sábado, 7 de junio de 2025

Y ORAR CON MARÍA...


    Estamos en la víspera de Pentecostés. En esta noche santa, la Iglesia velará en oración con María, como lo hicieron los apóstoles en el cenáculo, esperando la irrupción del Espíritu Santo. 

    En estos días previos a la gran fiesta, como ya saben algunos de los lectores, me he visto forzado a vivir más desde la pobreza a causa de algunos problemillas de salud. Y como les reconocía ayer eso me ha impedido rezar el oficio divino, hacer otros ejercicios de piedad, o incluso concentrarme en la oración mental. Pero hay algo que no he dejado: el rosario.

    En esta limitación física y mental, he recordado un texto antiguo que publiqué en mi blog en 2022, titulado “La oración de los sencillos”. Hoy no me siento capaz de escribir nada nuevo, pero me parece oportuno recuperar -y casi me atrevería a decir que el Espíritu me lo ha sugerido- la conclusión de aquel artículo. La transcribo tal como la escribí entonces:


    “Quizás confiamos exageradamente en los buenos oficios de políticos y diplomáticos, en los avances de la medicina y en la sofisticación de la técnica, y hemos olvidado algo tan sencillo, tan falto de carácter científico, tan al alcance de cualquiera que se reconozca pobre e ignorante, como el Rosario, la oración de los simples.

    Quizás nuestros abuelos tenían razón cuando centraban en él su vida espiritual, abandonando toda complicación y toda inquietud en las manos amorosas de la Virgen.

   Quizás los sacerdotes y religiosos ‘de antes’ no estaban tan equivocados cuando dedicaban, con fidelidad ejemplar, más tiempo a rezar los quince misterios del Rosario que a informarse de la última novedad a través de los medios de comunicación social.

    Quizás, si nuestra Madre del cielo nos concede esa gracia, también un día cada uno de nosotros descubra por propia experiencia qué significa vivir seguros y confiados bajo el manto de la Virgen, y cuántos son los tesoros encerrados en esta devoción que ella misma nos ha pedido.”


    Hoy, en esta vigilia de Pentecostés, lo único que puedo hacer es volver a ponerme en oración tan sencilla junto a la Virgen. Quizás también para mí —y para muchos otros— el don del Espíritu venga esta vez por el camino humilde y fecundo del rosario.

viernes, 6 de junio de 2025

ORAR EN LA ENFERMEDAD

    Desde hace veinticuatro horas padezco una gastroenteritis aguda que me ha dejado sin fuerzas, con vómitos frecuentes y sin poder comer nada. Ni siquiera he podido celebrar la misa. En un momento en que me encontré algo mejor, me administré la comunión. Estoy dando ejercicios espirituales a monjas, y por esta causa han perdido varias meditaciones. No puedo rezar el Oficio Divino ni hacer muchas otras cosas… salvo el rosario, que no lo suelto aunque me falten las fuerzas.


    Pero orar también es esto: ofrecer. Ofrecer el malestar profundo, la sensación de pobreza y de impotencia, el silencio obligado. Orar es quedarse con Él incluso cuando todo lo demás se apaga. También en esta fragilidad, cuando ya casi llega Pentecostés, sigo orando y —desde hace quince días— dando pinceladas sobre la oración. Porque nuestras pequeñas cruces, tan ridículas, tan breves, son un modo de acompañar la suya.

      Hoy ya no puedo escribir más.


    Jesús, recibe el malestar de este pobre cuerpo, y hazlo oración que suba hasta ti. Amén.

miércoles, 4 de junio de 2025

ORAR CON PALABRAS AJENAS


    Creo haber leído la oración que copio al final hace muchos años, pero hoy he vuelto a encontrarla en internet. Inmediatamente me he dicho que, en este recorrido que estoy haciendo en el blog por la oración, por sus requisitos, por sus dimensiones, por sus estilos, faltaría hablar de la oración vocal, la que se realiza utilizando palabras ya ordenadas y compuestas por otro.


