lunes, 10 de febrero de 2025

TRES DIMENSIONES

Después de cuatro semanas leyendo en la misa la carta a los Hebreos, comenzamos a leer el Génesis. Permitidme una reflexión muy personal que abre caminos a la alabanza.


    Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: ‘Exista la luz’. Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena. Y separó Dios la luz de la tiniebla. Llamó Dios a la luz día y a la tiniebla llamó noche. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero” (Gen. 1, 1-5).


    Al principio, todo era caos, confusión, vacío y oscuridad. Pero Dios habló.

Él, que es Tres, creó tres dimensiones en las que habría de desarrollarse nuestra vida: el tiempo, el espacio y el espíritu.

    Su palabra poderosa dio origen, en primer lugar, al tiempo. “Exista la luz”, dijo, y la luz existió. Separó la luz de las tinieblas, y nacieron el día y la noche. Con este acto, el tiempo comenzó a deslizarse, marcando un ritmo: trabajo y descanso, cosechas y fiestas, el antes y el después… Un ámbito donde la historia de la creación pudiera desarrollarse.

    El tiempo es un regalo. Es la primera dimensión en la que se mueve nuestra vida, porque no somos seres estáticos: somos peregrinos. Cada día que amanece es un paso hacia Dios. Y cada noche que cae es una pausa para el descanso, la confianza y el abandono en sus manos.

    En el tiempo, Dios nos llama a buscarle, a reconocer que nuestra vida es un camino, un avance continuo hacia Él. Y aunque el tiempo parece escaparse demasiado deprisa, en realidad es un terreno fértil: el campo donde cada pequeño instante puede convertirse en encuentro con el Creador.


    Pero el tiempo, a su vez, necesita otro ámbito en el que discurrir. Por eso Dios creó también una segunda dimensión, el espacio: la tierra, el cielo, el jardín donde habría de vivir el hombre. Este espacio no es un mero escenario: es nuestro hábitat natural, dispuesto cuidadosamente por Dios, lleno de belleza, orden y sentido. En él trabajamos, descansamos y vivimos nuestra vocación. Aquí aprendemos a cuidar y a construir, a descubrir la presencia de Dios en lo visible.


    Y, por encima de todo, Dios infundió en el ser humano su Espíritu, el soplo divino, esa chispa de vida que nos hace semejantes a Él. El espíritu es la tercera dimensión de nuestra existencia, la más profunda, la que nos conecta con el Creador, la que da sentido al tiempo y al espacio. Sin el espíritu, el tiempo sería simplemente una sucesión de días vacíos; y el espacio, un escenario sin propósito. Pero con el espíritu, el tiempo se convierte en una peregrinación hacia Dios, y el espacio, en el lugar de encuentro con Él.


    ¡Alaba alma mía al Señor, y todo mi ser a su santo nombre! ¡Alaba alma mía al Señor, y no olvides sus beneficios!” (Sal. 103, 1-2).



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