miércoles, 18 de junio de 2025

EN EL TEMPLO INTERIOR


    “Cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará” (Mt. 6,6).


    Esta palabra de Jesús —en el Sermón de la montaña que seguimos leyendo— es una invitación directa a la interioridad. No se trata simplemente de buscar un espacio silencioso, sino de entrar en el santuario más profundo: el corazón. Tras haber recibido la efusión del Espíritu Santo, el cristiano ya no está solo; es habitado por una presencia. En lo más íntimo de su ser, el Santo Espíritu ora. Gime intercediendo por nosotros con gemidos inefables (Rom. 8,26). Su oración se une a la nuestra y la transforma en ofrenda viva, agradable al Padre.


    Cerrar la puerta significa cerrar las ventanas de nuestros sentidos interiores, acallar los ruidos de fuera, y también los de dentro, para sumergirse en ese templo escondido donde habita la Santísima Trinidad. No hay necesidad de muchas palabras. Basta con entrar, con saberse habitado, con presentarse ante Dios y dejarse mirar por Él. Allí, en lo secreto, Dios ve, actúa, ama, transforma y se entrega como recompensa.


    La oración que nace de la interioridad no se mide por el tiempo que dure ni por las palabras que diga, sino por su verdad, por su hondura, por el amor silencioso con que nos dejamos poseer por el Dios Uno y Trino que habita en nosotros.


    Padre mío, atráeme a lo secreto donde Tú estás. Enséñame a cerrar las puertas del ruido y del orgullo, y a permanecer en adoración en el fondo de mi alma, donde habita tu Espíritu, Espíritu de amor y de paz. Amén.

martes, 17 de junio de 2025

LA PERFECCIÓN EVANGÉLICA

    “Si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt. 5,46-48).


    Jesús nos sigue sorprendiendo en el Sermón de la montaña, invitándonos a salir de los estrechos límites del amor natural para entrar en el dinamismo del amor sobrenatural, divino. Amar a quien nos ama, saludar a quienes son amigos, no tiene nada de extraordinario: lo hacen todos, hasta aquellos que no conocen a Dios. Pero el Evangelio no se contenta con eso. Nos llama a amar con un corazón mucho más grande, capaz de acoger incluso al enemigo, de bendecir al que nos maldice, de perdonar al que nos hiere. Ese amor, que brota de su fuente purísima, que es Dios, y que Él mismo derrama sobre nosotros, es el que nos configura con su perfección.


    Sed perfectos”, dice Jesús. ¿Es eso posible? No se trata de una perfección que consista en la total ausencia de errores e imperfecciones, sino de una perfección del amor. El Padre hace salir el sol sobre buenos y malos, y envía la lluvia sobre justos e injustos. Su perfección consiste en su misericordia inagotable, en su ternura universal, en su amor sin condiciones. Ser perfectos como Él significa dejar que su amor nos habite, nos transforme y se manifieste en gestos concretos hacia todos, sin exclusión.


    Oh buen Jesús, enséñanos a amar como Tú: sin medida y sin condiciones. Danos un corazón nuevo, semejante al tuyo, humilde y lleno de mansedumbre, para que, amando incluso a quienes no nos aman, vivamos como verdaderos hijos del Padre. Amén.

lunes, 16 de junio de 2025

DESCONCERTANTE RADICALIDAD


    “Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas” (Mt. 5,39-42).


    En el Sermón de la montaña, que escuchamos estos días en el Evangelio, Jesús nos propone una radicalidad desconcertante. En un mundo en que predomina la lógica del poder, los derechos y la fuerza, Él nos muestra el camino humilde y silencioso del amor gratuito, de la entrega generosa, del perdón sin condiciones. Sus palabras no son simples recomendaciones morales, sino que nos invitan a compartir su mismo modo de ser y de actuar. Jesús mismo, en la Pasión, fue abofeteado y no respondió con violencia; fue despojado y se entregó por completo; se le exigió caminar el camino del Calvario, y avanzó hasta la muerte, cargando con la cruz, sin condiciones, por puro amor.


