lunes, 12 de mayo de 2025

EL MILAGRO ESTABA DENTRO



    El domingo pasamos de largo por Lanciano. Los corazones de algunos peregrinos se sintieron apenados por no haber podido detenerse en aquel lugar santo donde se venera desde hace siglos un milagro eucarístico. No contemplamos la custodia, no pudimos ver aquel fragmento de carne que ha fortalecido la fe de tantos. Y, sin embargo, no fue una pérdida. Porque Tú, Señor, no estás solamente donde quisiéramos detenernos, sino donde Tú decides amarnos. Y ayer lo hiciste en el autobús y en el aparente fracaso de nuestros planes.


    Aquella mañana ya te habíamos recibido en la comunión. Te habías hecho uno con nosotros en la blancura del pan consagrado. Nos llenaste con tu presencia real, aunque invisible. Y quizá habíamos olvidado que eso es más grande que cualquier milagro visible. Porque la Eucaristía no es solo un lugar al que vamos: es un Dios que viene. Es un Sacramento que nos une a ti, que se pone en camino con nosotros y nos da fuerza para continuar.


    Señor, no ver aquel signo despertó en el alma una gran nostalgia. Pero fue una nostalgia buena, que duele pero no daña, sino que abre el corazón. Nos hizo comprender que no podemos vivir solo de lo que vemos. Que nuestra vida cristiana es una marcha sostenida por la fe. Que Tú estás presente, aunque —como los de Emaús— no sepamos reconocerte.


    Hoy entendemos con más hondura que la Eucaristía no es una meta donde detenerse, sino un Alguien que se une al camino. Tú, Jesús, vienes en el pan partido, no para quedarte encerrado en un lugar, sino para salir con nosotros a la vida, para sostenernos en nuestro andar, para ser presencia viva que consuela, fortalece y guía.


    El salmo de la misa de hoy nos lo ha recordado con una precisión luminosa: “Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?” (Sal. 41). Esa es, Señor, nuestra verdadera sed. No ver una reliquia, sino encontrarte a ti. No admirar un signo del pasado, sino acoger al Salvador hoy. No detenerse en lo que asombra los ojos, sino abrir el corazón a tu misterio.


    Gracias, Señor, por esta enseñanza que nos diste en el silencio, y que ha ido calando poco a poco en nuestras almas. Gracias por recordarnos que estás ya en nosotros, que nos acompañas, que permaneces fiel junto a cada paso. Haznos vivir cada Eucaristía con mayor fe, con más humildad, con más amor. Haznos comprender que el milagro más grande no está fuera, sino dentro. Que la carne que anhelábamos ver habita en nosotros cada vez que comulgamos con fe.


    Y que la sed que hoy sentimos no se apague, sino que crezca. Que esa nostalgia de ti no desaparezca, sino que nos impulse a buscarte más, a adorarte más, a vivir contigo con más entrega. Porque Tú eres el Dios vivo. Y nosotros, Señor, somos ciervos sedientos, avanzando contigo hacia el día en que te veremos cara a cara. Amén.




domingo, 11 de mayo de 2025

¿QUIÉN COMO DIOS?


    Este sábado, acompañando a un grupo de peregrinos, estuve en el santuario subterráneo consagrado a san Miguel en el Monte Gárgano (Italia).

    En lo alto de este monte, el cielo parece rozar la tierra y el silencio, a pesar de los numerosos turistas y peregrinos, tiene un sentido sagrado y misterioso. Se respira un aire antiguo que tiene aromas de humedad, pero también de cera y de oración. Parece que uno todavía puede escuchar la voz del arcángel que proclama: “Yo soy Miguel, el príncipe de los ejércitos del Señor”.


    No se trata de una evocación poética ni tampoco de pura imaginación: se palpa una presencia. La gruta no es un simple espacio subterráneo, sino un espacio que no fue consagrado por manos humanas —por las del obispo que pretendía hacerlo—, pues el mismo san Miguel afirmó que no era necesario: estaba ya consagrada por el mismo Dios. Y esa presencia no es decorativa ni simbólica. En este lugar, todo indica que se libra una batalla invisible, un combate espiritual que compromete las almas y la historia humana. Como reza una de las numerosas lápidas que, parafraseando el libro del Génesis, marcan la entrada a aquel templo: “¡Qué terrible es este lugar! ¡No es sino la casa de Dios y la puerta del cielo!” (Gn. 28,17).


