lunes, 10 de febrero de 2025

TRES DIMENSIONES

Después de cuatro semanas leyendo en la misa la carta a los Hebreos, comenzamos a leer el Génesis. Permitidme una reflexión muy personal que abre caminos a la alabanza.


    Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: ‘Exista la luz’. Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena. Y separó Dios la luz de la tiniebla. Llamó Dios a la luz día y a la tiniebla llamó noche. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero” (Gen. 1, 1-5).


    Al principio, todo era caos, confusión, vacío y oscuridad. Pero Dios habló.

Él, que es Tres, creó tres dimensiones en las que habría de desarrollarse nuestra vida: el tiempo, el espacio y el espíritu.

    Su palabra poderosa dio origen, en primer lugar, al tiempo. “Exista la luz”, dijo, y la luz existió. Separó la luz de las tinieblas, y nacieron el día y la noche. Con este acto, el tiempo comenzó a deslizarse, marcando un ritmo: trabajo y descanso, cosechas y fiestas, el antes y el después… Un ámbito donde la historia de la creación pudiera desarrollarse.

    El tiempo es un regalo. Es la primera dimensión en la que se mueve nuestra vida, porque no somos seres estáticos: somos peregrinos. Cada día que amanece es un paso hacia Dios. Y cada noche que cae es una pausa para el descanso, la confianza y el abandono en sus manos.

    En el tiempo, Dios nos llama a buscarle, a reconocer que nuestra vida es un camino, un avance continuo hacia Él. Y aunque el tiempo parece escaparse demasiado deprisa, en realidad es un terreno fértil: el campo donde cada pequeño instante puede convertirse en encuentro con el Creador.


    Pero el tiempo, a su vez, necesita otro ámbito en el que discurrir. Por eso Dios creó también una segunda dimensión, el espacio: la tierra, el cielo, el jardín donde habría de vivir el hombre. Este espacio no es un mero escenario: es nuestro hábitat natural, dispuesto cuidadosamente por Dios, lleno de belleza, orden y sentido. En él trabajamos, descansamos y vivimos nuestra vocación. Aquí aprendemos a cuidar y a construir, a descubrir la presencia de Dios en lo visible.


    Y, por encima de todo, Dios infundió en el ser humano su Espíritu, el soplo divino, esa chispa de vida que nos hace semejantes a Él. El espíritu es la tercera dimensión de nuestra existencia, la más profunda, la que nos conecta con el Creador, la que da sentido al tiempo y al espacio. Sin el espíritu, el tiempo sería simplemente una sucesión de días vacíos; y el espacio, un escenario sin propósito. Pero con el espíritu, el tiempo se convierte en una peregrinación hacia Dios, y el espacio, en el lugar de encuentro con Él.


    ¡Alaba alma mía al Señor, y todo mi ser a su santo nombre! ¡Alaba alma mía al Señor, y no olvides sus beneficios!” (Sal. 103, 1-2).



domingo, 9 de febrero de 2025

HACER REVERENCIA

    Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: ‘Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador’. Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido” (Mc. 5, 8).


    En el evangelio de hoy, tras presenciar la pesca milagrosa, Simón Pedro se postra ante Jesús y, abrumado por el asombro y la conciencia de su propia indignidad, exclama: “Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador”. Este gesto de Pedro es una conmovedora manifestación de reverencia y reconocimiento de la santidad de Cristo frente a su propia pequeñez y pecado.

    La reverencia hacia Dios nace de la contemplación de su grandeza y de la conciencia de nuestra limitación. Al igual que Pedro, cuando somos testigos de sus maravillas en nuestra vida, ya sea a través de milagros inexplicables, signos evidentes, o de las pequeñas gracias de cada día, nos damos cuenta de nuestra fragilidad y de la inmensidad del amor y el poder de Dios.

