domingo, 9 de noviembre de 2025

UN CULTO ESPIRITUAL


    “Intervinieron los judíos y le preguntaron: ‘¿Qué signos nos muestras para obrar así?’ Jesús contestó: ‘Destruid este templo, y en tres días lo levantaré’. Los judíos replicaron: ‘Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?’ Pero Él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús” (Jn. 2,18-22).


    En la fiesta de la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán comprendemos por qué esta celebración, con oraciones y lecturas propias, puede anteponerse al domingo: no honramos solo una basílica venerable, la catedral de Roma cuyo obispo es el Vicario de Cristo, sino el misterio de la Iglesia edificada sobre el mismo Señor. Él es el verdadero templo, el lugar definitivo del encuentro entre Dios y los hombres. Ya había anunciado en diálogo con la samaritana (Jn. 4,21-24) que no sería ni en Jerusalén ni en el monte Garizín donde se daría culto al Padre, sino “en espíritu y en verdad”: en Él, en su humanidad santísima, aprendemos a adorar al Padre.


    Las iglesias de piedra nacieron como espacios de asamblea cuando cesaron las persecuciones; pero la inteligencia de la fe fue conduciéndonos más allá del mero “lugar de reunión”. El sagrario, surgido para reservar la Eucaristía y llevar la Comunión a los enfermos, empezó a ocupar el centro afectivo y real de nuestras iglesias: allí late el Corazón eucarístico de Cristo. Como vio el profeta Ezequiel, “vi que manaba agua por debajo del umbral del templo hacia el oriente… y donde llegaba aquel torrente, todo ser viviente que se movía recobraba la vida” (Ez. 47,1.9). Esa corriente que sale del templo es imagen de la gracia que brota del Corazón de Cristo y vivifica a la Iglesia, fecundando las almas con su Espíritu. Así, la iglesia de piedras sirve y expresa a la Iglesia de personas, que se reúne para escuchar la Palabra de Dios, ofrecer el santo sacrificio de la Misa y adorar.


    Cada bautizado, injertado en Cristo, es también templo espiritual, morada del Espíritu. Por eso, veneramos nuestras iglesias con profundo respeto, procuramos la belleza en la liturgia que en ellas celebramos, y al mismo tiempo cuidamos nuestro propio cuerpo y nuestra alma en la verdad, en la pureza y en la caridad. Celebrar la basílica de Letrán es confesar que toda catedral, parroquia, ermita o capilla es signo de Cristo presente en medio de su pueblo, y que nuestra vida entera ha de convertirse en culto agradable al Padre.


    Señor Jesús, templo santo del Padre, enséñanos a adorarte en espíritu y en verdad. Haz de nuestras comunidades y de nuestros corazones morada tuya, para que, viviendo de tu Eucaristía, seamos piedras vivas de tu Iglesia. Amén.

sábado, 8 de noviembre de 2025

ORANDO JUNTOS


    “No podéis servir a Dios y al dinero. Los fariseos, que eran amigos del dinero, estaban escuchando todo esto y se burlaban de Él. Y les dijo: ‘Vosotros os las dais de justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones, pues lo que es sublime entre los hombres es abominable ante Dios’” (Lc. 16,13-15).


    Ayer celebramos un nuevo encuentro del grupo de oración Reina de la Paz, un grupo que fundé hace ya trece años y que acompaño desde entonces. La fidelidad de este grupo me ha hecho comprender de manera muy concreta lo que enseña el Evangelio: que hay que servir a un solo Señor. Perseverar juntos en la oración, mes tras mes, mantiene viva la fe, refuerza los compromisos y ayuda a sostener la esperanza. En torno a la Eucaristía, a la formación espiritual, al Rosario meditado y a la adoración del Santísimo, el grupo se ha convertido en un espacio donde muchos han aprendido a elegir de nuevo a Dios como centro de sus vidas, y a discernir sus prioridades.


    También para mí ha sido una fuente de gracia. En estos años he vivido momentos de especial luz interior, intuiciones y consuelos que han nacido precisamente en la oración compartida. He comprobado que el Espíritu Santo se derrama de un modo particular cuando la Iglesia ora unida, pues Cristo cumple su promesa de estar presente allí donde dos o tres se reúnen en su nombre. La oración comunitaria nos convence de que no basta con una fe individual, sino que necesitamos sostenernos unos a otros para no cansarnos en el camino.