    Lugar terrible: porque en él se entabla un singular combate que no precisa de espadas ni de otras armas terrenales, sino que se libra con armas invisibles como la fe, la oración, la adoración y todas las virtudes. Terrible también porque Miguel es “¿quién como Dios?”, y su nombre no es algo caprichoso ni aleatorio, sino una pregunta que confunde al soberbio y fortalece al humilde. En este lugar santo, el alma percibe muy de veras esa lucha espiritual que para nosotros comenzó con una sonora derrota en el Paraíso y que sigue atravesando la historia de los hombres y los pueblos.


    El santuario se encuentra en una gruta, pero no imaginemos algo oscuro, porque está bañada de una luz que desciende de la altura. Así debe ser el santuario de nuestro propio corazón: profundo e iluminado. La gruta, honda y abierta, recuerda que también el corazón necesita abrirse al “sol que nace de lo alto”. Porque el combate más esforzado e importante no es el que libramos a veces contra nuestros semejantes, sino el que libramos dentro de nosotros mismos contra las potencias tenebrosas del mal que nos acechan: allí donde san Miguel y sus ángeles quieren entrar como defensores y protectores, como heraldos del único que merece el nombre de Señor.


    Acostumbrémonos a orar usando la oración compuesta por el Papa León XIII:

    San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla. Sé nuestro amparo contra la perversidad y asechanzas del demonio. Reprímale Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la celestial milicia, arroja al infierno con el divino poder a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén.

viernes, 9 de mayo de 2025

CORAZÓN DE LEÓN


      “Muchos de los discípulos de Jesús dijeron: ‘Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?’. Sabiendo Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: ‘¿Esto os escandaliza?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y, con todo, hay algunos de entre vosotros que no creen’” (Jn. 6,60-64).

     Jesús no edulcora la verdad. No la disfraza para que suene mejor ni la rebaja para que no moleste a nadie. Nos dice que sus palabras son “espíritu y vida”, pero también prevé que esas palabras escandalizarán a muchos. Sabía perfectamente el Señor que habría discípulos que le abandonarían, que su modo de hablar sería juzgado como exagerado, duro, poco pastoral según criterios actuales. Pese a ello, no retrocedió. Fue fiel a la Verdad que había venido a proclamar, aun cuando esa fidelidad costara la incomprensión, el rechazo y el abandono.


      Así ha de ser también un buen pastor de la Iglesia: valiente, claro, fiel. No actuar como un político que mide sus palabras para no perder votos, sino como un profeta que anuncia lo que Dios quiere decir a su pueblo. El nuevo Papa, León XIV, no puede ser menos que su Maestro. Ya ha elegido su nombre con un propósito: enlazar con la figura poderosa de León XIII, que alzó la voz para proclamar el Evangelio creando la moderna doctrina social de la Iglesia, y así defender a los pobres, a los trabajadores, a los más olvidados de la historia. Pero no basta con adoptar ese nombre concreto: hace falta, sobre todo, tener un “corazón de león”. Un corazón que no tema decir lo que molesta, un corazón que no se esconda tras consensos ni ambigüedades.


      Hoy pedimos para él esa audacia. Que sea pastor según el Corazón de Cristo. Que no tema escandalizar cuando se trate de proclamar el Nombre de Jesús. Que no nos oculte la dureza del Evangelio, sino que nos lo entregue íntegro, para que también nosotros seamos purificados, corregidos, y fortalecidos. Que nos hable con el mismo fuego con que Jesús habló, aunque algunos no quieran escucharlo. Porque solo así podrá llevarnos a la Vida.


      Jesús, da al Papa León XIV un corazón de león, noble y valiente. Que sea fiel a tu Palabra y fuerte en la verdad. Fortalécelo para que pueda defendernos de los enemigos. Llénalo de tu Espíritu Santo, para que nos conduzca con seguridad por el camino de tus mandamientos hacia los pastos eternos. Amén.

HABEMUS PAPAM!

