viernes, 27 de junio de 2025

ESTE CORAZÓN QUE TANTO HA AMADO A LOS HOMBRES (I)


    El Sagrado Corazón de Jesús, en sus apariciones a santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), le realizó doce promesas dirigidas a las personas que practicaran y vivieran la espiritualidad de su Corazón. Con motivo de la solemnidad de hoy, presentamos las seis primeras, seguidas cada una de ellas por un sencillo comentario o reflexión espiritual.

1. “Les daré todas las gracias necesarias a su estado”.

El Corazón de Jesús no promete una vida sin dificultades, pero sí asegura las gracias que cada uno necesita para vivir su vocación: en el matrimonio, en el sacerdocio, en la vida consagrada o en la soledad. Es una promesa de fidelidad divina.

2. “Pondré paz en sus familias”.

La paz no es ausencia de conflictos, sino la presencia de Cristo. Cuando Él reina en un hogar, su Corazón apacigua tensiones, une a los que estaban distantes y siembra perdón. La paz del Corazón de Jesús es suave y firme.

3. Les consolaré en sus penas”.

El consuelo de Jesús no es sólo palabra: es presencia. Él no quita siempre el dolor, pero lo abraza desde dentro, lo transforma, lo hace fecundo. Consolar es la forma más tierna del amor divino.

4. Seré su refugio seguro durante la vida, y, sobre todo, en la hora de la muerte”.

Quien se acoge al Corazón de Jesús nunca está solo. Ni en la enfermedad, ni en la angustia, ni en la hora última. Él es roca firme, baluarte de salvación, puerto en la tormenta.

5. “Derramaré abundantes bendiciones sobre todas sus empresas”.

Cuando se actúa con rectitud y se confía en Dios, el Corazón de Jesús no deja sin respuesta. A veces bendice con frutos visibles, otras con purificaciones o crecimiento interior. Pero su bendición nunca falta.

6. “Bendeciré las casas en que la imagen de mi Corazón sea expuesta y venerada”. 

No es ninguna superstición: es pura fe. Tener en casa la imagen del Corazón de Jesús es un acto de amor y de confianza, una invitación permanente a que Él reine en ese lugar, proteja, inspire y sane.


Jesús manso y humilde de Corazón, haz mi corazón semejante al Tuyo.

jueves, 26 de junio de 2025

MISERICORDIA Y PROVIDENCIA


    Ayer regresé de un viaje por Lituania y otros lugares del Báltico. Allí tuve ocasión de venerar la primera imagen de Jesús de la Divina Misericordia, tal como fue mandado pintar por santa Faustina Kowalska, que vivió en aquella ciudad.


    Pero lo que más me impresionó fue la visita a la conocida Colina de las Cruces. Un lugar sobrecogedor donde personas religiosas y patriotas lituanos depositaron cruces de todo tipo y tamaño durante muchos años. Fue un lugar barrido, aplastado y quemado por el régimen comunista. Y, sin embargo, la fe del pueblo no dejó de seguir llevando cruces, que hablaban de su fe y de su esperanza indomable. Hoy es un espacio pintoresco, pero sobre todo de silencio y oración, donde el número de cruces no cesa de crecer.


    Entre las docenas y docenas de millares de cruces, descubrí, mientras paseaba, una cruz con una inscripción en lituano e inglés que atrajo mi atención. Estaba firmada por un tal Kirk Kilgour, un jugador de voleibol norteamericano (1947–2002). Nunca había oído hablar de él. Después averigüé que desarrolló toda su carrera deportiva profesional en Italia. Con solo treinta años, un accidente durante el calentamiento de un partido lo dejó tetrapléjico para siempre.