    En los últimos cinco años, nuestro grupo Reina de la Paz ha pasado a formar parte de los Grupos de Oración del Padre Pío, movimiento fundado por San Pío de Pietrelcina en respuesta al llamamiento del Papa Pío XII a formar, por todas partes, comunidades orantes. Bajo ese paraguas espiritual, hemos sentido más viva nuestra pertenencia a la Iglesia universal. Ayer, como en cada encuentro, Cristo se nos volvió a hacer presente en medio del grupo, y su presencia nos renovó, nos purificó y nos fortaleció en la fidelidad al único Señor.


    Señor Jesús, gracias por tu presencia en medio de los que oran unidos. Haz que todos los grupos de oración de la Iglesia perseveren en la fidelidad y en la sencillez de la oración compartida. Que nunca falte en ellos la luz del Espíritu y que, sirviéndote con corazón indiviso, sean en el mundo testigos vivos de tu amor y de tu presencia. Amén.

viernes, 7 de noviembre de 2025

TÚ AL MENOS


    “El Señor da a conocer su salvación, revela a las naciones su justicia. Se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel. Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad” (Sal. 97,2-4).


    El salmista canta, en el salmo responsorial de hoy, la manifestación de la salvación de Dios ante todos los pueblos. No se trata de un acontecimiento oculto ni reservado a unos pocos elegidos, sino de una revelación abierta, luminosa y universal. Dios muestra su justicia y su misericordia como quien abre un camino nuevo en medio de la historia humana. En Cristo, esta promesa alcanza su plenitud: Él es la Salvación hecha carne, la mano tendida del Padre a sus hijos, el Rostro de la fidelidad de Dios que se da a conocer hasta los confines de la tierra.


    Hoy, primer viernes de mes, recordamos las promesas del Corazón de Jesús reveladas a la monja salesa Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690). El Señor le mostró las profundidades de su Amor herido, deseoso de reparación y de atraer a todos hacia la fuente de su misericordia. A través de esta devoción, Jesús sigue dando a conocer su salvación al mundo: su justicia es el Amor que perdona, su victoria es la misericordia que vence al pecado.


    Entre las revelaciones recibidas por Santa Margarita María, destaca la llamada “gran promesa”: Jesús aseguró que concedería la gracia de la perseverancia final —es decir, morir en gracia de Dios— a quienes comulgaran durante nueve primeros viernes de mes seguidos, con la intención de reparar las ofensas cometidas contra su Corazón. Esta práctica de amor reparador no es un rito mágico, ni un “seguro de vida eterna” por el que se paga un precio, sino una escuela de fidelidad: nos invita a unirnos a Cristo en su deseo de salvar a todos los hombres, a comulgar con fe viva y a perseverar siempre en la amistad con Él.


    Jesús, manso y humilde de Corazón, en ti confiamos. Danos la gracia de reparar tus heridas con nuestro amor y de vivir unidos a ti, para que tu salvación se dé a conocer en toda la tierra. Amén.

jueves, 6 de noviembre de 2025

PERDIDOS EN CASA


    “¿Qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: ‘¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido’. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta” (Lc. 15,8-10).


    La parábola de la dracma perdida, junto a la de la oveja perdida que la precede, presenta el misterio del pecado y de la conversión con el esquema de la pérdida, la búsqueda y el encuentro. También la de la oveja habla de algo perdido y hallado; pero la dracma lo hace de modo más explícito, porque una moneda no puede marcharse ni regresar: solo puede ser encontrada. Así subraya Jesús que toda la iniciativa es de Dios: Él enciende la lámpara, Él barre la casa, Él busca con cuidado “hasta que la encuentra”, Él convoca a la alegría. La conversión es, ante todo, victoria de Dios.


