sábado, 1 de mayo de 2021

Imágenes de Cristo, imágenes de María

Se cuenta de Miguel Ángel, el genial artista del Renacimiento italiano, que en cierta ocasión, paseando por el campo, descubrió un gran bloque de mármol. Llevado de una repentina inspiración exclamó: "En esa piedra hay un ángel prisionero. Yo voy a liberarlo". 

Dicho esto, habiéndose provisto de cincel y martillo, comenzó a trabajar el mármol informe, el cual, por virtud de su insuperable talento, fue adoptando la forma de un bellísimo ángel.

Ciertamente Miguel Ángel no le añadió nada material a la piedra; no creó, en sentido estricto. Su arte consistió en ir rebajando, vaciando, quitándole a ésta todo lo que le sobraba: quilos y quilos de pesada materia inútil. No transformó su calidad, pero la supo ir puliendo hasta cambiar por completo su rugosa superficie en otra muy tersa. Porque el ángel, de alguna manera, estaba ya en su interior.


Mirar en este mes de Mayo a María, modelo de la humanidad redimida, nos remite inmediatamente a los designios de Dios sobre cada uno de nosotros.

Dios es ese genial escultor que quiere liberar en nosotros a un ángel aprisionado. O mejor dicho, que quiere liberar la imagen de su amado Hijo Jesús, existente en nosotros desde el Bautismo.

Nada hay que nos falte. Pero hay mucho que nos sobra: una pesada escoria que nos aprisiona en nuestros egoísmos, envidias y sensualidades.

La piedra de Miguel Ángel no podía rehuir los golpes del escultor. En cambio nosotros sí podemos esquivar los embates de Dios. Escapamos a toda prisa apenas el Señor nos cosquillea con su divino cincel; y no digamos si nos golpea con fuerza, porque no haya otra forma de trabajar esa piedra bien dura que somos. Nos quejamos, sin comprender nada, cuando intenta limar nuestras asperezas, cuando nos vacía de lo que estorba.

Jesús, la Vid verdadera, nos dirá en el Evangelio que a todo sarmiento suyo que da fruto, el Padre lo poda para que dé más fruto (Jn.15,2). Sin embargo, cuando llega ese momento de limpieza, ¡qué difícil es reconocerlo y aceptarlo!

En María brilla la perfecta docilidad a la acción de Dios. Su aceptación confiada de la voluntad del Padre, en el gozo y en el dolor, la fue convirtiendo cada vez más en icono perfecto de Aquel de quien fue Madre. "Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí" (Lc,1,49), canta en el Magnificat.


La calidad de la obra de Miguel Ángel no se midió por la calidad del material con que trabajó. Su talento hizo precioso un mármol que quizás no fuera excelente.

Tampoco nosotros podemos poner excusas a esta obra que Dios quiere realizar con nosotros. No vale decir que no servimos, que no valemos para ser santos, que no sabemos... 

No nos creamos tan importantes: la santidad no es tarea nuestra conseguida tras una lenta y cuidada planificación. No es proyecto personal, sino regalo. Es la maravillosa acción de Dios, que se fija en lo grosero para afinarlo, en lo feo para embellecerlo y en lo pequeño para engrandecerlo. Es la obra de ese genial artista divino, y lo que mejor podemos hacer nosotros es no estorbar, sino dejarle hacer, dejarnos hacer.

Mirando a María, "orgullo de nuestra raza", nos reconciliamos con nuestro pobre ser de criaturas, y pedimos por su intercesión la gracia de no frustrar en nosotros el misericordioso designio de nuestro Padre Dios. Porque queremos ser imágenes de Dios pero también, por eso mismo, de María.



jueves, 11 de marzo de 2021

Contemplación y Acción

        La mayoría de los amables lectores que me siguen a través de este blog saben que he estado gravemente enfermo desde el 22 de enero, que he sufrido una hospitalización de 18 días en la unidad de críticos por covid 19 a causa de una neumonía bilateral que pudo haberme costado la vida, y ahora convalezco en mi domicilio durante varios meses a la espera de recuperar mis dañados pulmones. Por eso aún durante semanas no podré realizar mis programas de Radio María, como tampoco predicar, dar ejercicios espirituales o celebrar la misa en público. 

        El día que recibí el alta médica en el hospital fue el pasado 15 de febrero. Precisamente el día en que se celebra la fiesta del santo jesuita san Claudio de la Colombière (1641-1682), el confesor y confidente de santa Margarita Mª de Alacoque (1647-1690), a quien confirmó en la autenticidad de las extraordinarias revelaciones y promesas que el Sagrado Corazón de Jesús le hizo. Objeto ella de grandes incomprensiones y persecución a causa de estas revelaciones, el mismo Señor le dijo: “Te envío a mi siervo fiel y perfecto amigo”. Y apareció en su vida nuestro santo para ayudarla y consolarla.

Siempre he sido muy devoto de san Claudio de la Colombière, por lo que la coincidencia de su fiesta con el comienzo de mi mejoría me llevó a reflexionar, y a recordar una genial frase suya: "Si hay tan pocas conversiones entre los cristianos es porque hay pocas personas que oran, aunque haya muchas que predican". 

Me di cuenta de que esta frase tenía mucho que decirme en el momento actual de mi vida. Pero no sólo a mí, sino que creo que cobra en nuestros días una actualidad insospechada, quizás mayor que en la época en que se escribió.

Muchos tenemos que poner la mano sobre el pecho y reconocernos cazados en esa sutil trampa de falta de confianza en Dios en que consiste la "herejía de la acción", como fue bautizada hace ya más de un siglo. La forzosa inactividad puede ser una buena y sanadora escuela de confianza y de oración,

De cualquier forma el problema se centra en encontrar el equilibrio adecuado entre la gratuidad de la acción de Dios y la imprescindible colaboración humana, y en determinar en qué consiste ésta.


En el relato evangélico de la resurrección de la hija de Jairo (Mc.5,21-43), parece que Jesús sólo le exige una cosa al consternado padre: "No temas; basta que tengas fe".

Él no exige para actuar en nuestras vidas otra condición. Hay quienes colocan en el vértice de las cualidades cristianas, imprescindible para la perseverancia, la fuerza de voluntad. Y a su falta se achaca la tibieza en la vida espiritual.

