viernes, 14 de febrero de 2025

ORACIÓN PARA EL 14 DE FEBRERO

 Hoy es la fiesta de los santos hermanos Cirilo y Metodio, copatronos de Europa y apóstoles de los pueblos eslavos. Sin embargo, para la mayoría de la gente, incluidos muchos cristianos, es el día de San Valentín, patrono de los enamorados y una excusa para hacer y recibir regalos, que en muchos casos resultan ridículos o de mal gusto.


    Señor Jesús, en este día en que el mundo celebra, rodeado de mentiras y falsos intereses, el amor romántico, te pido que me ayudes a recordar y vivir el verdadero amor: aquel que Tú nos enseñaste con tu vida y tu sacrificio en la Cruz.


    El amor romántico, aunque pueda ser hermoso, es inevitablemente pasajero y frecuentemente se centra en los sentidos y los sentimientos. Pero el amor cristiano, el amor que viene de ti, es eterno, desinteresado y transformador.


    Como nos dice el Evangelio de San Juan, Tú “nos amaste hasta el extremo”, entregando tu vida por nosotros en reparación por nuestros pecados.


    No fue un amor apoyado en simples emociones, sino en la voluntad de hacer el bien, de servir, de perdonar y de dar la vida por todos.


    Enséñame, te lo suplico, buen Jesús, a amar como Tú amas: a amar a mis enemigos, a perdonar a quienes me hieren, a servir sin esperar nada a cambio y a buscar siempre el bien y la salvación de los demás, incluso cuando no sea fácil o cómodo.


    Que mi amor no se limite a palabras o sentimientos, sino que se traduzca en acciones concretas, en gestos de bondad, en paciencia, en entrega generosa y en comprensión.


    Ayúdame a recordar que el amor cristiano no puede agotarse en una relación de pareja, sino que se extiende a todos los que nos rodean: familia, amigos, vecinos, y especialmente a los más necesitados.


    En este día te pido que bendigas a todos los novios cristianos, pero también que nos recuerdes que el amor más grande es el que Tú nos has mostrado: un amor que da, que perdona, que espera y que nunca falla.


    Que mi corazón se llene de ese amor, para que, amando como Tú amas, sea un reflejo de tu presencia en el mundo. Así sea.


jueves, 13 de febrero de 2025

REFLEJO DEL AMOR DE CRISTO

    “El Señor Dios formó, de la costilla que había sacado de Adán, una mujer, y se la presentó a Adán. Adán dijo: ‘¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será mujer, porque ha salido del varón’. Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Gén. 2, 22-24).


    Debemos a san Juan Pablo II una teología del cuerpo muy sugestiva. Según ésta, el relato que narra la creación de la mujer a partir de la costilla de Adán revela un misterio profundo: la unidad en medio de las diferencias. Dios, al formar a Eva, no simplemente ha completado al hombre, sino que le ha hecho una importante revelación. Adán, al contemplar a la mujer, descubre el sentido de su existencia, reconociendo en ella una compañera igual a él y, al mismo tiempo, diferente; a su complemento perfecto. Su exclamación, “hueso de mis huesos y carne de mi carne”, es un grito de asombro ante el don recibido: no está solo, y su vocación es la comunión.


    Desde esta perspectiva, este pasaje nos conduce al corazón del plan divino para la humanidad. El hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios, son llamados a reflejar el amor divino mediante el don sincero de sí mismos. Su diferencia no es motivo de división (como tampoco lo es en la Trinidad Santísima), sino camino hacia la unidad. Unidos como “una sola carne”, hombre y mujer expresan el amor humano de manera única, y al mismo tiempo son un signo visible del amor de Dios.


    Este don de la unidad, sin embargo, va más allá de lo físico: implica una comunión total de cuerpo, alma y espíritu. Al unirse en el amor, el hombre y la mujer no solo participan en el misterio de la creación, sino que también prefiguran la unión definitiva de Cristo con la Iglesia, su Esposa. Así, el amor conyugal es una expresión concreta y viva del amor redentor de Dios.


