miércoles, 5 de febrero de 2025

AMOR Y CORRECCIÓN

Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, ni te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos” (Heb. 12, 5-6).


    Dios es Padre, y todo buen padre corrige a su hijo cuando este se equivoca o se desvía del buen camino. No hacerlo sería no amarlo y desentenderse de él,  dejándolo entregado a sus errores o caprichos, abocado a la desgracia.

    Pero Dios nos ama, y su amor no es un amor débil o complaciente, que deje pasar nuestros pecados como si no tuvieran importancia. Su amor es fuerte, exigente, purificador, nos invita siempre a crecer.

    A veces vemos a un padre humano que castiga con ira, y nos imaginamos que Dios actúa así. Pero los castigos de Dios no son fruto de su ira ni de su desprecio, sino de su misericordia: Jesús nos pone la comparación del viñador, que poda a su viña para que dé más fruto. 

    Nos duelen, por supuesto, pero la Palabra de Dios nos dice que no deben desanimarnos. Aceptarlos con humildad es aceptar nuestra condición de hijos, que Dios nos trata como a tales, y que estamos llenos de imperfecciones y debilidad.

    Para ello debemos pedir la gracia de la obediencia, la capacidad de aceptar las pruebas con fe, sin murmurar ni desesperarnos. Porque Dios sabe muy bien lo que hace y nunca castiga sin razón, ni nos prueba por encima de nuestras fuerzas. 


    Padre nuestro, Padre bueno y justo, te adoro y me someto a tu voluntad.

    Sé que me amas con amor verdadero, y que por eso no me dejas abandonado a mis errores.

    Dame la gracia de aceptar con humildad tu corrección y no rebelarme contra las pruebas que permitas en mi vida, aunque no siempre comprenda su sentido.

    Purifícame, Señor. Hazme obediente, dócil, paciente en la tribulación. Enséñame a confiar en tu sabiduría, y a reconocer que toda prueba que viene de Ti es para mi bien y mi santificación.

    Padre bueno, no me dejes solo. Si es necesario que me castigues, hazlo con amor, pero no me rechaces ni me apartes de tu presencia. Amén.



martes, 4 de febrero de 2025

CORRIENDO LA CARRERA

“Corramos con constancia en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús” (Heb 12, 1-2).


La Sagrada Escritura habla con frecuencia de la vida como un camino de fe, y nuestra existencia concreta implica recorrerlo.

La primera lectura de la misa de hoy nos da algunas recomendaciones para conseguirlo: el esfuerzo constante, el desprendimiento y la atención a la meta.

La importancia de la perseverancia es clave: la meta puede parecernos, a veces, muy lejana; las distracciones que se presentan en el camino, ser frecuentes; y las dificultades pueden hacer tambalear la esperanza de llegar algún día. La paciencia, la generosidad y la fidelidad a Dios nos ayudarán a superarlas.


El desprendimiento, tan recomendado por santa Teresa de Jesús y tantos otros místicos, nos ayudará a aguardar con paz la acción de Dios, y a prepararla. Como toda virtud, requiere ejercicio y lucha. Para librar bien ese combate, conviene avanzar “ligeros de equipaje”, y por eso se nos habla de renuncia.

Hay realidades que dificultan nuestro avance: distracciones, miedos, pecados conocidos y consentidos, apegos, rencores, sentimientos de culpa obsesivos… Y, ante ese panorama, hay que decidirse y elegir. La renuncia consistirá siempre en una elección y en un ejercicio de fe.


Y, por último, debemos mantener los ojos fijos con atención en la meta, que es Jesucristo, ya que este camino lo recorrió Él antes sin ahorrarse ninguna tribulación, para poder así enseñarnos que su final no es la Cruz, sino la resurrección y la vida.


Señor Jesús, Tú eres el principio y la meta de nuestra fe. Ayúdanos a correr con constancia en la carrera de la vida, a soltar todo lo que nos aleja de ti y a perseverar, aun en medio de las dificultades.

Que nuestros ojos estén siempre fijos en ti, para que, como Tú, podamos abrazar la Cruz con esperanza y llegar a la gloria de la resurrección.

