domingo, 31 de agosto de 2025

LOS HUMILDES EN EL BANQUETE


    “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos” (Lc. 14, 12-14).


    El Evangelio de este domingo nos abre los ojos a una lógica diferente de la del mundo: no se trata de dar para recibir, ni de buscar honores o reconocimientos, sino de vivir en gratuidad, confiando en que el único que puede recompensar en plenitud es Dios. La invitación a los pobres, lisiados, cojos y ciegos no es solo una obra de misericordia, sino un anticipo del banquete eterno en el que el Padre nos acogerá sin que tengamos nada con qué pagar.


    El modelo perfecto de este espíritu de gratuidad es nuestra Madre la Virgen María. En la Anunciación no buscó protagonismo ni mérito: se presentó ante Dios como esclava, ignorante, pequeña y disponible para cumplir su voluntad. Por esa humildad fue engrandecida y hecha Madre del Salvador. Porque personifica de una manera espléndida la verdad de la palabra de Jesús: “El que se humilla será enaltecido”. Así, la Virgen nos enseña que el secreto de la grandeza no está en ocupar los primeros lugares, sino en confiar en la iniciativa de Dios, que sabe sorprender y colmar con dones que superan cualquier medida humana.


    Señor Jesús, haz que viva la humildad y la gratuidad como tu Madre, la Virgen María, y que en toda obra de amor confíe solo en tu recompensa eterna. Amén. 

sábado, 30 de agosto de 2025

UN AMOR QUE CRECE SIEMPRE


    “Acerca del amor fraterno, no hace falta que os escriba, porque Dios mismo os ha enseñado a amaros los unos a los otros; y así lo hacéis con todos los hermanos de Macedonia. Sin embargo os exhortamos, hermanos, a seguir progresando: esforzaos por vivir con tranquilidad, ocupándoos de vuestros asuntos y trabajando con vuestras propias manos, como os lo tenemos mandado” (1 Tes. 4, 9-11).


    El apóstol Pablo reconoce en los tesalonicenses un don recibido: el amor fraterno. No es un amor nacido de la carne ni de los afectos puramente humanos, sino una enseñanza interior de Dios mismo, escrita en sus corazones. Ellos han aprendido de Dios a amarse, y ese aprendizaje se hace visible en el trato concreto con sus hermanos, en la acogida sincera, en la ayuda mutua, en el perdón y en la generosidad. Pero el apóstol no se conforma con lo alcanzado; los exhorta a progresar siempre más, porque el amor no tiene medida y no admite estancamiento. El verdadero amor nunca se da por concluido, sino que crece, se renueva, se purifica cada día. Amar mejor es ya amar más; y esforzarse, al menos, por amar mejor, es ya comenzar a crecer en el amor.


    San Pablo añade también una indicación práctica que sorprende: vivir con tranquilidad, ocuparse de los propios asuntos, trabajar con las propias manos. No está contraponiendo esto al amor fraterno, sino mostrando cómo se sostiene y se hace fecundo. El amor fraterno no es un sentimentalismo, ni un buenismo, ni una agitación desordenada. El amor verdadero se alimenta de una vida sencilla y fiel, en la que cada uno asume su responsabilidad y cumple con sus deberes. En esa vida ordenada, serena, laboriosa, el amor se mantiene puro y creíble, porque se arraiga en gestos concretos, en la disponibilidad para servir, en la paciencia que sabe esperar, en la constancia que no busca brillar sino construir. El amor de Dios en nosotros se hace visible no solo en palabras, sino en la forma de vivir cada día.


    Jesús, enséñame a crecer en el amor fraterno. Haz que no me conforme nunca con lo ya alcanzado, sino que me esfuerce siempre en amar mejor, porque así aprenderé a amar más. Que mi vida sencilla y mi trabajo cotidiano sean terreno donde se enraíce y crezca el amor que Tú mismo has sembrado en mi corazón. Amén.

viernes, 29 de agosto de 2025

LA GRANDEZA SEGÚN DIOS


    “Entró ella enseguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió: ‘Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista’. El rey se puso muy triste; pero por el juramento y los convidados no quiso desairarla. Enseguida le mandó a uno de su guardia que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre” (Mc. 6, 25-28).