    Señor, Tú, que en Tu infinita sabiduría creaste al hombre y a la mujer como reflejo de tu amor eterno, abre nuestros corazones para comprender el misterio de la unidad en la diferencia.    

    Enséñanos a vivir el don de nosotros mismos en plenitud, a amar con la generosidad con la que Tú nos amas, y a descubrir en nuestras relaciones humanas un signo de tu presencia viva. 

    Haz que el amor humano, en su verdad y belleza, nos conduzca siempre hacia ti, el Amor perfecto. Amén.



miércoles, 12 de febrero de 2025

OBEDIENCIA Y LIBERTAD

“El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén, para que lo guardara y lo cultivara. El Señor Dios dio este mandato al hombre: Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir” (Gen. 2, 15-17).


    Dios coloca al hombre en el jardín de Edén, confiándole una misión: guardarlo y cultivarlo. Esto nos recuerda que la creación no nos pertenece, sino que somos sus administradores. La responsabilidad que Dios entrega al hombre no solo abarca el cuidado de la naturaleza, sino también el respeto por los límites que Él establece, límites que no nos privan, sino que nos protegen.

    El mandato de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal es una llamada a vivir desde la confianza en Dios. La verdadera libertad no consiste en romper límites arbitrarios, sino en caminar en armonía con la voluntad de Dios, que siempre busca nuestro bien. El árbol del conocimiento del bien y del mal representa la tentación de asumir un poder absoluto: decidir por nosotros mismos qué está bien y qué está mal, ignorando a Dios. Es la trampa de la autosuficiencia.


    Adán y Eva cayeron porque dudaron de la bondad de Dios, buscando ser como Él. Esa misma tentación sigue presente en nosotros hoy: ¿realmente confiamos en Dios, especialmente cuando no entendemos sus planes? ¿O preferimos tomar el control, dejando de lado su sabiduría y su amor?

    El pecado, que es siempre una ruptura con Dios, trae consigo una consecuencia inevitable: la separación de la fuente de la vida, que conduce a la muerte espiritual. Sin embargo, incluso ante nuestra debilidad, Dios nunca deja de llamarnos de nuevo hacia Él, ofreciéndonos su infinita misericordia. 


    Señor, enséñame a confiar en ti y a vivir en la libertad verdadera que nace de tu amor. Ayúdame a reconocer que todo lo que Tú me pides es para mi bien, incluso cuando no logro comprenderlo. Que nunca me deje llevar por la tentación de la autosuficiencia, sino que cada día camine más cerca de ti, aceptando con humildad tu voluntad. Así sea.



martes, 11 de febrero de 2025

LA CLAVE DE LA DIGNIDAD HUMANA

    Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó. Dios los bendijo; y les dijo Dios: Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Gen. 1, 27-28). 


    Señor, meditar este texto de tu Palabra nos lleva al Génesis, al origen de todo. En él nos recuerdas que, no somos el resultado de fuerzas ciegas del universo, sino el fruto de tu amor creador. Nos has hecho a tu imagen, dándonos una dignidad incomparable, elevándonos por encima de toda criatura viviente que habita la tierra. Ningún ser, en el ámbito de lo visible, puede reclamar este privilegio: ser imagen tuya.


    Además, desde el principio, nos regalaste todo. Cada criatura, cada paisaje, cada pequeño detalle es un don de tu amor paternal. Pero no nos hiciste propietarios egoístas, sino administradores fieles, delegados tuyos para cuidar y hacer crecer lo que Tú comenzaste. Nos has dado la misión de someter la tierra, no como un acto de dominación cruel, sino como un acto de servicio responsable. Estamos llamados a descubrir en la creación el reflejo de tu sabiduría y bondad, usándola con gratitud y reverencia hacia ti, porque en todo dejaste impresas tus huellas.


    Varón y mujer nos creaste, Señor, y en esta complementariedad rastreamos tu misterio. Ambos, el hombre y la mujer, reflejamos Tu imagen con igual dignidad y belleza. Cada uno aporta al otro lo que le falta, y juntos alcanzan una plenitud que no podrían alcanzar solos. Y esta unión no es solo una llamada a la comunión, sino a la fecundidad. En la familia humana, en el amor mutuo, encontramos tu reflejo, oh Señor, porque Tú mismo eres comunión de amor en la Trinidad.