Así sea.



lunes, 3 de febrero de 2025

MIEDO A LA LIBERTAD, MIEDO A LA CONVERSIÓN

La gente fue a ver qué había pasado. Se acercaron a Jesús y vieron al endemoniado que había tenido la legión, sentado, vestido y en su juicio. Y se asustaron” (Mc. 5, 14-15).


    Todo en este episodio evangélico es sorprendente y paradójico. Pero debemos quedarnos con lo fundamental: Jesús atraviesa el mar, aparentemente con la única finalidad de encontrar y salvar a un hombre poseído, ya que no hace otra cosa en aquella región de los gerasenos.

     Es un hombre atormentado, solitario, marginado, incapaz de controlarse a sí mismo. Pero una sola palabra de Jesús lo libera y lo restaura en su condición humana. Nos muestra así su poder frente al mal, su misericordia y su compasión por los que sufren.

    Pero la gente, en vez de alegrarse por aquel cambio, siente miedo y le pide a Jesús que se marche. Eso sí, lo hacen por favor, muy educadamente, para que no se enfadara y les hiciera daño. Prefieren su seguridad y sus rutinas, que nada cambie, antes que la novedad radical que Él trae.

    La presencia de Jesús en nuestras vidas también puede transformarnos, aunque a veces nos cuesta aceptar sus caminos porque son muy diferentes a los nuestros. Entonces nos resistimos a su acción, frustramos lo que Él sueña para nosotros y nos conformamos con lo que somos y tenemos, prefiriendo la miseria a la plenitud que podríamos alcanzar.


    Señor Jesús, Tú que cruzaste el mar para llegar hasta el hombre poseído y liberarlo, ven también a mi vida. Atraviesa mis miedos, mis heridas y todo aquello que me encadena. Solo Tú puedes devolverme la paz, solo Tú puedes restaurar lo que en mí está roto.

    Tu misericordia me atrae y me asusta a la vez, porque sé que, por perdido que esté, siempre me buscarás, y aunque todos me abandonen, Tú nunca lo harás.

    ¡Oh Señor!, dame la gracia de no temer tu acción en mi vida. Si a veces tengo miedo de los cambios que me pides, dame confianza. Si alguna vez he preferido mi comodidad y rutinas antes que seguirte, dame valentía. Y si me concedes experimentar tu amor y tu poder, hazme también testigo de tu bondad con mi vida entera. Amén.



domingo, 2 de febrero de 2025

PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor (…), y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones” (Lc. 2,22-24).


María y José ofrecen a Jesús en el Templo y nos muestran que toda nuestra vida cristiana ha de ser ofrenda. Dios nos lo ha dado todo, y la respuesta que nos pide es que nos entreguemos a Él sin reservas, no solo ofreciendo cosas exteriores, sino comprendiendo que el verdadero culto que le agrada es la entrega de nuestro propio ser: nuestra voluntad y nuestro amor. Jesús mismo vivirá su ofrenda en plenitud en la cruz, de la que la presentación en el Templo es un anticipo.

La ofrenda es, pues, un acto de obediencia. María y José cumplen la ley del Señor con humildad y fidelidad. Obedecer a Dios no siempre es fácil, porque con frecuencia querríamos seguir nuestras propias inclinaciones. Sin embargo, la obediencia es el camino del amor: quien ama, escucha; quien escucha, obedece. Afirma san Pablo que Jesús mismo, siendo Dios, fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2,8). Además, la obediencia a Dios se concreta muchas veces en la obediencia a las mediaciones humanas: la Iglesia, las leyes justas, las legítimas autoridades, los padres… Saber obedecer con fe y humildad es una de las formas más puras de ofrecernos a Dios.

Por otra parte, María y José ofrecen dos pequeñas aves, la ofrenda de los pobres. Y Dios se complace en ella, porque Él no exige riquezas ni grandes sacrificios materiales, sino un corazón puro y humilde. La pobreza espiritual es, en el fondo, el reconocimiento de nuestra absoluta dependencia de Dios. No es la cantidad lo que agrada a Dios, sino el amor con que se da. A veces soñamos con dar cosas grandes, aunque lo que Dios nos esté pidiendo sea lo pequeño: un sacrificio oculto, una palabra de perdón, un acto de paciencia… Gestos cuya realización no es vistosa, pero sí exigente.