    Hoy la Iglesia celebra la fiesta del martirio de san Juan Bautista. La liturgia honra de este modo, con dos celebraciones distintas, al único santo cuyo nacimiento y muerte se conmemoran de manera especial: el 24 de junio, su nacimiento, y el 29 de agosto, su martirio. Él es el “más grande de los nacidos de mujer”, según la palabra de Jesús; no por haber alcanzado una gloria humana, sino por haber sido el testigo fiel que preparó los caminos del Señor. Fue la voz recia que gritó en el desierto: no caña que se dobla por el viento, sino árbol fuerte que no se inclina ante las presiones del mundo. Desde niño o adolescente vivió en el desierto, buscando en su silencio y austeridad la claridad necesaria para escuchar la llamada de Dios. De allí salió hacia el Jordán para verse rodeado de multitudes que buscaban conversión y penitencia en el bautismo al que él invitaba.


    En este día resplandece la grandeza de un hombre que vivió para señalar a Otro, que no retuvo discípulos para sí, sino que los envió a Jesús diciendo: “He ahí el Cordero de Dios”. Su humildad fue su gloria; así manifestó su deseo: “Él tiene que crecer y yo tengo que menguar”. Su valentía fue su corona: no se calló ante los escándalos de Herodes, aun sabiendo que su vida peligraría. Y en esa fidelidad hasta el martirio se convirtió en el testigo supremo de la Verdad. Celebrar hoy su muerte es celebrar la victoria de la luz sobre las tinieblas, la fuerza de Dios que se manifiesta en la debilidad humana, la alegría de saber que vale la pena dar la vida por Cristo. 


    Termino haciendo constar con gratitud que, en esta misma fiesta, hace setenta años, recibí el santo bautismo: aquel día me convertí en discípulo de Cristo, y mi vida quedó marcada para siempre con el sello de su gracia.


    Señor Jesús, Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo: un día san Juan Bautista te señaló entre los hombres y te entregó su vida para ser testigo de la Verdad. Hazme fuerte en la fe, humilde en el servicio y valiente en la entrega, para que mi vida, como la suya, hable siempre de ti. Amén.

jueves, 28 de agosto de 2025

EL CORAZÓN ENCENDIDO


    “Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Y Tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y por de fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de Ti aquellas cosas que, si no existiesen en Ti, nada existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de Ti, y ahora siento hambre y sed; me tocaste, y abraséme en tu paz” (Confesiones X, 27).


    Hoy es la fiesta de san Agustín de Hipona (354-430). Ayer celebrábamos a la madre, santa Mónica; hoy celebramos al hijo. En este texto bellísimo y muy conocido de las Confesiones, Agustín lanza un verdadero grito de amor y de conversión. Reconoce con una sinceridad desarmante que la felicidad la buscaba en las criaturas, es decir, fuera de sí, y que estaba ciego para reconocer la presencia de Dios en su propia intimidad. Estaba muy atraído por las bellezas del mundo, pero estas bellezas le distraían y lo apartaban de la fuente de toda la belleza, que es Dios.


    En esta confesión, si se han dado cuenta, Agustín habla de los sentidos interiores: el oído que se abre a la voz de Dios, la vista que se ilumina con su luz, el olfato que percibe el perfume del Espíritu, el gusto que saborea la dulzura divina, el tacto que se enciende al ser tocado por Él. Es como un despertar del alma entera, un renacer de lo profundo, donde el ser humano descubre que no solo tiene sentidos corporales, sino también sentidos espirituales capaces de captar y gustar a Dios. La vida cristiana, en el fondo, consiste en dejar que estos sentidos interiores se agudicen, se limpien y se llenen de Él.


    Cuando el Señor se hizo presente en su vida con fuerza, todo cambió. Se despertaron sus sentidos interiores y su corazón se encendió en el más puro deseo; finalmente encontró en Dios la paz que tanto había buscado.


    Jesús, Tú que encendiste el corazón de san Agustín, enciende también el mío. No permitas que me distraigan las bellezas caducas del mundo, sino que en Ti encuentre la verdadera hermosura, la vida y la paz. Amén.

miércoles, 27 de agosto de 2025

UN HIJO PARA DIOS


    “Mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres. Ella dijo: ‘Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?’” (San Agustín, Confesiones, IX). 


    La escena de la conversación en el balcón de la casa donde se alojaban en el puerto de Ostia, entre san Agustín y su madre santa Mónica, cuya fiesta hoy celebramos, es de una hondura espiritual única. Una madre que, al final de su camino, no pide para sí misma larga vida ni gloria alguna, sino que expresa la alegría de ver a su hijo íntimamente unido a Dios. En el corazón de una madre cristiana la mayor satisfacción es haber dado la vida a su hijo y, sobre todo, haber consagrado toda su existencia para que alcance la vida eterna. Mónica supo esperar, con paciencia y oración, durante muchos años; vio a Agustín extraviarse en los halagos del mundo, en la soberbia del saber y en los placeres de la carne. Pero nunca dejó de suplicar a Dios por él. Y cuando por fin lo contempló convertido, pudo morir en paz.