    Esta oración es de Thomas Merton, monje cisterciense de la estricta observancia, norteamericano, autor de numerosas obras sobre vida espiritual y contemplación. En este texto, tan sencillo como hondo, se expresa una búsqueda confiada, despojada de certidumbres humanas, pero llena de abandono en Dios. Es un ejemplo perfecto de cómo la oración vocal, aunque compuesta por otros, puede llegar a ser también profundamente personal si se reza con verdad y humildad.


    Porque orar vocalmente también es un acto de humildad: al hacerlo, reconozco que necesito ayuda para hablar con Dios, que otros —quizás en un momento de gracia o de fervor— han encontrado palabras que yo ahora no tengo, y me apoyo en ellas para sostener mi oración. Dejo de ser autosuficiente, me dejo guiar, me abro a lo que otro ha vivido y entregado. Y así, lo que empezó como una oración ajena se convierte en mía, y yo crezco en sencillez y confianza.


    Cuando tomamos en los labios las palabras de otro —como hacemos con los salmos, las oraciones litúrgicas o los textos de los santos— no estamos repitiendo como autómatas, sino participando en una comunión más amplia: la comunión de los que oran, la comunión de la Iglesia. Estas palabras, si las hacemos nuestras, si las dejamos pasar por el corazón, se transforman en verdadera plegaria viva. Y eso es lo que sucede con esta súplica de Merton: puede ser tuya, puede ser mía, puede ser de cualquiera que no sepa a dónde va, pero no quiere caminar sin Dios. 


Mi Señor Dios,

no tengo ni idea de a dónde voy.

No veo el camino que tengo por delante, 

ni puedo saber con certeza en dónde termina. 

No me conozco realmente a mí mismo, 

y el hecho de que crea estar siguiendo tu voluntad no significa que lo esté haciendo realmente.

Pero creo que el deseo de agradarte, en efecto, te agrada. 

Y espero tener este deseo en todo lo que hago.

Espero no hacer nunca nada que me aparte de ese deseo. 

Y sé que, si hago esto, Tú me guiarás por el camino correcto, aunque yo no sepa nada al respecto.

Por lo tanto, confiaré en ti siempre, aunque pueda parecer que estoy perdido y en sombras de muerte.

No temeré, porque Tú estás siempre conmigo, y nunca me dejarás enfrentar mis peligros solo.


Thomas Merton, O.C.S.O. (1915-1968)

martes, 3 de junio de 2025

ORAR ANTE UNA IMAGEN


    Imagínate así, como en la imagen de ayer o una parecida: de rodillas, en silencio, con las manos juntas y los ojos cerrados. No como quien está huyendo del mundo, sino como quien está volviendo a casa. Estás orando. Y no estás solo.


    Detrás de ti hay un ángel. Su mano descansa suavemente sobre tu hombro. Su rostro es sereno, sus rasgos dulces. No dice nada con palabras, pero su sola presencia lo dice todo. Dice: “estás siendo guardado”. Dice: “no estás solo”. Dice: “Dios está cerca”.


    Orar no es siempre decir cosas. A veces es imaginarse así. Detenerse ante una imagen que recoge tu alma y le da un marco, un espacio interior, un lugar donde estar ante Dios. Esta imagen no es un mero adorno: es un refugio, es una enseñanza, es una puerta. Y quien la contempla con el corazón abierto ya está orando. Porque el corazón, cuando se entrega a la luz, cuando se reconoce sostenido, ya está hablando con Dios aunque no diga nada.