    Este acento ilumina a los oyentes de Jesús: fariseos y publicanos “perdidos”, pero perdidos muy cerca; perdidos en la ley, en el sábado, en el templo. Estaban en la casa de Dios, y sin embargo necesitaban ser encontrados por Dios. También hoy puede sucedernos: uno puede extraviarse en prácticas santas, en costumbres buenas, en tareas eclesiales… y, sin embargo, no dejarse encontrar del todo. La originalidad de esta parábola es clara: Jesús no describe aquí un alejamiento y un regreso, sino el drama de algo perdido y la pasión de un Amor que busca hasta encontrar. Por eso el centro no es el movimiento del hombre, sino la fidelidad incansable de Dios que busca, encuentra y hace fiesta.


    Señor Jesús, Amor buscador de Dios, enciende tu lámpara sobre mi vida, barre mis rincones y no te canses hasta hallarme. Que me deje encontrar por ti, y que tu alegría sea mi paz. Amén.

miércoles, 5 de noviembre de 2025

SIERVA DE LA CRUZ


    “Muchísima gente acompañaba a Jesús; Él se volvió y les dijo: ‘Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí no puede ser discípulo mío’” (Lc. 14,25-27).


    Este texto del Evangelio que se lee en la misa de hoy coincide providencialmente con la fiesta de Santa Ángela de la Cruz (1846-1932). Nacida en Sevilla, procedía de una familia muy humilde y estaba profundamente enamorada de Jesucristo. Dios le concedió una luz especial para comprender el misterio de la Cruz. Su vida entera fue una respuesta silenciosa a esta palabra de Jesús: “Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí no puede ser discípulo mío”. Desde muy joven comprendió que seguir a Cristo, significaba abrazar la cruz de cada día con amor y sencillez.


    Fundó la Compañía de la Cruz, una congregación cuyo carisma consiste en la atención a los pobres y, especialmente, a los enfermos pobres en sus domicilios. Las hermanas de la Compañía entraban en las casas humildes para cuidarlos con ternura: les preparaban la comida, limpiaban la casa, los lavaban y los asistían con delicadeza. Pero no se trataba solo de aliviar sus cuerpos, sino también de ayudarles espiritualmente, procurando que recibieran los sacramentos si así los deseaban, y el consuelo de la fe. Todo lo hacían en pobreza y humildad, siendo verdaderamente “siervas de los pobres”, presencia luminosa de la misericordia de Cristo en medio del dolor.


    Señor Jesús, que enseñaste a Santa Ángela el camino de la Cruz y del amor humilde, concédenos seguirte con fidelidad y servirte en los pobres. Que aprendamos, como Ella, a abrazar nuestras cruces con amor y esperanza, sabiendo que en ellas nos esperas Tú. Así sea.

martes, 4 de noviembre de 2025

CULTIVANDO LAS VIRTUDES



    “Que vuestro amor no sea fingido; aborreciendo lo malo, apegaos a lo bueno. Amaos cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo; en la actividad, no seáis negligentes; en el espíritu, manteneos fervorosos, sirviendo constantemente al Señor. Que la esperanza os tenga alegres; manteneos firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración; compartid las necesidades de los santos; practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis. Alegraos con los que están alegres; llorad con los que lloran. Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. No os tengáis por sabios” (Rm. 12,9-16).


    Desde hace semanas, en la misa de cada día, venimos leyendo la Carta a los Romanos, y hoy entramos en su tramo final, la parte exhortativa o parenética. San Pablo, como un buen padre espiritual, condensa en unas líneas lo esencial de la vida cristiana. Es como un pequeño tratado de virtudes que el creyente ha de cultivar: actitudes interiores que sostienen el alma y la hacen vivir según el Espíritu. Comienza, como no podía ser de otro modo, por la caridad: “Que vuestro amor no sea fingido”. El amor es la primera virtud del cristiano, raíz de todas las demás. Ha de ser un amor sin doblez ni mentira, un amor verdadero, limpio, que nace del Corazón de Cristo. Amar al prójimo como a uno mismo, e incluso estimarlo más que a uno mismo, es el principio y la prueba de una vida verdaderamente evangélica.