    Al escuchar esta Palabra, se despierta en nuestro interior una resistencia natural: tememos la injusticia, el abuso, el aprovechamiento de los más desaprensivos... Pero la invitación del Maestro es clara e inequívoca, por encima de cualquier lectura simplista: romper el círculo vicioso del odio y de la venganza mediante la fuerza sorprendente y revolucionaria del amor. Este camino es difícil, pero es precisamente ahí, en esa entrega libre y confiada, donde experimentamos la verdadera libertad, la auténtica paz, y nos identificamos profundamente con Él, que dio todo por amor y sin reservas. A cada uno le toca buscar concreciones en su vida. 


    Jesús, enséñanos a amar con tu mismo Corazón, a entregarnos sin cálculos, a perdonar sin límites. Haznos comprender que, al vivir así, estamos construyendo tu Reino y participando plenamente de tu vida divina. Amén.

domingo, 15 de junio de 2025

TRINIDAD A QUIEN ADORO


    Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad. El icono de la Trinidad de Andrei Rublev, monje ortodoxo ruso del siglo XV, es una de las obras más bellas que ha producido el espíritu humano bajo la inspiración del Espíritu Santo. Es pintura, es teología, es oración silenciosa. Inspirado en el relato de los tres misteriosos visitantes que se presentan a Abraham en el encinar de Mambré (Gn. 18), Rublev no se detiene en el nivel literal, sino que eleva aquella escena hasta convertirla en una representación del Misterio trinitario, el misterio más alto de nuestra fe.


    Las tres figuras angélicas están sentadas en torno a una mesa, en una disposición circular que habla de unidad y comunión. Todas poseen la misma forma, los mismos rostros serenos, los mismos halos de luz. Sin embargo, hay distinciones sutiles, porque Dios es Uno y Trino. En el icono, la figura central es Cristo, el Hijo, con túnica azul y manto rojo: colores que evocan su divinidad y su humanidad. Él ofrece con la mano derecha el cáliz del sacrificio, mientras su rostro inclinado revela obediencia y entrega. Detrás de Él hay un árbol: el árbol de Mambré, pero también el árbol de la Cruz.


    A la izquierda del espectador se encuentra el Padre. Es la figura a la que se dirigen las miradas de los otros dos. Él es la fuente, el principio sin principio, el origen de la comunión. Su mirada está vuelta hacia el Hijo y su mano parece bendecir la ofrenda. Detrás de Él, la casa: símbolo del hogar eterno, de la morada del Padre evocada en la parábola del hijo pródigo, donde Él nos prepara el gran banquete de la misericordia.


    A la derecha del espectador se sienta el Espíritu Santo. Sus vestiduras tienen tonos verdes, color de vida, de esperanza, de renovación. Detrás de Él hay una montaña: figura del silencio, de la oración, del desierto donde el Espíritu conduce al alma para hablarle al corazón. El Espíritu es quien nos guía hacia lo alto, quien nos introduce en la intimidad divina, quien hace posible que nos sentemos a la mesa del Dios vivo.


    El centro de la imagen es la mesa, como altar. En ella, la copa del sacrificio. Todo confluye ahí. Pero hay algo más: frente a la mesa, delante del icono, hay un espacio vacío. Es el lugar reservado al que contempla. No se trata solo de mirar el misterio, sino de entrar en él. Ese espacio nos está reservado. Nosotros somos invitados a la mesa de Dios. El icono no es solo imagen: es llamada. Nos llama a la comunión. Nos llama a la santidad. Nos llama a ser morada del Dios trino y uno.


    Contemplar este icono es saborear, en silencio y con temor reverente, que Dios no es soledad, sino Amor eterno. Un Amor que se vuelca hacia nosotros y nos acoge. Un Amor que nos ha creado para que participemos de su gloria.