   



    Con alegría hemos acogido al nuevo sucesor de Pedro, el papa León XIV. La Iglesia esperaba —y necesitaba— un guía que la ayudara a caminar por los difíciles y peligrosos caminos del mundo actual. Pero el Papa no orienta según sus propios criterios, sino que ha de atenerse a la luz de Dios que nos proporciona la Sagrada Escritura. Hoy, en el pasaje de los Hechos de los Apóstoles, escuchamos estas palabras dirigidas a Ananías, un cristiano de Damasco a cuya casa se dirigirá Saulo: “Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre” (Hch. 9,15-16).


    También el Papa es un instrumento elegido. No se elige a sí mismo, ni lo elige el mundo. Es elección de Dios, para llevar el nombre de Jesús a todos: a las naciones, a los poderosos de la tierra, y también —sí, también— al pueblo de la Antigua Alianza, al que Dios nunca ha dejado de amar. Porque también los hijos de Israel están llamados a abrazar la fe en Jesús como Mesías y Salvador del mundo. El ministerio del Papa no tiene fronteras. Es misionero, es universal, es católico en el sentido más literal y profundo de la palabra: abarca a todos los hombres.


    Pero esta misión no se cumple sin cruz. La Palabra lo dice claramente: “le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre”. No se trata de un sufrimiento estéril, sino fecundo. El verdadero Papa es alguien que siembra en lágrimas para recoger en gozo, que testimonia con su sangre —aunque no sea mártir de forma cruenta— el amor por Cristo y por su Iglesia. Debe configurarse con Cristo sufriente, paciente, humillado. No deberá buscar la gloria del mundo, sino la de Dios. Como Jesús, será incomprendido, juzgado, rechazado. Pero con Jesús será instrumento de salvación. Porque llevará en su carne y en su alma el peso de todos.

¡Bienvenido y gracias, Santo Padre!


    Señor Jesús, buen Pastor, te damos gracias porque has mirado con amor a tu Iglesia y le has regalado un nuevo sucesor de Pedro. Gracias por el Papa León XIV, instrumento elegido por ti para guiar a tu pueblo en estos tiempos difíciles. Sosténlo con la fuerza de tu Espíritu, ilumina su mente con tu sabiduría, fortalece su corazón en la prueba, y haz de él un signo vivo de tu amor fiel y misericordioso. Que, unido a ti, sea luz para las naciones, consuelo para los pobres y profeta de esperanza para este mundo herido. Amén.

jueves, 8 de mayo de 2025

SEGUNDO DÍA DEL CÓNCLAVE

    “Felipe se acercó corriendo, le oyó leer al profeta Isaías, y le preguntó: «¿Entiendes lo que estás leyendo?» Contestó: «¿Y cómo voy a entenderlo si nadie me guía?” (Hechos 8,30-31).    


    Ayer, Roma estaba atestada de gente. Multitud de cadenas de televisión en todas las lenguas se hallaban en el entorno de la plaza de San Pedro, improvisando platós en mitad de la calle y desplegando una febril actividad con entrevistas a “expertos” o a simples turistas paseantes. Al final, como era previsible, humo negro. Decepción. ¿Decepción? ¿Qué habrán entendido la mayoría de estas personas? No nos damos cuenta de que, para saber qué está ocurriendo, más que a los medios, debemos acudir a la Palabra de Dios.


    La escena de Felipe y el eunuco etíope, que es la primera lectura de la misa de hoy, nos revela una verdad fundamental: la Palabra de Dios necesita ser proclamada, explicada y vivida por quienes han sido llamados a enseñar. El eunuco, a pesar de su deseo de comprender, reconoce su necesidad de guía. Felipe, movido por el Espíritu Santo, se convierte en ese guía que, con fidelidad, humildad y amor, le explica las Sagradas Escrituras y le anuncia a Jesús. Y todo sin relumbrón ni concesiones a la galería. 


    En este segundo día del cónclave, recordamos que el Papa, como sucesor de Pedro, tiene la misión de ser maestro de la fe. No está llamado a adaptar la Palabra al gusto del mundo, para convertirse en un líder convincente o en un influencer muy popular, sino a proclamarla con valentía y sencillez, guiando al pueblo de Dios hacia la Verdad que libera y da vida. Esta responsabilidad también recae en todos los pastores, quienes deben enseñar no desde sus propias opiniones, sino desde la Palabra de Dios, iluminada por el Espíritu Santo.


    En un mundo donde muchísimas voces confunden y desvían, necesitamos pastores que, como Felipe, se acerquen con prontitud y expliquen las Escrituras con fidelidad y amor. Que el nuevo Papa sea un hombre de la Palabra, que la escuche, la medite y la enseñe con claridad, guiando a la Iglesia por caminos de Verdad y de Vida.


