sábado, 22 de marzo de 2025

CORAZÓN DE JORNALERO


    “Recapacitando entonces, se dijo: Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros” (Lc. 15,17-19).


    Padre Eterno, he empezado a volver, pero quizá con los pies sucios de orgullo y el corazón todavía lleno de mí mismo. No me duele realmente haberte herido, sino haberme herido a mí mismo. No te busco por amor, sino porque el hambre y la pobreza me agobian. No recuerdo tu rostro ni tu voz, solo la mesa en la que antes comía. Ni siquiera me acuerdo de mi hermano. Solo pienso en los jornaleros que se hartan de pan, porque mi alma se ha vuelto servil e interesada, acostumbrada a calcular, a exigir, a sopesar méritos y derechos, olvidando que tu amor no se pesa ni se exige. Que se recibe o se rechaza, simplemente.


    Perdóname, Padre, porque también yo quiero hacerme un plan de regreso que me asegure algo. Me presento con un discurso estudiado, lleno de excusas, de autocompasión o de fórmulas aprendidas, para ver si consigo tu perdón, pero sin haberme dejado desgarrar todavía por el dolor de haberte despreciado. Digo que ya no merezco ser tu hijo, como si alguna vez lo hubiera merecido, como si no fuera un don purísimo y gratuito el hecho de que me llames hijo. Digo que me trates como jornalero, porque aún no he entendido que el único lugar al que me llamas es el de hijo, sin condiciones, sin salario, sin tratos, sin cuentas. No he entendido que lo mío no es trabajar para ti, sino estar a tu lado. No he entendido que me esperas, no con una libreta en la mano y reproches en los labios, sino con los brazos abiertos.


    Padre de misericordia, sáname de esta falsa humildad que esconde orgullo, de esta falsa conversión que solo se duele del vacío y la pobreza, no del pecado. Haz que vuelva a ti con el corazón desnudo y el alma rota. Haz que me duela más haberme alejado de ti que todo el hambre del mundo. Enséñame que no tengo nada que merecer, que no hay nada que reclamar, porque todo lo he recibido ya. Hazme entender que Tú no quieres jornaleros, sino hijos. Y que no hay otro camino para volver que dejar que me encuentres, me abraces y beses con ternura. Arráncame por fin este corazón de siervo y pon en mí un corazón de hijo. Amén.

viernes, 21 de marzo de 2025

INGRATITUD PARA CON DIOS

“Por último, les mandó a su hijo diciéndose: ‘Tendrán respeto a mi hijo’. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: ‘Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia’. Y agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?" (Mt. 21, 37-40).


    El Evangelio de hoy nos enseña que Dios no se cansa de enviarnos mensajeros. Lo ha hecho desde el comienzo de la historia de la salvación, una y otra vez, con la esperanza de encontrar en los hombres una respuesta humilde y agradecida. Pero el corazón humano, endurecido por la soberbia, la codicia o la indiferencia, desprecia a los profetas y termina cerrándose a la Palabra. Sin embargo, lo fuera de toda lógica es que el Padre, después de ver cómo maltrataban a todos sus siervos, decide enviar a su propio Hijo, Jesús. Esta decisión revela la locura de su amor: no se trata de una estrategia razonable, sino del impulso inagotable de un corazón que ama hasta el extremo y no se resigna a perder a sus hijos.


    El drama más hondo del Evangelio está contenido en estas pocas líneas. Jesús sabe que será rechazado, sabe que lo matarán fuera de la viña, fuera de la Ciudad Santa, como a un maldito. Y sin embargo va. Es el heredero legítimo, el Hijo, pero no reclama su herencia por la fuerza; se entrega, se deja expulsar, se deja matar. No viene a tomar posesión de la viña con violencia, sino con mansedumbre. Y es precisamente ese amor indefenso, esa entrega sin reservas, lo que delata la gravedad del rechazo. Matar al Hijo es rechazar al Padre mismo. Es cerrar el corazón a la última posibilidad.


