jueves, 12 de junio de 2025

SACERDOTE PARA SIEMPRE


    Hoy es la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Fiesta también de los sacerdotes. Me he acordado inmediatamente de una oración que leí hace años, mucho antes incluso de ordenarme yo mismo sacerdote. Está en un libro cuya lectura me marcó en mi juventud: Oraciones para rezar por la calle, y se trata de la Oración de un sacerdote el domingo por la tarde. Copio aquí un fragmento, y quizás no me sea necesario añadir nada más. Creo que esta oración hoy puedo rezarla con mucha más verdad que hace cincuenta años, y me atrevería a pedirles a ustedes que, al leerla, encomienden a todos sus sacerdotes, también a aquel que se dirige a ustedes cada día a través de este canal:


    Es duro amar a todos y no retener a nadie. Es duro estrechar una mano sin desear retenerla. Es duro inspirar afecto para entregártelo a Ti. Es duro no ser nada para uno mismo para serlo todo para los demás. Es duro ser como los demás, entre los demás, y ser un distinto. Es duro dar siempre sin intentar recibir. Es duro acercarse a otros sin que nadie se acerque. Es duro recibir secretos sin poder compartirlos. Es duro cargar a los demás y nunca ser cargado. Es duro sostener a los débiles sin poder apoyarte en alguien fuerte. Es duro estar solo, ante todos, ante el mundo, ante el sufrimiento, la muerte, el pecado.

    Hijo, no estás solo. Yo estoy contigo. Yo soy tú. Para proseguir mi Encarnación y Redención, te necesito. Necesito tus manos para bendecir, tus labios para hablar, tu cuerpo para padecer, tu corazón para amar, te necesito para salvar. Quédate conmigo, hijo.

    Aquí estoy, Señor; aquí mi cuerpo, aquí mi corazón, aquí mi alma. Hazme suficientemente grande para alcanzar el mundo, suficientemente fuerte para llevarlo, suficientemente puro para abrazarlo sin retenerlo. Hazme lugar de encuentro, pero solo un paso, un camino que no se detenga en sí mismo, porque todo lo humano debe conducir a ti.

Señor, esta noche, mientras todo calla y siento la mordedura de la soledad, mientras los hombres devoran mi alma y me siento incapaz de saciar su hambre, mientras el mundo pesa sobre mis hombros con todo su peso de miseria y pecado, Te repito mi “sí”: despacio, claro, humildemente, solo, Señor, ante Ti, en la paz del atardecer.”


Michel Quoist (1921-1997), Oraciones para rezar por la calle.

miércoles, 11 de junio de 2025

ASÍ OS ENVÍO YO



    “Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis. No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento” (Mt. 10,7-10).


    El Evangelio no se anuncia como en la publicidad comercial, ni se propaga mediante estrategias humanas. Jesús envía a los suyos sin alforja, sin reservas, sin doblez. Los envía con las manos vacías, pero con el corazón lleno. Lo que han recibido gratuitamente —la salvación, la vida nueva, la luz de la fe— deben darlo también gratuitamente, sin apropiárselo ni convertirlo en moneda de cambio. No se trata tanto de convencer a las gentes cuanto de curarlas; no de imponerse sobre ellas, sino de liberarlas. La autoridad para resucitar muertos o expulsar demonios no proviene de una técnica, como algunos creen, ni de la eficacia de una oración, sino de la fe y de la comunión con el Señor.


    Este estilo de vida pobre, libre y entregado es la gran fuerza del Evangelio. Es un modo de vivir que parte de la confianza en la Providencia y no se protege con seguridades humanas. El enviado es sostenido por Aquel que lo envía, y vive para dar gracia, no para acumular méritos. El obrero, dice Jesús, merece su sustento: quien vive para Dios y se entrega a los demás nunca será abandonado. También hoy nos llama a anunciar su Reino con gestos de vida y palabras de verdad, confiando solo en Él.


    Jesús, que me envías pobre y libre a anunciar el Evangelio, concédeme la gracia de anunciarte sin buscar nada para mí, y con la alegría de haber recibido todo de ti. Amén.

martes, 10 de junio de 2025

HECHOS PARA ILUMINAR


    “Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa” (Mt. 5,14-15).