    Esta actitud de humildad nos invita a una adoración sincera, reconociendo que, aunque somos “nada” ante la inmensidad divina, Dios nos ama y nos llama a estar cerca de Él. Porque la reverencia no es sólo, ni principalmente, temor o respeto, sino también una respuesta de amor y gratitud hacia Aquel que, siendo todo, se acerca a nosotros en nuestra pequeñez.

    En muchas ocasiones a lo largo de mi vida no he podido orar sino repitiendo una y otra vez: “Tú todo, yo nada”. Creo que es una forma de interiorizar que Dios es la fuente de todo bien, y que nosotros dependemos completamente de su gracia. Más aún, esta confesión nos libera de pesadas cargas, nos permite confiar plenamente en Él y nos impulsa a vivir una vida de adoración y servicio, sabiendo que, aunque somos imperfectos, somos amados por un Dios perfecto.

    Que, al igual que Pedro, podamos reconocer nuestra pequeñez ante la grandeza de Dios y, desde esa humilde consideración, abrirnos a la transformación que su amor opera en nosotros.



sábado, 8 de febrero de 2025

UNA INVITACIÓN DEL SEÑOR

“Él les dijo: ‘Venid vosotros solos a un lugar desierto a descansar un poco’. Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer” (Mc 6, 31).


En el evangelio Jesús nos hace una invitación: venir para estar a solas con Él. En medio de la agitación del día a día, del trabajo, las preocupaciones y las múltiples ocupaciones, corremos el riesgo de olvidar lo esencial: nuestro tiempo con Dios. Y este tiempo no es un lujo ni una ocupación secundaria, sino una necesidad vital.

Santa Teresa de Jesús definía la oración como un “estar muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”. Es la forma en que descansamos en Dios, como los discípulos que, tras la fatiga de la misión, son llamados por Jesús a retirarse con Él.

Así como necesitamos comer, beber y respirar para sostener nuestro cuerpo, nuestra alma también necesita el alimento de la oración. Sin ella, nuestra vida espiritual se debilita, nos volvemos frágiles ante las dificultades y perdemos el sentido de lo que hacemos.

Vivimos en un mundo acelerado. Tenemos tiempo para el trabajo, la familia, el entretenimiento, el descanso físico, el deporte, las redes sociales… pero muchas veces no encontramos tiempo psicológico para Dios. Es decir, aunque objetivamente haya momentos en los que podríamos orar, nuestra mente está ocupada, distraída, fatigada. Nos cuesta parar y centrarnos en lo esencial.

Jesús nos recuerda que el descanso verdadero no consiste solo en cesar la actividad, sino en ir a Él, en estar con Él, en dejarnos renovar por su presencia. Y este descanso no es una evasión de la vida, sino lo que nos permite vivir mejor, con más sentido, con más paz y amor. 

Dios no necesita nuestras oraciones, pero nosotros sí las necesitamos. No depende Él de nuestro tiempo o de nuestras palabras, sino que somos nosotros los que necesitamos estar con Él para encontrar luz, fuerza, guía, consuelo y perdón. La oración no cambia a Dios, sino que nos cambia a nosotros.

Que nuestra respuesta a la invitación de Jesús en el Evangelio de hoy sea un “SÍ” decidido. Que busquemos esos momentos de encuentro con Él, sabiendo que no son una carga pesada, sino un descanso verdadero. Porque en la oración no estamos solos, sino que estamos con el que “sabemos que nos ama”. 




viernes, 7 de febrero de 2025

A TIEMPOS DE TRIBULACIÓN, REFUGIO SEGURO

“El Señor es mi luz y mi salvación,

¿a quién temeré?

El Señor es la defensa de mi vida,

¿quién me hará temblar?” (Sal 26,1).


Un versículo del salmo responsorial de hoy lo escogí como texto para ilustrar la estampa que me sirvió como recordatorio de mi ordenación sacerdotal.


