“Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, ni te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos” (Heb. 12, 5-6).
Dios es Padre, y todo buen padre corrige a su hijo cuando este se equivoca o se desvía del buen camino. No hacerlo sería no amarlo y desentenderse de él, dejándolo entregado a sus errores o caprichos, abocado a la desgracia.
Pero Dios nos ama, y su amor no es un amor débil o complaciente, que deje pasar nuestros pecados como si no tuvieran importancia. Su amor es fuerte, exigente, purificador, nos invita siempre a crecer.
A veces vemos a un padre humano que castiga con ira, y nos imaginamos que Dios actúa así. Pero los castigos de Dios no son fruto de su ira ni de su desprecio, sino de su misericordia: Jesús nos pone la comparación del viñador, que poda a su viña para que dé más fruto.
Nos duelen, por supuesto, pero la Palabra de Dios nos dice que no deben desanimarnos. Aceptarlos con humildad es aceptar nuestra condición de hijos, que Dios nos trata como a tales, y que estamos llenos de imperfecciones y debilidad.
Para ello debemos pedir la gracia de la obediencia, la capacidad de aceptar las pruebas con fe, sin murmurar ni desesperarnos. Porque Dios sabe muy bien lo que hace y nunca castiga sin razón, ni nos prueba por encima de nuestras fuerzas.
Padre nuestro, Padre bueno y justo, te adoro y me someto a tu voluntad.
Sé que me amas con amor verdadero, y que por eso no me dejas abandonado a mis errores.
Dame la gracia de aceptar con humildad tu corrección y no rebelarme contra las pruebas que permitas en mi vida, aunque no siempre comprenda su sentido.
Purifícame, Señor. Hazme obediente, dócil, paciente en la tribulación. Enséñame a confiar en tu sabiduría, y a reconocer que toda prueba que viene de Ti es para mi bien y mi santificación.
Padre bueno, no me dejes solo. Si es necesario que me castigues, hazlo con amor, pero no me rechaces ni me apartes de tu presencia. Amén.
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