    Después el apóstol exhorta al fervor y al celo: “En el espíritu, manteneos fervorosos, sirviendo constantemente al Señor”. No se puede vivir la fe con tibieza ni con desgana. El cristiano está llamado a vivir con intensidad, con tensión interior, con el corazón “levantado”, haciendo todo para el Señor. En esa tensión espiritual se sostienen la esperanza, que alegra el alma; la fortaleza, que la mantiene firme en la tribulación; y la oración, que ha de llenarlo todo como un óleo perfumado que unge la vida cristiana. La oración es el aliento del alma, su descanso y su fuerza.


    San Pablo concluye con una llamada a la bendición y a la humildad. “Bendecid a los que os persiguen.” El amor auténtico no se detiene ante el mal recibido, sino que responde con paciencia y con perdón. Bendecir siempre: a los cercanos y a los lejanos, a los que nos entienden y a los que nos hieren, para que todo en nosotros sea fuente de paz. Ser empáticos, identificarnos con los demás, “alegrarnos con los que están alegres y llorar con los que lloran”. Y todo esto desde la humildad, sin grandes pretensiones, sin creerse más que nadie, sin tenerse por sabios. Porque la verdadera sabiduría no nos empuja a dar lecciones, sino a dejarnos guiar por Dios.


    Señor Jesús, enséñanos a vivir en el amor sincero, en el fervor del espíritu y en la alegría de la esperanza. Haznos hombres y mujeres de oración, que sepan bendecir siempre y caminar humildemente contigo. Amén.

lunes, 3 de noviembre de 2025

BONDAD, IGNORANCIA Y DEBILIDAD


    “Así como vosotros, en otro tiempo, desobedecisteis a Dios, pero ahora habéis obtenido misericordia por la desobediencia de ellos, así también estos han desobedecido ahora con ocasión de la misericordia que se os ha otorgado a vosotros, para que también ellos alcancen ahora misericordia. Pues Dios nos encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos. ¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!” (Rm. 11,30-33).


    El Señor tiene misericordia de nosotros, ante todo, por la infinita Bondad de su Corazón. La misericordia no nace de nuestra dignidad, sino de su Amor. Dios no se cansa de amar, porque su Bondad es eterna, y esa Bondad se inclina sobre nuestra miseria. Todo en Él es ternura y perdón. Aun cuando el hombre se encierra en la desobediencia, Dios responde con la misericordia; cuando el pecado multiplica el extravío, su Bondad multiplica la búsqueda. Esa Bondad infinita es la fuente y el primer motivo de su compasión: el Amor que perdona porque no puede dejar de amar.


    El segundo motivo de la misericordia es nuestra ignorancia. Jesús mismo la invocó en la cruz cuando dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23,34). Ignorar el bien, no conocer el rostro del Amor, es lo que nos lleva a alejarnos de Dios. Si supiéramos qué grande es la Bondad de Dios, no podríamos apartarnos de Él ni por un instante. Pero el corazón humano vive muchas veces en tinieblas, sin reconocer la Luz que lo envuelve. Y Dios, viendo nuestra ceguera, no responde con ira, sino con ternura; no destruye, sino que espera, porque su misericordia es paciente y su Amor, incansable.


    El tercer motivo es nuestra debilidad. “Se acuerda de que somos polvo” (Sal. 103,14). Dios sabe que somos barro frágil, y se compadece de nuestra condición quebradiza. Nos mira con ternura cuando caemos, nos levanta cuando nos hundimos, y nos rehace con su gracia. Su misericordia no solo perdona, sino que reconstruye. En esa compasión divina hacia nuestra debilidad se revela el poder del Amor que transforma la ruina en templo del Espíritu Santo, la herida en fuente luminosa, la miseria en lugar de encuentro con Él.


    En el texto de san Pablo, que leemos en la misa de hoy, resuena este triple misterio: “Nos encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos.” En la raíz de esa desobediencia están nuestra ignorancia y nuestra fragilidad, pero en la raíz de la misericordia está su Bondad infinita. Por eso, cuanto más experimentamos nuestra debilidad y nuestro extravío, más se manifiesta la fuerza del Amor que nos busca. La desobediencia humana se convierte así en ocasión para que brille con más intensidad la misericordia divina, y todo termina en alabanza: “¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!”