Sin embargo es suficiente con que aquel hombre esté abierto a la posibilidad de que Cristo pueda hacer algo por él, con que le abra las puertas de su casa, para que el milagro se produzca. 

La confianza en Dios traza los límites de las posibilidades de actuación del Señor. Cuando no existe, ocurre lo que le sucedió en su pueblo de Nazaret: que "no pudo hacer allí ningún milagro" por su falta de fe (Mc.6,5-6). No que los nazarenos fueran castigados por su incredulidad, no. Sino que Jesús -literalmente- no pudo hacer nada por ellos.


Esta fe es la primera colaboración del hombre con la acción de Dios. Pero existe otra, muy importante, sin la cual la primera resulta insuficiente.

En el mismo relato de la resurrección de la hija de Jairo existe un detalle prosaico, que contrasta con la grandiosidad sobrecogedora de ese momento en que una muerta se levanta y echa a andar: Jesús les mandó a los padres que dieran de comer a la niña.

Aquel hombre ha posibilitado la recuperación de la vida con su confianza y con la búsqueda y acogida de Jesús. Pero la vida, que se ha dado como regalo, necesita ser conservada, alimentada, para que no vuelva a perderse. Y esa es tarea de los padres.

La intervención de Dios tiene que ser completada con la acción del hombre: es su plan desde la Creación, cuando puso todo en manos de su criatura para que “dominara sobre todo lo creado".

Por eso ¡atención! tampoco es lícito adoptar una actitud de completa pasividad que rechace el esfuerzo en aras de una mayor confianza; hay que poner todos los medios a nuestro alcance para no frustrar, con nuestra pereza y dejadez, el don de Dios. Y esto es así porque la fe es exigencia que remite a las obras.

Ciertas dicotomías en la vida espiritual -acción y contemplación; gracia y esfuerzo- se revelan falsas a poco que se las examine a la luz del Evangelio. Por eso, en esta segunda parte de la Cuaresma, nuestra atenta mirada al Corazón del Señor deberá ir acompañada de una consideración amorosa de sus manos y pies crucificados: silenciosa llamada a ofrecer también nuestras personas al trabajo… ¡cuando podamos!




lunes, 1 de febrero de 2021

Manos de viejo (I domingo sin misa)


A la luz cenital y blanca
de este mediodía de sueño, 
he mirado con asombro mis manos:
manos de viejo. 
Y recordé de inmediato, 
después de tantos años,
otras manos de joven,
-¡¡¡las mismas!!!, ¡tan otras!-
que una señora amiga,
           (¿señora?)  (¿amiga?)
quiso fotografiar por gusto
obteniendo a cambio
mi rubor y mi rechazo. 
Un lustro apenas hacía
habían sido a ti consagradas
 ¡Señor! y ¡Amigo!
Ofrenda escogida del universo 
para ayudarte, cada día,
a ofrecer el sacrificio de Tí mismo,
que requiere de la carne
que los Ángeles no tienen. 

Manos ayer limpias,
que tanto se ensuciaron.
Manos tersas,
que tanto hoy se arrugaron. 
Manos puras 
que siempre tanto te ofendieron. 
Manos como un viejo cáliz,
preterido y patinado,
pero dispuesto, si quieres,
mañana a ser empuñado 
de nuevo por tus divinas manos:
Suscipe Sancte Pater 
Omnipotens aeterne Deus...

Inútiles ahora, SÍ, Bendito seas,
cuanto quieras, mientras quieras...
porque el Sacrificio es el tuyo.
Y yo -mis manos- tu Cáliz viejo, 
y Tú -mi Corazón- mi Vino nuevo.
Pero mañana... si quieres, 
otro comienzo.



viernes, 1 de enero de 2021

Una alegría cada vez más pura

            Con ocasión del fin del año 2020 los medios de comunicación nos han martilleado con la opinión de que ha sido un muy mal año. La gente ha sufrido mucho con la pandemia que ha dejado ya más de 50.000 muertos en España, y con sus consecuencias de confinamiento domiciliario, aislamiento social, crisis económica con una brutal destrucción de empleo, etc, etc. Por eso ahora se desea un feliz año nuevo con verdadera convicción y entusiasmo.

               Estamos de acuerdo en que la mayor ambición de todo ser humano es la de ser feliz. Desde perspectivas muy diversas, y por caminos bien diferentes (correctos o equivocados), los hombres siempre han luchado por ello. Pero este bien supremo, la felicidad, es tan difícil de alcanzar como de definir.

               De hecho, la felicidad forma parte de un tipo de bienes de los que es imposible apropiarse: solamente se alcanza despreocupándose uno de ser feliz y procurando la felicidad de los demás. Paradójicamente, las personas más preocupadas por ser felices son las que nunca lo logran. Por eso puede ser comparada a la blanca flor del magnolio: es muy hermosa y de un intenso perfume, pero en cuanto uno intenta cogerla, al más leve roce en sus pétalos, estos comienzan a ennegrecer y caen marchitos en cuestión de minutos.

               Pero tenemos un indicador de la felicidad bastante fiable . Se trata de la alegría. Por eso puede resultar interesante que reflexionemos sobre ella al comienzo de este nuevo año, para no llamarnos a engaño y marchar por el buen camino.

               Comenzaremos precisando algo fundamental. Lo contrario de la alegría no es el dolor, sino la tristeza; y lo contrario del dolor no es la alegría, sino el placer. Por lo tanto se puede permanecer alegre no obstante vivir en medio de intensos sufrimientos; mientras que, saciado de placeres, uno puede sentirse sumido en la tristeza y ser una persona desgraciada. Ciertamente el pasado 2020 no transcurrió cargado de agradables placeres, pero ¿hemos de repudiarlo como año infeliz?

               Quizá esto no lo puedan entender los mundanos, por eso el escritor inglés Chesterton afirmó que "la alegría fue la pequeña agitación externa del pagano, pero es el secreto gigantesco del cristianismo". En efecto, en la Cruz, expresión del amor sacrificado, olvidado de sí, es donde se contiene el secreto de la verdadera alegría.

               Desde esta perspectiva podríamos distinguir cinco niveles de alegría cada vez más puros (de mayor olvido propio). Pensemos en ellos intentando averiguar dónde nos encontramos. Son éstos:

1º) Buena conciencia. Si a ella se une el que Señor me lleve por un camino relativamente fácil, sin grandes contradicciones ni carencias, podríamos decir que es la alegría más ambicionada por buen número de cristianos. Todavía es muy superficial y frágil: basta un pequeño cambio que me depare circunstancias más adversas, o el remordimiento por algún pecado, para perderla.