    Fue un católico de profunda fe, recibido en alguna ocasión por san Juan Pablo II. Y escribió esta reflexión que me encontré allí, como ya he dicho, entre miles de cruces, por casualidad. Me conmovió profundamente. La he traducido y adaptado un poco en forma de oración para poder compartirla con vosotros. Es perfecta para decirla a la sombra de la cruz, considerando los singulares y amorosos caminos de la Divina Misericordia y Providencia en nuestras vidas. Dice así:


    Señor, te pedí fortaleza para cumplir planes maravillosos; y Tú me hiciste débil, para que aprendiera a ser humilde. 

    Te pedí salud para lograr grandes éxitos; y Tú me diste dolores, para que comprendiera el valor de la salud.

    Te pedí riquezas para poder alcanzarlo todo; y Tú me hiciste pobre, para que no fuera egoísta.

    Te pedí poder, para que todos me necesitaran; y Tú me diste humillación, para que fuera yo quien necesitara a los demás.

    Te pedí todo lo necesario para disfrutar de la vida; y Tú me diste la vida, para que aprendiera a disfrutarlo todo.

    Señor, no me diste exactamente lo que te pedí, pero reconozco que me diste lo que necesitaba… aunque yo no lo hubiera deseado.

miércoles, 25 de junio de 2025

LA LARGA NOCHE DE LA FE


    “Abrán añadió: «No me has dado hijos, y un criado de casa me heredará». Pero el Señor le dirigió esta palabra: «No te heredará ese, sino que uno salido de tus entrañas será tu heredero». Luego lo sacó afuera y le dijo: «Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas». Y añadió: «Así será tu descendencia». Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia” (Gn. 15,3-6).


    La noche puede parecer larga. El tiempo se alarga sin ver cumplidas las promesas. Abrán ha dejado su tierra, ha puesto su vida en manos de Dios, ha creído… pero no ve todavía nada. No tiene un hijo que lo herede, no tiene descendencia que alegre sus muchos años. Solo tiene una promesa. Solo una palabra. Pero es suficiente, porque es palabra de Dios.


    Entonces el Señor lo saca afuera. Lo hace mirar al cielo. Lo invita a contar las estrellas. Y allí, bajo la inmensidad de un firmamento incontable, vuelve a resonar la promesa: “Así será tu descendencia”. Y Abrán creyó. Creyó sin pruebas, sin señales, sin seguridades. Le bastó la voz del que promete. Esa fe —desnuda y confiada— le fue contada como justicia.


    Nosotros también necesitamos ser sacados afuera, de nuestros esquemas, de nuestros cálculos, de nuestros límites. Necesitamos levantar los ojos, mirar el cielo, dejar que la promesa de Dios ensanche nuestro corazón. Él promete vida, fecundidad, bendición. Promete una tierra y una descendencia. Y aunque aún no veamos a Isaac, aunque parezca imposible, el Señor ya ha comenzado a cumplir su palabra.


    Dios fiel y santo, Tú que llevaste a Abraham bajo el cielo estrellado y le diste esperanza, sácame también a mí de mi desconfianza y de mi encierro. Enséñame a creer, a esperar, a celebrar desde ahora lo que Tú harás en mi vida. Que no olvide que la esperanza nace no de lo que tengo, sino de lo que Tú me prometes. Amén.

martes, 24 de junio de 2025

ET NOMEN EIUS IOANNES


    “Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre». Y todos se quedaron maravillados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y se comentaban todos estos hechos por toda la montaña de Judea. Y todos los que los oían reflexionaban diciendo: «Pues ¿qué será este niño?» Porque la mano del Señor estaba con él. El niño crecía y se fortalecía en el espíritu, y vivía en lugares desiertos hasta los días de su manifestación a Israel.” (Lc. 1,63-66.80)