    Señor Jesús, que tu Bondad nos sostenga, que tu Luz disipe nuestra ignorancia y que tu fuerza venza nuestra debilidad. Ten piedad de nosotros y haz que vivamos siempre bajo la misericordia de tu Amor. Amén.



domingo, 2 de noviembre de 2025

UMBRAL DE LA CASA DE DIOS


    “No se turbe vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque voy a prepararos un lugar. Cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros” (Jn. 14,1-3).


    Hoy, día en que conmemoramos a Todos los fieles difuntos, he celebrado la Misa aquí, en el campo, por mis seres queridos: por mis padres, por mis abuelos. Este lugar está lleno de su recuerdo. Mi abuelo vivió en él mucho tiempo, y aquí pasó días muy felices al igual que mis padres; mi abuela murió en esta misma casa. He querido ofrecer la Eucaristía por ellos, con gratitud y esperanza, confiando en la misericordia de Dios y en la fuerza de la comunión de los santos que no se rompe con la muerte.


    Celebrar la Santa Misa por quienes amamos y han partido es unir la tierra con el cielo. Es confesar, con el lenguaje de un amor que no muere, que seguimos unidos en Cristo. Al ofrecer el Pan y el Vino se abre un resquicio de eternidad: el altar se convierte en el umbral de la casa del Padre. Y mientras oramos por ellos, ellos oran por nosotros. En el sacrificio de Cristo, los vivos y los difuntos tomamos conciencia de que en Él formamos un solo Cuerpo. Allí donde se celebra la misa, la distancia se acorta, y el corazón se llena de paz.


    El Evangelio de hoy nos invita a no turbarnos. Jesús ha ido delante de nosotros para prepararnos un lugar. En esa casa del Padre, tan real como el cielo que nos cubre, hay sitio para todos los que Él ha redimido. Nuestros seres queridos no se han perdido; nuestras oraciones no han sido en vano: viven ya en Él, y nos esperan. También nosotros caminamos hacia esa misma meta, sostenidos por la fe y el consuelo de su Palabra. 


    Señor Jesús, Tú que has vencido la muerte: acoge en tu casa a quienes amamos y han partido. Haznos vivir con la certeza de que la muerte no es el final, sino el paso que nos lleva a ti. Que tu promesa sea nuestra esperanza, hasta que nos reúnas contigo para siempre. Amén.

sábado, 1 de noviembre de 2025

RESPIRANDO EL CIELO


    “Uno de los ancianos me dijo: ‘Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?’. Yo le respondí: ‘Señor mío, tú lo sabrás’. Él me respondió: ‘Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero’” (Ap. 7,13-14).


    Los santos no son superhéroes, ni figuras legendarias, ni almas ajenas a nuestro mundo. Son hombres y mujeres (¡y niños!) como nosotros, que atravesaron la gran tribulación de la vida con fe y perseverancia. La blancura de sus vestidos no fue adquirida a costa de esfuerzos titánicos, sino que fue don del Amor de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha, cuya Sangre los lavó. Y cada herida recibida, cada lágrima vertida, cada gota de sudor derramada, cada prueba sufrida por Él, acrecentaron su luminosidad, pues los unió más estrechamente al misterio de la cruz y a la misericordia infinita del Redentor.


    La gran tribulación no está referida solo al final de los tiempos; también está presente en la fidelidad cotidiana, en las noches oscuras del alma, en la incomprensión o el dolor silencioso. Quien permanece fiel en medio de esas oscuridades participa ya del resplandor de los santos. La sangre del Cordero sigue blanqueando nuestras vestiduras cuando nos acogemos a su perdón y dejamos que su gracia renueve nuestro corazón.


    Hoy, casi recién llegado a casa después de una larga ausencia, he venido a la provincia de Huelva con mi familia para celebrar este luminoso día de Todos los Santos. Respirando el aire limpio del campo, contemplando la lenta caída de la tarde, pienso que también nosotros caminamos hacia esa misma blancura, entre cansancios y pequeñas tribulaciones. No, los santos no están lejos: nos acompañan, nos preceden, nos esperan. Ellos han llegado antes al hogar de familia que es el cielo y, desde allí, nos animan a no rendirnos, a confiar siempre en la gracia que nos impulsa hacia delante y puede blanquear hasta nuestra vestidura más manchada.