    Señor, también nos recuerdas que, aunque el hombre necesita de todo lo que Tú le has dado, no es esclavo de lo creado, sino su señor. Nos llamaste a servirnos de la tierra, pero no a idolatrarla. Este equilibrio solo se logra cuando reconocemos que Tú eres el Señor de todo, y que nosotros somos tus hijos, llamados a caminar en obediencia y gratitud.


    Padre Eterno, gracias por crearnos a tu imagen y confiarnos la creación. Haznos fieles en el amor y en el cuidado de lo que nos has dado, viviendo siempre en constante acción de gracias. Amén.



lunes, 10 de febrero de 2025

TRES DIMENSIONES

Después de cuatro semanas leyendo en la misa la carta a los Hebreos, comenzamos a leer el Génesis. Permitidme una reflexión muy personal que abre caminos a la alabanza.


    Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: ‘Exista la luz’. Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena. Y separó Dios la luz de la tiniebla. Llamó Dios a la luz día y a la tiniebla llamó noche. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero” (Gen. 1, 1-5).


    Al principio, todo era caos, confusión, vacío y oscuridad. Pero Dios habló.

Él, que es Tres, creó tres dimensiones en las que habría de desarrollarse nuestra vida: el tiempo, el espacio y el espíritu.

    Su palabra poderosa dio origen, en primer lugar, al tiempo. “Exista la luz”, dijo, y la luz existió. Separó la luz de las tinieblas, y nacieron el día y la noche. Con este acto, el tiempo comenzó a deslizarse, marcando un ritmo: trabajo y descanso, cosechas y fiestas, el antes y el después… Un ámbito donde la historia de la creación pudiera desarrollarse.

    El tiempo es un regalo. Es la primera dimensión en la que se mueve nuestra vida, porque no somos seres estáticos: somos peregrinos. Cada día que amanece es un paso hacia Dios. Y cada noche que cae es una pausa para el descanso, la confianza y el abandono en sus manos.

    En el tiempo, Dios nos llama a buscarle, a reconocer que nuestra vida es un camino, un avance continuo hacia Él. Y aunque el tiempo parece escaparse demasiado deprisa, en realidad es un terreno fértil: el campo donde cada pequeño instante puede convertirse en encuentro con el Creador.


    Pero el tiempo, a su vez, necesita otro ámbito en el que discurrir. Por eso Dios creó también una segunda dimensión, el espacio: la tierra, el cielo, el jardín donde habría de vivir el hombre. Este espacio no es un mero escenario: es nuestro hábitat natural, dispuesto cuidadosamente por Dios, lleno de belleza, orden y sentido. En él trabajamos, descansamos y vivimos nuestra vocación. Aquí aprendemos a cuidar y a construir, a descubrir la presencia de Dios en lo visible.


    Y, por encima de todo, Dios infundió en el ser humano su Espíritu, el soplo divino, esa chispa de vida que nos hace semejantes a Él. El espíritu es la tercera dimensión de nuestra existencia, la más profunda, la que nos conecta con el Creador, la que da sentido al tiempo y al espacio. Sin el espíritu, el tiempo sería simplemente una sucesión de días vacíos; y el espacio, un escenario sin propósito. Pero con el espíritu, el tiempo se convierte en una peregrinación hacia Dios, y el espacio, en el lugar de encuentro con Él.


    ¡Alaba alma mía al Señor, y todo mi ser a su santo nombre! ¡Alaba alma mía al Señor, y no olvides sus beneficios!” (Sal. 103, 1-2).



domingo, 9 de febrero de 2025

HACER REVERENCIA

    Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: ‘Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador’. Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido” (Mc. 5, 8).


    En el evangelio de hoy, tras presenciar la pesca milagrosa, Simón Pedro se postra ante Jesús y, abrumado por el asombro y la conciencia de su propia indignidad, exclama: “Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador”. Este gesto de Pedro es una conmovedora manifestación de reverencia y reconocimiento de la santidad de Cristo frente a su propia pequeñez y pecado.

