“Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn. 15, 3-5).
No se trata de una metáfora poética ni de una exageración. Es una realidad espiritual importante, que nos atraviesa como una espada: “sin mí no podéis hacer nada”. No se dice que podamos hacer poco sin el Señor, sino nada. Y es que la vida cristiana no es una conquista personal a base de esfuerzo y disciplina, ni una carrera en solitario. Todo depende de permanecer en Cristo. Esta permanencia, sin embargo, no se resuelve diciendo distraídamente al comienzo del día una oración, ni con un solo acto de la voluntad, ni con una efusión emocional pasajera, sino que ha de renovarse constantemente a lo largo del día. El alma que se habitúa a permanecer en Él —aunque sea por breves segundos— se va configurando con su presencia viva y encuentra en su interior una corriente secreta de paz, de amor y de fecundidad espiritual.
“Dios es amor; quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn. 4, 16). Esta permanencia en el amor es el corazón mismo de la oración continua. No siempre podremos detenernos mucho tiempo a realizar un acto de fe en la presencia de Dios, ni encontrar un propicio silencio exterior. Pero en un instante podemos mirar a nuestro interior, despertar un deseo, unirnos con Dios en lo escondido del corazón. En medio del trabajo, en la calle, en la enfermedad o en el descanso, esa súplica muda, esa mirada confiada, ese deseo sincero de unión, puede mantenernos en la Vid.
“Mi dicha es estar cerca de Dios” (Sal. 72, 28). Y también: “Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos” (Sal. 84,9). La oración interior, constante, sin palabras, es un camino de escucha y abandono. Incluso cuando no siento nada, cuando la aridez se impone, cuando no hay palabras, puedo ofrecerle el acto de permanecer, el suspiro. Como el sarmiento unido a la vid, que recibe la savia sin notarla y, sin embargo, vive de ella. Así también yo, si permanezco en Él, recibiré su vida, su fuerza, su fecundidad.
No se trata de una tensión forzada ni de una oración violenta. Basta repetir, con fidelidad humilde, esos pequeños actos de confianza, de amor, de entrega. Poco a poco se irá formando un hábito de vida en el Espíritu, un clima interior de fe, confianza y amor que me unirá al Señor con lazos cada vez más fuertes. “Mis delicias son estar con los hijos de los hombres” (Prov. 8, 31): es Él quien busca mi compañía, quien se deleita en mí, quien desea mi presencia más que yo la suya.
Jesús, ayúdame a permanecer en ti. Aunque no lo sienta, aunque no lo comprenda del todo, aunque no tenga palabras. Tú eres la Vid y yo el sarmiento: sin ti no puedo vivir, ni amar, ni dar fruto. No permitas que me separe de ti. Amén.