    Hoy, en cambio, no pocas familias, incluso cristianas, fijan metas muy distintas para sus hijos. Aspiran a que tengan títulos académicos, buena posición social, sueldos elevados, prestigio, riquezas o fama. Y aunque nada de eso es malo en sí mismo, cuando se convierte en lo principal, acaba siendo un horizonte estrecho y engañoso. Santa Mónica nos recuerda que la verdadera meta no está en el éxito pasajero, sino en los valores de la fe, en la vida de la gracia, en el horizonte de vida eterna que da sentido a todo lo demás. No hay herencia más grande para unos hijos que la fe sólidamente transmitida y el ejemplo luminoso de una vida entregada a Dios.


    Señor Jesús, Tú que escuchaste las súplicas de santa Mónica y concediste la conversión de su hijo Agustín, concede a todas las madres cristianas esa misma fe perseverante y ardiente. Haz que nunca desfallezcan en la oración por sus hijos y que puedan gozar un día de verlos contigo en la eternidad. Amén.

martes, 26 de agosto de 2025

EL SOL DECLINA


    Normalmente aquí comparto la Palabra de Dios, textos de los santos y anécdotas significativas. Hoy, después de un domingo vivido de manera especial, cambio un poco mi estilo habitual y dejo unas líneas personales: unos haikus (breves estrofas japonesas que en pocas palabras recogen una impresión de la naturaleza y de la vida) que escribí ayer, al día siguiente de mi cumpleaños, seguidos por un breve texto en que descubro algunas de sus claves. No buscan ser literatura, sino una forma sencilla de dar gracias a Dios por la vida y por sus recuerdos. Espero que os guste.



DECLINA EL SOL (haikus)


Declina el sol,

se despide el verano

con polvo de oro.


El canto oculto

de un pájaro lejano

marca el silencio.


Ancho acebuche,

salvaje y acogedor,

la casa guarda.


Tristeza suave…

pero la tarde arde

gozo secreto.



    He cumplido setenta años en el campo, en la finca que fue de mis abuelos, después de mis padres y que ahora pertenece a mi hermana. Es una gran casa rústica en mitad de un campo que en tiempos fue dehesa, custodiada por un más que centenario acebuche, que se levanta junto a la entrada. Nací un 24 de agosto y me llevaron allí con apenas una semana de vida. Bajo ese acebuche pasé los veranos de mi infancia y primera adolescencia. En la casa conservo la memoria de mis abuelos, de su vida sencilla, de su presencia todavía cercana. Mi abuela paterna murió allí, en la misma habitación donde más tarde yo dormía.


    Volver ahora, en este final de agosto, ha sido como bucear en el ayer. El sol caía con luz dorada y la naturaleza brillaba con el último resplandor del verano. Fueron solo veinticuatro horas, pero bastaron para que me empapara de esa belleza callada y melancólica que lo inunda todo cuando el verano se va apagando.


    Declina el sol” en mi vida, porque esta entra en su tramo final. El verano que se despide son mis años pasados, con sus luces y sombras, pero fecundos, que dejan huella como “polvo de oro”. El canto lejano de un pájaro, que “marca el silencio”, es una llamada misteriosa que me recuerda cómo el ruidoso río de la vida discurre hacia un lago de silencio.  El acebuche, “salvaje y acogedor”, guardián de la casa, es símbolo de permanencia frente al tiempo y a la fragilidad humana.


    A los setenta años sé que encaro el último tramo de mi vida. La edad ya pesa como una certeza inevitable. Y, sin embargo, en medio de la “tristeza suave” por lo que se acaba, brota un “gozo secreto”: mi gratitud a Dios por lo vivido, la alegría escondida de saber que la vida ha tenido belleza y sentido. Ese “gozo secreto” del último verso es casi un autorretrato de mi alma en esta etapa: una llama que aún arde en el atardecer de la vida, entre el recuerdo y la esperanza.

lunes, 25 de agosto de 2025

¿CONOCÉIS GOBERNANTES ASÍ?


    “Hijo amadísimo, antes que nada te enseño a que ames al Señor tu Dios con todo tu corazón y con todo tu ser, porque sin eso nadie puede salvarse.