    Señor Jesús, Cordero inmolado, que tus santos nos recuerden que el cielo no está lejos, sino dentro del corazón que se deja purificar por tu Amor. Danos perseverancia en el camino, esperanza en la prueba y alegría en la fidelidad de cada día. Así sea.

viernes, 31 de octubre de 2025

¡EN CASA!



    “Digo la verdad en Cristo, no miento; mi conciencia me atestigua en el Espíritu Santo que tengo una gran tristeza y un dolor continuo en mi corazón, pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne; los israelitas, de quienes es la adopción, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto y las promesas; de quienes son los patriarcas y de los cuales procede Cristo según la carne, Él que está por encima de todo, Dios bendito por los siglos. Amén” (Rm. 9,1-5).


    Ayer regresé a mi casa después de una larga estancia fuera. Es una sensación extraña y agradable reencontrarse con el propio hogar. Todo me resulta familiar y dulce: los muebles, los libros, los cuadros y objetos que llenan el salón y que siempre han acompañado mi vida. En las paredes cuelgan los retratos de mis abuelos y de mis padres, pintados por mi abuelo materno —entre ellos su autorretrato, realizado cuando tenía quince años—, y también paisajes, algunos de los cuales evocan lugares de mi infancia. Imágenes del Corazón de Jesús y de la Santísima Virgen me observan también desde distintos ángulos. Todas son presencias silenciosas que me miran desde el tiempo y me hablan sin palabras. En este espacio tan familiar vuelve a latir mi historia y, por tanto, palpita de una forma particular mi fe. Por eso la soledad no la veo como algo amenazador, porque está poblada de afectos. El silencio es un silencio lleno, habitado, como si las cosas alentaran conmigo y recordaran conmigo.


    La Palabra de Dios que se proclama hoy en la misa expresa algo semejante. Pablo, escribiendo a los Romanos, vuelve también él a su hogar interior: a su pueblo, a sus raíces, a la fe que recibió y que lo sostuvo desde siempre. Habla con una emoción profunda, con esa mezcla de gratitud y de dolor que sentimos cuando miramos hacia atrás y descubrimos cuánto debemos a quienes nos precedieron. Su fe, como la nuestra, tiene carne, memoria, nombres, rostros concretos... En esa memoria está Cristo, cumplimiento de todas las promesas y de todas las profecías, la Presencia por excelencia que da sentido a la historia humana.


    También nosotros, al volver a casa, redescubrimos que nuestra vida no empieza en nosotros mismos. Venimos de una herencia; tenemos una historia. Venimos de la fe que nos transmitieron aquellos que nos amaron, cuyas palabras resuenan aún en nuestros oídos y cuyos sacrificios siguen siendo vida para nosotros. Venimos de su esperanza. Por eso, cada objeto y cada rincón puede volverse una parábola del amor y de la fidelidad de Dios a lo largo del tiempo.


    Y en medio del silencio sentimos que el Señor está presente en esa continuidad invisible que une el pasado con el presente y, de alguna manera, también la tierra con los que ya están en el cielo. Un cielo que es como el hogar al que yo he vuelto hoy.


    Señor Jesús, al volver a casa sentimos tu paz. Gracias por los que nos precedieron y nos transmitieron la fe. Que sepamos custodiar lo recibido, vivirlo con gratitud y hacerlo fecundo en el amor, para que Tú sigas habitando en nosotros y en nuestros hogares. Amén.

jueves, 30 de octubre de 2025

ALGUIEN NOS ACOMPAÑA


    “¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; como está escrito: ‘Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza’. Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm. 8,35-39).


    Estas palabras de san Pablo, que hoy hemos escuchado como segunda lectura de la Misa, me acompañan mientras emprendo el regreso a casa. Han sido quince días intensos y llenos de gracia: acompañando una peregrinación, predicando una tanda de ejercicios espirituales y visitando a las hermanas Clarisas de Cantalapiedra. Ahora, al volver, me siento cansado, pero profundamente agradecido. Y en medio de este cansancio físico y psicológico, la Palabra proclamada en la liturgia resuena como una luz interior: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” Nada, absolutamente nada. Ni los kilómetros del camino que me aleja de un Santuario dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, ni el peso de la fatiga, ni las despedidas emocionadas de las hermanas e hijas. Él permanece.


