domingo, 25 de mayo de 2025

LA ORACIÓN ES ESPERANZA


    “La muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero. Y en ella no vi santuario, pues el Señor, Dios todopoderoso, es su santuario, y también el Cordero. Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna que la alumbre, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero” (Ap. 21,14.22-23).


    La oración es esperanza. No porque consiga que el mundo cambie a nuestro ritmo o se acomode a nuestros deseos, sino porque quien ora ya está viviendo en una luz distinta. Las palabras del Apocalipsis, que escuchamos en la misa de este domingo, no describen un futuro remoto ni una ensoñación piadosa, sino una promesa muy cierta: el corazón que se abre a Dios, aunque esté herido y cansado, empieza ya a habitar la Ciudad Santa, la Jerusalén del cielo. Allí no hay templo, porque el Señor mismo es el Santuario. Ni hay sol ni luna, porque el Cordero es la lámpara que lo ilumina todo.


    La oración es esperanza porque nos permite ver con los ojos del alma. Al orar, no huimos del mundo, pero aprendemos a mirarlo desde lo alto. Como en las escenas finales de la bellísima película El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011), todo se transforma: las heridas sanan, los reencuentros tienen lugar, el tiempo se llena de sentido. En esa playa luminosa donde los hijos se abrazan con su madre, donde los hermanos caminan hacia el horizonte sin temor, donde hay reconciliación y unidad, algo de la Jerusalén celeste destella. La belleza extraordinaria y el inmenso valor de las personas se revela cuando ya no son definidas por el pecado ni por la muerte, sino por la mirada del Cordero.


    En la oración vislumbramos lo que está por venir, pero también lo que ya es. Porque todo lo que Dios toca, lo hace nuevo. Porque las lágrimas serán enjugadas no solo al final de los tiempos, sino también en cada instante en que abrimos el alma al consuelo de su Palabra. La oración es esperanza porque nos recuerda que hay un lugar que nos espera, y que ese lugar no es una tierra, sino un rostro: el del Cordero inocente, inmolado y glorioso, nuestra lámpara, nuestra paz.


    Jesús, lámpara inmaculada, que tu luz disipe mis sombras y haga nueva mi vida, mientras espero la ciudad en que Tú lo serás todo en todos. Amén.

sábado, 24 de mayo de 2025

ORACIÓN DE RECOGIMIENTO


    Dios habita en el alma humana. No en el ruido, no en la dispersión y la prisa, sino en la hondura secreta de nuestro ser. Santa Teresa de Jesús, su gran maestra, nos recuerda con fuerza esta verdad: no es necesario subir al cielo, ni volar con la imaginación, para encontrar a Dios, basta con recogerse en el interior, porque allí está Él, esperando. Una inmensa galaxia no es capaz de contenerlo, pero nuestro corazón sí. Porque ha sido creado por Él y para Él. Y si se complace en habitar en nosotros, ¿quién somos nosotros para despreciar esa dignidad?


    La oración de recogimiento es una de las vías más seguras para llegar a ese centro. No se trata de métodos complicados, ni de largos razonamientos. Se trata de cerrar las ventanas de los sentidos, de aquietar la memoria, de apagar la imaginación si es posible, y de centrar el deseo en una sola cosa: estar con Él. La voluntad se orienta a agradarle, a buscar su voluntad. Y el alma, con todo lo que es, se presenta ante su Creador como casa abierta y silenciosa.


    Pero esta oración no es huida del mundo, sino regreso a la verdad. Porque en ese recogimiento descubrimos quiénes somos realmente: imagen de Dios, morada suya, belleza creada por sus manos. Ninguno de nosotros debería despreciarse jamás. Somos preciosos a sus ojos. Él mismo se ha admirado de su obra. Si yo me viera como Él me ve, viviría de otro modo.


    De ese encuentro brotan humildad, paz, y una caridad más pura. Porque el que sabe que Dios habita en él, empieza también a ver a los demás como templos sagrados. La oración de recogimiento transforma la mirada, unifica el corazón, y nos prepara para vivir en medio del mundo con un alma centrada en Dios.


