Se cuenta de Miguel Ángel, el genial artista del Renacimiento italiano, que en cierta ocasión, paseando por el campo, descubrió un gran bloque de mármol. Llevado de una repentina inspiración exclamó: "En esa piedra hay un ángel prisionero. Yo voy a liberarlo".
Dicho esto, habiéndose provisto de cincel y martillo, comenzó a trabajar el mármol informe, el cual, por virtud de su insuperable talento, fue adoptando la forma de un bellísimo ángel.
Ciertamente Miguel Ángel no le añadió nada material a la piedra; no creó, en sentido estricto. Su arte consistió en ir rebajando, vaciando, quitándole a ésta todo lo que le sobraba: quilos y quilos de pesada materia inútil. No transformó su calidad, pero la supo ir puliendo hasta cambiar por completo su rugosa superficie en otra muy tersa. Porque el ángel, de alguna manera, estaba ya en su interior.
Mirar en este mes de Mayo a María, modelo de la humanidad redimida, nos remite inmediatamente a los designios de Dios sobre cada uno de nosotros.
Dios es ese genial escultor que quiere liberar en nosotros a un ángel aprisionado. O mejor dicho, que quiere liberar la imagen de su amado Hijo Jesús, existente en nosotros desde el Bautismo.
Nada hay que nos falte. Pero hay mucho que nos sobra: una pesada escoria que nos aprisiona en nuestros egoísmos, envidias y sensualidades.
La piedra de Miguel Ángel no podía rehuir los golpes del escultor. En cambio nosotros sí podemos esquivar los embates de Dios. Escapamos a toda prisa apenas el Señor nos cosquillea con su divino cincel; y no digamos si nos golpea con fuerza, porque no haya otra forma de trabajar esa piedra bien dura que somos. Nos quejamos, sin comprender nada, cuando intenta limar nuestras asperezas, cuando nos vacía de lo que estorba.
Jesús, la Vid verdadera, nos dirá en el Evangelio que a todo sarmiento suyo que da fruto, el Padre lo poda para que dé más fruto (Jn.15,2). Sin embargo, cuando llega ese momento de limpieza, ¡qué difícil es reconocerlo y aceptarlo!
En María brilla la perfecta docilidad a la acción de Dios. Su aceptación confiada de la voluntad del Padre, en el gozo y en el dolor, la fue convirtiendo cada vez más en icono perfecto de Aquel de quien fue Madre. "Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí" (Lc,1,49), canta en el Magnificat.
La calidad de la obra de Miguel Ángel no se midió por la calidad del material con que trabajó. Su talento hizo precioso un mármol que quizás no fuera excelente.
Tampoco nosotros podemos poner excusas a esta obra que Dios quiere realizar con nosotros. No vale decir que no servimos, que no valemos para ser santos, que no sabemos...
No nos creamos tan importantes: la santidad no es tarea nuestra conseguida tras una lenta y cuidada planificación. No es proyecto personal, sino regalo. Es la maravillosa acción de Dios, que se fija en lo grosero para afinarlo, en lo feo para embellecerlo y en lo pequeño para engrandecerlo. Es la obra de ese genial artista divino, y lo que mejor podemos hacer nosotros es no estorbar, sino dejarle hacer, dejarnos hacer.
Mirando a María, "orgullo de nuestra raza", nos reconciliamos con nuestro pobre ser de criaturas, y pedimos por su intercesión la gracia de no frustrar en nosotros el misericordioso designio de nuestro Padre Dios. Porque queremos ser imágenes de Dios pero también, por eso mismo, de María.