No quiero referirme a la famosa película de Charlie Chaplin, sino a la experiencia vivida ayer, que me ha decidido a seguir escribiendo cada día aquí. Y fue que pasé más de cinco horas con un viejo amigo al que conozco desde hace unos cincuenta y cinco años y al que no veía desde hacía casi catorce. Paseamos por Sevilla, que estaba hermosísima, pero atestada de gente. Al buen tiempo se unía el fin de semana del Black Friday y el anuncio del inminente alumbrado navideño, cada año más fastuoso y barroco. Desde muy temprano algunas calles del centro se colapsaban: era imposible avanzar, y resultaba difícil encontrar un restaurante decente sin reserva previa.
En medio de ese bullicio hubo algunos detalles que me llamaron la atención. En un punto concreto descubrimos una cola larguísima que recorrimos con paciencia. Era para comprar lotería de Navidad. Lotería que está disponible desde hace meses y en muchísimos puntos de venta, y que seguirá vendiéndose casi otro mes más; pero todos querían adquirir lo mismo, en el mismo instante. Más adelante encontramos otra fila, tan sorprendente y larga como la primera: esta vez era para comprar churros. Y en una gran carpa, cercana al Ayuntamiento, ya se apiñaba la multitud para escuchar a la banda municipal y ver al alcalde pulsar el botón que encendería las luces navideñas. Dos horas antes era difícil acercarse: miles de personas aguardaban de pie, expectantes, preparadas para un instante fugaz: la iluminación que adornará la ciudad cada día durante más de un mes.
En esta Sevilla resplandeciente y saturada de gente, yo encontraba un motivo de examen. ¿Cómo es posible que tantos acepten sin queja esperar cuarenta minutos, una hora o varias, para comprar un décimo de lotería que podrían ya haber adquirido, o seguir adquiriendo, en cualquiera de los innumerables puntos de venta? ¿Cómo pueden aguardar turno para unos churros que en pocos minutos saciarán y serán olvidados? ¿Cómo pueden pasar tanto tiempo de pie para ver cómo alguien acciona un interruptor que encenderá unas luces que seguirán encendidas noche tras noche?
Y, sin embargo, ¡cuánto nos cuesta dedicar unos minutos a Dios! ¡Cómo se nos hace cuesta arriba perseverar en la oración diaria, abrir el Evangelio y leerlo con atención… ¡o escribir una reflexión cristiana que pueda servir de ayuda! Tantas personas, por ejemplo, afirmarán que no tienen tiempo para ir a misa el domingo, o para rezar el rosario… pero sí lo encontrarán para hacer colas tan interminables como absurdas.
Cuando llegó el momento del encendido y la ciudad estalló en aplausos, fotos y vídeos, comprendí que algo dentro de mí quedaba traspasado por una cierta tristeza. ¿Valía la pena tanto esfuerzo, tanta espera? ¿De veras esto llena el corazón? Nos rodean luces efímeras, brillos que no calientan el alma, chispazos que no permanecen. Y, en cambio, se nos ofrece cada día una claridad infinitamente más hermosa: la que nace silenciosa de la Palabra de Dios, si nos detenemos a contemplarla.
La ciudad estaba llena. Pero el corazón humano, con frecuencia, está vacío, frío, distraído. San Francisco gritaba desgarradoramente por las calles: “¡El Amor no es amado!”. El Adviento ha comenzado así para mí este año: viendo la distancia entre las luces que pasan y la Luz que permanece, entre lo que nos deslumbra un instante y lo que podría transformarnos la vida si le regaláramos unos minutos. Y no he sido capaz de no contárselo a ustedes.