    Jesús no nos dice que deberíamos ser luz del mundo portándonos bien. Nos dice que ya lo somos. Nos ha encendido con su Espíritu Santo. Y la luz no está hecha para esconderse. ¿Por qué entonces tantos cristianos viven como si su fe fuera un secreto incómodo, como si fuera mejor no llamar la atención, no decir nada que pueda molestar? ¿Desde cuándo la luz ofende a los ojos que están en tinieblas? ¡Precisamente porque están en tinieblas, necesitan esa luz! Y, sin embargo, nos escudamos en la prudencia, en la tolerancia mal entendida, en la educación, como si evangelizar fuera un acto de violencia. Pero no, no lo es. Es un acto de amor.


    Tú y yo hemos sido encendidos por Cristo, hemos recibido su luz. ¿Qué haremos con ella? ¿Meterla debajo del sofá desde el que cómodamente nos asomamos a la vida, para que no moleste? ¿Ocultarla con excusas elegantes y miedos disfrazados de humildad? No. Hemos sido puestos “en lo alto del monte”, como ciudad visible, como faro en la noche. No somos llamados a mimetizarnos con la oscuridad para ser aceptados, sino a irradiar claridad, verdad, belleza. Hay que vivir lo que se cree, hay que creer con el corazón lo que los labios proclaman en la liturgia, aunque a veces lo digamos distraídos. No vale ya una vida gris, no vale una fe sin obras, sin testimonio.


    La luz no se impone, pero tampoco se esconde. Nuestra fe debe mostrarse, no con arrogancia, sino con claridad; no con desprecio, sino con firmeza; no con superioridad, sino con coherencia. También entre los mismos cristianos, muchos necesitan orientación: testigos, referencias vivas que les recuerden el esplendor de lo que han recibido. ¿Cómo no anunciar con entusiasmo la belleza de nuestra fe a los que no conocen a Cristo, o lo conocen mal, o lo han olvidado? Hay que hablar. Hay que decirlo. Hay que mostrarlo. Aunque el mundo se escandalice, aunque murmure, aunque se burle, aunque persiga. Ya lo hizo con el Maestro. ¿Seremos más que Él?


    Jesús, que encendiste en mí la luz de la fe, no permitas que la oculte por cobardía. Dame audacia, claridad y caridad para que otros puedan conocerte reflejado en mi vida. Amén.

lunes, 9 de junio de 2025

MORADA DEL ESPÍRITU SANTO


    “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc. 2,19).


    El lunes después Pentecostés es la memoria de María Madre de la Iglesia, y debemos seguir meditando sobre la extraordinaria relación que hay entre el Espíritu Santo y nuestra Señora. 

    La Virgen María no solo fue llena del Espíritu Santo desde su Concepción Inmaculada, sino que vivió en constante apertura a sus inspiraciones. En Ella resplandecen todas esas disposiciones interiores que preparan el alma para acogerlas. Su gratitud profunda ante la elección de Dios —“el Señor ha hecho obras grandes por mí”— no solo la llenaba de gozo, sino que la volvía aún más receptiva a la gracia. Su oración perseverante, en silencio y recogimiento, preparaba el terreno donde el Espíritu podía actuar con libertad. María pedía y deseaba con humildad, como en las bodas de Caná: no imponía su voluntad, pero intercedía con confianza.


    En su alma no hubo espacio alguno que quedara cerrado a Dios: “Hágase en mí según tu palabra”. Esa determinación firme de no negarle nada a Dios revela una voluntad dócil, una apertura total a lo que el Padre deseaba realizar en Ella. Vivió el abandono no como resignación, sino como elección confiada, incluso al pie de la cruz, cuando todo parecía haberse derrumbado. Supo vivir el desprendimiento: de sus planes, de su reputación, de su mismo Hijo, en el momento en que fue llamado a la misión. Y cuando llegó la hora de la Iglesia, Ella estaba allí, en el Cenáculo, silenciosa, orante, Madre: corazón de la comunidad naciente, espejo de docilidad perfecta.