2º) Consolación espiritual. Consiste en un aumento de fervor; en mayores luces para entender las verdades de la fe o la Palabra de Dios; en ánimos y deseos intensos de santidad; en lágrimas de devoción; en aumento de fe, esperanza, caridad u otras virtudes... En definitiva, siempre consiste en una paz y alegría interior, sin motivos naturales, que con gratitud recibimos como don de Dios. Es más pura que la anterior, pero igualmente frágil: no depende de nosotros estar consolados; puede que debamos atravesar auténticos desiertos...

3º) Profunda fe en la Providencia divina. Si como dice san Pablo: "sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman" (Rm. 8,28), un cristiano no puede temer ni preocuparse por nada. Hasta de los males, e incluso de las faltas y pecados, Dios sabrá sacar, misteriosamente, bienes para sus amigos. Es mucho más segura y estable que la anterior, porque ¿quién nos podrá arrebatar la alegría de sabernos amados así?

4º) Conformidad con la voluntad de Dios. La alegría que produce es más pura y profunda porque el centro se ha desplazado: ya no soy yo, sino el Señor. Es la alegría de  María en su "Fiat". Es la alegría de poder recitar con toda verdad el Padrenuestro, diciendo: "Hágase tu voluntad..."; la de poder abandonar ese pesado fardo de nuestra propia voluntad.

5º) Por último, aunque parezca imposible un nivel más alto, todavía existe otro: el que produce la certeza de que, aunque no seamos más que polvo y ceniza ante Dios, criaturas insignificantes y necias, con nuestra vida y con nuestra muerte, con nuestras obras y con nuestras palabras, con nuestros suspiros y con nuestra nada,  podemos alegrar el Corazón del Todopoderoso... Porque este Corazón es el de un Padre, y vibra y se conmueve con todo lo de sus hijos.

               Esta alegría es purísima e inalterable porque no radica en nosotros: es alegrarse de la alegría de Dios, y sabernos asociados, y en una pequeña parte causantes, de ella.

martes, 1 de diciembre de 2020

Caminando en la sencillez de María

        Cuenta una fábula de la antigüedad clásica que mucha gente se inclinaba al paso de un asno que transportaba, sobre su lomo, la imagen de un ídolo. El desgraciado animal, pensando que era él el objeto de la reverencia, envanecido, prorrumpió en un estruendoso rebuzno con el que pretendía agradecer las muestras de respeto, y transmitir algunas enseñanzas a sus devotos.
        Lo único que consiguió fue que, ante su asombro, la gente riera a carcajadas y el arriero le "acariciase" las ancas con un grueso bastón.
        Como el borrico es un animal que, según dicen, "no tropieza dos veces en la misma piedra", imaginamos que con los palos aprendió la lección y, por lo menos, sacó algo positivo de esta historia.
        Desgraciadamente los humanos no aprendemos tan rápidamente como los asnos (!!!), y por eso quizá seguimos creyendo, durante mucho tiempo de nuestras vidas, que somos bastante importantes: porque llevamos encima algo que, en el fondo, no es nuestro, sino que nos han prestado.

        La fiesta de la Inmaculada Concepción, y todo el tiempo litúrgico de la Navidad, nos invitan a mirar hacia María como modelo de ese "hombre nuevo" que Dios quiere crear en nosotros.
        La vocación de la Virgen fue singular desde muchos puntos de vista:
        – singular por el modo en que llegó a descubrirla, ya que Dios quiso comunicársela de una forma totalmente inusual y directa;
        – singular por ser, no solamente única, sino irrepetible. Según el dicho popular “madre no hay más que una”, y Dios no constituye una excepción a esta regla.
        – singular porque esta vocación fue ligada a muchas promesas para su Hijo ("será grande, se llamará Hijo del Altísimo, heredará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin"), y sin embargo no hubo ninguna para Ella.
        Si María hubiera sido una criatura “normal”, habría comenzado en seguida a reparar en sí misma, a mirarse y a preguntarse qué habría para Ella. Pero a la Inmaculada ni se le ocurrió.
        Estaba la Virgen tan llena de Dios que, cuando pensaba en sí misma, no podía hacer otra cosa que pensar en su Hijo; y cuando "meditaba las cosas en su corazón", lo único que hacía era contemplarlas en el Corazón de Jesús. Por lo cual no estuvo atenta a privilegios ni prerrogativas, ni aspiró a títulos, ni reclamó honores. Ni siquiera se preocupó por saber qué grado de santidad o perfección había alcanzado. Sólo quiso para sí misma el último puesto, ser y parecer pequeña a los ojos de Dios y de los hombres. Y lo consiguió.

        Creo haber encontrado un buen termómetro para medir el éxito en nuestro empeño de asemejarnos a nuestra Madre la Virgen. Se trata de los consejos que nos dan.
        En efecto, cuando recibimos muchos consejos esto suele significar que nuestro interlocutor, naturalmente, no nos ve "grandes". Porque recibir consejos supone casi siempre que el otro se cree más listo, más prudente, más sabio o más santo que nosotros: que no le impresionamos, que no se siente empequeñecido en nuestra presencia. Nos ven ignorantes, inexpertos, carentes de algo, imperfectos… en definitiva necesitados de ayuda, y aunque no la pidamos con palabras, se apresuran a brindárnosla.
        Hay quienes se sienten crispados e impacientes ante la inoportunidad de esta actitud condescendiente de sus prójimos. Pero para nosotros los cristianos, ¡qué gozo que esto ocurra! ¡Si hasta a nuestro Señor Jesucristo, según cuentan los Evangelios, tanto los apóstoles, como sus amigos y enemigos, le dijeron muchas veces cómo tenía que comportarse, o cómo debía actuar! Hasta se permitieron reprenderle en alguna ocasión…
        Y nos imaginamos que a la Virgen, una madre jovencísima y pobre, le ocurriría mucho más: todos querrían darle lecciones, o explicarle las cosas, corregirla para que las hiciera mejor, o ayudarla en algo. Y Ella escucharía todos esos consejos no pedidos con bondad y sencillez, con humildad y paciencia. Mientras los ángeles a su alrededor reirían llenos de gozo.
        Algunos grandes santos deslumbraron incluso a sus contemporáneos. Sin embargo, ¡cuántos consejos no le darían, por ejemplo, a la pequeña santa Teresa del Niño Jesús!
        Pues ese es el camino que ambicionaremos seguir: el de María. Y nos sentiremos reconfortados en nuestro corazón cuando alguien con, o sin, la mejor voluntad, nos dedique también el mejor de sus consejos.


domingo, 1 de noviembre de 2020

Doble tentación

Los cristianos estamos llamados, normalmente, a vivir nuestra fe en el mundo. Pero ese mundo, y la Iglesia, están viviendo circunstancias verdaderamente excepcionales y dolorosas. 