¿Dónde tomo conciencia de que “el Señor es mi luz y mi salvación”? El texto del salmo habla de un lugar muy especial: “Oigo en mi corazón”. El corazón es el centro de la persona; allí habita Dios, allí le habla al alma. Él es la Luz: la que existía antes de que el mundo fuera, la que ilumina todas las tinieblas, interiores o exteriores. Y yo le creo. También es la única salvación frente al mal, que cada día amenaza con tragarse la pequeña barca de Pedro.


“¿A quién temeré?” Nada ni nadie, excepto Dios, tiene poder sobre el corazón del hombre para imponerse. Ni la muerte, ni la angustia, ni la soledad pueden perturbar a quien ha permitido que la Luz entre hasta lo más hondo de su ser. El cristiano posee una valentía, por así decirlo, sobrenatural.


“El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?” No es solo una defensa externa, sino una muralla espiritual, una morada interior elevada, un refugio inexpugnable donde el alma puede desaparecer a los ojos del enemigo.


Con el Salmo, también podemos repetir muchas veces esta invocación:


Me refugio en el Corazón de Jesús,

Me refugio en el Corazón Inmaculado de María. 

Me refugio en el corazón de mi madre la Santa Iglesia.

Se levanta Dios y se dispersan sus enemigos,

 y huyen de su presencia los que lo odian. Amén.




jueves, 6 de febrero de 2025

ELEVACIÓN A LA TRINIDAD

Os habéis acercado al monte Sion, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las miríadas de ángeles (…) y al Mediador de la nueva alianza, Jesús” (Heb. 12,22-24).

Nos encontramos este texto en la primera lectura de la misa y se nos enciende la nostalgia del cielo. Algo que también le ocurrió a una de mis santas favoritas, Isabel de la Trinidad. En febrero de 1906 se agravó notablemente su enfermedad, y en las cartas y escritos de este período habla con frecuencia sobre su sufrimiento, y sobre su deseo de unión con Dios. A pesar del dolor, seguía escribiendo y ofreciendo su sufrimiento con una profunda paz interior.

Catorce meses antes, de un tirón, escribió esta oración que hoy hago mía y a la que os invito a uniros:


¡Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme enteramente de mí para establecerme en Ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, ¡oh mi Inmutable!, sino que cada minuto me sumerja más en la hondura de tu Misterio.

Inunda mi alma de paz; haz de ella tu cielo, la morada de tu amor y el lugar de tu reposo. Que nunca te deje allí solo, sino que te acompañe con todo mi ser, toda despierta en fe, toda adorante, entregada por entero a tu acción creadora.

¡Oh, mi Cristo amado, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para tu Corazón; quisiera cubrirte de gloria y amarte… hasta morir de amor! Pero siento mi impotencia y te pido «ser revestida de Ti mismo»; identificar mi alma con todos los movimientos de la tuya, sumergirme en Ti, ser invadida por Ti, ser sustituida por Ti, a fin de que mi vida no sea sino un destello de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.

¡Oh, Verbo eterno, Palabra de mi Dios!, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme dócil a tus enseñanzas, para aprenderlo todo de Ti. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero fijar siempre la mirada en Ti y morar en tu inmensa luz. ¡Oh, Astro mío querido!, fascíname para que no pueda ya salir de tu esplendor.

¡Oh, Fuego abrasador, Espíritu de Amor, «desciende sobre mí» para que en mi alma se realice como una encarnación del Verbo. Que yo sea para El una humanidad suplementaria en la que renueve todo su Misterio.

Y Tú, ¡oh Padre Eterno!, inclínate sobre esta pequeña criatura tuya, «cúbrela con tu sombra», no veas en ella sino a tu Hijo Predilecto en quien has puesto todas tus complacencias.

¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo!, yo me entrego a Ti como una prisionera. Sumergíos en mí para que yo me sumerja en Vos, mientras espero ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas.



miércoles, 5 de febrero de 2025

AMOR Y CORRECCIÓN

Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, ni te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos” (Heb. 12, 5-6).