    Por eso María es Madre de la Iglesia: porque vivió plenamente acogiendo al Espíritu. El mismo Espíritu que formó en su seno el Cuerpo de Jesús, la asoció también al nacimiento del Cuerpo místico de Cristo. A Ella, la Mujer revestida de sol, la Virgen fiel, le fue confiada la Iglesia, para que la acompañara como Madre en su caminar bajo la luz del Espíritu.


    Jesús, Tú que diste a María como Madre a tu Iglesia, haz que aprendamos de Ella a abrirnos a las inspiraciones del Espíritu Santo con gratitud, docilidad, abandono y paz. Amén.

domingo, 8 de junio de 2025

VENI, SANCTE SPIRITUS


“Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.


Entra hasta el fondo del alma,

divina luz y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre

si Tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado

cuando no envías tu aliento” 

(de la Secuencia de Pentecostés)


    En este día de Pentecostés, cuando la Iglesia entera invoca al Espíritu Santo con la antigua secuencia, se abre ante nosotros un horizonte de bellísima sencillez: el alma es morada. Y en esa morada, si no habita el Huésped divino, el Espíritu, todo queda vacío, árido, oscuro. Pero cuando Él entra, lo transforma todo desde dentro. No se impone, no grita, no arrasa: es huésped, no invasor. Se queda si se le acoge. Da descanso si se le ama. Y desde el centro del alma, que es su trono, comienza a hacer nuevas todas las cosas.


    La oración no es esfuerzo ascético para conquistar la altura de Dios, como tantas veces hemos recordado. No hay que trepar hasta Dios: basta con abrirle la puerta. Entra hasta el fondo del alma, divina luz y enriquécenos, oramos. Hay un lugar dentro de nosotros que sólo Él puede colmar. Allí donde habita el cansancio, el duelo, la herida, el pecado… solo el Espíritu puede hacer florecer la vida nueva. Sin Él, hasta nuestras mejores obras se marchitan. Con Él, incluso las lágrimas se tornan fecundas.


    Hoy, en la celebración de esta fiesta luminosa, pidámosle que venga, que entre, que respire en nosotros. Porque el alma, cuando lo acoge, deja de estar sola. Y todo, incluso lo más oscuro, se vuelve misterio habitado.


    Ven, Espíritu Santo, dulce Huésped del alma. Entra en mí como fresca brisa en lugar caluroso, como tregua en la fatiga, como luz en el oscuro vacío. Haz de mi corazón tu morada, y no te vayas nunca. Amén.

sábado, 7 de junio de 2025

Y ORAR CON MARÍA...


    Estamos en la víspera de Pentecostés. En esta noche santa, la Iglesia velará en oración con María, como lo hicieron los apóstoles en el cenáculo, esperando la irrupción del Espíritu Santo. 

    En estos días previos a la gran fiesta, como ya saben algunos de los lectores, me he visto forzado a vivir más desde la pobreza a causa de algunos problemillas de salud. Y como les reconocía ayer eso me ha impedido rezar el oficio divino, hacer otros ejercicios de piedad, o incluso concentrarme en la oración mental. Pero hay algo que no he dejado: el rosario.

    En esta limitación física y mental, he recordado un texto antiguo que publiqué en mi blog en 2022, titulado “La oración de los sencillos”. Hoy no me siento capaz de escribir nada nuevo, pero me parece oportuno recuperar -y casi me atrevería a decir que el Espíritu me lo ha sugerido- la conclusión de aquel artículo. La transcribo tal como la escribí entonces:


    “Quizás confiamos exageradamente en los buenos oficios de políticos y diplomáticos, en los avances de la medicina y en la sofisticación de la técnica, y hemos olvidado algo tan sencillo, tan falto de carácter científico, tan al alcance de cualquiera que se reconozca pobre e ignorante, como el Rosario, la oración de los simples.

    Quizás nuestros abuelos tenían razón cuando centraban en él su vida espiritual, abandonando toda complicación y toda inquietud en las manos amorosas de la Virgen.

   Quizás los sacerdotes y religiosos ‘de antes’ no estaban tan equivocados cuando dedicaban, con fidelidad ejemplar, más tiempo a rezar los quince misterios del Rosario que a informarse de la última novedad a través de los medios de comunicación social.