    Hoy es una fiesta grande. Hoy nace el amigo del Esposo, el último y más grande de los profetas, el que predicó en el desierto, el que anunció e impartió un bautismo de conversión, el que un día iría “delante del Señor con el espíritu y poder de Elías, para convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los desobedientes, a la sabiduría de los justos, preparando para el Señor un pueblo bien dispuesto”. Hoy nace el testigo valiente que no buscó para sí honor ni prestigio, sino que se gastó y desgastó por preparar el camino al Mesías. Hoy nace JUAN, aquel de quien Jesús dirá: “entre los nacidos de mujer no hay nadie mayor que él”. Todo en su vida fue signo, profecía, señal. Desde antes de nacer saltó de gozo en el vientre al oír la voz de María; al nacer, su nombre desató la lengua de su padre; al crecer, su vida austera y su palabra encendida estremecieron a todo Israel y lo prepararon para el encuentro con el Mesías. El cuarto Evangelio lo presentará así: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan” (Jn. 1,6).


    No buscó luces ni títulos. En expresión del mismo Jesús, no fue caña agitada por el viento, ni hombre vestido con ropas lujosas. Fue voz que grita en el desierto, dedo que señala al Cordero, lámpara que arde y brilla. Juan no se puso en el centro. Él sabía quién era y quién no era. “Yo no soy el Mesías”, dijo. “Yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias”, añadió. Y también: “es preciso que Él crezca y que yo disminuya”. Su humildad no fue pasividad: fue fuego, fue verdad, fue obediencia. Por eso su vida tiene la fuerza de los testigos verdaderos, de los santos que anuncian a Otro y desaparecen.


En Juan Bautista reconocemos la grandeza que nace del silencio, del despojo, de la fidelidad. Nació con una misión, y vivió solo para ella. Desde adolescente vivió en lugares desiertos. No retuvo nada, no se apropió de nada. Solo vivió para preparar, para señalar, para anunciar. Por eso su vida fue fecunda. Por eso, cuando el pueblo preguntaba: “¿Qué será este niño?”, la respuesta ya estaba escrita por la Providencia de Dios: será voz, será testigo, será mártir, será el más grande entre los nacidos de mujer.

lunes, 23 de junio de 2025

EL CAMINO DEL CREYENTE


    “El Señor dijo a Abrán: “Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan, y en ti serán benditas todas las familias de la tierra”. Abrán marchó, como le había dicho el Señor” (Gn. 12,1-4).


    Comenzamos hoy, tras la solemnidad del Cuerpo de Cristo, a leer y recorrer en el Génesis el largo camino de Abraham. Es el camino del creyente, que nace siempre con una palabra que llama, que interpela, que invita a dejar para recibir, a soltar para abrazar, a perder para ganar… en una palabra: a confiar. Abraham no recibe instrucciones claras ni garantías visibles. Solo una promesa, una voz, una bendición. Y esa palabra —que resuena con fuerza desde el otro lado del río— lo arranca de su tierra, de su casa, de su seguridad, y lo pone en marcha hacia un lugar desconocido, pero lleno de promesas.


    Así es también nuestra fe: una aventura en la que no controlamos los tiempos ni los paisajes, pero sí confiamos en Aquel que nos ha hablado. La vocación de Abraham es también la nuestra: todos somos llamados a salir, a ponernos en camino, a dejar atrás seguridades viejas y a fiarnos del Dios siempre joven que nos guía. Y esa fe, humilde y caminante, se convierte en bendición: “en ti serán benditas todas las familias de la tierra”. Porque cuando uno cree, cuando uno se abandona y camina, otros también encontrarán esperanza y ayuda. 


    Dios de Abraham, Dios que llamas y prometes, haz de mí un creyente en camino. Que no me quede encerrado en mis seguridades ni en lo que ya conozco. Que no me aferre a mis tierras, ni a mis afectos, ni a mis logros. Enséñame a fiarme de tu voz, a dejarme guiar por tu Palabra, a salir de mí mismo hacia la tierra que Tú me mostrarás. Y que mi vida, como la de Abraham, pueda ser también una bendición para otros. Amén.

domingo, 22 de junio de 2025

HAMBRE DE DIOS


    “Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado”. Él les contestó: “Dadles vosotros de comer”. (Lc. 9,12-13)