    Pero el Evangelio no termina ahí. Esta pregunta de Jesús es también una advertencia: ¿qué hará el dueño de la viña? No es venganza lo que se anuncia, sino justicia. Dios es paciente, pero no indiferente. La viña no quedará en manos de quienes la destruyen. El Hijo, que fue rechazado y muerto, resucitará y será la piedra angular. Y a quienes lo reciban, Él les dará su herencia, no para posesión egoísta, sino como don compartido en la comunión de los santos.

jueves, 20 de marzo de 2025

EL HOMBRE RICO Y LÁZARO


Lucas 16,19-31

(El evangelio de hoy es el de la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro. Hace años hice una reflexión sobre ella que ahora os comparto).


    El rico no tiene nombre. En cambio, el pobre sí lo tiene: se llama Lázaro (que significa "Dios es mi auxilio"). En el relato de Jesús, este detalle es significativo. El nombre es identidad, es reconocimiento. Dios conoce a cada uno por su nombre, pero, en la historia de los hombres, los nombres que brillan suelen ser los de los poderosos, los que tienen riquezas. Sin embargo, en la mirada de Dios, lo que importa no es la apariencia, sino el corazón. Lázaro tiene nombre porque Dios lo conoce, lo ama, lo acoge. El rico es un anónimo porque su vida quedó vacía de amor, cerrada en sí misma, sin un rostro verdadero que mostrar ante Dios: pura mentira.


    Lázaro, dice el Evangelio, es llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico, en cambio, es sepultado en la tierra. Dos destinos opuestos: el pobre es elevado, el rico desciende. No se trata simplemente de un castigo y una recompensa, sino de la revelación de la verdad: el que vivió en el amor, aunque fuera despreciado en la tierra, es acogido en el cielo. El que vivió para sí mismo, aunque fuera admirado y envidiado, queda hundido en la oscuridad.


    Pero hay algo más. El rico, ahora en tormento, se preocupa por sus cinco hermanos. Quiere que Lázaro vaya a advertirles para que no acaben como él. Abraham le responde que tienen a Moisés y a los profetas. La revelación ya ha sido dada. No hay necesidad de señales extraordinarias. Pero el rico insiste: si un muerto resucita, entonces creerán. Y Abraham le dice una palabra definitiva: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”.

    Fíjense en que habla de cinco hermanos. Si fueran siete, número simbólico de plenitud, se haría referencia a la totalidad de los hermanos. Pero hay seis, porque el rico es el sexto. Falta uno. Y el séptimo, ¿quién es? Era Lázaro, el hermano que no supieron reconocer. Ni en la vida, cuando estaba a la puerta mendigando -padeciendo hambre, llagas y soledad- ni en la muerte, cuando se ha cumplido finalmente la justicia de Dios. La verdadera tragedia no es solo el tormento del infierno, sino la ceguera del corazón: no saber ver en el otro a un hermano. No reconocer que la salvación está en el amor.


    Señor Jesús, abre nuestros ojos para que sepamos ver en cada rostro el rostro de un hermano. Que no pasemos de largo ante el sufrimiento, que no nos encerremos en la comodidad de nuestra vida. Que no necesitemos señales extraordinarias para convertirnos, sino que escuchemos tu palabra y la pongamos en práctica. Amén.

miércoles, 19 de marzo de 2025

EN LA FIESTA DE SAN JOSÉ


    Señor Dios, Padre de las misericordias, en tu inefable providencia escogiste a José, el justo, para ser esposo de María y custodio de tu Hijo en la tierra. En él encontraste un corazón fiel, un alma pura y un hombre lleno de fortaleza y sabiduría. Le confiaste los tesoros más grandes: a Jesús y a su Santísima Madre, la Virgen. En el hogar de Nazaret, él veló por ellos, trabajó con sus manos, educó con su ejemplo y amó con un amor silencioso pero ardiente.


    Jesús, en tu infancia y juventud, hallaste en San José el rostro humano de la paternidad divina. Te enseñó a trabajar, a rezar, a vivir según la ley del Padre. Fue tu salvador en la persecución, tu sombra protectora en el exilio, tu constante apoyo en los días de pobreza, trabajo y fatiga. Con cuánto respeto le obedeciste, con qué ternura lo honraste como a padre. Y en su última hora, susurraste a su oído palabras de eternidad, palabras que él anhelaba escuchar desde siempre.