    Guárdate de hacer nada que desagrade a Dios; y si por alguna desgracia cometieras algún pecado, haz penitencia de ello toda tu vida y confiesa con sinceridad al confesor.

    Ten el corazón compasivo con los pobres, con los miserables y con los afligidos, y socórrelos según tus posibilidades. Da gracias a Dios por todos los beneficios que de Él recibes, de modo que seas digno de recibir mayores.

    Sé justo con tus súbditos, inclinándote siempre hacia el pobre más que hacia el rico, hasta que tengas plena certeza de la verdad.

Ama a toda la Iglesia y sométete siempre con devoción y obediencia al Sumo Pontífice, nuestro santo padre el Papa, y a la Iglesia Romana, como a tu madre espiritual.

    Cuida de que los buenos usos y costumbres que hay en tu reino se mantengan y conserven, y los malos destrúyelos con la ayuda de Dios.

Ten firme propósito de no hacer la guerra contra ningún cristiano si no es por gran necesidad; y si la haces, cuida de que no cause daño a la Iglesia ni a los pobres.

    Confía en la fuerza de la oración de la Iglesia y en la gracia que brota de su culto y de sus sacramentos.

    Hijo amadísimo, te doy todas las bendiciones que un padre puede dar a su hijo; y ruego a toda la Santísima Trinidad y a todos los santos, que te guarden y defiendan de todo mal, que Dios te dé la gracia de hacer siempre su santa voluntad, de manera que Él sea honrado en ti, y que tú y Yo, después de esta vida, podamos reunirnos para verle, amarle y alabarle sin fin” 

(Carta-testamento espiritual de San Luis, rey de Francia, a su hijo Felipe).


    Hoy celebramos la fiesta de San Luis, rey de Francia, que dejó a su hijo y sucesor, Felipe, un testamento espiritual de extraordinaria hondura. No fue un rey cualquiera: supo gobernar con justicia, buscar la paz y custodiar la fe en medio de un mundo lleno de turbulencias. Sus palabras no son principalmente consejos políticos, sino un verdadero evangelio vivido desde su responsabilidad de padre y de rey.


    El corazón de su mensaje es claro: “Antes que nada te enseño a que ames al Señor tu Dios con todo tu corazón y con todo tu ser, porque sin eso nadie puede salvarse”. Todo lo demás brota de ahí. No es el poder, ni la gloria, ni las victorias militares lo que salva, sino el amor a Dios vivido en humildad, penitencia y servicio. Es un recordatorio de que la santidad no se mide por el prestigio ni por los logros externos, sino por la fidelidad al mandamiento principal: amar a Dios sobre todas las cosas.


    Resuenan también en estas palabras ecos de las Bienaventuranzas: compasión hacia los pobres, justicia inclinada siempre hacia el débil, agradecimiento constante a Dios, obediencia y amor a la Iglesia. San Luis enseña a su hijo -y a nosotros- que gobernar es un servicio, y que la verdadera autoridad se mide por la capacidad de socorrer, de proteger y de mantener el bien común enraizado en la voluntad de Dios.


    La última parte de su testamento es casi una oración: pide que su hijo, y con él todos los cristianos, vivan de tal manera que un día puedan reencontrarse en el Cielo para ver y alabar a Dios sin fin. Así, la herencia más grande que transmite no son tierras ni riquezas, sino la fe, la esperanza de la gloria eterna, y la certeza de que todo el esfuerzo de esta vida encuentra su premio en la eternidad.


    Señor Jesús, Tú que hiciste de San Luis un rey santo, concédenos vivir como él, con un corazón sencillo que te ame por encima de todo, con compasión hacia los pobres y obediencia filial a la Iglesia. Haz que también nosotros podamos honrarte en nuestra vida, para reunirnos un día contigo y alabarte por los siglos de los siglos. Amén.

domingo, 24 de agosto de 2025

UNA ENTRADA CASI INVISIBLE

    “Jesús pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén. Uno le preguntó: ‘Señor, ¿son pocos los que se salvan?’ Él les dijo: ‘Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán’” (Lc. 13, 22-24).