    Quizás, si nuestra Madre del cielo nos concede esa gracia, también un día cada uno de nosotros descubra por propia experiencia qué significa vivir seguros y confiados bajo el manto de la Virgen, y cuántos son los tesoros encerrados en esta devoción que ella misma nos ha pedido.”


    Hoy, en esta vigilia de Pentecostés, lo único que puedo hacer es volver a ponerme en oración tan sencilla junto a la Virgen. Quizás también para mí —y para muchos otros— el don del Espíritu venga esta vez por el camino humilde y fecundo del rosario.

viernes, 6 de junio de 2025

ORAR EN LA ENFERMEDAD

    Desde hace veinticuatro horas padezco una gastroenteritis aguda que me ha dejado sin fuerzas, con vómitos frecuentes y sin poder comer nada. Ni siquiera he podido celebrar la misa. En un momento en que me encontré algo mejor, me administré la comunión. Estoy dando ejercicios espirituales a monjas, y por esta causa han perdido varias meditaciones. No puedo rezar el Oficio Divino ni hacer muchas otras cosas… salvo el rosario, que no lo suelto aunque me falten las fuerzas.


    Pero orar también es esto: ofrecer. Ofrecer el malestar profundo, la sensación de pobreza y de impotencia, el silencio obligado. Orar es quedarse con Él incluso cuando todo lo demás se apaga. También en esta fragilidad, cuando ya casi llega Pentecostés, sigo orando y —desde hace quince días— dando pinceladas sobre la oración. Porque nuestras pequeñas cruces, tan ridículas, tan breves, son un modo de acompañar la suya.

      Hoy ya no puedo escribir más.


    Jesús, recibe el malestar de este pobre cuerpo, y hazlo oración que suba hasta ti. Amén.

miércoles, 4 de junio de 2025

ORAR CON PALABRAS AJENAS


    Creo haber leído la oración que copio al final hace muchos años, pero hoy he vuelto a encontrarla en internet. Inmediatamente me he dicho que, en este recorrido que estoy haciendo en el blog por la oración, por sus requisitos, por sus dimensiones, por sus estilos, faltaría hablar de la oración vocal, la que se realiza utilizando palabras ya ordenadas y compuestas por otro.


    Esta oración es de Thomas Merton, monje cisterciense de la estricta observancia, norteamericano, autor de numerosas obras sobre vida espiritual y contemplación. En este texto, tan sencillo como hondo, se expresa una búsqueda confiada, despojada de certidumbres humanas, pero llena de abandono en Dios. Es un ejemplo perfecto de cómo la oración vocal, aunque compuesta por otros, puede llegar a ser también profundamente personal si se reza con verdad y humildad.


    Porque orar vocalmente también es un acto de humildad: al hacerlo, reconozco que necesito ayuda para hablar con Dios, que otros —quizás en un momento de gracia o de fervor— han encontrado palabras que yo ahora no tengo, y me apoyo en ellas para sostener mi oración. Dejo de ser autosuficiente, me dejo guiar, me abro a lo que otro ha vivido y entregado. Y así, lo que empezó como una oración ajena se convierte en mía, y yo crezco en sencillez y confianza.


    Cuando tomamos en los labios las palabras de otro —como hacemos con los salmos, las oraciones litúrgicas o los textos de los santos— no estamos repitiendo como autómatas, sino participando en una comunión más amplia: la comunión de los que oran, la comunión de la Iglesia. Estas palabras, si las hacemos nuestras, si las dejamos pasar por el corazón, se transforman en verdadera plegaria viva. Y eso es lo que sucede con esta súplica de Merton: puede ser tuya, puede ser mía, puede ser de cualquiera que no sepa a dónde va, pero no quiere caminar sin Dios. 


Mi Señor Dios,

no tengo ni idea de a dónde voy.

No veo el camino que tengo por delante, 

ni puedo saber con certeza en dónde termina. 

No me conozco realmente a mí mismo, 

y el hecho de que crea estar siguiendo tu voluntad no significa que lo esté haciendo realmente.

Pero creo que el deseo de agradarte, en efecto, te agrada. 

Y espero tener este deseo en todo lo que hago.

Espero no hacer nunca nada que me aparte de ese deseo. 

Y sé que, si hago esto, Tú me guiarás por el camino correcto, aunque yo no sepa nada al respecto.