Ante ellas sabemos que necesitamos situarnos correctamente, sin ingenuidad, porque la tentación nos acecha siempre a la vuelta de la esquina, invitándonos a abandonar la cruz en el seguimiento del Señor.

Un tipo de tentaciones estarían ligadas a la legítima vía de la “fuga mundi”, que llevó en otro tiempo a la soledad del desierto a millares de cristianos que aspiraban a la santidad. Pero esos cristianos no buscaban aislarse de los problemas y peligros de su sociedad, sino acudir al campo de batalla donde se libraba el verdadero y definitivo combate; en la soledad querían enfrentarse al demonio, como el evangelio enseña que Jesús hizo antes de comenzar su vida pública. Y como Él, y con el auxilio de su gracia, derrotarle. No se trataba pues de ceder a una tentación de desánimo, comodidad o cobardía, sino de responder a una auténtica vocación.

Otras tentaciones se alinearían tras la pagana actitud del “carpe diem”. Vamos a hacernos amigos del mundo, tratar de firmar la paz con él, para así poder gozarle sin inquietud ni contradicciones. Para esto cualquier “aggiornamento” es bueno, toda tolerancia (incluso ante el pecado) legítima, y toda debilidad en la predicación de la fe se disfraza de misericordia.

En los Evangelios vemos cómo también los apóstoles se sintieron arrastrados por un doble movimiento. El primero de ellos era el de querer aislarse de la gente para evitar problemas y disfrutar a solas de Jesús. El segundo, por el contrario, les empujaba a llevar a Jesús a las gentes, pero para disfrutar de los aplausos que su popularidad le proporcionaba. Como se trata de dos tentaciones muy presentes en el camino de todo cristiano actual, vamos a reflexionar un poco sobre ellas.

En el episodio de la multiplicación de los panes y los peces, tal como nos lo narra san Mateo (Mt.14,15), los discípulos se acercaron al Señor para decirle: "Despide a la gente, para que vayan a los pueblos y se compren comida". Ciertamente una muchedumbre hambrienta es algo muy engorroso. Mientras las multitudes aplaudían a Jesús los apóstoles se sentían satisfechos; pero a la puesta del sol, si empezaban a sentir la falta de comida, la situación podía volverse en su contra. Por eso reaccionaron indicándole lo que debía hacer: "Despide a la gente". Tal vez el Maestro no se había dado cuenta de esto, o andaba lento de reflejos...

En el capítulo siguiente del mismo evangelio (Mt. 15, 23) usan de nuevo la misma expresión. En concreto, refiriéndose a la mujer cananea, le dicen a Jesús: "Despídela, porque viene gritando detrás de nosotros". Seguramente les resultaría molesta, y comentarían que la que parecía endemoniada era ella más que su hija. Además la mujer les ignoraba por completo ya que, aún siguiéndoles por el camino, se dirigía directamente al Señor. Y para colmo éste parecía no oír esos gritos descompasados.

En ambos casos los discípulos abandonaron el seguimiento de Jesús, pretendiendo que fuera Jesús quien los siguiera a ellos, quien les sirviera aviniéndose a secundar sus ocurrencias. Y en ambos casos intentaron monopolizar al Señor a su gusto para disfrutar de Él sin las molestias naturales de quien está rodeado continuamente de gente necesitada. Algo parecido ocurrirá en el Tabor, cuando Pedro exclama: "Es bueno estarnos aquí", y propone construir tres chozas para no tener que bajar más del monte... ¡y eso que se habían dejado abajo a nueve de sus compañeros!

Jesús no ha consentido en ningún caso ser manipulado, y mucho menos ha accedido a despedir a la gente que lo necesitaba.

Al comienzo de la vida de Jesús, tras un día en que había realizado numerosas curaciones y exorcismos (por lo que toda la gente de Cafarnaúm se agolpaba a la puerta de la casa de Pedro), ocurrió todo lo contrario. Dice san Marcos que: "de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario, donde se puso a orar" (Mc.1, 35). Pero ahora Simón y los compañeros fueron a buscar a Jesús, y al encontrarle le dijeron lacónicamente: "Todos te buscan", lo que era una invitación para que les acompañara de vuelta hacia la gente. Jesús se negó: Él no buscaba el triunfo fácil, sino cumplir una misión.

Y en el citado episodio de la multiplicación de los panes y los peces encontramos un detalle simpático. San Mateo afirma que, una vez que la multitud fue saciada y se recogieron doce canastos de sobras, "inmediatamente obligó a los discípulos a subir a la barca y a ir por delante de él a la otra orilla" (Mt.14, 22). Y ¿por qué los "obligó"? Es fácil suponer que los apóstoles no querían ya irse de esa orilla donde habían tenido un éxito tan espectacular: al fin al cabo habían sido ellos quienes repartieron el alimento a la multitud, y las gentes les darían las gracias y les llamarían "maestros" y "señores". Algo que sabemos porque más adelante el Señor les prohibirá que acepten esos títulos, prueba de que se los daban y ellos los aceptaban gustosos.