    Jesús no responde directamente a la pregunta sobre cuántos se salvan, porque la curiosidad no es camino que conduzca al Reino. En lugar de eso, invita a entrar por la puerta estrecha. Habitualmente se entiende esta imagen como un símbolo de dificultad y de esfuerzo. Pero, a mi juicio,  lo más determinante de la enseñanza no es que la estrechez de la puerta requiera un esfuerzo extraordinario para atravesarla, sino que, precisamente por ser pequeña, puede pasar desapercibida. Los hombres solemos apreciar las grandes puertas de entrada a los palacios, las entradas principales que conducen a lugares que nos parecen importantes, mientras que no advertimos las puertas más pequeñas, de humilde apariencia, escondidas, que aparentemente no ofrecen ningún interés.


    La Basílica de la Natividad, en Belén, conserva una imagen muy elocuente de este Evangelio. Para entrar en el lugar donde nació Jesús hay que pasar por una puerta de escaso metro y medio, tan baja que solo un niño podría cruzarla de pie. Los demás tenemos que inclinarnos. Es como si el mismo Señor nos dijera: para entrar al gran misterio de Dios que se hace niño es preciso abajarse, hacerse pequeño, inclinarse con humildad.


    La puerta estrecha es, por tanto, la sencillez del Evangelio. Es el camino de la pobreza espiritual, de la infancia evangélica, del abandono confiado en Dios. Entrar por esa puerta significa reconocer que no se llega por la fuerza del mérito, sino por la confianza del hijo que se abandona al amor de su Padre.


    Señor Jesús, puerta estrecha que conduce al Reino, enséñame a ser humilde y pequeño, a no buscar grandezas ni honores, sino a descubrir la sencillez de tu Evangelio. Hazme pobre de espíritu y confiado en tus manos, para vivir siempre en el abandono sereno de quien se sabe amado por ti. Señor, Tú ocúpate de todo. Yo me entrego a ti, estoy seguro de ti, me abandono en ti. Amén.

sábado, 23 de agosto de 2025

UNA LÓGICA DISTINTA


    “Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar ‘rabbí’, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mt. 23, 8-12).


    Este pasaje del Evangelio de hoy nos invita a volver a una verdad esencial: solo Dios es Padre, solo Cristo Jesús es Maestro. Las dignidades humanas, los títulos y honores que nos damos unos a otros son pasajeros y, si no se purifican adecuadamente en el amor, pueden convertirse en obstáculos para la fraternidad. Jesús nos recuerda que, más allá de cualquier función que desempeñemos, somos hermanos. La fraternidad es la raíz de la comunidad cristiana, porque nace de la fe en que tenemos un mismo Padre, se fortalece en la única enseñanza del Hijo, y se realiza en la comunión del Espíritu Santo. 


    El camino que propone el Señor es paradójico: el grande es el que sirve, el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido. No se trata de una simple inversión de valores, sino de vivir según la lógica del Reino, donde el amor se expresa en servicio y el poder se entiende desde la entrega generosa. La verdadera grandeza no se mide por la autoridad que se ejerce, sino por la capacidad de hacerse pequeño, de arrodillarse ante los hermanos para lavar sus pies.


    Jesús, Maestro y Señor, enséñanos a vivir en la humildad del servicio, a reconocer en Ti al único que nos guía y a honrar a todos nuestros hermanos como hijos de un mismo Padre. Amén.

viernes, 22 de agosto de 2025

TU DIOS SERÁ MI DIOS


    “‘Ya ves –dijo Noemí– que tu cuñada vuelve a su pueblo y a sus dioses. Ve tú también con ella’. Pero Rut respondió a Noemí: ‘No insistas en que vuelva y te abandone. Iré adonde tú vayas, viviré donde tú vivas; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios’. Así fue como Noemí volvió de la región de Moab junto con Rut, su nuera moabita” (Rut 1, 15-16.22).


    Hoy celebramos la fiesta de María Reina, exactamente siete días después de la Asunción. La liturgia prolonga el misterio de la glorificación de María celebrando una octava, que culmina hoy con la proclamación de su realeza en el cielo. La Asunción es el cuarto misterio glorioso del Rosario, y la coronación de María como Reina del cielo y de la tierra es el quinto. En esta clave de plenitud, la Iglesia contempla a la Virgen junto a su Hijo, coronada de gloria, intercediendo por nosotros. Y el libro de Rut, que providencialmente se lee hoy, uno de los más antiguos del Antiguo Testamento, presenta en la figura de una mujer extranjera lo que algunos han querido ver como figura de María.