    Señor Jesús, Maestro y Pastor,

Tú que abriste el tesoro de las Escrituras a tus discípulos y encendiste sus corazones, te pedimos que ilumines a los cardenales reunidos en cónclave. Concédeles discernimiento para elegir al nuevo Papa, un maestro fiel que, como Felipe, guíe a tu pueblo en la comprensión de tu Palabra.


    Haz que nuestros pastores sean hombres de oración y estudio, que enseñen con claridad y vivan con coherencia, para que, guiados por ellos, comprendamos las Escrituras y caminemos hacia ti, que eres el Camino, la Verdad y la Vida.


    María, Madre de la Iglesia, intercede por nosotros. Amén.

miércoles, 7 de mayo de 2025

PRIMER DÍA DEL CÓNCLAVE


    “Aquel día, se desató una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén; todos, menos los apóstoles, se dispersaron por Judea y Samaría” (Hch. 8,1).

    La historia de la Iglesia comenzó entre persecuciones. No fue recibida con aplausos ni con reconocimientos. Nació en el rechazo, creció en la contradicción, se extendió en medio de conflictos. Y, sin embargo, aquellos primeros discípulos no se callaron. Fueron valientes. La Palabra de Dios crecía porque quienes la llevaban estaban dispuestos a perderlo todo por Cristo.

    Hoy comienza el cónclave. Y, una vez más, la Iglesia necesita valentía. No solo la de sus fieles, sino, de forma especial, la de sus pastores. El mundo actual no persigue con espadas, pero sí con desprecios, burlas, mentiras, censuras, ideologías que buscan destruir desde dentro la verdad del Evangelio. Frente al aborto, la eutanasia, la ideología de género, la cultura del descarte, el debilitamiento del matrimonio, la idolatría del poder y del dinero, no basta un liderazgo diplomático: hace falta un testigo valiente.

    El sucesor de Pedro no es elegido para agradar al mundo, sino para confirmar en la fe a los hermanos. No para adaptar la fe al gusto del momento, sino para custodiarla y transmitirla con fidelidad. El próximo Papa necesitará valor y fortaleza, porque sobre él descargarán presiones enormes. Pero también contará con la gracia de Dios, como la tuvo Pedro cuando se puso en pie en medio del Sanedrín.

    Este tiempo es una batalla espiritual. No contra personas, sino contra todo lo que desfigura el rostro de Cristo en el mundo. Por eso rezamos por los cardenales que se encierran hoy en cónclave: que escuchen al Espíritu Santo, que no teman al mundo, que busquen la gloria de Dios, no la del momento. Y que el elegido, como Pedro, sepa amar más que los demás y dar la vida por las ovejas.

    Señor Jesús, buen Pastor,

      Tú que diste la vida por tu Iglesia, mira con amor a los pastores que hoy se reúnen en tu nombre. Dales luz para discernir, coraje para elegir con libertad y fe para confiar en que Tú no abandonas a tu rebaño.

    Prepara el corazón de aquel a quien vas a llamar para ser el nuevo Pedro entre nosotros: hazlo fuerte en la verdad, manso en el trato, firme frente al error y generoso en el amor.

    En medio de tantas amenazas contra la vida, la fe y la verdad, danos un Papa valiente y santo, que no se avergüence del Evangelio y que no tema a los poderosos del mundo.

    Te lo pedimos, Señor, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.




martes, 6 de mayo de 2025

LAS QUINTAS MORADAS


    “Comienza esta simiente a vivir; que hasta que hay este mantenimiento de que se sustentan, se está muerta (…); y con hojas de morera se crían (…), y hacen unos capullitos muy apretados adonde se encierran; y acaba este gusano que es grande y feo, y sale del mismo capullo una mariposita blanca, muy graciosa” (Quintas Moradas, 2,2).


    Santa Teresa nos ofrece, en su libro del Castillo Interior, una imagen extraordinaria y bellísima del alma en las quintas moradas. Habla de un gusano que se arrastra y se alimenta, y luego se encierra en un capullo de seda que teje muy apretado. Así es también el alma que, después de haber recorrido las primeras moradas y de haberse alimentado de oración, sacramentos, buenas obras, penitencias… empieza a vivir de una forma nueva su relación con Dios. Llega un momento en que siente la necesidad de recogerse, de entrar dentro de sí para estar más a solas con el Señor. Ya no busca fuera, sino dentro.