    Dios es Padre, y todo buen padre corrige a su hijo cuando este se equivoca o se desvía del buen camino. No hacerlo sería no amarlo y desentenderse de él,  dejándolo entregado a sus errores o caprichos, abocado a la desgracia.

    Pero Dios nos ama, y su amor no es un amor débil o complaciente, que deje pasar nuestros pecados como si no tuvieran importancia. Su amor es fuerte, exigente, purificador, nos invita siempre a crecer.

    A veces vemos a un padre humano que castiga con ira, y nos imaginamos que Dios actúa así. Pero los castigos de Dios no son fruto de su ira ni de su desprecio, sino de su misericordia: Jesús nos pone la comparación del viñador, que poda a su viña para que dé más fruto. 

    Nos duelen, por supuesto, pero la Palabra de Dios nos dice que no deben desanimarnos. Aceptarlos con humildad es aceptar nuestra condición de hijos, que Dios nos trata como a tales, y que estamos llenos de imperfecciones y debilidad.

    Para ello debemos pedir la gracia de la obediencia, la capacidad de aceptar las pruebas con fe, sin murmurar ni desesperarnos. Porque Dios sabe muy bien lo que hace y nunca castiga sin razón, ni nos prueba por encima de nuestras fuerzas. 


    Padre nuestro, Padre bueno y justo, te adoro y me someto a tu voluntad.

    Sé que me amas con amor verdadero, y que por eso no me dejas abandonado a mis errores.

    Dame la gracia de aceptar con humildad tu corrección y no rebelarme contra las pruebas que permitas en mi vida, aunque no siempre comprenda su sentido.

    Purifícame, Señor. Hazme obediente, dócil, paciente en la tribulación. Enséñame a confiar en tu sabiduría, y a reconocer que toda prueba que viene de Ti es para mi bien y mi santificación.

    Padre bueno, no me dejes solo. Si es necesario que me castigues, hazlo con amor, pero no me rechaces ni me apartes de tu presencia. Amén.



martes, 4 de febrero de 2025

CORRIENDO LA CARRERA

“Corramos con constancia en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús” (Heb 12, 1-2).


La Sagrada Escritura habla con frecuencia de la vida como un camino de fe, y nuestra existencia concreta implica recorrerlo.

La primera lectura de la misa de hoy nos da algunas recomendaciones para conseguirlo: el esfuerzo constante, el desprendimiento y la atención a la meta.

La importancia de la perseverancia es clave: la meta puede parecernos, a veces, muy lejana; las distracciones que se presentan en el camino, ser frecuentes; y las dificultades pueden hacer tambalear la esperanza de llegar algún día. La paciencia, la generosidad y la fidelidad a Dios nos ayudarán a superarlas.


El desprendimiento, tan recomendado por santa Teresa de Jesús y tantos otros místicos, nos ayudará a aguardar con paz la acción de Dios, y a prepararla. Como toda virtud, requiere ejercicio y lucha. Para librar bien ese combate, conviene avanzar “ligeros de equipaje”, y por eso se nos habla de renuncia.

Hay realidades que dificultan nuestro avance: distracciones, miedos, pecados conocidos y consentidos, apegos, rencores, sentimientos de culpa obsesivos… Y, ante ese panorama, hay que decidirse y elegir. La renuncia consistirá siempre en una elección y en un ejercicio de fe.


Y, por último, debemos mantener los ojos fijos con atención en la meta, que es Jesucristo, ya que este camino lo recorrió Él antes sin ahorrarse ninguna tribulación, para poder así enseñarnos que su final no es la Cruz, sino la resurrección y la vida.


Señor Jesús, Tú eres el principio y la meta de nuestra fe. Ayúdanos a correr con constancia en la carrera de la vida, a soltar todo lo que nos aleja de ti y a perseverar, aun en medio de las dificultades.

Que nuestros ojos estén siempre fijos en ti, para que, como Tú, podamos abrazar la Cruz con esperanza y llegar a la gloria de la resurrección.