Oremos pidiendo gracia:


Señor Dios nuestro, Padre bueno y misericordioso, Tú nos has dado el ejemplo de la entrega perfecta de María y José, y nos has mostrado en Jesús el sentido más profundo de la ofrenda. Enséñanos a ofrecernos a Ti cada día con humildad y amor, tanto en los pequeños como en los grandes acontecimientos de la vida. Danos un corazón obediente, que sepa escuchar tu voz y seguirte sin resistencias ni cálculos. Haznos pobres de espíritu, desprendidos de todo aquello que nos aparta de Ti, para que nuestra única riqueza seas Tú. Amén.



sábado, 1 de febrero de 2025

SIEMPRE HUMILDAD

 Lo despertaron, diciéndole: Maestro, ¿no te importa que perezcamos? Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: ¡Silencio, enmudece! El viento cesó y vino una gran calma” (Mc. 4, 38-39).

Llama la atención, no solo la urgencia que revela el grito de los apóstoles, sino la injusta increpación al Señor que conlleva. Jesús había cuidado de ellos con una solicitud casi maternal, les había defendido en varias ocasiones de los ataques y críticas de los escribas, se había confiado a ellos y les había tomado por verdadera familia. Y ahora no se limitan a suplicar su ayuda, sino que le dicen muy alterados: “¿No te importa que perezcamos?”.


En el fondo late el primer pecado capital: la soberbia. Para ellos todo debe girar a su alrededor, plegarse a sus intereses o comodidad… incluso la naturaleza. Y el despecho, al no encontrarse con una realidad que puedan controlar, les lleva a ese intolerable exabrupto.


Por eso debemos recordar la importancia de esa “Dama misteriosa”, de la que conviene hacerse amigo si uno desea adentrarse en las moradas más cercanas al centro del “castillo interior”, como recomendó Santa Teresa. Una Dama que se llama humildad.


Es tan recatada y discreta que muchos no la conocen, o la confunden con otra. Porque humildad no consiste en pensar menos de ti mismo, sino en pensar menos en ti mismo. La diferencia no es demasiado sutil.


Pensar menos de nosotros mismos implica no reconocer nuestras cualidades y virtudes, ignorarlas o negarlas, con lo que ofendemos a quien nos las regaló, ya que todo es gracia. Pensar menos en nosotros mismos es vivir pendientes de Otro y, por tanto, aceptar serenamente que no somos el centro de nada ni de nadie, relativizar todo lo nuestro y dar prioridad a dar gloria al Señor de la Gloria. Así la alabanza, la fe o la confianza no son sino manifestaciones de la humildad.


Señor Jesús, enséñame a confiar en ti incluso cuando la tormenta parezca desbordarme. Líbrame de la soberbia que me hace querer controlarlo todo y dame la humildad para reconocer que solo en ti está la paz. Que mi vida no gire en torno a mí mismo, sino a tu gloria. Amén.



viernes, 31 de enero de 2025

SÚPLICA Y ACCIÓN DE GRACIAS

Hoy rezo inspirado por la oración del Papa Clemente XI, y con todo el fervor de mi pobre corazón digo:

Creo en ti, Señor, pero ayúdame a creer con más firmeza; espero en ti, pero ayúdame a esperar con más confianza; te amo, Señor, pero ayúdame a amarte más ardientemente; estoy arrepentido, pero ayúdame a tener mayor dolor.

Te adoro, Señor, porque eres mi creador, y te anhelo porque eres mi último fin; te alabo porque no te cansas de hacerme el bien, y me refugio en ti porque eres mi protector.

Que tu sabiduría, Señor, me dirija y tu justicia me reprima; que tu misericordia me consuele y tu poder me defienda.

Te ofrezco, Señor mis pensamientos, para que se dirijan a ti; te ofrezco mis palabras, para que hablen de ti; te ofrezco mis obras, para que todo lo haga por ti; te ofrezco mis penas, para que las sufra por ti.