    Ese recogimiento es como el estado de crisálida. Desde fuera, todo parece silencio e inmovilidad, pero en lo escondido está ocurriendo una transformación. Se está produciendo una muerte: la del yo, la del alma que aún vivía centrada en sus esfuerzos o sus sentimientos. Y cuando Dios quiere, esa muerte da paso al nacimiento de una vida nueva. El alma ya no es un gusano, sino una mariposita blanca. No vive para sí, ni se arrastra por la tierra, sino que vuela libre, unida a Dios. Porque esa es la finalidad profunda de esta transformación: la unión de voluntades entre el alma y Dios. Eso es la mariposa: la criatura nueva que ya no quiere otra cosa que lo que Dios quiere. Esa es la Pascua del alma, su verdadera resurrección.


    Jesús, escóndeme en el silencio donde Tú transformas el alma. Haz que en ese recogimiento interior se apague mi voluntad y la tuya crezca en mí. Que dentro del capullo que tu amor me ayuda a tejer, muera todo lo que aún me ata a mí mismo, y brote una vida nueva, en la que ya no viva yo, sino que Tú vivas en mí. Que mi querer y el tuyo se hagan uno solo, como alas que vuelan juntas hacia lo alto. Amén.



lunes, 5 de mayo de 2025

EL VERDADERO PAN QUE SACIA


    Me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios”. Ellos le preguntaron: ‘Y, ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?’ Respondió Jesús: ‘La obra de Dios es esta: que creáis en el que Él ha enviado’” (Jn. 6,26-29).


    No es difícil seguir a Jesús cuando multiplica el pan. Lo difícil es seguirlo cuando el pan escasea y cuando no hay milagros. Esta palabra que pronuncia el Señor, aunque parezca una corrección dirigida a la multitud, es en realidad un espejo colocado delante de cada uno de nosotros: ¿por qué lo seguimos? ¿Por qué lo buscamos? El diálogo sucede justo después de la multiplicación de los panes y los peces. La gente ha sido testigo de un milagro, pero no lo ha entendido como un signo. Ha comido, sí, pero no ha abierto los ojos del alma. Jesús los mira con cierta tristeza. No hay ira, pero sí verdad: “me buscáis porque comisteis pan hasta saciaros”. A veces buscamos a Dios como se busca un supermercado: para que nos llene la cesta de la compra, para que nos proporcione suministros, para que reponga el vacío del frigorífico. Pero el pan que sacia el estómago no es el que salva.


    Las palabras de Jesús se convierten entonces en una exhortación:“Trabajad no por el alimento que perece”. ¿Qué pasaría si hoy mismo esta frase nos cayera encima como un rayo? ¿Qué pasaría si todo lo que hacemos —nuestras agendas, nuestros planes, nuestras preocupaciones, incluso nuestras devociones— estuviera sostenido por un hambre que no es el hambre verdadera? Hay un alimento que se estropea y otro que permanece. El primero es llamativo, fácil de encontrar e inmediato. El segundo es discreto, lento y exige fe. Jesús nos dice que ese alimento nos lo dará Él, pero no como recompensa por nuestros méritos, sino porque para eso ha sido consagrado por el Padre.


    La pregunta que brota de la multitud es honesta, casi infantil: “¿qué tenemos que hacer?”. Esperan una instrucción detallada, una receta, una estrategia. Jesús responde con una desarmante simplicidad: “Creed en el que Él ha enviado”. No les da tareas, sino a su persona. No les ofrece instrucciones, sino un rostro. No les pide esfuerzo, sino confianza. Esta es la obra de Dios: no una obra que hacemos nosotros, sino una obra que Dios quiere hacer en nosotros si nos dejamos. Creer no es solo aceptar una doctrina, sino entregarse a una Presencia que no se impone.