    Santísima Trinidad, misterio de comunión y de amor, abre mi alma al silencio donde Tú habitas. Llévame a la casa del Padre, sálvame por el sacrificio del Hijo, condúceme con el soplo del Espíritu Santo. Amén.

sábado, 14 de junio de 2025

PASO A PASO


    “No es un salto mortal de heroísmo lo que hace santo al hombre, sino el humilde y paciente camino con Jesús, paso a paso. La santidad no consiste en aventurados actos de virtud, sino en amar junto a él” Joseph Ratzinger (1927–2022)


    Vivimos en una cultura que exalta lo excepcional, los logros visibles, las hazañas que se celebran públicamente. Pero Dios no mide así la santidad. Lo decía con sencillez el futuro Papa Benedicto XVI: “No es un salto mortal de heroísmo lo que hace santo al hombre, sino el humilde y paciente camino con Jesús, paso a paso”. En un mundo que busca el brillo inmediato, la santidad se parece más al gesto de Jesús lavando los pies de sus discípulos, repetido cada día en mil gestos humildes de servicio, que al brillo de una medalla conquistada.


    La santidad es amar junto a Él. No amar como si fuéramos héroes, sino como los discípulos en el camino, aprendiendo, cayendo, volviendo a empezar. Es levantarse una vez más por amor, perdonar una vez más por amor, orar una vez más aunque no sintamos nada. La santidad no se improvisa ni se gana: se acoge y se recorre, paso a paso, con Él. Jesús no busca grandes atletas del espíritu, sino amigos fieles que le acompañen en los caminos ordinarios de la vida.


    Y este camino está al alcance de todos. Basta con estar dispuestos a caminar junto a Jesús cada día, en lo pequeño, en lo oculto, en lo pobre. Así se escribe la verdadera historia de la santidad.


    Jesús, Maestro y Amigo, enséñame a caminar a tu lado sin buscar grandezas ni reconocimientos, sin desear admiración ni aplausos. Que me baste amar contigo y por ti, y ser fiel en lo pequeño. Amén.

viernes, 13 de junio de 2025

ANTONIO “EL PEQUEÑO”


    “Dios todopoderoso y eterno,

que en san Antonio de Padua has dado a tu pueblo un predicador insigne y un intercesor en las necesidades, 

concédenos, con su ayuda, seguir las enseñanzas de la vida cristiana y experimentar tu protección en todas las adversidades”.

Oración colecta de la misa de San Antonio de Padua, doctor de la Iglesia (1195-1232)


    La fiesta de san Antonio “el pequeño” (se conoce por el Grande a San Antonio Abad) me conmueve siempre. Hay en él una ternura y una fuerza que no suelen darse juntas. Su imagen con el Niño Jesús, en brazos o sobre el libro de la Palabra de Dios, no es solo una representación piadosa, sino un retrato espiritual de su vida: san Antonio amó profundamente la infancia del Señor, no solo por propia devoción, sino por deseos de identificación. Amó y estudió con igual sinceridad la Sagrada Escritura, de la que llegó a ser Doctor. Quiso ser pequeño como Jesús, y deslumbrarse —no tanto por las grandezas divinas— sino por las humildades y pequeñeces de Dios.


    Fue también un gran hombre de letras, un intelectual respetado, un teólogo seguro y un predicador apasionado. Pero aun así, conservó la humildad y el silencio interior, sin exhibiciones. Su palabra nacía del fuego del Espíritu y de la vida oculta con Cristo en Dios. Se cuenta que era reservado, incluso callado, pero con una calidez cercana, afectuosa, que dejaba huella en quienes se le acercaban.


    La oración litúrgica de su fiesta recoge con precisión quién fue: un predicador insigne y un intercesor en las necesidades. Luz para quienes buscan orientación y sentido para sus vidas; consuelo para quienes suplican fuerza y ayuda. Luz, porque supo enseñar la vida cristiana con verdad y belleza. Consuelo, porque su intercesión se sigue haciendo notar en las vidas rotas, en todo tipo de necesidades, y en las urgencias del corazón.