    La reverencia hacia Dios nace de la contemplación de su grandeza y de la conciencia de nuestra limitación. Al igual que Pedro, cuando somos testigos de sus maravillas en nuestra vida, ya sea a través de milagros inexplicables, signos evidentes, o de las pequeñas gracias de cada día, nos damos cuenta de nuestra fragilidad y de la inmensidad del amor y el poder de Dios.

    Esta actitud de humildad nos invita a una adoración sincera, reconociendo que, aunque somos “nada” ante la inmensidad divina, Dios nos ama y nos llama a estar cerca de Él. Porque la reverencia no es sólo, ni principalmente, temor o respeto, sino también una respuesta de amor y gratitud hacia Aquel que, siendo todo, se acerca a nosotros en nuestra pequeñez.

    En muchas ocasiones a lo largo de mi vida no he podido orar sino repitiendo una y otra vez: “Tú todo, yo nada”. Creo que es una forma de interiorizar que Dios es la fuente de todo bien, y que nosotros dependemos completamente de su gracia. Más aún, esta confesión nos libera de pesadas cargas, nos permite confiar plenamente en Él y nos impulsa a vivir una vida de adoración y servicio, sabiendo que, aunque somos imperfectos, somos amados por un Dios perfecto.

    Que, al igual que Pedro, podamos reconocer nuestra pequeñez ante la grandeza de Dios y, desde esa humilde consideración, abrirnos a la transformación que su amor opera en nosotros.



sábado, 8 de febrero de 2025

UNA INVITACIÓN DEL SEÑOR

“Él les dijo: ‘Venid vosotros solos a un lugar desierto a descansar un poco’. Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer” (Mc 6, 31).


En el evangelio Jesús nos hace una invitación: venir para estar a solas con Él. En medio de la agitación del día a día, del trabajo, las preocupaciones y las múltiples ocupaciones, corremos el riesgo de olvidar lo esencial: nuestro tiempo con Dios. Y este tiempo no es un lujo ni una ocupación secundaria, sino una necesidad vital.

Santa Teresa de Jesús definía la oración como un “estar muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”. Es la forma en que descansamos en Dios, como los discípulos que, tras la fatiga de la misión, son llamados por Jesús a retirarse con Él.

Así como necesitamos comer, beber y respirar para sostener nuestro cuerpo, nuestra alma también necesita el alimento de la oración. Sin ella, nuestra vida espiritual se debilita, nos volvemos frágiles ante las dificultades y perdemos el sentido de lo que hacemos.

Vivimos en un mundo acelerado. Tenemos tiempo para el trabajo, la familia, el entretenimiento, el descanso físico, el deporte, las redes sociales… pero muchas veces no encontramos tiempo psicológico para Dios. Es decir, aunque objetivamente haya momentos en los que podríamos orar, nuestra mente está ocupada, distraída, fatigada. Nos cuesta parar y centrarnos en lo esencial.

Jesús nos recuerda que el descanso verdadero no consiste solo en cesar la actividad, sino en ir a Él, en estar con Él, en dejarnos renovar por su presencia. Y este descanso no es una evasión de la vida, sino lo que nos permite vivir mejor, con más sentido, con más paz y amor. 

Dios no necesita nuestras oraciones, pero nosotros sí las necesitamos. No depende Él de nuestro tiempo o de nuestras palabras, sino que somos nosotros los que necesitamos estar con Él para encontrar luz, fuerza, guía, consuelo y perdón. La oración no cambia a Dios, sino que nos cambia a nosotros.

Que nuestra respuesta a la invitación de Jesús en el Evangelio de hoy sea un “SÍ” decidido. Que busquemos esos momentos de encuentro con Él, sabiendo que no son una carga pesada, sino un descanso verdadero. Porque en la oración no estamos solos, sino que estamos con el que “sabemos que nos ama”. 




viernes, 7 de febrero de 2025

A TIEMPOS DE TRIBULACIÓN, REFUGIO SEGURO

“El Señor es mi luz y mi salvación,

¿a quién temeré?

El Señor es la defensa de mi vida,

¿quién me hará temblar?” (Sal 26,1).