    Jesús, Pan verdadero bajado del cielo, no permitas que me alimente solo de lo visible, lo útil, lo inmediato. Dame hambre de ti. Dame fe para verte cuando no hay milagros, para seguirte cuando no hay pan. Sella mi corazón como el Padre te ha sellado a ti. Y haz que mi vida sea un acto de fe: creer en ti, aunque no entienda; seguirte, aunque no vea. Amén.

domingo, 4 de mayo de 2025

EN LA ORILLA DE NUESTRA VIDA


    “Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: ‘Muchachos, ¿tenéis pescado?’ Ellos contestaron: ‘No’. Él les dice: ‘Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis’. La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: ‘Es el Señor’” (Jn. 21,4-7).


    Ha transcurrido una noche larga, llena de cansancio y redes vacías. Los discípulos han estado faenando en el lago sin descanso, poniendo en ello todo su empeño, y sin embargo no han logrado nada. Es una experiencia muy conocida por cualquier ser humano: luchamos, intentamos triunfar, levantar el mundo con nuestro ingenio y con nuestras fuerzas… y al final, un desastre natural, una pandemia o un simple apagón nos devuelven a la cruda realidad: somos menos de lo que imaginábamos, estamos llenos de debilidad y pobreza.


    Pero cuando empieza a amanecer, aparece Jesús en la orilla; o bien, cuando aparece Jesús en la orilla, empieza a amanecer. Es una imagen preciosa y verdadera: Jesús está allí, en la tierra firme, en el punto al que, sin saberlo, nos dirigíamos. Nosotros todavía estamos en el mar, mecidos o zarandeados por las olas, remando en la oscuridad. Pero Él está cerca. No lejano, no indiferente. Está en la orilla de nuestra vida.


    Muchas veces no podemos reconocerlo. Su figura se confunde con las sombras del amanecer. Sus palabras nos llegan como una voz extraña y desconocida. Pero hay un momento en que algo en nuestro interior se despierta, una chispa de fe, una intuición que no viene de los sentidos, sino del alma, y entonces lo sabemos: “Es el Señor”. Solo el que ha afinado su oído interior es capaz de reconocer la voz del Amado. Solo quien ha vivido cerca de Jesús, en el silencio y en la escucha, sabe discernir que es Él quien habla, aunque no lo vea con claridad.


    Jesús nos llama con ternura y sencillez: “Muchachos, ¿tenéis pescado?”. No nos lo pregunta para avergonzarnos, sino para mostrarnos que nos entiende, que conoce nuestro vacío y está dispuesto a remediarlo. Y entonces nos orienta, nos indica hacia dónde debemos lanzar las redes, en qué dirección debemos avanzar, cómo debemos vivir. Él no solo consuela, sino que también alienta, da sentido, ilumina y fortalece a sus pobres pescadores. Nos infunde esperanza. Nos señala el camino. Nos conduce hacia Él mismo.


    Jesús, tú estás muy cerca, en la orilla firme de mi vida, aunque tantas veces no haya podido reconocerte. Abre mis oídos interiores para que pueda escuchar tu voz. Lléname de esperanza cuando mis redes estén vacías. Guía mis pasos hacia ti. Amén.

sábado, 3 de mayo de 2025

MI ORACIÓN DE PETICIÓN


    “El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré” (Jn. 14, 12-14).


    Hoy se pone en cuestión el valor, la importancia y la necesidad de las oraciones privadas de petición, y se viene a decir que las preces que la Iglesia dirige a Dios en la Santa Misa, y en la celebración del Oficio divino, suplen con ventaja estas peticiones. Por si el texto del Evangelio de hoy no fuera suficientemente claro a este respecto, les sintetizo lo que Pío XII escribió en su encíclica Mystici Corporis Christi (nº 40).


    Comienza el Papa señalando que algunos niegan el valor de la oración personal, considerándola menos eficaz que la oración pública hecha en nombre de la Iglesia. Sin embargo, esto es un error. El Papa afirma que Cristo está íntimamente unido a cada fiel, no solo a la Iglesia como Esposa, y desea tratar personalmente con cada alma, especialmente después de recibir la Eucaristía.


    Aunque la oración pública tiene una dignidad especial por provenir de la Iglesia, todas las oraciones —incluso las privadas— tienen gran valor y contribuyen al bien del Cuerpo Místico de Cristo. Gracias a la comunión de los santos, lo bueno que hace un miembro beneficia a todos. Por eso, cada fiel puede pedir gracias, incluso materiales, siempre que lo haga con humildad y conforme a la voluntad de Dios.