    Ojalá podamos seguir de lejos a este gran santo. Ojalá nuestra vida, en su pequeñez, llegue a ser también un poco de lo que fue la suya: luz para el que camina sin rumbo, ayuda para el que sufre, consuelo para el que llora.


    Jesús, que hiciste de san Antonio un instrumento de tu luz y de tu ternura, haz que también nosotros seamos, para nuestros hermanos, presencia que ilumina y acompaña. Amén.


NOTA al cuadro de MURILLO:

La escena representa con gran ternura a san Antonio de rodillas ante el Niño Jesús, que aparece sentado sobre un libro —símbolo claro de la Palabra de Dios—, como se menciona en el texto.

La presencia de los ángeles en la parte superior añade una atmósfera celeste, luminosa y contemplativa.

La luz suave pero intensa que envuelve al Niño y al santo remite directamente a las palabras clave que intencionadamente repito: luz y consuelo. Esa luz no es solo decorativa: es espiritual, una luz que toca, transforma y consuela.

La actitud de ternura rendida de san Antonio ante Jesús Niño expresa con fuerza esa pequeñez deslumbrada que destaco.

jueves, 12 de junio de 2025

SACERDOTE PARA SIEMPRE


    Hoy es la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Fiesta también de los sacerdotes. Me he acordado inmediatamente de una oración que leí hace años, mucho antes incluso de ordenarme yo mismo sacerdote. Está en un libro cuya lectura me marcó en mi juventud: Oraciones para rezar por la calle, y se trata de la Oración de un sacerdote el domingo por la tarde. Copio aquí un fragmento, y quizás no me sea necesario añadir nada más. Creo que esta oración hoy puedo rezarla con mucha más verdad que hace cincuenta años, y me atrevería a pedirles a ustedes que, al leerla, encomienden a todos sus sacerdotes, también a aquel que se dirige a ustedes cada día a través de este canal:


    Es duro amar a todos y no retener a nadie. Es duro estrechar una mano sin desear retenerla. Es duro inspirar afecto para entregártelo a Ti. Es duro no ser nada para uno mismo para serlo todo para los demás. Es duro ser como los demás, entre los demás, y ser un distinto. Es duro dar siempre sin intentar recibir. Es duro acercarse a otros sin que nadie se acerque. Es duro recibir secretos sin poder compartirlos. Es duro cargar a los demás y nunca ser cargado. Es duro sostener a los débiles sin poder apoyarte en alguien fuerte. Es duro estar solo, ante todos, ante el mundo, ante el sufrimiento, la muerte, el pecado.

    Hijo, no estás solo. Yo estoy contigo. Yo soy tú. Para proseguir mi Encarnación y Redención, te necesito. Necesito tus manos para bendecir, tus labios para hablar, tu cuerpo para padecer, tu corazón para amar, te necesito para salvar. Quédate conmigo, hijo.

    Aquí estoy, Señor; aquí mi cuerpo, aquí mi corazón, aquí mi alma. Hazme suficientemente grande para alcanzar el mundo, suficientemente fuerte para llevarlo, suficientemente puro para abrazarlo sin retenerlo. Hazme lugar de encuentro, pero solo un paso, un camino que no se detenga en sí mismo, porque todo lo humano debe conducir a ti.

Señor, esta noche, mientras todo calla y siento la mordedura de la soledad, mientras los hombres devoran mi alma y me siento incapaz de saciar su hambre, mientras el mundo pesa sobre mis hombros con todo su peso de miseria y pecado, Te repito mi “sí”: despacio, claro, humildemente, solo, Señor, ante Ti, en la paz del atardecer.”


Michel Quoist (1921-1997), Oraciones para rezar por la calle.

miércoles, 11 de junio de 2025

ASÍ OS ENVÍO YO



    “Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis. No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento” (Mt. 10,7-10).


