“El Señor Dios formó, de la costilla que había sacado de Adán, una mujer, y se la presentó a Adán. Adán dijo: ‘¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será mujer, porque ha salido del varón’. Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Gén. 2, 22-24).
Debemos a san Juan Pablo II una teología del cuerpo muy sugestiva. Según ésta, el relato que narra la creación de la mujer a partir de la costilla de Adán revela un misterio profundo: la unidad en medio de las diferencias. Dios, al formar a Eva, no simplemente ha completado al hombre, sino que le ha hecho una importante revelación. Adán, al contemplar a la mujer, descubre el sentido de su existencia, reconociendo en ella una compañera igual a él y, al mismo tiempo, diferente; a su complemento perfecto. Su exclamación, “hueso de mis huesos y carne de mi carne”, es un grito de asombro ante el don recibido: no está solo, y su vocación es la comunión.
Desde esta perspectiva, este pasaje nos conduce al corazón del plan divino para la humanidad. El hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios, son llamados a reflejar el amor divino mediante el don sincero de sí mismos. Su diferencia no es motivo de división (como tampoco lo es en la Trinidad Santísima), sino camino hacia la unidad. Unidos como “una sola carne”, hombre y mujer expresan el amor humano de manera única, y al mismo tiempo son un signo visible del amor de Dios.
Este don de la unidad, sin embargo, va más allá de lo físico: implica una comunión total de cuerpo, alma y espíritu. Al unirse en el amor, el hombre y la mujer no solo participan en el misterio de la creación, sino que también prefiguran la unión definitiva de Cristo con la Iglesia, su Esposa. Así, el amor conyugal es una expresión concreta y viva del amor redentor de Dios.
Señor, Tú, que en Tu infinita sabiduría creaste al hombre y a la mujer como reflejo de tu amor eterno, abre nuestros corazones para comprender el misterio de la unidad en la diferencia.
Enséñanos a vivir el don de nosotros mismos en plenitud, a amar con la generosidad con la que Tú nos amas, y a descubrir en nuestras relaciones humanas un signo de tu presencia viva.
Haz que el amor humano, en su verdad y belleza, nos conduzca siempre hacia ti, el Amor perfecto. Amén.
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