    Nuestro tiempo no es tan distinto de aquella multitud. Vivimos un en una sociedad que busca saciarse, pero no sabe de qué. El hambre que sufre el alma de los hombres y mujeres de hoy es intensa, aunque muchas veces disfrazada. Se multiplica el consumo, se busca la eficacia, se exaltan los logros humanos, se acumulan bienes y experiencias. Pero todo eso, aunque pueda satisfacer por un momento, deja un poso de vacío. El corazón no se llena con lo que se compra, ni con lo que se exhibe, ni con lo que pasa. El corazón necesita algo que permanezca. Algo, o mejor dicho, Alguien.


    Por eso, la súplica de aquellos hombres y mujeres —“Señor, danos siempre de ese pan”— sigue siendo nuestra súplica. Y sigue siendo también una súplica confundida con otros deseos. Queremos ser felices, ser amados, encontrar paz… pero no siempre sabemos que lo que en realidad anhelamos es a Jesús. Y Él responde con la misma claridad de entonces: “Yo soy el pan de vida”. No dice “yo tengo algo que daros”, sino “yo soy”. El don es Él mismo. No viene a regalarnos cosas que sacien nuestros sentidos o afectos desordenados, viene a regalarnos su Persona, a ofrecernos comunión con Él.


    Jesús, Pan vivo bajado del cielo, Tú no eres un consuelo pasajero, ni una alternativa espiritual entre muchas. Eres la Vida. No cualquier vida, sino la Vida eterna. Hoy, solemnidad del Corpus Christi, quiero renovar mi hambre de Ti. Tú eres el único Pan que da vida al mundo. Amén.

sábado, 21 de junio de 2025

COMO LOS PÁJAROS DEL CIELO


    “No andéis agobiados por vuestra vida, pensando qué vais a comer o qué vais a beber, ni por vuestro cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo más que el vestido?” (Mt. 6,25).


    Vivimos con frecuencia bajo el peso de agobios inútiles: el deseo de tener más, de asegurarlo todo, de mantener el cuerpo joven, ágil, fuerte. Nos cansamos trabajando por cosas que no llenan, y nos perdemos lo esencial. El cuerpo no es un objeto que poseamos, sino que es parte de lo que somos. Somos alma y cuerpo unidos, no máquinas que hay que optimizar, ni apariencias que hay que salvar. Y la vida —nuestra vida entera— vale infinitamente más que todo eso.


    Jesús nos invita a mirar a lo alto… y también a mirar alrededor: los pájaros del cielo, las flores del campo. No siembran ni hilan, y sin embargo el Padre los cuida. ¿Cómo no va a cuidar de nosotros si somos sus hijos? Quizás si los pájaros pudieran hablar entre ellos, se asombrarían al ver cómo vivimos. Se dirían unos a otros: “Pobrecitos los seres humanos, parece que ellos no tienen un Padre en el cielo que los ame”. Y sin embargo Jesús nos interpela diciendo: “¿No valéis vosotros más que ellos?”.


    Padre bueno, Tú que alimentas a los pájaros del cielo y vistes de hermosura las flores del campo, enséñame a confiar en tu cuidado. Líbrame de la obsesión por tener más, por aparentar más, por controlar lo que no puedo. Que mi cuerpo y mi vida sean vividos con paz, con libertad, con gratitud. Y que no olvide nunca lo más verdadero: que Tú estás conmigo para salvarme. Amén.


viernes, 20 de junio de 2025

TESOROS EN EL CIELO


    “No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.” (Mt. 6,19-21).


    Jesús no condena los bienes materiales, pero sí el peligro de vivir atrapados por ellos. Nos enseña a mirar más allá: todo lo que aquí se acumula, aquí se queda. Todo lo que se guarda solo para uno, se pierde. Pero lo que se entrega, lo que se comparte, lo que se ofrece por amor, permanece. No habla de despreciar el mundo, sino de una liberación interior: dejar de vivir preocupados por conservar, para empezar a vivir gustando la alegría de dar.