    El Evangelio no se anuncia como en la publicidad comercial, ni se propaga mediante estrategias humanas. Jesús envía a los suyos sin alforja, sin reservas, sin doblez. Los envía con las manos vacías, pero con el corazón lleno. Lo que han recibido gratuitamente —la salvación, la vida nueva, la luz de la fe— deben darlo también gratuitamente, sin apropiárselo ni convertirlo en moneda de cambio. No se trata tanto de convencer a las gentes cuanto de curarlas; no de imponerse sobre ellas, sino de liberarlas. La autoridad para resucitar muertos o expulsar demonios no proviene de una técnica, como algunos creen, ni de la eficacia de una oración, sino de la fe y de la comunión con el Señor.


    Este estilo de vida pobre, libre y entregado es la gran fuerza del Evangelio. Es un modo de vivir que parte de la confianza en la Providencia y no se protege con seguridades humanas. El enviado es sostenido por Aquel que lo envía, y vive para dar gracia, no para acumular méritos. El obrero, dice Jesús, merece su sustento: quien vive para Dios y se entrega a los demás nunca será abandonado. También hoy nos llama a anunciar su Reino con gestos de vida y palabras de verdad, confiando solo en Él.


    Jesús, que me envías pobre y libre a anunciar el Evangelio, concédeme la gracia de anunciarte sin buscar nada para mí, y con la alegría de haber recibido todo de ti. Amén.

martes, 10 de junio de 2025

HECHOS PARA ILUMINAR


    “Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa” (Mt. 5,14-15).


    Jesús no nos dice que deberíamos ser luz del mundo portándonos bien. Nos dice que ya lo somos. Nos ha encendido con su Espíritu Santo. Y la luz no está hecha para esconderse. ¿Por qué entonces tantos cristianos viven como si su fe fuera un secreto incómodo, como si fuera mejor no llamar la atención, no decir nada que pueda molestar? ¿Desde cuándo la luz ofende a los ojos que están en tinieblas? ¡Precisamente porque están en tinieblas, necesitan esa luz! Y, sin embargo, nos escudamos en la prudencia, en la tolerancia mal entendida, en la educación, como si evangelizar fuera un acto de violencia. Pero no, no lo es. Es un acto de amor.


    Tú y yo hemos sido encendidos por Cristo, hemos recibido su luz. ¿Qué haremos con ella? ¿Meterla debajo del sofá desde el que cómodamente nos asomamos a la vida, para que no moleste? ¿Ocultarla con excusas elegantes y miedos disfrazados de humildad? No. Hemos sido puestos “en lo alto del monte”, como ciudad visible, como faro en la noche. No somos llamados a mimetizarnos con la oscuridad para ser aceptados, sino a irradiar claridad, verdad, belleza. Hay que vivir lo que se cree, hay que creer con el corazón lo que los labios proclaman en la liturgia, aunque a veces lo digamos distraídos. No vale ya una vida gris, no vale una fe sin obras, sin testimonio.


    La luz no se impone, pero tampoco se esconde. Nuestra fe debe mostrarse, no con arrogancia, sino con claridad; no con desprecio, sino con firmeza; no con superioridad, sino con coherencia. También entre los mismos cristianos, muchos necesitan orientación: testigos, referencias vivas que les recuerden el esplendor de lo que han recibido. ¿Cómo no anunciar con entusiasmo la belleza de nuestra fe a los que no conocen a Cristo, o lo conocen mal, o lo han olvidado? Hay que hablar. Hay que decirlo. Hay que mostrarlo. Aunque el mundo se escandalice, aunque murmure, aunque se burle, aunque persiga. Ya lo hizo con el Maestro. ¿Seremos más que Él?


    Jesús, que encendiste en mí la luz de la fe, no permitas que la oculte por cobardía. Dame audacia, claridad y caridad para que otros puedan conocerte reflejado en mi vida. Amén.

lunes, 9 de junio de 2025

MORADA DEL ESPÍRITU SANTO


    “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc. 2,19).