    Señor Jesús, Tú me invitas a pedir con confianza en tu Nombre. Que no dude nunca del valor de mi oración, por pobre que sea. Enséñame a pedir bien, a pedir con fe, con humildad, abandono y reverencia, sabiendo que todo lo que me das, si lo recibo con amor, glorifica al Padre y me une más a ti. Amén. 

viernes, 2 de mayo de 2025

MODELADO POR LA LUZ


    “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal. 27,1).


    “Levántate, tierra reseca regada con mi Sangre; vuelve a ser arcilla húmeda entre mis manos. Eres nueva Creación hecha para vivir mi Vida”.


    A veces no somos más que tierra reseca, sin forma, sin belleza, sin fuerza. Sentimos que hemos perdido el sentido, que ya no servimos para nada, que todo en nosotros está endurecido. Pero en medio de esa aridez, Cristo resucitado se acerca. No viene a juzgar ni a preguntar, sino a amar, a tocar, a modelar. De sus manos marcadas por el amor brota luz. No reproche, no distancia. Luz. Y esa luz nos alcanza justo donde estamos, en nuestra pobreza, en nuestra fragilidad.


    En su presencia, incluso el barro cobra vida. La figura que somos, apenas esbozada, comienza a adquirir forma bajo unas manos pacientes que saben esperar, moldear, cuidar. Son las manos del Creador, del que todo lo hace nuevo. Pero no trabaja solo: también hay otras manos que colaboran en esa creación, manos invisibles pero muy reales, manos que nos han amado, alimentado, sostenido, enseñado, corregido. Jesús trabaja con ellas. No estamos solos.


    Esa figura de barro somos nosotros: pequeños, vulnerables, y sin embargo queridos, iluminados, restaurados. No importa cuántas veces hayamos sido rotos, cuántas veces hayamos sentido que ya no hay nada que hacer, pensado que es demasiado tarde... Él sigue allí, de pie, con su costado abierto irradiando luz, diciendo sin palabras: “Tú eres mío. No estás terminado. Yo te haré nuevo”.


    Señor Jesús, tus manos son las manos del Padre, tu corazón es de luz. Acércate hoy a mi vida reseca y moldéame. Devuélveme la ternura y la calidez, dame un corazón como el tuyo, renuévame con tu luz, con tu sangre, con tu infinita paciencia. Así sea.

jueves, 1 de mayo de 2025

ELEGIR LO QUE MÁS VALE


    “El que viene de lo alto está por encima de todos; el que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído, y nadie acepta su testimonio. El que ha aceptado su testimonio ha certificado que Dios es veraz” (Jn. 3, 31-33).


    No siempre deseamos lo que más vale. Muchas veces, al mirar dentro de nosotros mismos, descubrimos que el corazón se inclina hacia lo que resulta más fácil, más placentero, más inmediato. Y no está mal reconocerlo. Ser sinceros ante Dios es ya un primer paso hacia la luz. La verdad nos hace libres, pero también nos confronta. Porque hay cosas que nos gustan más… y otras que valen infinitamente más.


    Jesús no siempre es lo que más apetece. No siempre es el plan que más seduce. Pero es lo que más vale. Él es el que viene de lo alto y está por encima de todos. Y cada domingo, en la Eucaristía, se nos entrega como un tesoro escondido en lo cotidiano, oculto a los ojos del mundo, pero esperando ser descubierto por los corazones sencillos. En el silencio del sagrario, en la Palabra proclamada, en el Pan partido… Él está ahí, esperando ser elegido.


    Solo el que ha recibido su testimonio y lo ha acogido en el alma, ha certificado que Dios es veraz. Y eso es más que una experiencia: es una decisión. Hay tiempo para muchas cosas, pero no hay plenitud sin Él. Preferir a Jesús no nace del gusto sensible, sino del amor. No siempre es deseo espontáneo, sino elección valiente. Quien lo ha encontrado, sabe lo que vale, y no quiere perderlo.


    Jesús, a veces mi corazón busca mil cosas, se dispersa, se llena de deseos que se desvanecen pronto. Pero cuando vuelvo a ti, todo recobra su sentido. No siempre sé elegirte, no siempre me apetece buscarte, pero sé que solo Tú vales de verdad. Que mi alma te prefiera. Que mi vida te dé el primer lugar. Y que cada domingo encuentres mi respuesta fiel al amor con que me esperas. Amén.