    El verdadero tesoro no se guarda, se utiliza, se distribuye, se comparte. No está en el oro, ni en el éxito, ni en el reconocimiento. Está en lo que hacemos y damos con amor y por amor. Cada gesto de fe, cada renuncia generosa, cada misericordia discreta, es un tesoro que no se oxida jamás, sino que conserva por la eternidad su rara belleza. Y poco a poco, si aprendemos a vivir así, nuestro corazón dejará de estar pegado a las cosas, para estar unido a Dios. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.


    Jesús, Tú que fuiste libre y pobre, enséñame a reconocer con sinceridad qué es lo que valoro de verdad. Líbrame de vivir para acumular y ayúdame a hacer de mi vida un tesoro para el cielo. Que no me aferre a lo que perece, sino que me alegre en dar, en servir, en amar. Quiero que mi corazón esté contigo, donde está el verdadero tesoro. 

jueves, 19 de junio de 2025

LA ORACIÓN DEL HIJO


    “Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis. Vosotros orad así: Padre nuestro que estás en el cielo…” (Mt. 6,7-9).


    En el corazón del Sermón de la Montaña, Jesús nos enseña a orar. Pero no nos da solo una fórmula para recitar, sino un modo nuevo de situarnos ante Dios: como hijos que confían, no como siervos que suplican. El Padre Nuestro es oración, sí, pero es sobre todo escuela: nos educa en la sencillez, en la verdad y en la confianza.


    Jesús descarta la palabrería vacía, las fórmulas largas, protocolarias o interesadas, porque el Padre no necesita ser convencido: ya sabe lo que nos hace falta, nos cuida y nos ama. Lo que Él desea es un corazón despierto. Y así, la oración comienza no con nuestras urgencias, sino con el deseo de Dios: santificado sea tu nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad. Solo después presentamos nuestras necesidades: el pan de cada día, el perdón que sana, la fuerza para no sucumbir al mal.


    Cada palabra del Padre Nuestro está, pues,  llena de sentido. En pocas frases, nos da un mapa para orar bien y vivir mejor. Nos abre al misterio del Padre que nos conoce por dentro y nos invita a confiar sin temor. Cada vez que la rezamos, volvemos a recordar quiénes somos: hijos amados, no extraños, no pobres y olvidados mendigos. Por eso, no basta con recitarla: hay que dejarse formar por ella, dejar que nos enseñe a vivir desde Dios y hacia los hermanos.


    Jesús, Tú que orabas al Padre en el silencio de la noche y en la fatiga del día, enséñame a orar como Tú: con sencillez, con verdad, con abandono. Que cada palabra del Padre Nuestro sea para mí como una semilla viva que crece en mi interior. Que no me pierda en palabras, sino que me encuentre en la relación. Que aprenda a poner primero a Dios, y luego todo lo demás. Y que, al llamarlo Padre, me reconozca hijo. Amén.

miércoles, 18 de junio de 2025

EN EL TEMPLO INTERIOR


    “Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará” (Mt. 6,6).


    Esta palabra de Jesús —en el Sermón de la montaña que seguimos leyendo— es una invitación directa a la interioridad. No se trata simplemente de buscar un espacio silencioso, sino de entrar en el santuario más profundo: el corazón. Tras haber recibido la efusión del Espíritu Santo, el cristiano ya no está solo; es habitado por una presencia. En lo más íntimo de su ser, el Santo Espíritu ora. Gime intercediendo por nosotros con gemidos inefables (Rom. 8,26). Su oración se une a la nuestra y la transforma en ofrenda viva, agradable al Padre.


    Cerrar la puerta significa cerrar las ventanas de nuestros sentidos interiores, acallar los ruidos de fuera, y también los de dentro, para sumergirse en ese templo escondido donde habita la Santísima Trinidad. No hay necesidad de muchas palabras. Basta con entrar, con saberse habitado, con presentarse ante Dios y dejarse mirar por Él. Allí, en lo secreto, Dios ve, actúa, ama, transforma y se entrega como recompensa.