Todo aquello que quieres Tú, Señor, lo quiero yo, precisamente porque lo quieres Tú. Quiero como lo quieras Tú, y durante todo el tiempo que lo quieras Tú.

Te pido, Señor, que ilumines mi entendimiento, que inflames mi voluntad, que purifiques mi corazón y santifiques mi alma.

Ayúdame a apartarme de mis pasadas iniquidades, a rechazar las tentaciones futuras, a vencer mis inclinaciones al mal y a cultivar las virtudes necesarias.

Concédeme, Dios de bondad, amor a ti, desconfianza de mí, celo por el prójimo, y desprecio por lo mundano.

Dame tu gracia para ser obediente con mis superiores, comprensivo con mis inferiores, saber aconsejar a mis amigos y perdonar a mis enemigos.

Que venza la sensualidad con la mortificación, la avaricia con la generosidad, la ira con la bondad y la tibieza con el fervor.

Señor, que sepa tener prudencia al aconsejar, valor frente a los peligros, paciencia en las dificultades y humildad en la prosperidad.

Concédeme, Señor, atención al orar, sobriedad al comer, responsabilidad en mi trabajo y firmeza en mis propósitos.

Ayúdame a conservar la pureza de alma, a ser modesto en mis actitudes, ejemplar en mis conversaciones y a llevar una vida ordenada.

Concédeme tu ayuda para dominar mis instintos, para fomentar en mí tu vida de gracia, para cumplir tus mandamientos y obtener la salvación.

Enséñame, Señor, a comprender la pequeñez de lo terreno, la grandeza de lo divino, la brevedad de esta vida y la eternidad de la futura.

Concédeme finalmente, oh Jesús, una buena preparación para la muerte y un santo temor al juicio, para librarme así del infierno y alcanzar el paraíso. Amén.



jueves, 30 de enero de 2025

UN CAMINO NUEVO

 “(…) contando con el camino nuevo y vivo que Él ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne, y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura” (Hb. 10, 20-22).

    El autor de la carta a los Hebreos nos habla de un camino nuevo y vivo inaugurado por Cristo a través de la cortina, es decir, de su carne. Esta imagen nos remite directamente al misterio del Corazón de Jesús, traspasado por la lanza en la Cruz. Es importante notar que, precisamente en ese momento en que el soldado abrió su costado, se rasgó el velo del Templo, marcando el fin del antiguo culto y la apertura de un acceso directo a Dios.

     Este camino nuevo, que Cristo nos abre, no es la ruta de la comodidad, sino que se abrió en una carne lacerada, en su costado herido. Pero, a pesar de ello, también es un atajo, en cuanto puerta abierta al corazón del Padre.

      Antes, el acceso a la presencia divina estaba oculto por el velo del Templo; pero, desde la Encarnación, el velo es su carne. Ese velo ha sido rasgado, y el camino es su amor llevado “hasta el extremo”.

    La carta a los Hebreos nos invita a acercarnos “con corazón sincero y llenos de fe”, con la “conciencia purificada” y el “cuerpo lavado”. Porque entrar en el Corazón de Jesús supone entrar en el santuario de Dios. Es un acto de fe y confianza: no nos acercamos con miedo ni con duda, sino con la certeza de que su herida, en la que deseamos entrar, es un refugio para las almas cansadas y pecadoras como las nuestras. No hay otro.

     Aunque no basta con conocer este Camino: es necesario recorrerlo. Y, para ello, no debemos olvidar la importancia de abrir nuestro propio corazón a Él y a los demás.


    ¡Oh Jesús!, dentro de tus llagas escóndenos, y no permitas que jamás nos separemos de ti. Amén.



miércoles, 29 de enero de 2025

EL ROSTRO DEL SEMBRADOR

 “(La semilla)… cayó en tierra buena; nació, creció y dio grano; y la cosecha fue del treinta o del sesenta o del ciento por uno. Y añadió: El que tenga oídos para oír, que oiga” ( Mc. 4, 8-9). 


