Al comienzo de sus “Ejercicios espirituales”, en el Principio y Fundamento, san Ignacio de Loyola afirma que el hombre es creado para “alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor”. Es decir, el hombre con toda su vida debe rendir culto al Creador.
Hay un culto público, que es el litúrgico, celebrado en la iglesia. Pero éste tiene que ser completado con un culto privado y espiritual, ofrecido por cada uno al Señor en el templo de su corazón. Si el primero requiere una especial atmósfera de silencio para poder ser interiorizado, el segundo también necesita de silencios para adquirir profundidad.
Y precisamente este segundo tipo de culto es el que ofrece más dificultades en la práctica, porque resulta ya un tópico afirmar que vivimos en la civilización del ruido. La dispersión más grande nos arroja con frecuencia fuera de nosotros mismos. Cuando uno queda en silencio en su oración, sin nada que decirle a Dios, puede tener la desagradable impresión de que ha dejado de orar precisamente porque ha dejado de hablar, aunque sea mentalmente.
El pasado verano tuve la suerte de pasar un tiempo mucho más prolongado que en otras ocasiones en la costa. Contemplando durante muchas horas el mar era imposible que dejara de fijarme en las gaviotas, y aunque estas aves no siempre resultan simpáticas tampoco dejaron de darme una lección. En el suelo, buscando los restos de comida dejados por los veraneantes, se peleaban, y eran chillonas y torpes en sus movimientos. Pero, cuando emprendían el vuelo, unos fuertes y continuados aletazos les servían para despegar de la playa, para elevarse sobre la tierra hasta la altura deseada, y luego se cernían de una manera elegante, maravillosa, sin aparente esfuerzo. Se trataba de permanecer elevadas, ojo a vizor de las oportunidades que se les pudieran presentar abajo, apenas moviéndose, sin aparente esfuerzo, aprovechando sus largas alas para planear siguiendo las corrientes de aire. Cuando el viento cambiaba, o la fuerza de gravedad las reclamaba, bastaban uno o dos nuevos aletazos para continuar suavemente en las alturas, sin perder la atención, disfrutando de su privilegiada atalaya y de la imponente vista del océano.
La lección es clara. Necesitamos algún esfuerzo para levantarnos de nuestras inquietudes y preocupaciones y así despegar en el vuelo de la oración. Pero una vez conseguido esto con la ayuda del Señor, ya no hemos de inquietarnos demasiado: permanecer atentos, eso sí, y mantenernos en la altura con algunos suaves “aletazos” que nos ayuden a conservar el rumbo, a no caer. Aletazos que serán actos interiores de práctica de las virtudes teologales: de fe, de esperanza y de amor a Dios. Todo con suavidad, con calma, con la paz que el Señor nos da y que el Enemigo procura estorbar.
Para una gaviota volar no es difícil sino connatural, por eso tiene alas y está dotada de un maravilloso instinto. Para nosotros orar es exactamente lo mismo pues para eso hemos sido creados: para adorar, para alabar, para contemplar, para amar… ¿Acaso nos quejaremos?
Pero el silencio interior sigue siendo el gran caballo de batalla. Desde la cuna nuestros niños son arrullados por el runrún de la televisión; nuestros jóvenes enloquecen en locales donde no hay lugar para el amistoso diálogo, sino solo para una gloriosa exaltación de los decibelios; nosotros nos enredamos en conversaciones vanas donde con frecuencia la caridad y la utilidad brillan por su ausencia... Y nadie se preocupa especialmente por eso a pesar de que el silencio es imprescindible para una vida cristiana que quiera ser auténtica. Porque la vida cristiana es, ante todo, escucha del Espíritu, de la “música callada” en ese “silencio sonoro” del que nos hablaba nuestro místico doctor san Juan de la Cruz.
El silencio exterior es antesala de la oración, y requiere un esfuerzo para crearlo. Pero cuando se refiere a Dios, en quien se vuelca toda la atención, se identifica con la contemplación.
Cuando siendo niño veía a mi abuelo pintando uno de sus cuadros el tiempo se me pasaba volando. Me abstraía, maravillado de su actividad, sin tener gana de otra cosa; me olvidaba de todo lo que no fuera en ese momento concentrarme en mirar, en fijarme en los detalles. Y me gozaba cuando advertía cómo de los pinceles manaba hacia el blanco lienzo una realidad luminosa que me parecía superar en belleza a la realidad que la inspiraba.
La atención volcada sobre una cosa (y subrayo la palabra una), que atrae y cautiva la atención, que suspende a la persona en torno a ella, que acalla los ruidos de nuestras angustias y preocupaciones, eso es silencio interior. Y si lo que concentra de tal manera nuestra atención es la presencia de Dios en lo íntimo del alma, o en el sagrario, podemos agradecerle el don de la contemplación.
Puesto que tanto nos importa pidamos al Señor esta gracia: que dé alas y silencio a nuestra vida para que así nos convirtamos en sus auténticos testigos y apóstoles.