El pasado mes de octubre lo llamamos a menudo el mes del rosario, y también el mes de las misiones. El mes de noviembre que ahora vivimos podría ser denominado el mes de los santos por la hermosa fiesta con que comienza, y también por la conmemoración de todos los fieles difuntos que le sigue. Y aunque ya lo hemos hecho con mucha frecuencia en los editoriales del blog, a lo largo de estos dos años que acabamos de cumplir, siempre tenemos que volver a este tema de la santidad porque nos importa mucho.
La fiesta de Todos los Santos propicia, sin lugar a dudas, que expresemos nuestros deseos de mejorar en todos los aspectos de nuestra vida acumulando buenas intenciones y haciendo grandes y santos propósitos. Puede que desempolvemos viejas aspiraciones y nos dispongamos a desempeñar el duro trabajo que calculamos que su consecución presupone. Todo ello cruzando los dedos para que nuestra flojera, nuestro déficit de voluntad decidida y perseverante, no dé de nuevo al traste con estas aspiraciones.
Algunos, en esta situación recuerdan el dicho “el que algo quiere, algo le cuesta”, o también la famosa maldición bíblica: "Comerás el pan con el sudor de tu frente" (Gen.3,19), lamentando la caída de Adán a la que culpan de ser la causa de tan prolongadas y amargas fatigas.
No es necesario que insistamos en la importancia del esfuerzo como colaboración en la obra creadora de Dios, y cómo en el precepto divino de: "Llenad la tierra y sometedla" (Gen.1,28), ya está implícito el mandamiento del trabajo esforzado. Pero lo que queremos destacar ahora es un peligro que puede pasarnos desapercibido.
Desde muy pequeños estamos acostumbrados a "ganarnos" las cosas, a hacer méritos para conseguirlas. El escolar que se esfuerza por estudiar mucho para ganar el premio prometido por sus padres, el niño que procura ser bueno “para que lo quiera su mamá”, el joven deportista que entrena duro para alcanzar la victoria en la competición… viven en la misma dinámica que un adulto cuando va cada día a su oficina.
Y ocurre que cuando uno siempre obtiene lo que quiere gracias a su esfuerzo, con facilidad pierde el sentido de lo gratuito, de lo inmerecido. Aquí radica el peligro, porque... ¡qué dificultad tan grande entraña esta actitud para comprender y disfrutar el evangelio!
En el centro de nuestra relación con Dios está el DON. El hombre reconoce a su Creador a partir de los regalos con que éste le colma, y sólo desde esa perspectiva de dependencia, de recibir gratuitamente la vida y todo lo que le sigue, se sitúa correctamente en relación al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por eso la torre de Babel -el esfuerzo del hombre por ponerse "a la altura de Dios" sin reconocer las diferencias de "estatura"- está condenada en todos los casos al fracaso.
Quizás tengamos que acordarnos de que vivimos una "Alianza nueva", y que en ésta se nos invita a dejar atrás la antigua maldición: "Comerás el pan con el sudor de tu frente", y a pedir en cambio: "Danos hoy nuestro pan de cada día".
Así tendríamos que pedir insistentemente, repetir cada día "DANOS”, porque renunciamos a ganarnos con nuestro sudor lo que sólo el Dios de las misericordias puede concedernos. Danos, porque renunciamos a nuestra autosuficiencia, a nuestro orgullo de criaturas rebeldes que quieren vivir como hijos emancipados. Danos, porque estamos horrorizados de constatar en nuestra historia cómo abandonamos a menudo la eterna fuente de agua viva, para ir a excavarnos "cisternas agrietadas que no pueden contener el agua" (Jer.2,13).
No es fácil esta actitud espiritual. Ya dije que somos educados en una muy diferente, y eso pesa. Por ello debemos terminar contemplando a los apóstoles que, después de la Resurrección, vuelven a su antiguo oficio de pescadores.
Tras una noche de trabajo infructuosa echan las redes obedientes a la Palabra de Jesús alcanzando un gran resultado. Y no fue éste tanto el haber pescado ciento cincuenta y tres peces grandes, cuanto haber sido invitados a comer por el Señor en la orilla, recibiendo una buena lección. En la orilla, antes de llegar la barca, ya estaban "preparadas unas brasas, y un pez sobre ellas, y pan" (Jn.21,9). Todo puro don previo a cualquier esfuerzo.
Es el Pan de la Eucaristía y de la Palabra que nosotros, por mucho que nos esforcemos, jamás podemos ganarnos: ese Pan de Vida que cada día tenemos que pedir, tenemos que aceptar, como regalo de nuestro Padre Dios.