    Señor Jesús, llévame al centro de mí mismo, donde Tú me esperas. Enséñame a cerrar las ventanas, a silenciar lo que me dispersa, a recogerte en mi alma como huésped amado. Hazme descubrir mi hermosura a tus ojos, y que en ese conocimiento nazca una oración verdadera. Amén.

viernes, 23 de mayo de 2025

ORAR PARA AMAR


    “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn. 15,12-17).


    Siguiendo el tema de la oración que comenzamos hace unos días, hemos de añadir al hilo del Evangelio de hoy que orar es amar. No de forma genérica, sino muy concreta: amar como Jesús nos ha amado, con un amor que no se queda en las palabras sino que se entrega, que da la vida, que busca el bien del otro, que produce frutos permanentes. Por eso, la oración verdadera está llena de amor: amor recibido, amor ofrecido, amor compartido. Jesús nos enseña que la oración no es evasión ni refugio, sino comunión y envío. En la intimidad con Él, somos transformados para vivir como amigos suyos, para conocer el corazón del Padre y para hacer presente en el mundo su mandamiento más grande.


    La oración es puente. Nos abre a Dios, nos saca de nosotros mismos, nos arranca del egoísmo y de la soledad, y nos envía hacia los demás con un corazón nuevo. No es una torre de marfil donde contemplarnos, ni una burbuja de consuelo que nos aleje del mundo. Es el fuego encendido en el alma que arde con obras. El amor orante es el que se concreta en gestos, en palabras que curan, en silencios que acompañan, en tiempo ofrecido, en heridas compartidas. El que reza y no ama, no ha entrado todavía en la verdad de la oración. Porque la oración, cuando es verdadera, siempre da fruto.


    Jesús, Amigo, Tú me has elegido y llamado por mi nombre. Tú has abierto para mí el camino del amor. Enséñame a orar como Tú, con el corazón puesto en el Padre y los brazos extendidos hacia mi prójimo. Que mi oración no me encierre en mí, sino que me lance a dar la vida. Que sea fuego que me consuma por dentro y me impulse a amar por fuera. Hazme orante y fecundo, como el sarmiento unido a la vid. Amén.

jueves, 22 de mayo de 2025

ORACIÓN HUMILDE


    En el tiempo de Pascua recordamos que la oración es una exigencia central del Evangelio. Ayer hablábamos de la necesidad de orar sin cesar, de mantener una oración continua. Hoy queremos detenernos en otro aspecto esencial: la humildad. Porque Dios escucha, ante todo, a los que oran con corazón humilde. En el Evangelio de san Lucas, Jesús declara: “Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lc. 18,14).


    Así pues, la oración auténtica nace del reconocimiento de nuestra pobreza. No es un acto de autosuficiencia, sino de absoluta dependencia. Dios no necesita nuestras palabras, pero ha querido que le hablemos para que recordemos quiénes somos: criaturas necesitadas de su gracia, pecadores salvados por su misericordia. Como dice san Pablo: ”¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1ª Co. 4,7). La humildad nos pone en la verdad, según la enseñanza de Santa Teresa, y la verdad nos acerca a Dios.


    Cuando oramos desde la humildad, dejamos de presentarle nuestras acciones como méritos, y le presentamos nuestro corazón como un lugar donde Él puede habitar. Abraham se reconocía como “polvo y ceniza” (Gn. 18,27), y Daniel suplicaba: “No es por nuestros méritos que te presentamos nuestras súplicas, sino por tu gran compasión” (Dn. 9,18). El publicano de la parábola, sin atreverse a alzar los ojos al cielo, balbuceaba: ”¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador” (Lc. 18,13). Y Jesús afirma que fue él, y no el fariseo, quien volvió a su casa justificado.


    Jesús, nuestro Maestro, no solo nos enseñó el Padre nuestro, sino que puso como modelo a los niños: “Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt. 18,3). El niño confía, no presume. El humilde confía, no se justifica. No espera que su oración sea escuchada por haber hecho méritos, sino por la bondad de Aquel a quien se dirige. Por eso, el centurión romano, extranjero y pagano, fue alabado por su fe cuando dijo: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano” (Mt. 8,8). Su humildad agradó a Jesús, su fe conmovió el Corazón del Señor.