Por lo tanto, confiaré en ti siempre, aunque pueda parecer que estoy perdido y en sombras de muerte.

No temeré, porque Tú estás siempre conmigo, y nunca me dejarás enfrentar mis peligros solo.


Thomas Merton, O.C.S.O. (1915-1968)

martes, 3 de junio de 2025

ORAR ANTE UNA IMAGEN


    Imagínate así, como en la imagen de ayer o una parecida: de rodillas, en silencio, con las manos juntas y los ojos cerrados. No como quien está huyendo del mundo, sino como quien está volviendo a casa. Estás orando. Y no estás solo.


    Detrás de ti hay un ángel. Su mano descansa suavemente sobre tu hombro. Su rostro es sereno, sus rasgos dulces. No dice nada con palabras, pero su sola presencia lo dice todo. Dice: “estás siendo guardado”. Dice: “no estás solo”. Dice: “Dios está cerca”.


    Orar no es siempre decir cosas. A veces es imaginarse así. Detenerse ante una imagen que recoge tu alma y le da un marco, un espacio interior, un lugar donde estar ante Dios. Esta imagen no es un mero adorno: es un refugio, es una enseñanza, es una puerta. Y quien la contempla con el corazón abierto ya está orando. Porque el corazón, cuando se entrega a la luz, cuando se reconoce sostenido, ya está hablando con Dios aunque no diga nada.


    Contemplar esta escena en silencio puede ser hoy tu oración. Deja que ella te envuelva, que te enseñe, que te proteja. Imagina que eres ese niño o ese adolescente, que no tienes que hacer nada más que estar ahí, recogido y fiel. Y escucha con el alma lo que el ángel dice sin palabras: “persevera; no estás solo: Él está contigo; yo estoy contigo…”


    Espíritu Santo, enséñame a orar también así: en silencio, en quietud, con una imagen. Que esta escena se imprima en mi interior y me acompañe en los días secos y en las horas cansadas. Que nunca olvide que estoy siendo guardado, que hay una mano sobre mi hombro, y que Tú estás siempre cerca.

lunes, 2 de junio de 2025

LA ORACIÓN ES PERSEVERANCIA


    No basta con orar cuando se sienten ganas, cuando hay tiempo o cuando se necesita algo. La verdadera oración es la que se convierte en alimento cotidiano, en una cita fiel, en ese momento secreto que cada día reservamos para Dios. Un minuto para Él, sí, como dice el título de mi canal de Telegram. Pero un minuto real, vivo, presente… no un pensamiento fugaz ni un suspiro distraído, sino una presencia. Y si ese minuto se convierte en cinco, o en diez, o en media hora, mejor todavía. Lo importante es empezar por lo pequeño, y no faltar nunca a la cita.


    La oración cotidiana es como una fuente que parece poco caudalosa, pero que no se agota. Va empapando silenciosamente la tierra del alma, va penetrando en lo más duro y lo más seco, y acaba transformando todo. Al principio puede parecer que no pasa nada, que uno simplemente repite palabras o lucha contra las distracciones. Pero, a poco que perseveremos, empezamos a notar los frutos: más paz, más claridad interior, más fuerza para vivir bien. No somos nosotros los que producimos ese cambio. Es el Espíritu Santo quien obra en nosotros cuando le dejamos espacio.


    Por eso, más que proponernos rezar, hay que pedir la gracia de la oración, que es gracia de perseverancia. Que el Espíritu Santo nos impulse cada día a ese pequeño sí, a ese encuentro humilde y constante. Y que el ángel de la guarda —que también está para eso— nos anime y nos abra paso, quitando del camino todo lo que pueda distraernos o enfriarnos. Porque cada vez que oramos con fidelidad, aunque sea un minuto, estamos dejando que Dios nos toque el corazón.

domingo, 1 de junio de 2025

SUBIÓ A LOS CIELOS


    “Los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría” (Lc. 24,50-52).


    La Ascensión es un misterio pascual extraordinario: Jesús se eleva al cielo, desaparece a los ojos de los suyos, y sin embargo no hay tristeza en sus corazones, sino una alegría incontenible. ¿Cómo explicar esta paradoja? ¿Cómo puede el corazón alegrarse cuando ya no se ve más al Amado, cuando las manos no pueden tocarlo, cuando la voz que encendía sus almas ya no se escucha con los oídos?


