En el tiempo de Pascua recordamos que la oración es una exigencia central del Evangelio. Ayer hablábamos de la necesidad de orar sin cesar, de mantener una oración continua. Hoy queremos detenernos en otro aspecto esencial: la humildad. Porque Dios escucha, ante todo, a los que oran con corazón humilde. En el Evangelio de san Lucas, Jesús declara: “Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lc. 18,14).
Así pues, la oración auténtica nace del reconocimiento de nuestra pobreza. No es un acto de autosuficiencia, sino de absoluta dependencia. Dios no necesita nuestras palabras, pero ha querido que le hablemos para que recordemos quiénes somos: criaturas necesitadas de su gracia, pecadores salvados por su misericordia. Como dice san Pablo: ”¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1ª Co. 4,7). La humildad nos pone en la verdad, según la enseñanza de Santa Teresa, y la verdad nos acerca a Dios.
Cuando oramos desde la humildad, dejamos de presentarle nuestras acciones como méritos, y le presentamos nuestro corazón como un lugar donde Él puede habitar. Abraham se reconocía como “polvo y ceniza” (Gn. 18,27), y Daniel suplicaba: “No es por nuestros méritos que te presentamos nuestras súplicas, sino por tu gran compasión” (Dn. 9,18). El publicano de la parábola, sin atreverse a alzar los ojos al cielo, balbuceaba: ”¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador” (Lc. 18,13). Y Jesús afirma que fue él, y no el fariseo, quien volvió a su casa justificado.
Jesús, nuestro Maestro, no solo nos enseñó el Padre nuestro, sino que puso como modelo a los niños: “Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt. 18,3). El niño confía, no presume. El humilde confía, no se justifica. No espera que su oración sea escuchada por haber hecho méritos, sino por la bondad de Aquel a quien se dirige. Por eso, el centurión romano, extranjero y pagano, fue alabado por su fe cuando dijo: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano” (Mt. 8,8). Su humildad agradó a Jesús, su fe conmovió el Corazón del Señor.
Jesús, Maestro y Señor, hazme orar como un niño: con confianza y sencillez, con conciencia de mi pobreza y seguridad en tu misericordia. Enséñame a mirarme como Tú me miras, a no apoyarme en mis méritos ni desanimarme por mis caídas. Que mi oración sea humilde y verdadera, como incienso que sube a tu presencia, y sea escuchada por tu bondad. Amén.
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