    Jesús, Maestro y Señor, hazme orar como un niño: con confianza y sencillez, con conciencia de mi pobreza y seguridad en tu misericordia. Enséñame a mirarme como Tú me miras, a no apoyarme en mis méritos ni desanimarme por mis caídas. Que mi oración sea humilde y verdadera, como incienso que sube a tu presencia, y sea escuchada por tu bondad. Amén.

miércoles, 21 de mayo de 2025

ORACIÓN CONTINUA

    “Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn. 15, 3-5).


    No se trata de una metáfora poética ni de una exageración. Es una realidad espiritual importante, que nos atraviesa como una espada: “sin mí no podéis hacer nada”. No se dice que podamos hacer poco sin el Señor, sino nada. Y es que la vida cristiana no es una conquista personal a base de esfuerzo y disciplina, ni una carrera en solitario. Todo depende de permanecer en Cristo. Esta permanencia, sin embargo, no se resuelve diciendo distraídamente al comienzo del día una oración, ni con un solo acto de la voluntad, ni con una efusión emocional pasajera, sino que ha de renovarse constantemente a lo largo del día. El alma que se habitúa a permanecer en Él —aunque sea por breves segundos— se va configurando con su presencia viva y encuentra en su interior una corriente secreta de paz, de amor y de fecundidad espiritual.


    “Dios es amor; quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn. 4, 16). Esta permanencia en el amor es el corazón mismo de la oración continua. No siempre podremos detenernos mucho tiempo a realizar un acto de fe en la presencia de Dios, ni encontrar un propicio silencio exterior. Pero en un instante podemos mirar a nuestro interior, despertar un deseo, unirnos con Dios en lo escondido del corazón. En medio del trabajo, en la calle, en la enfermedad o en el descanso, esa súplica muda, esa mirada confiada, ese deseo sincero de unión, puede mantenernos en la Vid.


    “Mi dicha es estar cerca de Dios” (Sal. 72, 28). Y también: “Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos” (Sal. 84,9). La oración interior, constante, sin palabras, es un camino de escucha y abandono. Incluso cuando no siento nada, cuando la aridez se impone, cuando no hay palabras, puedo ofrecerle el acto de permanecer, el suspiro. Como el sarmiento unido a la vid, que recibe la savia sin notarla y, sin embargo, vive de ella. Así también yo, si permanezco en Él, recibiré su vida, su fuerza, su fecundidad.


    No se trata de una tensión forzada ni de una oración violenta. Basta repetir, con fidelidad humilde, esos pequeños actos de confianza, de amor, de entrega. Poco a poco se irá formando un hábito de vida en el Espíritu, un clima interior de fe, confianza y amor que me unirá al Señor con lazos cada vez más fuertes. “Mis delicias son estar con los hijos de los hombres” (Prov. 8, 31): es Él quien busca mi compañía, quien se deleita en mí, quien desea mi presencia más que yo la suya.


    Jesús, ayúdame a permanecer en ti. Aunque no lo sienta, aunque no lo comprenda del todo, aunque no tenga palabras. Tú eres la Vid y yo el sarmiento: sin ti no puedo vivir, ni amar, ni dar fruto. No permitas que me separe de ti. Amén.

lunes, 19 de mayo de 2025

EL AMOR BUSCA POSADA

 


    “Respondió Jesús y le dijo: El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió” (Jn. 14,23-24).


    Jesús no se conforma con realizar visitas ocasionales a nuestra alma: desea hacer en ella su morada. Porque el verdadero amor no busca vivir momentos aislados, sino permanecer. Por eso dice: “El que me ama guardará mi palabra”, es decir, vivirá desde dentro de esa Palabra, como quien la respira, como quien la custodia en el corazón; y esto con la ternura y el celo del que protege un fuego encendido en medio del viento. Si lo amamos, Él viene con el Padre y habita en nosotros. Y no como huésped pasajero, sino como el Dueño y el Amigo, como el Amor mismo que transforma nuestra vida desde dentro.