Ojalá que seamos capaces de vencer en nuestras vidas ambas tentaciones: la de prescindir del mundo que nos rodea como si fuera un estorbo para hallar a Dios, y la de buscarlo como pedestal de nuestras ambiciones, no queriendo prescindir de él para encontrarnos a solas con nuestro Padre Dios. 




jueves, 1 de octubre de 2020

La oración de los sencillos

Nuestro mundo es muy complejo. Quien quiera seguir las noticias que vertiginosamente se suceden, y entender el enrevesado trasfondo de muchas de ellas, debe dedicar un buen rato cada día a informarse; amén de poseer una cierta competencia en temas de economía, relaciones internacionales, derecho, ciencias de la naturaleza y otras disciplinas.
Y en este mundo complicado los cristianos tienen el deber de discernir: buscar y encontrar la voluntad de Dios sobre ellos, sobre sus comunidades, y sobre todos los hombres en general.
¡Cuántos problemas de conciencia se suscitan entonces! ¿Cómo descubrir ese amoroso designio en forma de respuesta a problemas complicadísimos? ¿Cómo, sin ser un experimentado moralista, acertar con lo más justo en situaciones faltas de transparencia, donde diferentes intereses y valores están en juego?
Además, las sociedades civiles y sus autoridades prescinden con frecuencia, en su actuación y ejercicio, del Creador y Fuente de toda autoridad, aun cuando estarían también obligadas a seguir y a perseguir con sus leyes esa justicia, que es conformidad con la ley divina. De modo que tampoco estas autoridades pueden ayudarnos como en otros tiempos, cuando unas leyes inspiradas en la ley de Cristo encauzaban nuestro actuar en una dirección correcta.


La dulce invocación de "Auxilio de los cristianos" fue añadida a las letanías lauretanas por el Papa san Pío V para agradecer a la Virgen -a la que se había acudido con confianza rezando el santo Rosario- su ayuda en una situación angustiosa en que toda la cristiandad se encontraba amenazada por el poder otomano.
Sin embargo nuestro mundo carece de la sencillez necesaria para creer que María puede hacer algo en nuestro favor, en temas tan dolorosos como el de la pandemia que ha dejado ya un millón de muertos, el de las fratricidas guerras civiles y étnicas; el hambre endémica en el Tercer Mundo; las convulsiones de la economía mundial, que entrañan, en especial para los más débiles, terribles consecuencias; las crisis laborales; los desastres ecológicos…
Políticos, científicos, "organizaciones no gubernamentales" de multitud de países, ya se afanan por encontrar respuestas y soluciones a tanto sufrimiento y a tantos interrogantes. ¿Para qué mezclar entonces a Dios y a la Virgen con todo? Se preguntan algunos.


Leemos en la Biblia que, cuando el profeta Eliseo le prescribió al general sirio Naamán bañarse siete veces en las aguas del Jordán para ser curado de la lepra (2 Re. 5,1-19), este marchó irritado y decepcionado pensando que en su país había ríos tan buenos como el Jordán, aunque igualmente inútiles para limpiarlo de su enfermedad.
¿Será nuestra generación como el incrédulo Naamán? ¿Acaso no nos irritan las soluciones simples porque somos muy complicados?
Quizás confiamos exageradamente en los buenos oficios de políticos y diplomáticos, en los avances de la medicina y en la sofisticación de la técnica, y hemos olvidado algo tan sencillo, tan falto de carácter científico, tan al alcance de cualquiera que se reconozca pobre e ignorante, como el Rosario, la oración de los simples.
Quizás nuestros abuelos tenían razón cuando centraban en él su vida espiritual, abandonando toda complicación y toda inquietud en las manos amorosas de la Virgen
Quizás los sacerdotes y religiosos "de antes" no estaban tan equivocados cuando dedicaban, con fidelidad ejemplar, más tiempo a rezar los quince misterios del Rosario, que a informarse de la última novedad a través de los medios de comunicación social.
Quizás, si nuestra Madre del cielo nos concede esa gracia, también un día cada uno de nosotros descubra por propia experiencia qué significa vivir seguros y confiados bajo el manto de la Virgen, y cuántos son los tesoros encerrados en esta devoción que ella misma nos ha pedido.






martes, 1 de septiembre de 2020

Realidad interior

¿Hemos pensado alguna vez las distintas acepciones y significados que la expresión “cerrar los ojos” puede revestir? ¿Y en los sentidos que ese gesto puede encerrar?

Se puede utilizar para hacer alusión a la muerte o al sueño. En ambos casos se trata de ausentarse de esta realidad que conocemos.

También se cierran los ojos para no darse cuenta de lo malo que ocurre a nuestro alrededor y, de esta forma, no verse uno obligado a combatirlo; sería la postura cómoda y cobarde del que se inhibe mientras a él personalmente no le va mal, o incluso saca algún provecho de la situación. Pero además puede indicar la torpeza u obcecación de quien -tal vez movido por la pasión o el afecto- no es capaz de calibrar una situación dada.

Hasta aquí nada positivo, pero es que además cierra materialmente los ojos quien quiere aislarse, reconsiderar con calma un asunto, o bien acepta con resignación un acontecimiento.

En la tradición espiritual cristiana los ojos son como ventanas del alma, y por ello hay que cerrarlos a todo lo malo para que, por medio de esta guarda del primero de los sentidos, la basura exterior no ensucie nuestro interior.

El autor de la “Imitación de Cristo” invitaba, precisamente, a no dejarse atrapar por la curiosidad y la inquietud de querer verlo todo, cuando escribía: “¿Qué puedes ver en otro lugar que aquí no lo veas? Aquí ves el cielo, y la tierra, y los elementos de los cuales fueron hechas todas las cosas” (lib. I, cap. XX).

Por eso cerrar los ojos implica también abrirlos a una realidad interior.

 

Basta con cerrar los ojos -y quizás también doblar las rodillas- para contemplar una realidad interior indescriptible: un mar tan vasto, sobrecogedor, insondable y al mismo tiempo fascinante, como jamás pudiera uno haber imaginado. Basta con cerrar conscientemente los ojos durante un tiempo cada día para vivir una aventura espléndida e inusitada.

Ya habrán comprendido que el nombre de ese océano de fondos abisales y horizontes infinitos es Dios, y que la aventura (probablemente la única que se pueda todavía vivir en el siglo XXI) tiene el nombre de contemplación.

A veces seremos nosotros quienes intentemos sumergirnos en sus aguas profundas y brillantes para sentir su frescura intacta que nos envuelve y reconforta, que nos apacigua y reafirma; o para sentir, en cambio, su gusto margo y salado cuando alcanza nuestra boca, ávida de otros manjares más gustosos. A veces será él quien viene, manso e insinuante, a lamer nuestros pies cuando permanecemos temerosos en la orillas, sin decidirnos a despojarnos de los vestidos que nos envuelven para zambullirnos.