    Contemplar esta escena en silencio puede ser hoy tu oración. Deja que ella te envuelva, que te enseñe, que te proteja. Imagina que eres ese niño o ese adolescente, que no tienes que hacer nada más que estar ahí, recogido y fiel. Y escucha con el alma lo que el ángel dice sin palabras: “persevera; no estás solo: Él está contigo; yo estoy contigo…”


    Espíritu Santo, enséñame a orar también así: en silencio, en quietud, con una imagen. Que esta escena se imprima en mi interior y me acompañe en los días secos y en las horas cansadas. Que nunca olvide que estoy siendo guardado, que hay una mano sobre mi hombro, y que Tú estás siempre cerca.

lunes, 2 de junio de 2025

LA ORACIÓN ES PERSEVERANCIA


    No basta con orar cuando se sienten ganas, cuando hay tiempo o cuando se necesita algo. La verdadera oración es la que se convierte en alimento cotidiano, en una cita fiel, en ese momento secreto que cada día reservamos para Dios. Un minuto para Él, sí, como dice el título de mi canal de Telegram. Pero un minuto real, vivo, presente… no un pensamiento fugaz ni un suspiro distraído, sino una presencia. Y si ese minuto se convierte en cinco, o en diez, o en media hora, mejor todavía. Lo importante es empezar por lo pequeño, y no faltar nunca a la cita.


    La oración cotidiana es como una fuente que parece poco caudalosa, pero que no se agota. Va empapando silenciosamente la tierra del alma, va penetrando en lo más duro y lo más seco, y acaba transformando todo. Al principio puede parecer que no pasa nada, que uno simplemente repite palabras o lucha contra las distracciones. Pero, a poco que perseveremos, empezamos a notar los frutos: más paz, más claridad interior, más fuerza para vivir bien. No somos nosotros los que producimos ese cambio. Es el Espíritu Santo quien obra en nosotros cuando le dejamos espacio.


    Por eso, más que proponernos rezar, hay que pedir la gracia de la oración, que es gracia de perseverancia. Que el Espíritu Santo nos impulse cada día a ese pequeño sí, a ese encuentro humilde y constante. Y que el ángel de la guarda —que también está para eso— nos anime y nos abra paso, quitando del camino todo lo que pueda distraernos o enfriarnos. Porque cada vez que oramos con fidelidad, aunque sea un minuto, estamos dejando que Dios nos toque el corazón.

domingo, 1 de junio de 2025

SUBIÓ A LOS CIELOS


    “Los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría” (Lc. 24,50-52).


    La Ascensión es un misterio pascual extraordinario: Jesús se eleva al cielo, desaparece a los ojos de los suyos, y sin embargo no hay tristeza en sus corazones, sino una alegría incontenible. ¿Cómo explicar esta paradoja? ¿Cómo puede el corazón alegrarse cuando ya no se ve más al Amado, cuando las manos no pueden tocarlo, cuando la voz que encendía sus almas ya no se escucha con los oídos?


    La respuesta está en la nueva forma de presencia que Jesús inaugura con su Ascensión. Él no se va para alejarse, sino para estar más cerca, íntimamente unido a los suyos. Sube al cielo y, al mismo tiempo, desciende al santuario más profundo: el corazón humano. Ya no camina a nuestro lado como un compañero visible, pero está más cerca que nunca, en lo secreto, en lo escondido, en ese espacio interior donde sólo Dios puede habitar. Ya no es el Jesús de fuera, sino el Emmanuel dentro: Dios con nosotros, Dios en nosotros.


    Por eso, los apóstoles regresan con alegría. Han comprendido que, aunque los ojos no lo vean, el corazón puede acogerlo y vivir de su Presencia. Saben que Él vive y reina, no solo en la Gloria del cielo, sino en la humildad de cada alma que lo ama. Él ha convertido el corazón de los suyos en su trono, en su casa, en su morada. Desde ahora, todo lo que miren, hagan, vivan o sufran, tendrá un sentido nuevo: el Señor está en ellos. Y esta certeza los llena de fuerza, de paz y de júbilo.


    Jesús, Señor ascendido a los cielos, Rey glorioso y Salvador escondido en nuestros corazones, ven y reina en mí. Aunque mis sentidos no te perciban, hazme vivir con la certeza de que Tú moras en mí. Que no te busque lejos, ni en las alturas, ni en los signos exteriores, sino en lo más hondo de mi alma, donde te complaces en habitar. Que cada latido sea un eco de tu presencia, y cada silencio, una ocasión para escucharte. No permitas que olvide jamás que, cuando subiste al cielo, bajaste al humilde jardín de mi corazón. Hazme templo vivo de tu amor, santuario de tu ternura, hogar donde puedas descansar. Y cuando me asalten las dudas, la soledad o el miedo, recuérdame, Señor, que Tú vives en mí y no estoy solo, porque eres Emmanuel para siempre. Amén.

sábado, 31 de mayo de 2025

ORAR ES ACOGER A MARÍA


    “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de ale­gría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc. 1, 42-45).