    Esta certeza nos ofrece una luz nueva: hemos sido creados para ser esta morada, para ser habitados por Dios. Ya no caminamos sin rumbo, ni nos agotamos buscando fuera lo que solo se encuentra en el centro del alma, allí donde Dios nos espera. Solo cuando descubrimos este ideal —alto, claro, exigente— se ordena nuestra vida. Ya no hay cansancio estéril, sino esfuerzo alegre por alcanzar aquello que da sentido a todo. Porque si Dios quiere habitar en mí, ¿cómo no prepararle un alojamiento adecuado? ¿Cómo no abrirle la puerta y entregarle las llaves?


    Y sin embargo, tememos esa entrega. Sabemos que implica dejarlo todo, que nos va a doler el desprendimiento de nosotros mismos, que la cruz es inseparable del amor verdadero. Pero también intuimos que no hay plenitud sin ese paso. Jesús no pone límites a su amor: lo da todo, y espera una respuesta total. Pero no exige imposibles. Quiere nuestra pequeñez, nuestra miseria, nuestro barro: cuanto más pobre el material, más brilla la obra del artista. Y así, lo que parecía un alma indigna, se convierte en santuario del Dios viviente.


    La clave está en una fe decidida: creer en su amor, vivir desde esa certeza, responder con actos concretos. “Tu fe te ha salvado”. Esa fe que confía, que se entrega, que espera, que se deja amar hasta el fondo. Esa fe es la puerta que abre el alma a la inhabitación de Dios.


    Señor Jesús, Amor fiel y eterno, ven y haz morada en mí. No tengo nada que ofrecerte sino mi deseo sincero de amarte. No soy digno de que entres en mi casa, pero Tú quieres habitar en mí. Aumenta mi fe, enciende mi generosidad, quema mis miedos con el fuego de tu Espíritu Santo. Que mi alma sea tu casa y tu descanso. Así sea.

domingo, 18 de mayo de 2025

ESPERANZA PARA DÍAS GRISES


    “Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: ‘He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido’. Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’” (Ap. 21,1-5).


    Hay momentos en que el alma se fatiga. No por grandes catástrofes, sino por esa erosión que provoca el paso del tiempo, los errores repetidos, las esperanzas aplazadas. Nos sentimos muy pequeños y desanimados ante nuestras propias caídas, nos amenaza la tibieza, nos pesa el cansancio, y hay días en que todo parece venirse abajo. En ese contexto interior, la Palabra de Dios no llega para acusar, sino para consolar. No dice: ¿Dónde estabas? ¿Qué has hecho?, sino: “Mira, hago nuevas todas las cosas”. Es el lenguaje de la ternura divina que se abre paso en medio de los escombros de nuestra vida.


    Ansiamos ese cielo nuevo y esa tierra nueva no como evasión, sino como promesa. No como sueño ilusorio, sino como verdad segura. Porque no se trata de algo que tengamos que construir con nuestras pobres manos, sino de un don que desciende desde Dios. La nueva Jerusalén no sube desde la tierra: baja del cielo. Es una ciudad adornada por el Esposo, don del Padre, para sus hijos cansados. Y su verdadera belleza no son las piedras preciosas, sino la presencia de ese Dios que morará con nosotros: Emmanuel. El mismo que un día lloró en Belén, ahora enjuga nuestras lágrimas. El mismo que murió en la cruz, ahora vence la muerte para siempre. El mismo que nos acompaña en la Eucaristía, se nos dará un día sin velos y sin sombras.


    Ya no habrá llanto ni dolor. Pero aún más: no habrá miedo. Ya no viviremos pendientes de no perder lo poco que tenemos, porque lo tendremos todo en Él. Esta promesa no hace estéril nuestro presente, sino que lo transforma. Porque desde ahora, aunque a veces lloremos, nuestras lágrimas no son definitivas. Porque aunque muramos, no es para siempre. Porque aunque fracasemos, no es el final. El que está sentado en el Trono nos lo ha dicho: “Mira, hago nuevas todas las cosas”.


    Oh Jesús, bendito Emmanuel, Tú que conoces mi cansancio y mis heridas, ven a morar en mí. Sé mi cielo nuevo, mi tierra nueva, mi Jerusalén santa. Enjuga Tú mismo mis lágrimas, y que cada día, aun los más grises, siga escuchando en mi alma esa promesa: “Mira, hago nuevas todas las cosas”. Amén.

sábado, 17 de mayo de 2025

CUANDO NO LLEGO A TODO


    “Felipe le dice: ‘Señor, muéstranos al Padre y nos basta’. Jesús le replica: ‘Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?’” (Jn. 14, 8-10).