Así sea.



lunes, 3 de febrero de 2025

MIEDO A LA LIBERTAD, MIEDO A LA CONVERSIÓN

La gente fue a ver qué había pasado. Se acercaron a Jesús y vieron al endemoniado que había tenido la legión, sentado, vestido y en su juicio. Y se asustaron” (Mc. 5, 14-15).


    Todo en este episodio evangélico es sorprendente y paradójico. Pero debemos quedarnos con lo fundamental: Jesús atraviesa el mar, aparentemente con la única finalidad de encontrar y salvar a un hombre poseído, ya que no hace otra cosa en aquella región de los gerasenos.

     Es un hombre atormentado, solitario, marginado, incapaz de controlarse a sí mismo. Pero una sola palabra de Jesús lo libera y lo restaura en su condición humana. Nos muestra así su poder frente al mal, su misericordia y su compasión por los que sufren.

    Pero la gente, en vez de alegrarse por aquel cambio, siente miedo y le pide a Jesús que se marche. Eso sí, lo hacen por favor, muy educadamente, para que no se enfadara y les hiciera daño. Prefieren su seguridad y sus rutinas, que nada cambie, antes que la novedad radical que Él trae.

    La presencia de Jesús en nuestras vidas también puede transformarnos, aunque a veces nos cuesta aceptar sus caminos porque son muy diferentes a los nuestros. Entonces nos resistimos a su acción, frustramos lo que Él sueña para nosotros y nos conformamos con lo que somos y tenemos, prefiriendo la miseria a la plenitud que podríamos alcanzar.


    Señor Jesús, Tú que cruzaste el mar para llegar hasta el hombre poseído y liberarlo, ven también a mi vida. Atraviesa mis miedos, mis heridas y todo aquello que me encadena. Solo Tú puedes devolverme la paz, solo Tú puedes restaurar lo que en mí está roto.

    Tu misericordia me atrae y me asusta a la vez, porque sé que, por perdido que esté, siempre me buscarás, y aunque todos me abandonen, Tú nunca lo harás.

    ¡Oh Señor!, dame la gracia de no temer tu acción en mi vida. Si a veces tengo miedo de los cambios que me pides, dame confianza. Si alguna vez he preferido mi comodidad y rutinas antes que seguirte, dame valentía. Y si me concedes experimentar tu amor y tu poder, hazme también testigo de tu bondad con mi vida entera. Amén.



domingo, 2 de febrero de 2025

PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor (…), y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones” (Lc. 2,22-24).


María y José ofrecen a Jesús en el Templo y nos muestran que toda nuestra vida cristiana ha de ser ofrenda. Dios nos lo ha dado todo, y la respuesta que nos pide es que nos entreguemos a Él sin reservas, no solo ofreciendo cosas exteriores, sino comprendiendo que el verdadero culto que le agrada es la entrega de nuestro propio ser: nuestra voluntad y nuestro amor. Jesús mismo vivirá su ofrenda en plenitud en la cruz, de la que la presentación en el Templo es un anticipo.

La ofrenda es, pues, un acto de obediencia. María y José cumplen la ley del Señor con humildad y fidelidad. Obedecer a Dios no siempre es fácil, porque con frecuencia querríamos seguir nuestras propias inclinaciones. Sin embargo, la obediencia es el camino del amor: quien ama, escucha; quien escucha, obedece. Afirma san Pablo que Jesús mismo, siendo Dios, fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2,8). Además, la obediencia a Dios se concreta muchas veces en la obediencia a las mediaciones humanas: la Iglesia, las leyes justas, las legítimas autoridades, los padres… Saber obedecer con fe y humildad es una de las formas más puras de ofrecernos a Dios.

Por otra parte, María y José ofrecen dos pequeñas aves, la ofrenda de los pobres. Y Dios se complace en ella, porque Él no exige riquezas ni grandes sacrificios materiales, sino un corazón puro y humilde. La pobreza espiritual es, en el fondo, el reconocimiento de nuestra absoluta dependencia de Dios. No es la cantidad lo que agrada a Dios, sino el amor con que se da. A veces soñamos con dar cosas grandes, aunque lo que Dios nos esté pidiendo sea lo pequeño: un sacrificio oculto, una palabra de perdón, un acto de paciencia… Gestos cuya realización no es vistosa, pero sí exigente.