    En esta conocida parábola del sembrador, es muy frecuente que nos detengamos a considerar qué clase de mala tierra somos nosotros: si la tierra al borde del camino, si la llena de abrojos, si el terreno pedregoso… 

    Al ser conscientes de nuestra miseria, rara vez se nos ocurre que nosotros podamos ser la tierra buena. Sin embargo, el Evangelio nos invita a adoptar una perspectiva diferente. 

    Nosotros no somos una u otra clase de tierra, ni la mala, ni la buena. Nosotros somos el campo del Señor. El Sembrador lo conoce perfectamente, porque es su campo, el que adquirió a un precio muy elevado. Y sabe que en todo campo hay zarzas, y piedras, y zonas que se sitúan al borde del camino. Pero, a pesar de todo, se trata de un campo que Él cultiva con infinito amor y cuidado; un campo que regó, no sólo con su sudor, sino también con sus lágrimas y con su preciosa sangre. 

    Se nos invita a esta audaz conversión: la de dejar de mirarnos todo el tiempo a nosotros mismos -convirtiéndonos en el exclusivo centro de nuestra atención- para levantar la cabeza y contemplar el divino y bellísimo rostro del Sembrador. Ese sí que merece toda nuestra atención. 

    El gran secreto de la vida espiritual es el olvido propio, no ponerse uno a sí mismo en el centro de sus propias preocupaciones, para centrarse en cambio totalmente en el Señor.

     Nos lo recuerda Jesús en otro lugar del Evangelio: “el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que la pierda por mí, y por el Evangelio, ese la salvará” (Mc. 8, 35). 

sábado, 30 de noviembre de 2024

HA LLEGADO EL ADVIENTO

    Ha llegado el Adviento, y la decisión de "despertar" me ha llevado a actualizar el Blog después de las numerosas interrupciones tenidas desde que, en 2021, el Covid estuvo a punto de enviarme a descansar en Dios para siempre.

    Muchos saben que mi tiempo litúrgico favorito es la Navidad, y que fue durante el Adviento de un lejano 1986 cuando me ordené sacerdote. Por eso el comienzo del Adviento me hace abrir los ojos a la maravillosa realidad que vivo cada día: el privilegio de ser sacerdote de Jesucristo, consagrado sucesivamente con los sacramentos del bautismo, la confirmación y el orden sacerdotal. Y querría contagiar a mis lectores con el entusiasmo del converso. 
    No, no ha habido algún acontecimiento singular que haya marcado recientemente mi vida. O quizá muchos: ejercicios espirituales que voy impartiendo, retiros, encuentros, peregrinaciones donde se derrama mucha gracia... Pero, no es bueno acostumbrase de tal manera a lo extraordinario, que lo necesitemos para vivir la normalidad de la vida ordinaria. Si no, terminaremos exigiendo con impaciencia nuestro biberón de cada día; o debiendo repostar continuamente gasolina en nuestro motor espiritual.
    Me encanta el Adviento porque me parece que potencia el valor infinito de lo cotidiano. Porque enciende nuestro amor y fe, haciéndonos vivir de esperanza. Una esperanza cuyo término conocemos, pero cuyas implicaciones estamos lejos de asimilar.
    Escuchamos o leemos diariamente el Evangelio, pero ¿lo hacemos de corazón? Lo meditamos, ¿pero tratamos de vivirlo de una forma sencilla y real? Con mucha frecuencia estamos tan embebidos en lo nuestro, en nuestros problemas o ambiciones, en nuestros temores o sufrimientos, que el Evangelio termina siendo la hermosa utopía que se considera en la meditación, pero no la fuente de agua viva, clara como la luz,  que nos permite avanzar por el desierto de esta vida sin perecer de sed; y avanzar en la dirección correcta, sin llorar porque nos parece haber perdido la brújula y nos sentimos desgraciados.
    Todo es gracia, pero la gracia hay que acogerla. El sol saldrá cada mañana, aunque yo no mueva un sólo dedo para conseguirlo; y tampoco saldrá antes por mucho que llore. Eso es cierto, pero también es cierto que si no me levanto de la cama y abro las ventanas, brillará en el exterior de mi casa, pero no me iluminará y calentará. 
    Acogemos esa invitación de san Pablo en su carta a los Efesios (5,14): "Despiértate, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo”. El apóstol cita seguramente un antiguo himno cristiano que no conocemos y que se utilizaría en la liturgia, y de cualquier forma su invitación hace eco a la que realiza Isaías, al que con razón llamamos el profeta del Adviento: "¡Levántate, resplandece, que llega tu luz, y la gloria de Yahveh sobre ti amanece!" (60,1).
    La luz de Dios se hace intensa como la aurora en este tiempo litúrgico, y es el momento de restregar nuestros ojos soñolientos, sacudir la pereza con que nos lastran nuestros pecados, y prepararnos para recibir al sol radiante que la solemnidad de Navidad nos traerá.
   Hagamos algunos buenos propósitos, vivamos como niños ilusionados un "calendario de Adviento", y preparemos el corazón para acoger la paradójica grandeza de la pequeñez de nuestro Dios.
    Late con más fuerza, corazón mío...
Feliz y santo Adviento.
    