    A veces, como Felipe, también yo me descubro diciendo: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Pero, ¿no es esto lo que he visto ya tantas veces? En la emoción de los descubrimientos hechos en una peregrinación, en la ternura de una oración que brota sin esfuerzo, en el rostro y las expresiones agradecidas de quienes escuchan una palabra tuya en mis labios fatigados y secos… ¿Y sin embargo, por qué sigo pidiendo una señal, una prueba, una presencia más clara?


    He regresado hace muy poco de tierras italianas, después de recorrer lugares en que grandes santos buscaron tu rostro. Y sin embargo, al volver, me encuentro sin reposo. Se acumulan las tareas, las demandas, los compromisos. Apenas deshago la maleta y ya me veo en una graduación, rodeado de jóvenes que celebran el fin de su etapa escolar, y luego, sin apenas aliento, preparando una conferencia sobre el matrimonio cristiano, para marcharme la semana siguiente, bastante lejos, y tener tres días de retiro con seglares en un monasterio benedictino. La siguiente semana serán ejercicios espirituales a monjas capuchinas y la siguiente… Me falta tiempo, me faltan fuerzas, y en medio de ese torbellino, me asalta una sospecha dolorosa: ¿te estoy siendo fiel, Señor? ¿No estaré abandonando los lugares donde verdaderamente me necesitas?


    Y entonces, como respuesta suave pero firme, llegan estas palabras tuyas: “¿No me conoces, Felipe?” Y siento que me las dices también a mí: “¿No te das cuenta de que estás conmigo en todo esto? Que cuando hablo, Tú hablas. Que cuando camino sin descanso, tú caminas conmigo. Que cuando te sientes incapaz, es entonces cuando más me sostienes”. No estás lejos, Señor, no te escondes. Tú eres el rostro del Padre, y yo he visto ese rostro muchas veces. Pero necesito aprender a reconocerte también en el desgaste, en la fatiga, en esa sensación de insuficiencia que tantas veces me acompaña. Porque ahí también estás Tú, escondido, silencioso, presente.


    Jesús, Señor mío, no permitas que mi cansancio me robe la alegría de servirte. No dejes que las exigencias del día me hagan perder de vista tu singular presencia. Que no olvide que Tú estás en el Padre y el Padre en ti, y que también yo estoy en tus manos, incluso cuando me siento desbordado. Dame la gracia de reconocer tu presencia en medio del ritmo acelerado, y que mi deseo de fidelidad no se ahogue en la culpa ni en el agotamiento. Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero. Amén.

viernes, 16 de mayo de 2025

UN LUGAR JUNTO A ÉL


    “No se turbe vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros” (Jn. 14,1-3).


    Jesús pronuncia estas palabras en la Última Cena, cuando la tristeza y la turbación se han apoderado del corazón de los discípulos. Saben que algo grave está a punto de suceder, pero no comprenden del todo qué. Él, con infinita ternura, les habla de la fe como el mejor remedio contra la inquietud. No se trata de una fe cualquiera, sino de una fe sólida, que se apoya en la confianza plena en el Padre y en su Hijo. La fe en el amor eterno de Dios da serenidad al alma, incluso en medio del desasosiego. Jesús no nos promete que no habrá tormentas, pero sí nos garantiza una paz más honda que todas las tempestades. Su Palabra es ancla firme para el corazón turbado.


    Y después, con dulzura inmensa, nos revela que nos está preparando un lugar, tampoco un lugar cualquiera, sino uno junto a Él, en la intimidad de la casa del Padre. ¡Qué hondura y qué belleza! Así como en los relatos evangélicos Jesús enviaba a sus discípulos por delante para que le encontraran alojamiento, ahora Él se convierte en nuestro aposentador. Santa Teresa de Jesús, que tanto meditó sobre estas moradas interiores, sabía muy bien que esa promesa es real. En el corazón de Dios hay espacio para todos: un espacio de amor preparado con cuidado y paciencia. Él volverá. Volverá a buscarnos. Esta certeza cambia toda la vida, ¿verdad?


