“Pasados cuarenta días, Noé abrió la claraboya que había hecho en el arca y soltó el cuervo, que estuvo saliendo y retornando hasta que se secó el agua en la tierra. Después soltó la paloma, para ver si había menguado el agua sobre la superficie del suelo. Pero la paloma no encontró donde posarse y volvió al arca, porque todavía había agua sobre la superficie de toda la tierra. Él alargó su mano, la agarró y la metió consigo en el arca. Esperó otros siete días y de nuevo soltó la paloma desde el arca. Al atardecer, la paloma volvió con una hoja verde de olivo en el pico” (Gen. 8,6-13. 20-22).
Si os fijáis, la lectura de la misa de hoy esconde un misterio profundo: el del alma en busca de la fuente de la vida, que es Dios.
Después del diluvio, Noé abre la claraboya y suelta primero un cuervo. El cuervo va y viene, pero no trae respuesta. Es la imagen de la búsqueda humana cuando se apoya solo en sus fuerzas, cuando trata de encontrar la verdad sin ayuda de una guía segura. El cuervo simboliza la inquietud y oscuridad de quien no sabe descansar en Dios, de quien vagabundea sin hallar una morada estable.
Luego, Noé envía una paloma, y esta no se queda yendo y viniendo, sino que regresa inmediatamente al arca cuando no encuentra tierra firme. Es la imagen de quien busca a Dios con sinceridad, pero no encuentra lo que quiere, y vuelve siempre a sí mismo en busca de refugio y descanso. Cuando la tierra está aún sumergida en pecado, cuando las aguas del mal no han menguado del todo, el alma no puede posarse en nada de este mundo. Es la experiencia de quien, en la oración, busca el recogimiento porque descubre que nada le sacia fuera de Dios.
Pero llega un día en que la paloma regresa con una hoja de olivo en el pico. Es el signo de que la tierra ha sido purificada y la paz de Dios comienza a brillar. Es la señal de que Dios nos ha abierto un camino, de que nos espera más allá de las aguas de la prueba. Es el momento de la contemplación, en que el alma percibe que Dios ha hablado, que la tormenta y la oscuridad pasaron; el momento de la fe, de la esperanza y del amor, que le permiten vivir bajo un cielo nuevo y en una tierra nueva.
Al final del pasaje, Noé levanta un altar y ofrece un sacrificio. La ofrenda es la respuesta del alma que, después de haber saboreado el conocimiento de Dios, le entrega todo. Y Dios, al recibir esta entrega, sella su alianza y le promete que no volverá a destruir la tierra, que nunca la abandonará.
Señor, Tú eres mi refugio en la tormenta y mi descanso cuando las aguas se retiran. Enséñame a buscarte con la perseverancia de la paloma, a volver siempre a ti cuando todo parece incierto, a reconocer en los pequeños signos de la vida la confirmación de tu presencia. Que mi corazón, como el altar de Noé, sea un lugar donde siempre ofrezca mi vida con gratitud, y reciba tu amor y tu paz. Amén.
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