domingo, 25 de febrero de 2024

 

LA IMPRESCINDIBLE COLABORACIÓN

    "Si hay tan pocas conversiones entre los cristianos es porque hay pocas personas que oren, aunque haya muchas que predican". La frase es de san Claudio la Colombière (1641-1682), y cobra en nuestros días una actualidad insospechada, quizás mayor que en la época en que se escribió.

Muchos tenemos que poner la mano sobre el pecho y reconocernos cazados en esa sutil trampa de falta de confianza en Dios, en que consiste la "herejía de la acción", como fue bautizada hace ya un siglo. Y es que el problema se centra en encontrar el equilibrio adecuado entre la gratuidad de la acción de Dios, por una parte, y la imprescindible colaboración humana, por otra; y en determinar en qué consiste ésta última.

 

En el relato evangélico de la resurrección de la hija de Jairo (Mc.5,21-43), parece que Jesús sólo le exige una cosa al consternado padre: "No temas; basta que tengas fe".

Él no exige para actuar en nuestras vidas otra condición. Hay quienes colocan en el vértice de las cualidades cristianas, imprescindible para la perseverancia, la fuerza de voluntad. Y a su falta se achaca la tibieza en la vida espiritual.

Sin embargo, es suficiente con que Jairo esté abierto a la posibilidad de que Cristo pueda hacer algo por Él, con que le abra de par en par las puertas de su casa, para que el milagro se produzca.

La confianza traza los límites de la posibilidad de actuación del Señor. Cuando no existe, ocurre lo que le sucedió en su pueblo de Nazaret: que "no pudo hacer allí ningún milagro" por su falta de fe (Mc.6,5-6). No que los nazarenos fueran castigados por su incredulidad, sino que Jesús -literalmente- no pudo hacer nada por ellos.

 

Esta fe es la primera colaboración del hombre con la acción de Dios. Pero existe otra muy importante, sin la cual la primera resulta insuficiente.

En el mismo relato que comentamos existe un detalle prosaico, que contrasta con la grandiosidad del momento en que una muerta se levanta y echa a andar. Y es éste: que Jesús les mandó que dieran de comer a la niña.

Aquellos padres han posibilitado la recuperación de la vida de su hija con su confianza y con la acogida de Jesús. Pero la vida, que se ha dado como regalo, necesita ser conservada, alimentada, para que no vuelva a perderse: hay que dar de comer. Y esa tarea les corresponde a ellos

La intervención de Dios tiene que ser completada con la acción del hombre: este es su plan desde la Creación, cuando puso todo en manos de su criatura para que dominara sobre todo lo creado (Gn.1,28). La unión con Dios que propone la mística, siendo obra de la gracia,  presupone normalmente el esfuerzo del camino ascético. El gozo de la Pascua se prepara con la austeridad y penitencia cuaresmales.

No es lícito adoptar una actitud pasiva, que rechaza el esfuerzo, en aras de una mayor confianza; hay que poner todos los medios a nuestro alcance para no frustrar, con nuestra pereza y dejadez, el don de Dios. Y esto es así porque la fe es exigencia que remite a las obras.

