“Intervinieron los judíos y le preguntaron: ‘¿Qué signos nos muestras para obrar así?’ Jesús contestó: ‘Destruid este templo, y en tres días lo levantaré’. Los judíos replicaron: ‘Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?’ Pero Él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús” (Jn. 2,18-22).
En la fiesta de la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán comprendemos por qué esta celebración, con oraciones y lecturas propias, puede anteponerse al domingo: no honramos solo una basílica venerable, la catedral de Roma cuyo obispo es el Vicario de Cristo, sino el misterio de la Iglesia edificada sobre el mismo Señor. Él es el verdadero templo, el lugar definitivo del encuentro entre Dios y los hombres. Ya había anunciado en diálogo con la samaritana (Jn. 4,21-24) que no sería ni en Jerusalén ni en el monte Garizín donde se daría culto al Padre, sino “en espíritu y en verdad”: en Él, en su humanidad santísima, aprendemos a adorar al Padre.
Las iglesias de piedra nacieron como espacios de asamblea cuando cesaron las persecuciones; pero la inteligencia de la fe fue conduciéndonos más allá del mero “lugar de reunión”. El sagrario, surgido para reservar la Eucaristía y llevar la Comunión a los enfermos, empezó a ocupar el centro afectivo y real de nuestras iglesias: allí late el Corazón eucarístico de Cristo. Como vio el profeta Ezequiel, “vi que manaba agua por debajo del umbral del templo hacia el oriente… y donde llegaba aquel torrente, todo ser viviente que se movía recobraba la vida” (Ez. 47,1.9). Esa corriente que sale del templo es imagen de la gracia que brota del Corazón de Cristo y vivifica a la Iglesia, fecundando las almas con su Espíritu. Así, la iglesia de piedras sirve y expresa a la Iglesia de personas, que se reúne para escuchar la Palabra de Dios, ofrecer el santo sacrificio de la Misa y adorar.
Cada bautizado, injertado en Cristo, es también templo espiritual, morada del Espíritu. Por eso, veneramos nuestras iglesias con profundo respeto, procuramos la belleza en la liturgia que en ellas celebramos, y al mismo tiempo cuidamos nuestro propio cuerpo y nuestra alma en la verdad, en la pureza y en la caridad. Celebrar la basílica de Letrán es confesar que toda catedral, parroquia, ermita o capilla es signo de Cristo presente en medio de su pueblo, y que nuestra vida entera ha de convertirse en culto agradable al Padre.
Señor Jesús, templo santo del Padre, enséñanos a adorarte en espíritu y en verdad. Haz de nuestras comunidades y de nuestros corazones morada tuya, para que, viviendo de tu Eucaristía, seamos piedras vivas de tu Iglesia. Amén.