    Orar es también acoger a María. Así lo hizo Isabel, y también su hijo, Juan el Bautista, aún no nacido pero lleno del Espíritu, que saltó de gozo en su seno ante la cercanía del Salvador llevado por su Madre. Acoger a María es permitir que nuestra oración se vuelva encuentro con la alegría, con la fe, con la esperanza, con la presencia fecunda de la Madre que lleva a Jesús. No se trata de un sentimiento puramente piadoso o estético, sino el cumplimiento de un tajante mandato del Señor desde la Cruz.


    Efectivamente, también la recibió el "discípulo amado” en otro momento decisivo: la tarde del Viernes Santo. Cuando todo parecía fracaso y pérdida, Jesús entregó a María como Madre al apóstol Juan, figura de cada creyente dispuesto a escucharle y amarle incluso en medio del sufrimiento más atroz. Y desde entonces, cada discípulo que ama a Jesús es llamado a recibirla “en su casa”, es decir, en su vida más íntima, en su oración, en su dolor y en su esperanza. La presencia de María en la oración no distrae, sino que conduce al centro, al corazón del misterio: su Hijo.


    Acoger a María es orar con confianza, con ternura, con obediencia. Ella no viene nunca sola. Allí donde se la recibe, Cristo viene también. Por eso, quien ora con María aprende a decir “sí” a Dios, como Ella; a esperar la hora de Dios, como Ella; a alabarle por las maravillas que hace en los pequeños, como Ella. Y el alma, como Juan en el seno de Isabel, comienza a saltar de gozo, aun en medio de la oscuridad del mundo.


    María, Santa Madre de Dios y Madre mía, enséñame a orar abriéndome a tu presencia. Que nunca cierre la puerta de mi corazón cuando vengas con Jesús. Y que mi vida, al igual que la tuya, sea un espacio fecundo donde la Palabra de Dios pueda ser escuchada y acogida. Amén.

viernes, 30 de mayo de 2025

ORACIÓN: LUGAR DE ESPERA CONFIADA


    “La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn. 16,22).


    La oración es lugar de espera confiada. No siempre oramos desde la plenitud, ni desde la claridad, ni desde el gozo. A menudo lo hacemos en la noche, con el alma cansada o herida, como quien lleva dentro un anhelo que no termina de saciarse. Pero si permanecemos allí, aunque no veamos nada, aunque no entendamos nada, la oración se convierte en una especie de matriz espiritual donde algo nuevo se está gestando. No lo vemos aún, pero la promesa late. Jesús volverá, y entonces, dice Él, “nadie os quitará vuestra alegría”.


    La oración no es el instante del alumbramiento, sino ese tiempo de dolor esperanzado, como el de la mujer que da a luz. Aparentemente no pasa nada, pero todo está ocurriendo. Y el que ora, aun cuando ahora llora, ya pertenece secretamente a la alegría que un día vendrá a iluminarle. Porque la oración es también anticipación: al abrir el corazón a Dios, algo de su luz futura ya nos roza, algo de su consuelo eterno empieza a nacer en nosotros.


    Jesús, aunque muchas veces no te vea, aunque me falten las fuerzas o no entienda tus tiempos, quiero permanecer en oración, como quien espera la alegría verdadera. Amén.

jueves, 29 de mayo de 2025

ORAR ES ABRAZAR LA REALIDAD

    “Dentro de poco ya no me veréis, pero dentro de otro poco me volveréis a ver (…) En verdad, en verdad os digo: vosotros lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría” (Jn. 16,20).