Cerrar los ojos no implica desentendernos de lo que nos rodea, pero sí buscar su sentido profundo, más allá de las apariencias. No supone una huida de las cosas, sino adentrarnos en su misterio y encontrar el puente que las une a la Fuente de la que dimana todo lo creado.

 

Pero no disimulemos las dificultades, pues todo lo que es valioso puede resultar costoso. Así, por ejemplo, la realidad interior se puebla a veces de monstruos que la habitan. Cada uno tiene los suyos y, aunque familiares de puro conocidos, no por eso dejan de espantarnos. Habrá que conjurarlos con la confianza y el abandono, pero jamás renunciar a la aventura emprendida.

También acecha la tentación del “realismo”: la de creer que no existe más realidad que la que se ve y toca; esa tentación que nos envenena el corazón con la sospecha de que la oración no es más que una ilusoria búsqueda y una cobarde deserción.

Por último, no es menos peligrosa la dificultad de hacer silencio sin empeñarse uno en nombrar y etiquetar todo lo que experimenta, sin comentarlo ni tener que describirlo y ordenarlo. La aventura interior es tan exquisitamente personal que, a menos que conste claramente que es voluntad de Dios, y Él nos quiera ofrecer una ayuda exterior para vivirla, no es factible ni provechoso compartirla. Pertenece al “secreto del Rey”, y su divulgación entrañaría su profanación.


Por ello, y sin necesidad de más palabras, les invito a la experiencia, a ejercitarse en la medida de la vocación personal de cada uno en esa tarea a la que somos llamados desde el principio de nuestra existencia y a la que estamos destinados por toda la eternidad: la ORACIÓN.

 

sábado, 1 de agosto de 2020

El gran santificador

        Al leer el título de este editorial algunos lectores pensarán que vamos a hablar del Espíritu Santo que Cristo prometió enviarnos de junto al Padre, ese a quien en la secuencia de Pentecostés llamamos “brisa en las horas de fuego”, sin aludir por ello a la calurosa estación estival que vivimos.
        Pero no, no es esa nuestra intención. Queremos hablar del tiempo que pasa. De ese tiempo que para algunos es el auténtico santificador de todo.
      Inmersos en una cultura impregnada por el más feroz relativismo, algunos pretenden que lo que ayer era pecado hoy en cambio, no solo no lo es, sino que es bueno, conveniente, natural, placentero y útil. Y que lo que ayer era virtud, hoy no pasa de ser mojigatería, cuando no intolerancia, rigidez y hasta delito de odio. Lo que hoy está bien, mañana seguramente no lo estará. Con lo que entonces el tiempo se convierte en el "gran santificador" de la vida y costumbres de los hombres, y las miserias humanas y los públicos escándalos pasan con el tiempo a ser posturas socialmente aceptables.
        Lamentablemente los cristianos mundanos, que se dejan seducir por el mundo, participan de esta mentalidad generalizada. Así resulta muy sintomático de lo que decimos el hecho de que muchas personas se acerquen al confesonario para consultar si tal o cual actitud o comportamiento "sigue siendo pecado".

        En su primera epístola dice San Juan (2,15-16) que "si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre, porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre". Quizás en estas palabras podamos encontrar un argumento orientador ante tantas conductas socialmente aceptables, pero moralmente deleznables. Y eso aunque los tiempos hayan cambiado, como tantos repiten cansinamente por si acaso no nos habíamos dado cuenta.
Veamos pues:
m Concupiscencia de la carne: si es cierto que los espectáculos reflejan la realidad del mundo en que vivimos, nuestra civilización padece un mal gravísimo. Porque con mucha frecuencia nos obsequian con escenas de burda obscenidad y de gratuita violencia, todo ello adobado de un lenguaje vulgar y la exaltación de sentimientos y pasiones innobles. No nos engañemos: amar los criterios de un mundo que presenta síntomas tan alarmantes, es rechazar el amor del Padre.
m Concupiscencia de los ojos: la obsesión por poseer bienes materiales, mejorar el nivel de vida, invertir más rentablemente, y no privarse de nada, está a la orden del día. Recordando aquello que nos dijo Jesús -que no podíamos servir a dos señores- quizás convendría introducir en nuestras familias la costumbre de elaborar un presupuesto razonable cada año, y tratar de ajustarnos a él, aunque pudiéramos permitirnos más. Porque la ambición y la codicia sin freno tampoco vienen del Padre.
m Orgullo de la vida: sabemos que España es uno de los países del mundo con una esperanza de vida más prolongada. Esto está muy bien siempre que esa vida sea acogida, respetada y celebrada, pero para acceder a ella hay que pasar antes por un terrible filtro. Desde el año 2005 en España se practican una media de cien mil abortos anuales. Sin contar con que el orgullo, el pecado primordial, engendra odios, desobediencias, marginación, violencia, murmuraciones... Las actitudes arrogantes y la altivez se oponen frontalmente al Evangelio, que es buena noticia para los pequeños, los sencillos, los pobres de corazón. En todo esto no puede estar, tampoco, el amor del Padre.
         Quizás es hora de que los cristianos dejemos de preguntarnos si ciertas cosas "siguen siendo pecado", y tratemos de llevar una mayor autenticidad a nuestras propias vidas. Pues como dice San Agustín: "¿Queréis alabar a Dios?  Vivid de acuerdo con lo que pronuncien vuestros labios. Vosotros mismos seréis la mejor alabanza que podáis tributarle si es buena vuestra conducta".
             Estamos llamados a ser sal de la tierra, y a mostrar claramente a todos qué significa esto. Porque no olvidemos que las cosas parecen menos difíciles cuando las vemos realizadas en otros. Y esos "otros" tenemos que ser nosotros… ¡aunque los tiempos hayan cambiado!

miércoles, 1 de julio de 2020

Atajo a la santidad

            En el episodio de la multiplicación de los panes y los peces, tal como nos lo cuenta el evangelista san Juan (6,1-15), tras saciar a una multitud de cinco mil hombres Jesús le dijo a sus apóstoles: "Recoged los pedazos que han sobrado, para que nada se pierda".
            Quizás sorprende esta frase porque nos cuesta concebir que un personaje grande e importante tenga preocupaciones pequeñas. Tras un milagro tan espectacular, ¿quién hubiera reparado en las sobras? Casi resulta cómico imaginarse a los apóstoles recogiendo mendrugos de pan del suelo, como niños tras una merienda campestre.
            Sin embargo para Jesús fue tan importante lo grande como lo pequeño, lo poderoso como lo débil, lo que cuenta a los ojos de los hombres, como lo que no cuenta.