Un versículo del salmo responsorial de hoy lo escogí como texto para ilustrar la estampa que me sirvió como recordatorio de mi ordenación sacerdotal.


¿Dónde tomo conciencia de que “el Señor es mi luz y mi salvación”? El texto del salmo habla de un lugar muy especial: “Oigo en mi corazón”. El corazón es el centro de la persona; allí habita Dios, allí le habla al alma. Él es la Luz: la que existía antes de que el mundo fuera, la que ilumina todas las tinieblas, interiores o exteriores. Y yo le creo. También es la única salvación frente al mal, que cada día amenaza con tragarse la pequeña barca de Pedro.


“¿A quién temeré?” Nada ni nadie, excepto Dios, tiene poder sobre el corazón del hombre para imponerse. Ni la muerte, ni la angustia, ni la soledad pueden perturbar a quien ha permitido que la Luz entre hasta lo más hondo de su ser. El cristiano posee una valentía, por así decirlo, sobrenatural.


“El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?” No es solo una defensa externa, sino una muralla espiritual, una morada interior elevada, un refugio inexpugnable donde el alma puede desaparecer a los ojos del enemigo.


Con el Salmo, también podemos repetir muchas veces esta invocación:


Me refugio en el Corazón de Jesús,

Me refugio en el Corazón Inmaculado de María. 

Me refugio en el corazón de mi madre la Santa Iglesia.

Se levanta Dios y se dispersan sus enemigos,

 y huyen de su presencia los que lo odian. Amén.




jueves, 6 de febrero de 2025

ELEVACIÓN A LA TRINIDAD

Os habéis acercado al monte Sion, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las miríadas de ángeles (…) y al Mediador de la nueva alianza, Jesús” (Heb. 12,22-24).

Nos encontramos este texto en la primera lectura de la misa y se nos enciende la nostalgia del cielo. Algo que también le ocurrió a una de mis santas favoritas, Isabel de la Trinidad. En febrero de 1906 se agravó notablemente su enfermedad, y en las cartas y escritos de este período habla con frecuencia sobre su sufrimiento, y sobre su deseo de unión con Dios. A pesar del dolor, seguía escribiendo y ofreciendo su sufrimiento con una profunda paz interior.

Catorce meses antes, de un tirón, escribió esta oración que hoy hago mía y a la que os invito a uniros:


¡Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme enteramente de mí para establecerme en Ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, ¡oh mi Inmutable!, sino que cada minuto me sumerja más en la hondura de tu Misterio.

Inunda mi alma de paz; haz de ella tu cielo, la morada de tu amor y el lugar de tu reposo. Que nunca te deje allí solo, sino que te acompañe con todo mi ser, toda despierta en fe, toda adorante, entregada por entero a tu acción creadora.

¡Oh, mi Cristo amado, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para tu Corazón; quisiera cubrirte de gloria y amarte… hasta morir de amor! Pero siento mi impotencia y te pido «ser revestida de Ti mismo»; identificar mi alma con todos los movimientos de la tuya, sumergirme en Ti, ser invadida por Ti, ser sustituida por Ti, a fin de que mi vida no sea sino un destello de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.

¡Oh, Verbo eterno, Palabra de mi Dios!, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme dócil a tus enseñanzas, para aprenderlo todo de Ti. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero fijar siempre la mirada en Ti y morar en tu inmensa luz. ¡Oh, Astro mío querido!, fascíname para que no pueda ya salir de tu esplendor.

¡Oh, Fuego abrasador, Espíritu de Amor, «desciende sobre mí» para que en mi alma se realice como una encarnación del Verbo. Que yo sea para El una humanidad suplementaria en la que renueve todo su Misterio.

Y Tú, ¡oh Padre Eterno!, inclínate sobre esta pequeña criatura tuya, «cúbrela con tu sombra», no veas en ella sino a tu Hijo Predilecto en quien has puesto todas tus complacencias.

¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo!, yo me entrego a Ti como una prisionera. Sumergíos en mí para que yo me sumerja en Vos, mientras espero ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas.



miércoles, 5 de febrero de 2025

AMOR Y CORRECCIÓN

Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, ni te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos” (Heb. 12, 5-6).