    Hay momentos en que parece que el Señor se esconde, que la oración no fluye con espontaneidad, que las ocupaciones nos dispersan, que la vida misma, con su ritmo confuso y sus tareas repetidas, no deja espacio para Dios. “Dentro de poco ya no me veréis”, sentimos que nos dice. Y nos quejamos de nuestras circunstancias: del ruido, del cansancio, de la dificultad para recogernos, de la falta de atención o de concentración, del escaso fruto que parece dar nuestro esfuerzo. Pero quizás todo eso, precisamente todo eso que tanto nos cuesta, sea el lugar donde Él quiere encontrarse con nosotros. Quizás es en esta vida ordinaria donde el Señor ha decidido esperarnos.


    Lamentar la vida ordinaria puede ser, sin darnos cuenta, una forma de desear otra irreal, que no existe. Y soñar con realidades improbables o imposibles, idealizadas y lejanas, puede llevarnos al engaño de una vida que nunca llega, y al mismo tiempo al aburrimiento de una vida que sí está ahí, esperando ser abrazada, vivida, ofrecida. Lo que el Señor nos pide no es otra vida, sino otra mirada. No que huyamos del mundo, sino que reconozcamos su Presencia en medio de lo que somos y hacemos. El “dentro de poco” que Él menciona no es un tiempo cronológico, sino la medida del corazón que aprende a esperar, a confiar, a descubrir que la tristeza de no verlo se convierte en alegría cuando reconocemos que estaba, que está, que siempre estuvo.


    No es cierto que Dios se ausente; somos nosotros los que nos vamos tras los sueños irrealizables, y en ese vagar, nos lamentamos de no encontrarlo. Pero Él está, no más allá, sino aquí; no en otra vida, sino en esta. La verdadera alegría no viene cuando cambiamos de escenario, sino cuando reconocemos a Jesús caminando con nosotros por este mismo escenario. Por eso, no despreciemos ni huyamos de lo cotidiano, ni de lo difícil, ni de lo repetido. Allí, en lo que nos parecía solo fatiga o monotonía, puede sorprendernos la alegría de su Presencia.


    Jesús, enséñame a no buscarte fuera de la vida que me has dado. No permitas que me encariñe con los sueños más que con la verdad. Haz que descubra que Tú estás aquí, en el día a día, y que vienes a mí dentro de poco, aunque me parezca que tardas. Que no me aburra de vivir cuando Tú deseas encontrarte conmigo precisamente en lo que soy, en lo que tengo, en lo que me rodea. Amén.

miércoles, 28 de mayo de 2025

LA ORACIÓN ES REVELACIÓN


    “Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará” (Jn. 16,12-14).


    En la oración, Jesús nos habla. Pero no lo hace ya como en otro tiempo, con palabras audibles y gestos visibles. Ahora nos habla con la voz silenciosa del Espíritu, que viene de lo alto y habita en lo profundo. La oración es revelación, porque es lugar de encuentro entre el Verbo y el corazón humano, en la intimidad que solo el Espíritu Santo puede suscitar. Él nos guía hacia la verdad plena. No una verdad abstracta, sino esa que transforma la vida: quién es el Padre, quién es Jesús, quién soy yo para Él.


    Jesús no solo nos revela cosas de su Padre, sino que nos revela también su propio Corazón. Nos comunica lo que está por venir, es decir, el camino de nuestra vida si se deja conducir por el amor. En la oración verdadera hay palabras que no son nuestras: vienen de Él. Hay mociones que no son nuestras: son susurros suyos. Hay luz que no hemos producido: ha brotado en el alma porque el Espíritu ha descendido sobre nosotros y ha comenzado a enseñarnos desde dentro.


    Pero este don de la revelación exige acogida. Y ahí muchas veces fallamos. No hemos abierto suficientemente el corazón a lo que el Espíritu quería decirnos. Nos resistimos, o simplemente no escuchamos. Tampoco hemos dejado que ese amor que Él derramaba en nosotros se derramara a su vez hacia los demás. El amor que recibimos es también revelación, pero solo lo es plenamente cuando se convierte en comunicación, en entrega, en fecundidad. Por eso damos gracias por tanto recibido, y también pedimos perdón por no haber sabido compartirlo.