Ciertas dicotomías en la vida espiritual -acción y contemplación; gracia y esfuerzo- se revelan falsas a poco que se las examine a la luz del Evangelio. Por eso nuestra atenta mirada al Corazón del Señor, deberá ir siempre acompañada de una consideración amorosa de sus manos y pies crucificados: silenciosa llamada a ofrecer nuestras personas al trabajo.

 

viernes, 19 de enero de 2024

 

AQUÍ ESTAMOS DE NUEVO

Soy un privilegiado, un gran privilegiado; lo reconozco. Desde el patio de mi casa puedo repetir con toda verdad lo que decía el autor de la “Imitación de Cristo”: “¿Qué puedes ver en otro lugar que aquí no lo veas? Aquí ves el cielo, y la tierra, y los elementos, de los cuales fueron hechas todas las cosas” (lib.I, cap.XX).

Contemplo unos atardeceres bellísimos; veo brotar los tallos del limonero y madurar sus coloridos frutos; escucho el canto de los pájaros, las campanas de la parroquia del pueblo, el murmullo cantarino del agua que corre y el zumbido de los insectos. Aspiro el aroma de mi jardín, y el perfume de los jazmines y el azahar.

Y sin embargo, hace más de un año parece que la vida se detuvo. Las tinieblas más espesas aparecieron y la esperanza fue puesta a dura prueba. Los habituales seguidores de este modesto blog ya se dieron cuenta de que algo pasaba: ni siquiera en los meses dolorosos de 2021 en que padecí el covid había dejado de publicar aquí.

 Supliqué oraciones pero guarde silencio; continué lo mejor posible el desempeño de mis obligaciones pastorales y aguardé el momento de Dios. Un momento que nos hace anhelar su presencia y salvación con la mayor intensidad.

Desde hace algunos meses ya puedo rezar con el salmista: “Cuando te invoqué me escuchaste, acreciste el valor de mi alma” (Sal.137,3). Y continuando con el mismo salmo: “te doy gracias, Señor, de todo corazón”, “tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos”.

Y es la gran lección. En medio de la más terrible opresión y angustia me he dado cuenta de que basta con doblar las rodillas y cerrar los ojos para contemplar un horizonte tan vasto, sobrecogedor, y al mismo tiempo fascinante, como jamás pudiera haber imaginado que existiera.  Ahora cada día entraña una aventura nueva, aunque el paladar espiritual se queje, ávido de otros manjares más dulces y ligeros

Ya te has dado cuenta, querido lector, que el nombre de ese horizonte infinito y liberador es Dios, y que la aventura -quizá la única aventura real que nos sea dado vivir en el siglo XXI- se llama contemplación.

Nos puede consolar el tener por delante una eternidad para ir descubriéndolo, conociéndolo, amándolo.

 

Por eso retomo el blog con una finalidad bien sencilla. Con palabras de Ramón Llul (Lulio) en su “Libro de amigo y Amado”, y con su mismo objetivo: para “multiplicar el fervor y la devoción entre los ermitaños, a quienes quería enamorar de Dios.

Si leen sus anteriores entradas, y navegan por las distintas pestañas que tiene, verán que se trata de reflexiones que sólo encuentran su inspiración en la Palabra de Dios; una Palabra escuchada, meditada, rumiada o contemplada, ya en el silencio, ya en el vértigo de la vida, desde el séptimo cielo, o desde el más profundo abismo. Una Palabra que es la única guía segura con la que uno puede adentrarse en la aventura de la vida interior.

Ojalá nos ayuden a todos a “enamorarnos de Dios”.

domingo, 3 de julio de 2022

Espiritualidad del caminante

            La reciente peregrinación que he tenido la suerte de poder realizar a Tierra Santa el pasado mes de junio, organizada por una parroquia de la diócesis de Getafe, y en compañía de excelentes compañeros, sacerdotes y laicos, ha sido una bellísima y profunda experiencia espiritual sobre la que merece la pena profundizar.

             Peregrinar es una obra penitencial; el peregrino pone a prueba su resistencia, caminando de un lugar a otro, soportando calores y frío en ocasiones, falta de sueño, sed, imprevistos… abandonado en las manos de la Providencia y en manos de sus hermanos.