    Ayer, antes de partir, me detuve en la capilla del monasterio, frente al Santísimo expuesto. Allí comprendí que el Señor no se queda tras de mí, en los lugares donde he estado, sino que viene conmigo. Cristo quiere tener en nosotros, particularmente en los sacerdotes, una humanidad desde la cual seguir viviendo y actuando en el mundo. En nosotros combate contra el mal, se esfuerza, se cansa, ora, perdona, ama. En nosotros también sufre y muere, pero en nosotros triunfa. Su pasión no es sólo un recuerdo del ayer, sino que continúa en sus miembros. Él sigue padeciendo en nuestras debilidades, pero también resucita en nuestra fidelidad. Así su victoria se renueva cada día en el corazón de los que creen.


    Por eso, cuando escucho hoy a san Pablo decir: “En todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado”, lo entiendo como una palabra dirigida a mí, a este momento concreto de mi vida. Vuelvo a casa, sí, pero no vuelvo solo. Cristo camina dentro de mí; su amor me sostiene, me guía, me une a tantos a los que he encontrado en el camino. Nada podrá separarme de Él, porque su amor no está fuera, sino dentro, latiendo en el fondo mismo del alma.


    Señor Jesús, gracias porque caminas con nosotros. Gracias porque haces tuyos nuestros cansancios, nuestras luchas y nuestras esperanzas. Permítenos ser para ti una humanidad desde la que seguir amando, perdonando y salvando. Que en nosotros ores, sufras, trabajes y descanses; que en nuestras fatigas continúes tu combate, y en nuestras victorias, tu triunfo. Danos vivir en ti, unidos a ti, sostenidos por ti, hasta que nada ni nadie pueda apartarnos de tu amor, que es más fuerte que la muerte y más dulce que toda alegría. Amén.

miércoles, 29 de octubre de 2025

ALGUIEN NOS ESPERA


    “Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio. Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó” (Rm. 8,28-30).


    Llegué ayer al monasterio del Sagrado Corazón de Jesús de las hermanas Clarisas, en Cantalapiedra, Salamanca. Aquí voy a permanecer unos días. Una de las primeras cosas que hice al llegar fue entrar en la capilla y postrarme ante el Santísimo Sacramento, expuesto sobre el altar en la custodia. En ese silencio luminoso, sabiéndome esperado, bajo la mirada de Jesús realmente presente, resonaban en mí las palabras de san Pablo a los Romanos que se leen en la misa de hoy: “A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó”. Todo lo que el Apóstol proclama se cumple misteriosamente aquí, donde Cristo nos llama, nos justifica y nos glorifica con su sola presencia.


    El Santísimo permanece expuesto desde la mañana hasta las vísperas, y las hermanas —una comunidad de casi sesenta Clarisas— se turnan para hacerle compañía. Aquí el alma reconoce la fuerza invisible del Amor que la modela desde dentro. Cristo, presente y vivo, no solo espera nuestra adoración: desea que nos configuremos con Él, que dejemos que su imagen se grabe en nuestra carne y en nuestro espíritu. No basta con mirarlo: hay que dejarse mirar por Él, hasta que su mirada penetre en lo más profundo y nos rehaga a su imagen y semejanza.


    Esta iglesia conventual fue consagrada hace pocos meses por el Señor Obispo como Santuario Diocesano del Sagrado Corazón de Jesús. Y está bien elegido, pues aquí se cumple el designio eterno del Padre: que su Hijo sea el primero de una multitud de hermanos que reflejen su santidad. Cada adorador, cada monja Clarisa en la penumbra del coro, cada alma que se abandona a su Corazón eucarístico, es un destello de esa gloria que comienza ya en la tierra y se consumará en el cielo.


    Señor Jesús, que me has llamado a este lugar de silencio y adoración, haz que mi alma se transforme en tu imagen. Que cada latido de mi corazón sea eco del tuyo, y que toda mi vida glorifique tu Nombre, ahora y por siempre. Amén.