    Jesús, Verbo eterno del Padre, que nos hablas por medio del Espíritu Santo, enséñame a escuchar con el corazón y a responder con la vida. Amén.

martes, 27 de mayo de 2025

LA ORACIÓN NOS ORIENTA


    “Ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿Adónde vas? Sino que, por haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón. Sin embargo, os digo la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn. 16,5-7).


    La oración nos orienta en la dirección del Espíritu. Es como una brújula invisible que, aunque no siempre entendamos sus movimientos, nos pone en camino hacia lo que agrada al Señor. En la vida cristiana, no basta con saber que existe el Espíritu Santo; es necesario dejarse guiar por Él, reconocer sus impulsos, acoger sus silencios. Jesús se marcha, pero no nos deja huérfanos. Inaugura un tiempo nuevo, el tiempo de la Iglesia, el tiempo del Espíritu, donde ya no se trata de ver a Cristo con los ojos del cuerpo, sino de reconocerlo vivo y actuante en el propio corazón y en la comunidad creyente.


    El Espíritu Santo no es una idea, ni un consuelo genérico, ni una fuerza impersonal. Es una Persona divina, cercana y viva, que habita en nosotros. Y como si fuera un buen entrenador —como ayer explicaba a un grupo de niños a quienes di la primera comunión este año—, nos enseña, nos alienta, nos corrige y nos fortalece. Nos entrena en el arte de vivir según el Evangelio, que no es el camino fácil, sino el verdadero. Nos hace fuertes para la lucha interior, para resistir al mal, para elegir lo que parece que es pérdida pero que en realidad es ganancia. En cada jornada, nos orienta como ese viento que sopla donde quiere: a veces fuerte, otras suave brisa, pero siempre presente.


    La oración es el lugar donde aprendemos a distinguir ese soplo del Espíritu. En ella dejamos de lado nuestros cálculos y previsiones, para volvernos disponibles, atentos, como velas abiertas al soplo de Dios. Él sabe hacia dónde hay que ir. Él nos impulsa hacia donde no nos atreveríamos a ir solos. La oración abre nuestros oídos a su voz y nuestros pasos a su camino. Y cuando oramos, incluso en medio de la tristeza o la confusión, como los discípulos aquella tarde, descubrimos que no estamos solos, que todo está siendo guiado con amor hacia la plenitud.


    Espíritu Santo, dulce huésped del alma, oriento mi vida hacia ti. Enséñame a escuchar, a obedecer, a confiar. Que cada oración mía sea como una vela desplegada para acoger el viento de tu gracia. Amén.

lunes, 26 de mayo de 2025

ORACIÓN ES VACIARSE


    Un pastor que quiera fabricar una flauta debe cortar una caña, vaciarla y abrirle agujeros. Solo entonces podrá soplar en ella y arrancarle hermosas melodías. Así también nosotros: si queremos ser flauta en manos del buen Pastor, debemos dejarnos vaciar.


    Orar no es llenarse de cosas espirituales, ni acumular emociones o palabras. Orar es vaciarse. Es despojarse de lo accesorio, del ruido, del orgullo, de las prisas. Es hacer silencio por dentro. Reconocer que el ser, la vida y la plenitud son de Dios. Y que nosotros solo podemos ser instrumentos suyos si dejamos espacio para que Él sople en nosotros.


    La oración verdadera nos vacía para que Dios pueda llenarnos. No a nuestro modo, sino al suyo. Y entonces sí: entonces nuestra vida empieza a sonar. No como un ruido incoherente, sino como una música armoniosa que Dios compone con nosotros para el bien del mundo.


    Señor, vacíame de mí mismo. Quita de mi alma lo que estorba, lo que pesa, lo que suena mal. Hazme flauta en tus manos, y toca en mí la melodía que Tú has soñado desde siempre. Así sea.