    Glorioso San José, amigo fiel, maestro de vida interior, protector de los que a ti se acogen, enséñanos a orar como enseñaste a Jesús. Condúcenos por los caminos rectos, como guiaste sus primeros pasos. Haznos partícipes del misterio de Nazaret, para que de ti aprendamos el silencio que escucha, la obediencia que ama, la fidelidad que confía. Queremos encomendarte nuestras necesidades, grandes y pequeñas, como lo hizo Santa Teresa, quien vio en ti un poderoso intercesor. Sabemos que, si acudimos a ti con confianza, nunca nos dejarás sin respuesta.

    Sé protector de los hogares cristianos, luz de los que disciernen su vocación, fortaleza de los que trabajan para ganarse el pan. Ayúdanos a vivir y a morir como tú, en la paz de Dios, con Jesús y María a nuestro lado. Amén.

martes, 18 de marzo de 2025

MIRANDO HACIA DELANTE


    “Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien. Buscad la justicia, socorred al oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda. Venid entonces, y discutiremos –dice el Señor–. Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve” (Is. 1, 16-18).


    Dios no nos encierra en nuestro pasado. No nos juzga por lo que hemos sido, sino que nos llama a lo que podemos ser. Su preocupación no es el ayer, sino el hoy y el mañana. Con palabras claras, nos exhorta: “Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien”. Este mandato no es solo una renuncia al pecado, sino la invitación activa a una transformación. No basta con evitar el mal; es necesario comprometerse con el bien. La justicia, la ayuda al necesitado, la defensa de los débiles, no son meros actos de caridad, sino brotes tiernos, señales de una vida nueva, renovada en Dios.


    Además, por medio de Isaías, nos ofrece una promesa inaudita: “Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve”. Esto significa que Dios no solo nos perdona, sino que tiene el poder de reescribir nuestra historia. Se dice que el pasado es irreversible, pero para Dios, que es Señor del tiempo, nada es imposible. Puede borrar el mal cometido y reconstruirnos desde dentro. No se trata de fingir que el pecado nunca existió, sino de transformarnos en personas nuevas, en seres redimidos, libres, sin la carga pesada del ayer. Su misericordia no se limita a darnos una nueva oportunidad; nos convierte a Él, nos da una vida nueva.


    Por eso, nuestra mirada debe dirigirse hacia adelante. No tiene sentido anclarse en lo que fue, ni en los errores cometidos. Dios nos invita a mirar con esperanza el futuro, a confiar en que Él puede hacer algo hermoso con nuestra vida, incluso si hemos caído muchas veces. Su gracia no solo nos levanta, sino que nos embellece, nos restaura y nos llena de su luz.


    Señor, enséñame a vivir en tu misericordia, sin atarme a mis fracasos ni a mi historia pasada. Dame la gracia de aprender a hacer el bien, de caminar en justicia y verdad, y de vivir con esperanza en tu amor. Amén.

lunes, 17 de marzo de 2025

ALIANZA DE AMISTAD


    “Hoy has elegido al Señor para que Él sea tu Dios y tú vayas por sus caminos, observes sus mandatos, preceptos y decretos, y escuches su voz. Y el Señor te ha elegido para que seas su propio pueblo, como te prometió” (Dt. 26,17-18).


    Esta es la esencia de nuestra fe: una elección mutua que funda una amistad. No somos cristianos por una adhesión intelectual a doctrinas o normas, sino porque hemos respondido a la llamada de un Dios que primero nos ha elegido. 

    Tú has elegido al Señor, pero antes Él te eligió a ti. No se trata de una relación unilateral, sino de un pacto de amor donde ambas partes se entregan.


    Jesús nos lo revela con toda claridad: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca.” (Jn 15,16). 

    Su amor nos precede siempre. Nos ha mirado, nos ha amado primero, nos ha separado del mundo para hacernos suyos. Pero esta elección no es pasiva: pide de nosotros una respuesta. Elegir a Dios significa querer caminar con Él, abrazar su voluntad, vivir según su Palabra. No se trata solo de creer en Él, sino de vivir para Él.


    Y aquí está la fidelidad. Nuestra parte en esta amistad es la obediencia confiada, el respeto a sus mandatos y la escucha atenta de su voz. Su parte es cumplir fielmente sus promesas. Nos promete la salvación, nos promete su presencia, nos promete que donde esté Él estaremos también nosotros un día. No hay más alegría ni más esperanza que esta: ser elegidos por Jesús, ser suyos para siempre.