Oremos pidiendo gracia:


Señor Dios nuestro, Padre bueno y misericordioso, Tú nos has dado el ejemplo de la entrega perfecta de María y José, y nos has mostrado en Jesús el sentido más profundo de la ofrenda. Enséñanos a ofrecernos a Ti cada día con humildad y amor, tanto en los pequeños como en los grandes acontecimientos de la vida. Danos un corazón obediente, que sepa escuchar tu voz y seguirte sin resistencias ni cálculos. Haznos pobres de espíritu, desprendidos de todo aquello que nos aparta de Ti, para que nuestra única riqueza seas Tú. Amén.



sábado, 1 de febrero de 2025

SIEMPRE HUMILDAD

 Lo despertaron, diciéndole: Maestro, ¿no te importa que perezcamos? Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: ¡Silencio, enmudece! El viento cesó y vino una gran calma” (Mc. 4, 38-39).

Llama la atención, no solo la urgencia que revela el grito de los apóstoles, sino la injusta increpación al Señor que conlleva. Jesús había cuidado de ellos con una solicitud casi maternal, les había defendido en varias ocasiones de los ataques y críticas de los escribas, se había confiado a ellos y les había tomado por verdadera familia. Y ahora no se limitan a suplicar su ayuda, sino que le dicen muy alterados: “¿No te importa que perezcamos?”.


En el fondo late el primer pecado capital: la soberbia. Para ellos todo debe girar a su alrededor, plegarse a sus intereses o comodidad… incluso la naturaleza. Y el despecho, al no encontrarse con una realidad que puedan controlar, les lleva a ese intolerable exabrupto.


Por eso debemos recordar la importancia de esa “Dama misteriosa”, de la que conviene hacerse amigo si uno desea adentrarse en las moradas más cercanas al centro del “castillo interior”, como recomendó Santa Teresa. Una Dama que se llama humildad.


Es tan recatada y discreta que muchos no la conocen, o la confunden con otra. Porque humildad no consiste en pensar menos de ti mismo, sino en pensar menos en ti mismo. La diferencia no es demasiado sutil.


Pensar menos de nosotros mismos implica no reconocer nuestras cualidades y virtudes, ignorarlas o negarlas, con lo que ofendemos a quien nos las regaló, ya que todo es gracia. Pensar menos en nosotros mismos es vivir pendientes de Otro y, por tanto, aceptar serenamente que no somos el centro de nada ni de nadie, relativizar todo lo nuestro y dar prioridad a dar gloria al Señor de la Gloria. Así la alabanza, la fe o la confianza no son sino manifestaciones de la humildad.


Señor Jesús, enséñame a confiar en ti incluso cuando la tormenta parezca desbordarme. Líbrame de la soberbia que me hace querer controlarlo todo y dame la humildad para reconocer que solo en ti está la paz. Que mi vida no gire en torno a mí mismo, sino a tu gloria. Amén.



viernes, 31 de enero de 2025

SÚPLICA Y ACCIÓN DE GRACIAS

Hoy rezo inspirado por la oración del Papa Clemente XI, y con todo el fervor de mi pobre corazón digo:

Creo en ti, Señor, pero ayúdame a creer con más firmeza; espero en ti, pero ayúdame a esperar con más confianza; te amo, Señor, pero ayúdame a amarte más ardientemente; estoy arrepentido, pero ayúdame a tener mayor dolor.

Te adoro, Señor, porque eres mi creador, y te anhelo porque eres mi último fin; te alabo porque no te cansas de hacerme el bien, y me refugio en ti porque eres mi protector.

Que tu sabiduría, Señor, me dirija y tu justicia me reprima; que tu misericordia me consuele y tu poder me defienda.