    Rut es una mujer que acepta dejar su tierra, entregarse sin reservas y confiarse a un pueblo y a un Dios que no eran los suyos. Y todo por amor a la memoria de su marido muerto, y por compasión a su suegra, que es el lazo que aún lo une a él.  Esa decisión de fidelidad, de ir hacia lo desconocido por amor y confianza, es una lección para todos los creyentes. Y en ella vemos un reflejo de María, que pronunció su sí al plan de Dios sin condiciones. La Virgen es la mujer que, como Rut, se fió plenamente, aunque en Ella esa entrega alcanzó una plenitud sin igual: aceptó ser Madre del Hijo de Dios y se consagró por completo a su obra redentora.


    Las palabras de Rut a Noemí tienen un eco profundo en nuestra vida de fe. “Iré adonde tú vayas”: y ya sabemos que el camino de Cristo pasó por el Calvario; también nosotros debemos aceptar nuestra cruz para llegar con Él a la resurrección. “Viviré donde tú vivas”: se trata de acoger con paz y confianza la vida concreta que el Señor nos da, con sus circunstancias y límites. “Tu pueblo será mi pueblo”: este pueblo es la Iglesia, la gran familia de los hijos de Dios, a la que pertenecemos con compromiso eclesial. “Tu Dios será mi Dios”: el Dios de Jesucristo es el Padre, el Padre nuestro que está en los cielos, revelado por Él en el Evangelio. Con esta confesión hacemos nuestra la fe en el Dios vivo y verdadero.


    Señor Jesús, Tú que coronaste a tu Madre como Reina del cielo y de la tierra, haz que podamos seguirte con fidelidad en el camino de la cruz, vivir con confianza lo que Tú nos das, amar a tu Iglesia como nuestro pueblo y reconocer siempre al Padre como nuestro Dios. Así sea. 

jueves, 21 de agosto de 2025

UNA ESCUELA DE ORACIÓN


    “La Iglesia, desde su nacimiento, no ha dejado jamás de usar los Salmos en la celebración de la sagrada liturgia, y siempre los ha tenido como su mejor oración, compuesta bajo la inspiración del Espíritu Santo. En ellos encuentra la voz de Cristo y de la Iglesia, su Esposa, que alaba a Dios con cánticos de alabanza, implora con gemidos la ayuda divina, o le da gracias por los beneficios recibidos. Por eso, la oración de los Salmos es la más suave, la más elevada y la más apta para suscitar en el alma un verdadero espíritu de oración” (San Pío X, Constitución apostólica Divíno afflátu, 1-11-1911).


    Hoy es la fiesta de San Pío X (1835-1914), el Papa que quiso devolver a la liturgia su importancia y su fuerza espiritual, y que reformó el rezo del Breviario para que toda la Iglesia se alimentara cada semana con una selección completa de los salmos. Fue también quien combatió con firmeza la herejía modernista, defendiendo la fe católica frente a sus errores, y quien promovió la comunión frecuente, acercando a los niños a la mesa del Señor al bajar la edad para recibir la Eucaristía. Su amor a la Palabra de Dios y a la vida de oración lo convirtieron en un verdadero pastor, que supo poner en el centro lo esencial: Cristo vivo en la Eucaristía y la alabanza continua de su Iglesia.


    Los salmos han acompañado la oración de los creyentes desde los tiempos antiguos, y en ellos Cristo mismo encontró palabras para hablar con su Padre del Cielo. Cuando la Iglesia reza los salmos, no repite simplemente textos antiguos: ora en la voz del Hijo y bajo la inspiración del Espíritu Santo. El mismo Dios pone en nuestros labios palabras para dirigirnos a Él, como un padre o una madre enseña a hablar a su hijo pequeño: repitiéndole con ternura las palabras que quiere que pronuncie. Así, cada salmo resulta nuevo cada vez que se ora, porque es el Espíritu quien lo hace resonar en nuestro corazón.


    San Pío X nos recuerda también que los salmos son escuela de oración: enseñan a alabar, a pedir con confianza, a dar gracias, a pedir perdón y a suplicar dones y gracias concretas. En ellos el alma aprende a perseverar, a no cansarse de invocar, a esperar siempre en el Señor. Son la voz de la Iglesia y la voz de cada alma, fundidas en una sola oración que nunca se extingue.


    Señor Jesús, que oraste con los salmos en la sinagoga, en compañía de María y de José que te los enseñaron, y también en la cruz: enséñanos a hacer de tu Palabra nuestra voz y nuestro canto. Haz que en la oración de los salmos sepamos unirnos a ti y a toda la Iglesia, alabando al Padre, suplicando al Espíritu, y viviendo en comunión de fe y amor contigo. Amén.