    Dios es Padre, y todo buen padre corrige a su hijo cuando este se equivoca o se desvía del buen camino. No hacerlo sería no amarlo y desentenderse de él,  dejándolo entregado a sus errores o caprichos, abocado a la desgracia.

    Pero Dios nos ama, y su amor no es un amor débil o complaciente, que deje pasar nuestros pecados como si no tuvieran importancia. Su amor es fuerte, exigente, purificador, nos invita siempre a crecer.

    A veces vemos a un padre humano que castiga con ira, y nos imaginamos que Dios actúa así. Pero los castigos de Dios no son fruto de su ira ni de su desprecio, sino de su misericordia: Jesús nos pone la comparación del viñador, que poda a su viña para que dé más fruto. 

    Nos duelen, por supuesto, pero la Palabra de Dios nos dice que no deben desanimarnos. Aceptarlos con humildad es aceptar nuestra condición de hijos, que Dios nos trata como a tales, y que estamos llenos de imperfecciones y debilidad.

    Para ello debemos pedir la gracia de la obediencia, la capacidad de aceptar las pruebas con fe, sin murmurar ni desesperarnos. Porque Dios sabe muy bien lo que hace y nunca castiga sin razón, ni nos prueba por encima de nuestras fuerzas. 


    Padre nuestro, Padre bueno y justo, te adoro y me someto a tu voluntad.

    Sé que me amas con amor verdadero, y que por eso no me dejas abandonado a mis errores.

    Dame la gracia de aceptar con humildad tu corrección y no rebelarme contra las pruebas que permitas en mi vida, aunque no siempre comprenda su sentido.

    Purifícame, Señor. Hazme obediente, dócil, paciente en la tribulación. Enséñame a confiar en tu sabiduría, y a reconocer que toda prueba que viene de Ti es para mi bien y mi santificación.

    Padre bueno, no me dejes solo. Si es necesario que me castigues, hazlo con amor, pero no me rechaces ni me apartes de tu presencia. Amén.



martes, 4 de febrero de 2025

CORRIENDO LA CARRERA

“Corramos con constancia en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús” (Heb 12, 1-2).


La Sagrada Escritura habla con frecuencia de la vida como un camino de fe, y nuestra existencia concreta implica recorrerlo.

La primera lectura de la misa de hoy nos da algunas recomendaciones para conseguirlo: el esfuerzo constante, el desprendimiento y la atención a la meta.

La importancia de la perseverancia es clave: la meta puede parecernos, a veces, muy lejana; las distracciones que se presentan en el camino, ser frecuentes; y las dificultades pueden hacer tambalear la esperanza de llegar algún día. La paciencia, la generosidad y la fidelidad a Dios nos ayudarán a superarlas.


El desprendimiento, tan recomendado por santa Teresa de Jesús y tantos otros místicos, nos ayudará a aguardar con paz la acción de Dios, y a prepararla. Como toda virtud, requiere ejercicio y lucha. Para librar bien ese combate, conviene avanzar “ligeros de equipaje”, y por eso se nos habla de renuncia.

Hay realidades que dificultan nuestro avance: distracciones, miedos, pecados conocidos y consentidos, apegos, rencores, sentimientos de culpa obsesivos… Y, ante ese panorama, hay que decidirse y elegir. La renuncia consistirá siempre en una elección y en un ejercicio de fe.


Y, por último, debemos mantener los ojos fijos con atención en la meta, que es Jesucristo, ya que este camino lo recorrió Él antes sin ahorrarse ninguna tribulación, para poder así enseñarnos que su final no es la Cruz, sino la resurrección y la vida.


Señor Jesús, Tú eres el principio y la meta de nuestra fe. Ayúdanos a correr con constancia en la carrera de la vida, a soltar todo lo que nos aleja de ti y a perseverar, aun en medio de las dificultades.

Que nuestros ojos estén siempre fijos en ti, para que, como Tú, podamos abrazar la Cruz con esperanza y llegar a la gloria de la resurrección.

Así sea.