    Jesús, Tú que me conoces mejor que nadie, incluso mejor que yo mismo, no permitas que se turbe mi corazón. Dame esa fe sencilla y firme que se abandona en ti. Prepara mi alma, Señor, como Tú preparas mi lugar en el Cielo. Y cuando llegue la hora, ven a buscarme. Quiero estar contigo para siempre. Amén.

jueves, 15 de mayo de 2025

CAMINANDO TRAS SUS HUELLAS


    Cuando Jesús terminó de lavar los pies a sus discípulos les dijo: ‘En verdad, en verdad os digo: el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica’” (Jn. 13, 12. 16-17).


    El Evangelio nos recibe a nuestro regreso como una voz suave pero firme, que nos recuerda que la peregrinación no ha terminado. Hemos caminado por pueblos y ciudades santificados por la vida de algunos hermanos nuestros, tocado interiormente los lugares donde los santos ofrecieron su vida, pero ahora comienza otra etapa: la vuelta al hogar, a la cotidiana rutina, al camino oculto donde también se hace presente el Señor. En este nueva etapa, la Palabra que nos acompaña es clara: si hemos visto a Cristo lavando los pies de sus discípulos, si lo hemos sentido inclinarse con mansedumbre, hemos de hacer lo mismo. El que sirve a otros por amor, el que se olvida de sí para elevar al hermano, está caminando con Él.


    Los santos no hicieron otra cosa. San Francisco no solo besó las llagas de los leprosos: las hizo suyas. San Pío no se cansó de esperar penitentes, incluso entre dolores y humillaciones. Santa Catalina no se encerró en su éxtasis, sino que se arrodilló ante los pobres, los enfermos y los pecadores. En todos ellos brilló esa bienaventuranza de la que habla Jesús: “dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”. Porque servir es amar en lo concreto, y amar así es estar unido al Señor crucificado. Volver del viaje es, en realidad, avanzar. La peregrinación más verdadera es la que nunca se detiene, aquella que se recorre en la entrega diaria, en la aceptación del propio sufrimiento, en el deseo de acompañar a Cristo en su Pasión y en su Gloria.


    Señor Jesús, danos la gracia de no olvidar lo que hemos visto ni lo que hemos experimentado. Que no quede todo solo en el recuerdo almacenado en nuestros móviles, en las emociones vividas, en los buenos momentos compartidos con los compañeros, sino que se transforme en servicio generoso, en amor concreto, en olvido de nosotros mismos por ti. Haznos dichosos en la humildad, en la caridad, en la fidelidad de cada día. Y que tu Madre bendita, “Causa de nuestra alegría”guarde siempre nuestros pasos. Amén.

miércoles, 14 de mayo de 2025

ELEGIDOS COMO AMIGOS

 



    “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn. 15,15-16).


    Ayer, martes, caminamos como peregrinos desde Asís a Siena. Y el Evangelio de hoy nos resuena con una fuerza especial tras la visita a esa ciudad donde nació y vivió una de las más grandes santas de la Iglesia: Catalina de Siena. Ella, que fue analfabeta durante buena parte de su vida, supo leer en el Corazón de Cristo más que muchos sabios. Escuchó la voz del Amigo, y se dejó transformar por ella. No vivió como sierva, sino como amiga: amada, elegida, enviada.


    Catalina fue una mujer de fuego. Toda su vida fue una respuesta apasionada al amor de Jesús que la llamó y la consagró para una misión única. Y ella no puso condiciones. Su corazón estaba totalmente disponible. No buscó el aplauso ni la seguridad, sino la verdad. Se consumió por la Iglesia, a la que contemplaba como la dulce Esposa de Cristo. Intercedió por los pecadores, amó al Papa, se lanzó por caminos peligrosos para sembrar paz donde solo había división. Su fruto permanece, como promete el Evangelio, porque fue un fruto nacido del amor.


    Y además ayer fue 13 de mayo: memoria de la Virgen de Fátima. En otro tiempo y lugar, María se apareció a unos niños humildes para repetir lo que siempre ha dicho a los corazones sencillos: que recen, que hagan penitencia, que se conviertan, que confíen. Francisco y Jacinta, junto con Lucía, escucharon como amigos, con extremada fidelidad y confianza. Recibieron una misión y la cumplieron con valentía asombrosa. Desde su pequeñez ofrecieron sacrificios por los pecadores, consolaron el Corazón de Jesús y creyeron en lo invisible.