            Cuando después de la experiencia de un confinamiento angustioso, en el tiempo de la pretendida “nueva normalidad”, tomamos distancia de lo que ha sido durante los meses pasados nuestro trabajo y ocupaciones cotidianas, puede que tomemos conciencia con más fuerza de nuestras rutinas y vulgaridades, de nuestras pequeñeces cotidianas que revelan nuestra auténtica talla: la verdad, despojada de romanticismo, de quiénes somos.
            Entonces descubriremos que, seguramente, en nuestras vidas ni antes ni ahora, hacemos grandes cosas: ni ponemos en práctica grandes bienes, ni padecemos grandes males.       Aparte de tratar de cumplir con nuestras estrictas obligaciones, y de intentar cumplir los mandamientos de la ley de Dios con mucha mesura y prudencia humana, ¿cuáles son las obras de las que podríamos gloriarnos? En comparación con los sufrimientos de los cristianos perseguidos en tantos países, y de los enormes trabajos de los grandes héroes de la caridad, ¿que son nuestros padecimientos a su lado?
            La mediocridad, es decir, la ausencia de obras importantes o de grandes cruces, es la tónica de nuestras vidas. Y eso que, a veces, soñamos con grandes cosas, con actitudes heroicas...
            Pero en aquellas palabras de Jesús, "recoged los trozos que han sobrado, para que nada se pierda", podemos encontrar un consuelo extraordinario.

            ¡Qué Dios tan grande tenemos! ¡Qué incomparable el misterio de su amor para con nosotros! El que considera “el firmamento su trono y la tierra el estrado de sus pies” (Is. 66,1 y otros), se fija en nuestros "mendrugos" desparramados, y uniéndolos a la Cruz de su Hijo amado Jesucristo les da un valor redentor y santificador, porque NO QUIERE QUE NADA SE PIERDA.
            No quiere que se pierdan ocasiones “tan memorables” como toda esa serie de alfilerazos dolorosos que jalonan inevitablemente nuestras jornadas: algo que se nos cae sin querer de las manos y se rompe; algo que no funciona, o que no encontramos, justo en el momento en que lo necesitábamos; el llegar tarde a alguna parte, por descuido o sin culpa nuestra; un dolor de cabeza o de muelas; una noche sin poder pegar ojo; un reproche que nos hagan en el trabajo o en casa; una falta de caridad que han tenido hacia nosotros; una incomprensión sufrida; una pequeña pérdida o humillación...
            No sólo la aceptación positiva de estas pequeñas pruebas, sino que también la realización crucificante de las obligaciones rutinarias de cada día, constituyen un continuo examen que pasamos, una continua prueba a la que somos sometidos para medir la calidad de nuestro amor y de nuestro seguimiento. En definitiva, el grado real de olvido propio y recuerdo de Jesús que practicamos.

            En nuestras faltas de paciencia ante las contrariedades, en nuestro temor excesivo hacia el futuro o hacia el presente, en nuestro sufrimiento desmedido por las pequeñas heridas que infligen a nuestro amor propio, aflora el pecado capital y primero, ese que nos espera agazapado en cada recodo del camino para invitarnos a abandonar la cruz: el orgullo.
            Asumir con generosidad, e incluso con sentido del humor, todas nuestras limitaciones, supone un perfecto ejercicio de abandono y abajamiento. Como dijo san Juan el Bautista, y debemos recordar a menudo, "Él tiene que crecer y yo tengo que menguar" (Jn. 3,30).
            Sí, tenemos que hacernos más pequeños, darnos menos importancia. Y el medio para ello será el recoger amorosa y atentamente todos los mendrugos desperdigados por nuestra vida. Un verdadero atajo hacia la santidad.

lunes, 1 de junio de 2020

De crisálidas y orugas

              Con la llegada de las altas temperaturas nos damos cuenta de que el verano  -¡otro verano!- está a las puertas. Un verano que tiene un aliciente añadido: muchos dicen que tiene que ser el de la “vuelta a la normalidad”.
            A mi esa expresión me estremece. Después de las extraordinarias y dolorosas experiencias vividas en los últimos meses ¿cómo podemos pretender volver a la normalidad como si nada hubiera sucedido? ¿No hemos aprendido nada?
            Muchos hábitos de vida han cambiado y está bien tomar conciencia de ello. De hecho, regresar al trabajo, o a una vida social más activa, ha sido como un salir de la crisálida. Pero la oruga sale de su capullo transformada en mariposa para volar libremente, para emprender una vida muy distinta a la anterior, y ese no va a ser el caso de muchas personas que solo aspiran a la normalidad.
            ¿Cómo plantear esa profunda renovación que necesitamos? ¿Cómo gestionar nuestro reciente pasado?
                 Quizá el verano pueda ser una estupenda oportunidad para que muchos de nosotros aprendamos a tomarnos el tiempo necesario para leer, reflexionar, contemplar...
            Hemos tenido ya una buena escuela, porque el haberse sentido uno aislado, sin ayudas o recursos necesarios, amenazada la propia vida… o el haber perdido seres queridos o haberse privado de su compañía durante meses, todo eso crea una terrible situación de inseguridad y desvalimiento. Y en esa situación el hombre se vuelve más fácilmente hacia su interior, e indaga en lo que es realmente importante en su vida.

             Un cristiano tiene que saber aprovechar estos cambios inesperados en el ritmo de la propia vida, y la lectura de la Palabra de Dios, desde esta situación, puede ser saboreada de una forma diferente.
            Hay que abandonarse a la fuerza y el encanto de la Revelación. Quizás no hay que leer desde la perspectiva de cómo podemos aplicar de forma inmediata  lo leído a nuestra vida, sino admirándonos y embelesándonos con la belleza de lo que leemos.
            Sí, ¡qué bien hace las cosas nuestro Dios! ¡Qué profundidad la de su amor por nosotros! ¡Qué maravillosa es su Providencia!
            Tal vez demos mayor gloria a Dios con nuestro asombro ante la hondura de sus planes, con nuestro silencio emocionado, o con el estallido de nuestro dolor interior (¡o júbilo!) que no encuentra palabras para expresarse, que con unos propósitos colgados de la confianza en nuestra fuerza de voluntad. Cuántos fracasos ha cosechado ésta última lo sabe cada uno. Y es que la vida espiritual es más cuestión de seducción que de imposiciones y reglamentos.
            La Palabra de Dios puede también replegarnos sobre nosotros mismos para rumiar tranquilamente el alimento espiritual que nuestro Padre nos ofrece. Y esa búsqueda de la soledad y del silencio, esa huida de la frivolidad y del ruido que aturrulla, debe extenderse más allá de un confinamiento forzado.

