encuentro del Señor, tendiendo ramos, agitando palmas, extendiendo sus mantos al paso del Mesías.


    Sin embargo, esta procesión no es solo recuerdo del pasado. El Señor sigue queriendo entrar. Pero ahora la ciudad amurallada no es Jerusalén: somos nosotros. Nuestro corazón endurecido, nuestra alma cerrada, nuestras puertas atrancadas que Él quiere traspasar. Por eso también nosotros hemos de salir a su encuentro, abriendo de par en par nuestras puertas interiores, y recibiéndolo con la misma alegría. Que nuestras voces griten ‘Hosanna’, que nuestras manos agiten los ramos, que nuestro amor le tienda las vestiduras, como signo de que todo lo nuestro, lo que somos, lo que tenemos, está a su servicio.


    Y aunque nada es digno de Él, aunque nuestras ramas se marchiten y nuestros mantos sean pobres, Jesús los acoge con bondad. Porque el corazón que se entrega, aunque sea pequeño y débil, le agrada más que todas las alabanzas del mundo. Esta vida nuestra, hecha canto y entrega, hecha alabanza y ofrenda, es un testimonio vivo, y otros también lo verán. Y preguntarán, como entonces: ‘¿Quién es este?’. Y nosotros responderemos, con alegría y reverencia: ‘Es Jesús, el Hijo de David, el Salvador, el que viene en nombre del Señor’.


    Señor Jesús,

    Tú que entraste en Jerusalén montado en un borrico y acogido por los cantos y aclamaciones de los niños, entra también en mi alma, en esta ciudad cerrada y temerosa que soy yo mismo. Enséñame a abrirte las puertas con júbilo, a tender mi manto ante ti, a agitar los ramos de la esperanza y de la fe. 

    Recibe, aunque pobre, esta ofrenda de mi vida, que quiero poner a tus pies como alabanza. Que mi corazón te cante, que mi vida te glorifique, que mi entrega hable de ti, para que otros, al verme, también se pregunten: ‘¿Quién es este?’… y descubran que Tú eres el Señor, el Mesías, el Salvador del mundo. ¡Hosanna en las alturas, Hijo de David! ¡Bendito seas por siempre!