    Siena, Asís y Fátima se unen hoy como estaciones de un mismo camino. Las une una misma lógica del amor: Jesús que elige, que llama amigos, y que envía. Las une también el corazón ardiente de quienes responden con total generosidad. ¿No es eso lo que nosotros mismos deseamos? Vivir como amigos de Cristo. Escuchar lo que Él ha oído del Padre. Dar un fruto que permanezca. Y ser como Catalina, como Francisco, como los pastorcitos de Fátima, consuelo para el Corazón de Jesús.


    Señor Jesús, gracias por llamarme amigo. Gracias por elegirme, no por méritos míos, sino por tu puro amor gratuito. Quiero escuchar tu voz como Catalina, Francisco y los santos niños de Fátima. Quiero consolarte con mi fe, con mi amor y con mi vida entera. Lléname de tu Espíritu para que dé fruto abundante, y para que ese fruto permanezca. Amén.

martes, 13 de mayo de 2025

ALEGRÍA, POBREZA, FE


    Ayer lunes hemos estado visitando, como peregrinos, la ciudad de Asís y sus maravillas. A medida que recorríamos sus calles antiguas, tan llenas de historia y de alma, sentía crecer en mí una emoción serena y una devoción honda. Al entrar en la Basílica de San Francisco y venerar su tumba, ya las lágrimas nublaban los ojos y la ternura inundaba el corazón. Contemplando las pinturas que narran su vida, y esos retratos tan antiguos de Francisco y de Clara, recordé y comprendí con mayor claridad que hombres y mujeres como ellos pisaron esta misma tierra, vivieron dificultades parecidas a las nuestras y, sin embargo, supieron anteponer a Dios a todo lo demás.


    Vivieron la alegría y la pobreza. Pero no cualquier alegría ni cualquier pobreza. Su alegría no brotaba de tener cubiertas sus necesidades ni de ver satisfechos sus deseos. Era una alegría pura, nacida del saberse infinitamente amados por Dios; una alegría que brotaba de verse asociados a la pasión de Cristo. En medio de sufrimientos, de incomprensiones, de carencias y humillaciones, eran felices porque se sabían llamados a seguir a ese Señor crucificado, a ese Redentor que había dado todo por amor. Su alegría era fe vivida, encarnada, irradiada.


    Y vivían la pobreza, sí. Pero no como simple renuncia a las cosas, ni como una actitud ascética que ve en lo material un obstáculo o un estorbo. Vivían una pobreza mística. Porque Francisco descubrió —y esto hay que decirlo con valentía— un secreto grandioso, revelado sólo por el Espíritu Santo: que Dios es pobre. No solo Jesús, el Hijo encarnado. No solo el que nació en un pesebre, vivió sin tener dónde reclinar la cabeza y murió desnudo en una cruz. No. Dios es pobre. La Trinidad es pobre, porque Dios es donación. Porque todo lo que es y todo lo que tiene lo entrega. El Padre no es sino un acto eterno de vaciamiento amoroso hacia el Hijo. El Hijo, a su vez, se entrega plenamente al Padre. Y el Espíritu es esa donación recíproca de ambos, hecha Persona, hecha Vínculo de Amor. El ser mismo de Dios es comunión en el despojo, riqueza en la entrega, plenitud en la pobreza.


    Eso comprendió Francisco. Por eso quiso ser pobre. Porque vio en la pobreza no una estrategia de perfección espiritual, sino una participación real en el misterio mismo de Dios. Por eso Clara lo siguió, con el mismo ardor, con la misma ternura abrasadora. Ellos fueron testigos del Dios pobre, del Dios que da y se da sin retener nada, y su vida entera se convirtió en alabanza y en espejo de ese Dios.


    Qué contraste con nuestro mundo opulento, tecnológico, lleno de cosas y vacío de sentido. Qué lejos vivimos de esta verdad. Que san Francisco y santa Clara intercedan por nosotros, para que podamos también nosotros ser reflejo de la Trinidad, en la alegría, en la pobreza, y en la entrega.