            Ciertamente a menudo convertimos el Evangelio en un libro que entristece porque propone un ideal que, aunque nos esforzamos por alcanzar, nunca conseguimos. Por eso algunos lo rehuyen, o lo confinan en el almacén de las utopías, porque no creen en la gracia. Sin embargo podemos leer en él que su anuncio fue gozo indescriptible para los pecadores, salud para los enfermos, alivio para los cansados y agobiados, esperanza para los desesperanzados, consuelo para los tristes… Es un hecho: Jesús atraía y cautivaba a multitudes de hombres y mujeres mediocres como nosotros, desconcertados y aturdidos como nosotros. Su santidad no los deprimía ni los asustaba. El no juzgaba ni condenaba las imperfecciones de quienes le rodeaban emocionados y bebían sus palabras.
            Jesús anunciaba la increíble novedad de un Dios que, aun sabiendo la pobre correspondencia que puede encontrar en el corazón del hombre, le declara su amor incondicional, la abre su Corazón traspasado y le muestra las maravillas de su compasión y de su ternura. Eso es "evangelio": buena noticia para el corazón fatigado; y vuelta, no a una vulgar “normalidad”, sino a una extraordinaria santidad.
            Mucho ánimo a tantas “orugas” deseosas de emprender el vuelo, porque “así dice el Señor: No temas gusanito de Israel, oruga de Jacob, porque yo mismo te auxilio, tu libertador es el Santo de Israel” (Is. 41,14).



viernes, 1 de mayo de 2020

Jaculatoria laica

Nuestra existencia cotidiana es, con frecuencia, una lucha contra las circunstancias adversas de distinto signo que nos sobrevienen, tanto materiales como espirituales. Y al decir de san Pablo, esa lucha "no es contra la carne y la sangre, sino contra... los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas" (Ef.6,12). Una lucha en la que a veces ganamos y otras perdemos, que siempre nos cansa y, a veces, nos desanima.
El discípulo de Jesús, sin embargo, acepta de buen grado estos combates y se prepara para librarlos. Además el Señor definió por ellos a los suyos: "Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas" (Lc.22,28-30); es decir, los compañeros de tantas luchas. Sabemos, por tanto, a qué atenernos.
En la Última Cena Jesús mandó a sus apóstoles: "el que tenga bolsa que la tome, e igualmente la alforja, y el que no la tenga que venda su manto y compre una espada" (Lc.22,35-39). Ellos lo entendieron al pie de la letra, y así le dijeron: "aquí hay dos espadas". El Señor entonces, cansado, tuvo que cortar la conversación: "¡Basta!".
Los apóstoles tenían que armarse, sí, pero no de esa manera. San Pablo, de nuevo, nos dirá cómo hacerlo. Hay que ponerse la armadura de Dios, la "coraza de la justicia", el "escudo de la fe", el "yelmo de la salvación", y tomar "la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios" (Ef. 6,10-20).
Más tarde, en Getsemaní, los apóstoles experimentarán “los terrores nocturnos”: era la "hora y el poder de las tinieblas" (Lc.22,47-53). Pero entonces, en vez de luchar con las armas espirituales, en vez de desenvainar la espada del Espíritu, Pedro desenvainará la otra espada que se había llevado: "Señor, ¿herimos con la espada?". Y sin aguardar respuesta, con el acero, se llevará la oreja del criado del pontífice. En realidad es Pedro quien parece que no tiene orejas, pues no ha escuchado correctamente la Palabra de su Maestro.
Entre mis armas espirituales tengo una que recomiendo a muchas personas con bastante provecho. La llamaba mi "jaculatoria laica" porque en ella no se nombraba a Jesús, ni a María, ni a ningún santo. Pero se trata, nada menos, que de las últimas palabras que Jesús resucitado pronuncia en el último de los Evangelios; en concreto cuando se dirige a Pedro para decirle: "¿y a ti qué?" (Jn.21,22).
¡Cómo cambiarían las cosas si aprendiéramos a repetirnos una y otra vez, si es preciso ante el espejo, esta jaculatoria: “¿y qué?”!
Para empezar nos educaría en el no reparar tan continua y empalagosamente en nosotros mismos. Que me encuentro bien, o incluso eufórico: ¿y qué? Que me encuentro desanimado o triste: ¿y qué? ¿Acaso soy tan importante para que por ello cambien mucho las cosas?
Por encontrarme mal: ¿dejará por eso de predicarse el Evangelio en todo el mundo?; ¿acaso dejará la Iglesia de santificar a sus hijos por la oración y los sacramentos?;  ¿dejarán tal vez los mártires de confesar valientemente la fe con el derramamiento de su sangre?
Pero por encontrarme bien: ¿acaso daré más gloria a Dios? Por sentirme justo o pecador: ¿lo seré realmente más a los ojos de quien sondea el corazón y las entrañas de los hombres?... Si quieren pueden continuar haciendo una lista.
     Esta pequeña arma espiritual también nos servirá para tomar mejor conciencia de que Dios sigue siendo bueno, y aún muy bueno, aunque a mí me vayan mal las cosas, porque:
– su misericordia no depende de mi prosperidad;
– su santidad no depende de mi justicia;
– su salvación no depende de mi bienestar material o psicológico...
Y por tanto, nada, absolutamente nada importante, cambia porque yo me encuentre bien o mal, mejor o peor.
Otra ventaja consiste en su tamaño: es un “arma de bolsillo” que fácilmente se puede llevar a cualquier batalla. Entonces servirá para defendernos en esos momentos en que no se ve nada claro, y en los que lo único que apetece es huir. Será nuestro recurso secreto.
No me pregunten cuántas indulgencias tiene concedidas la repetición de mi jaculatoria, porque no lo sé. Probablemente no tiene ninguna, pero... ¿y qué?