             Peregrinar es también una forma de orar (alguien ha hablado de "rezar con los pies"), pero sobre todo de expresar simbólicamente lo que tiene que ser nuestra vida: una marcha esforzada y continua hacia Dios, donde cada instante y cada lugar encierran algo "santo", una sorpresa inesperada. Donde el fruto no es siempre el que uno pensaba obtener, porque es Dios quien toma la dirección, y sus caminos “no son nuestros caminos”. No olvidemos que ahora, en todas partes y en todo momento, está tendida la "escala de Jacob" (Gen. 18, 12-19), ésa que mantenía en abierta comunicación al cielo con la tierra. 

             Peregrinar es realizar una marcha donde se distinguen etapas y donde se efectúan visitas. O mejor dicho, se reciben visitas del Señor, que no cesa de salir a nuestro encuentro para salvarnos de los enemigos, para ser nuestro descanso en la fatiga (Mt. 11,28), para alimentarnos con un pan del cielo (Jn.6, 32-35), y darnos a beber un agua viva que apaga definitivamente la sed (Jn.4, 13-14).

             Así es exactamente una peregrinación a los Santos Lugares.


             Pero no basta caminar, porque los caminos pueden estar bien o mal orientados. Les pongo algunos ejemplos de caminos mal orientados que tendríamos que examinar si seguimos:

             -el camino de DAMASCO (Hch. 9,1-2), que es el camino que recorrió Saulo de Tarso (antes de ser san Pablo), en busca de cristianos a quienes llevar prisioneros a Jerusalén. Es un camino de agresividad, de violencia, de persecución. Exactamente el que algunos siguen por medio de la crítica despiadada, de la murmuración, del rencor alimentado...

             -el camino de NAIM (Lc. 7,11-13), que es el de aquella viuda que llevaba a enterrar a su hijo único. Es camino de dolor inconsolable, de sufrimiento intenso, de depresión, de soledad (a pesar de ir acompañada por todo el pueblo, ¿qué mayor soledad que haber perdido a quienes más quería: esposo e hijo?). Camino que también seguimos a veces, sin hacer gran cosa por salir de él, no ahondando en la esperanza que llena nuestra vida: la fe en Jesús resucitado.

             -el camino de EMAÚS (Lc.24,13-25), que es el de aquellos discípulos que regresaban decepcionados a sus casas tras la muerte del Señor. Es el camino de la desilusión, de la pérdida de ganas y empuje, que siguen quienes se figuran que las cosas tenían que ir de otra manera: a su gusto. El camino de los que se cansan fácilmente, de los que no perseveran asustados ante la más mínima dificultad.

             -el camino de JERICÓ (Lc.18,35-42), que es el de aquel ciego que pedía limosna sentado. El camino de los que comienzan a no ver nada claro; de los que dudan incluso sobre cuestiones fundamentales; de quienes viven sin luz. El camino de quienes se sientan en su orilla negándose a avanzar, porque para ello querrían unas seguridades que no pueden tener...

             Peregrinar no es caminar sin rumbo, ni abandonar sin más la ruta equivocada, sino rectificarla. Ser capaces de reorientarnos cuando sea necesario volviendo nuestros pasos hacia JERUSALÉN, que es "ciudad de paz", ciudad del consuelo y la bendición de Dios, y cuna de la Iglesia de Jesús.

             Peregrinar, por último, es emprender el camino de AIN-KAREN, es decir, el camino de la Visitación de María, cuando fue a un pueblo de la montaña de Judá a visitar a su pariente Isabel (Lc. 1,39-45).

             Es un camino difícil y esforzado (todos los caminos que suben a la montaña lo son y este no es una excepción, como tuvimos ocasión de comprobarlo in situ mis compañeros y yo), pero vale la pena emprenderlo, porque es camino:

             -de FE: "dichosa tú que has creído..."

             -de ALABANZA: "proclama mi alma la grandeza del Señor..."    

             -de SERVICIO: "permaneció en casa de Isabel unos tres meses..."

             -de HUMILDAD: "se ha fijado en la humildad de su esclava..."


             ¡Ojalá que todos, por la misericordia de Dios, seamos capaces de entrar por él!