Te ofrezco, Señor mis pensamientos, para que se dirijan a ti; te ofrezco mis palabras, para que hablen de ti; te ofrezco mis obras, para que todo lo haga por ti; te ofrezco mis penas, para que las sufra por ti.

Todo aquello que quieres Tú, Señor, lo quiero yo, precisamente porque lo quieres Tú. Quiero como lo quieras Tú, y durante todo el tiempo que lo quieras Tú.

Te pido, Señor, que ilumines mi entendimiento, que inflames mi voluntad, que purifiques mi corazón y santifiques mi alma.

Ayúdame a apartarme de mis pasadas iniquidades, a rechazar las tentaciones futuras, a vencer mis inclinaciones al mal y a cultivar las virtudes necesarias.

Concédeme, Dios de bondad, amor a ti, desconfianza de mí, celo por el prójimo, y desprecio por lo mundano.

Dame tu gracia para ser obediente con mis superiores, comprensivo con mis inferiores, saber aconsejar a mis amigos y perdonar a mis enemigos.

Que venza la sensualidad con la mortificación, la avaricia con la generosidad, la ira con la bondad y la tibieza con el fervor.

Señor, que sepa tener prudencia al aconsejar, valor frente a los peligros, paciencia en las dificultades y humildad en la prosperidad.

Concédeme, Señor, atención al orar, sobriedad al comer, responsabilidad en mi trabajo y firmeza en mis propósitos.

Ayúdame a conservar la pureza de alma, a ser modesto en mis actitudes, ejemplar en mis conversaciones y a llevar una vida ordenada.

Concédeme tu ayuda para dominar mis instintos, para fomentar en mí tu vida de gracia, para cumplir tus mandamientos y obtener la salvación.

Enséñame, Señor, a comprender la pequeñez de lo terreno, la grandeza de lo divino, la brevedad de esta vida y la eternidad de la futura.

Concédeme finalmente, oh Jesús, una buena preparación para la muerte y un santo temor al juicio, para librarme así del infierno y alcanzar el paraíso. Amén.



jueves, 30 de enero de 2025

UN CAMINO NUEVO

 “(…) contando con el camino nuevo y vivo que Él ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne, y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura” (Hb. 10, 20-22).

    El autor de la carta a los Hebreos nos habla de un camino nuevo y vivo inaugurado por Cristo a través de la cortina, es decir, de su carne. Esta imagen nos remite directamente al misterio del Corazón de Jesús, traspasado por la lanza en la Cruz. Es importante notar que, precisamente en ese momento en que el soldado abrió su costado, se rasgó el velo del Templo, marcando el fin del antiguo culto y la apertura de un acceso directo a Dios.

     Este camino nuevo, que Cristo nos abre, no es la ruta de la comodidad, sino que se abrió en una carne lacerada, en su costado herido. Pero, a pesar de ello, también es un atajo, en cuanto puerta abierta al corazón del Padre.

      Antes, el acceso a la presencia divina estaba oculto por el velo del Templo; pero, desde la Encarnación, el velo es su carne. Ese velo ha sido rasgado, y el camino es su amor llevado “hasta el extremo”.

    La carta a los Hebreos nos invita a acercarnos “con corazón sincero y llenos de fe”, con la “conciencia purificada” y el “cuerpo lavado”. Porque entrar en el Corazón de Jesús supone entrar en el santuario de Dios. Es un acto de fe y confianza: no nos acercamos con miedo ni con duda, sino con la certeza de que su herida, en la que deseamos entrar, es un refugio para las almas cansadas y pecadoras como las nuestras. No hay otro.

     Aunque no basta con conocer este Camino: es necesario recorrerlo. Y, para ello, no debemos olvidar la importancia de abrir nuestro propio corazón a Él y a los demás.


    ¡Oh Jesús!, dentro de tus llagas escóndenos, y no permitas que jamás nos separemos de ti. Amén.