    El lunes después Pentecostés es la memoria de María Madre de la Iglesia, y debemos seguir meditando sobre la extraordinaria relación que hay entre el Espíritu Santo y nuestra Señora. 

    La Virgen María no solo fue llena del Espíritu Santo desde su Concepción Inmaculada, sino que vivió en constante apertura a sus inspiraciones. En Ella resplandecen todas esas disposiciones interiores que preparan el alma para acogerlas. Su gratitud profunda ante la elección de Dios —“el Señor ha hecho obras grandes por mí”— no solo la llenaba de gozo, sino que la volvía aún más receptiva a la gracia. Su oración perseverante, en silencio y recogimiento, preparaba el terreno donde el Espíritu podía actuar con libertad. María pedía y deseaba con humildad, como en las bodas de Caná: no imponía su voluntad, pero intercedía con confianza.


    En su alma no hubo espacio alguno que quedara cerrado a Dios: “Hágase en mí según tu palabra”. Esa determinación firme de no negarle nada a Dios revela una voluntad dócil, una apertura total a lo que el Padre deseaba realizar en Ella. Vivió el abandono no como resignación, sino como elección confiada, incluso al pie de la cruz, cuando todo parecía haberse derrumbado. Supo vivir el desprendimiento: de sus planes, de su reputación, de su mismo Hijo, en el momento en que fue llamado a la misión. Y cuando llegó la hora de la Iglesia, Ella estaba allí, en el Cenáculo, silenciosa, orante, Madre: corazón de la comunidad naciente, espejo de docilidad perfecta.


    Por eso María es Madre de la Iglesia: porque vivió plenamente acogiendo al Espíritu. El mismo Espíritu que formó en su seno el Cuerpo de Jesús, la asoció también al nacimiento del Cuerpo místico de Cristo. A Ella, la Mujer revestida de sol, la Virgen fiel, le fue confiada la Iglesia, para que la acompañara como Madre en su caminar bajo la luz del Espíritu.


    Jesús, Tú que diste a María como Madre a tu Iglesia, haz que aprendamos de Ella a abrirnos a las inspiraciones del Espíritu Santo con gratitud, docilidad, abandono y paz. Amén.

domingo, 8 de junio de 2025

VENI, SANCTE SPIRITUS


“Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.


Entra hasta el fondo del alma,

divina luz y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre

si Tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado

cuando no envías tu aliento” 

(de la Secuencia de Pentecostés)


    En este día de Pentecostés, cuando la Iglesia entera invoca al Espíritu Santo con la antigua secuencia, se abre ante nosotros un horizonte de bellísima sencillez: el alma es morada. Y en esa morada, si no habita el Huésped divino, el Espíritu, todo queda vacío, árido, oscuro. Pero cuando Él entra, lo transforma todo desde dentro. No se impone, no grita, no arrasa: es huésped, no invasor. Se queda si se le acoge. Da descanso si se le ama. Y desde el centro del alma, que es su trono, comienza a hacer nuevas todas las cosas.


    La oración no es esfuerzo ascético para conquistar la altura de Dios, como tantas veces hemos recordado. No hay que trepar hasta Dios: basta con abrirle la puerta. Entra hasta el fondo del alma, divina luz y enriquécenos, oramos. Hay un lugar dentro de nosotros que sólo Él puede colmar. Allí donde habita el cansancio, el duelo, la herida, el pecado… solo el Espíritu puede hacer florecer la vida nueva. Sin Él, hasta nuestras mejores obras se marchitan. Con Él, incluso las lágrimas se tornan fecundas.


    Hoy, en la celebración de esta fiesta luminosa, pidámosle que venga, que entre, que respire en nosotros. Porque el alma, cuando lo acoge, deja de estar sola. Y todo, incluso lo más oscuro, se vuelve misterio habitado.


    Ven, Espíritu Santo, dulce Huésped del alma. Entra en mí como fresca brisa en lugar caluroso, como tregua en la fatiga, como luz en el oscuro vacío. Haz de mi corazón tu morada, y no te vayas nunca. Amén.