    La respuesta está en la nueva forma de presencia que Jesús inaugura con su Ascensión. Él no se va para alejarse, sino para estar más cerca, íntimamente unido a los suyos. Sube al cielo y, al mismo tiempo, desciende al santuario más profundo: el corazón humano. Ya no camina a nuestro lado como un compañero visible, pero está más cerca que nunca, en lo secreto, en lo escondido, en ese espacio interior donde sólo Dios puede habitar. Ya no es el Jesús de fuera, sino el Emmanuel dentro: Dios con nosotros, Dios en nosotros.


    Por eso, los apóstoles regresan con alegría. Han comprendido que, aunque los ojos no lo vean, el corazón puede acogerlo y vivir de su Presencia. Saben que Él vive y reina, no solo en la Gloria del cielo, sino en la humildad de cada alma que lo ama. Él ha convertido el corazón de los suyos en su trono, en su casa, en su morada. Desde ahora, todo lo que miren, hagan, vivan o sufran, tendrá un sentido nuevo: el Señor está en ellos. Y esta certeza los llena de fuerza, de paz y de júbilo.


    Jesús, Señor ascendido a los cielos, Rey glorioso y Salvador escondido en nuestros corazones, ven y reina en mí. Aunque mis sentidos no te perciban, hazme vivir con la certeza de que Tú moras en mí. Que no te busque lejos, ni en las alturas, ni en los signos exteriores, sino en lo más hondo de mi alma, donde te complaces en habitar. Que cada latido sea un eco de tu presencia, y cada silencio, una ocasión para escucharte. No permitas que olvide jamás que, cuando subiste al cielo, bajaste al humilde jardín de mi corazón. Hazme templo vivo de tu amor, santuario de tu ternura, hogar donde puedas descansar. Y cuando me asalten las dudas, la soledad o el miedo, recuérdame, Señor, que Tú vives en mí y no estoy solo, porque eres Emmanuel para siempre. Amén.

sábado, 31 de mayo de 2025

ORAR ES ACOGER A MARÍA


    “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de ale­gría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc. 1, 42-45).


    Orar es también acoger a María. Así lo hizo Isabel, y también su hijo, Juan el Bautista, aún no nacido pero lleno del Espíritu, que saltó de gozo en su seno ante la cercanía del Salvador llevado por su Madre. Acoger a María es permitir que nuestra oración se vuelva encuentro con la alegría, con la fe, con la esperanza, con la presencia fecunda de la Madre que lleva a Jesús. No se trata de un sentimiento puramente piadoso o estético, sino el cumplimiento de un tajante mandato del Señor desde la Cruz.


    Efectivamente, también la recibió el "discípulo amado” en otro momento decisivo: la tarde del Viernes Santo. Cuando todo parecía fracaso y pérdida, Jesús entregó a María como Madre al apóstol Juan, figura de cada creyente dispuesto a escucharle y amarle incluso en medio del sufrimiento más atroz. Y desde entonces, cada discípulo que ama a Jesús es llamado a recibirla “en su casa”, es decir, en su vida más íntima, en su oración, en su dolor y en su esperanza. La presencia de María en la oración no distrae, sino que conduce al centro, al corazón del misterio: su Hijo.


    Acoger a María es orar con confianza, con ternura, con obediencia. Ella no viene nunca sola. Allí donde se la recibe, Cristo viene también. Por eso, quien ora con María aprende a decir “sí” a Dios, como Ella; a esperar la hora de Dios, como Ella; a alabarle por las maravillas que hace en los pequeños, como Ella. Y el alma, como Juan en el seno de Isabel, comienza a saltar de gozo, aun en medio de la oscuridad del mundo.


    María, Santa Madre de Dios y Madre mía, enséñame a orar abriéndome a tu presencia. Que nunca cierre la puerta de mi corazón cuando vengas con Jesús. Y que mi vida, al igual que la tuya, sea un espacio fecundo donde la Palabra de Dios pueda ser escuchada y acogida. Amén.