    La oración que nace de la interioridad no se mide por el tiempo que dure ni por las palabras que diga, sino por su verdad, por su hondura, por el amor silencioso con que nos dejamos poseer por el Dios Uno y Trino que habita en nosotros.


    Padre mío, atráeme a lo secreto donde Tú estás. Enséñame a cerrar las puertas del ruido y del orgullo, y a permanecer en adoración en el fondo de mi alma, donde habita tu Espíritu, Espíritu de amor y de paz. Amén.

martes, 17 de junio de 2025

LA PERFECCIÓN EVANGÉLICA

    “Si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. 5,46-48).


    Jesús nos sigue sorprendiendo en el Sermón de la montaña, invitándonos a salir de los estrechos límites del amor natural para entrar en el dinamismo del amor sobrenatural, divino. Amar a quien nos ama, saludar a quienes son amigos, no tiene nada de extraordinario: lo hacen todos, hasta aquellos que no conocen a Dios. Pero el Evangelio no se contenta con eso. Nos llama a amar con un corazón mucho más grande, capaz de acoger incluso al enemigo, de bendecir al que nos maldice, de perdonar al que nos hiere. Ese amor, que brota de su fuente purísima, que es Dios, y que Él mismo derrama sobre nosotros, es el que nos configura con su perfección.


    Sed perfectos”, dice Jesús. ¿Es eso posible? No se trata de una perfección que consista en la total ausencia de errores e imperfecciones, sino de una perfección del amor. El Padre hace salir el sol sobre buenos y malos, y envía la lluvia sobre justos e injustos. Su perfección consiste en su misericordia inagotable, en su ternura universal, en su amor sin condiciones. Ser perfectos como Él significa dejar que su amor nos habite, nos transforme y se manifieste en gestos concretos hacia todos, sin exclusión.


    Oh buen Jesús, enséñanos a amar como Tú: sin medida y sin condiciones. Danos un corazón nuevo, semejante al tuyo, humilde y lleno de mansedumbre, para que, amando incluso a quienes no nos aman, vivamos como verdaderos hijos del Padre. Amén.

lunes, 16 de junio de 2025

DESCONCERTANTE RADICALIDAD


    “Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas” (Mt. 5,39-42).


    En el Sermón de la montaña, que escuchamos estos días en el Evangelio, Jesús nos propone una radicalidad desconcertante. En un mundo en que predomina la lógica del poder, los derechos y la fuerza, Él nos muestra el camino humilde y silencioso del amor gratuito, de la entrega generosa, del perdón sin condiciones. Sus palabras no son simples recomendaciones morales, sino que nos invitan a compartir su mismo modo de ser y de actuar. Jesús mismo, en la Pasión, fue abofeteado y no respondió con violencia; fue despojado y se entregó por completo; se le exigió caminar el camino del Calvario, y avanzó hasta la muerte, cargando con la cruz, sin condiciones, por puro amor.


    Al escuchar esta Palabra, se despierta en nuestro interior una resistencia natural: tememos la injusticia, el abuso, el aprovechamiento de los más desaprensivos... Pero la invitación del Maestro es clara e inequívoca, por encima de cualquier lectura simplista: romper el círculo vicioso del odio y de la venganza mediante la fuerza sorprendente y revolucionaria del amor. Este camino es difícil, pero es precisamente ahí, en esa entrega libre y confiada, donde experimentamos la verdadera libertad, la auténtica paz, y nos identificamos profundamente con Él, que dio todo por amor y sin reservas. A cada uno le toca buscar concreciones en su vida. 


    Jesús, enséñanos a amar con tu mismo Corazón, a entregarnos sin cálculos, a perdonar sin límites. Haznos comprender que, al vivir así, estamos construyendo tu Reino y participando plenamente de tu vida divina. Amén.