Señor Jesús, tú me has elegido para que sea tuyo. Yo también hoy te elijo a ti, para que seas mi único Dios. Ayúdame a serte fiel, a escuchar tu voz, a caminar por tus senderos. Fortalece mi amor y mi confianza en ti, porque tú eres el Amigo que nunca falla. Amén.

domingo, 16 de marzo de 2025

SUBLIME FRENTE A COTIDIANO


    “(Dijo Pedro:) ‘Haremos tres tiendas: para ti, otra para Moisés y otra para Elías’. No sabía lo que decía. Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo” (Lc. 9,33-35).


      Cuando uno se siente mal por estar acatarrado y no parar de toser, es normal echar de menos otros momentos “sublimes” y sentirse apesadumbrado por no poder hacer nada que parezca valer la pena. Pero el Evangelio de hoy nos saca de esta ilusión y nos devuelve a la realidad.


    Pedro, deslumbrado por la visión de Jesús transfigurado, busca hacer algo para retener aquel momento glorioso: Haremos tres tiendas”. Quiere tomar el control de su experiencia religiosa, fijarla, hacer algo por Dios. Pero la voz del Padre lo corrige: no se trata tanto de hacer, cuanto de escuchar, de permanecer abierto a la acción de Dios. “Escuchadlo”, dice la voz del Padre. Es una llamada a la docilidad, a la receptividad, a dejar que Dios sea quien actúe en nuestras vidas, quien tome el control, antes que querer actuar nosotros por nuestra cuenta.


    A menudo caemos en esa trampa. Creemos que nuestra vida espiritual depende de lo que hacemos para Dios: oraciones, ayunos, obras de caridad, grandes compromisos apostólicos. Pero olvidamos que lo esencial no es lo que hacemos por Él, sino lo que Él hace por nosotros. Nos gustaría quedarnos en el monte Tabor, en la experiencia de lo extraordinario, pero Dios nos espera en la llanura de lo cotidiano. Nos llama a descubrirlo en la rutina sencilla de cada día: en el bajar la basura al contenedor, en el vaciar la lavadora y tender la ropa, en el conducir desde casa al trabajo, en el escuchar con atención a un miembro de nuestra familia triste o agobiado… Ahí también está Él; ahí podemos y debemos encontrarlo. Todo es ocasión para vivir en el amor, el abandono y el servicio.


    Señor Jesús, enséñame a escucharte en el silencio de mi corazón y en la sencillez de la vida diaria. Que no te busque solo en experiencias “sublimes y religiosas”, sino que sepa encontrarte en cada pequeño acto de amor y de olvido propio. Amén.

viernes, 14 de marzo de 2025

FRATERNIDAD EN JESÚS


    “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘necio’, merece la condena de la ‘gehena’ del fuego” (Mt. 5,21-22).


    Señor Jesús, Tú nos revelaste que la caridad es el corazón de la Ley de Dios, y que el verdadero homicidio comienza en el desprecio, en la ira, en la palabra que hiere. Nos invitas a mirar a cada hermano como un reflejo de ti mismo, a ver en sus rostros el misterio de tu amor. Sin embargo, muchas veces nos dejamos llevar por el juicio severo, la impaciencia, la indiferencia… sin darnos cuenta de que lo que hacemos al más pequeño de los tuyos, a ti mismo te lo hacemos.


    Dame, Señor, un corazón pacificado, un corazón que sepa reconocer tu presencia en cada persona. Que mi amor no sea solo palabra, sino gesto concreto, paciencia ofrecida, ternura llena de indulgencia. Que cuando me cueste amar, recuerde tu Cruz, donde diste la vida incluso por quienes te odiaban. Que cuando me sienta herido, acuda a ti antes de responder con dureza, para que en mí reine siempre tu paz y no mi orgullo.


    Jesús, enséñame a ver tu rostro en el prójimo, especialmente en aquel que me cuesta amar. Que mis labios se abran para bendecir y no para herir, que mi corazón sea un refugio de misericordia y no un tribunal implacable. Que nunca olvide que al amar a mis hermanos, te estoy amando a ti. Así sea.

jueves, 13 de marzo de 2025

MALOS PERO HIJOS


    “Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le dará una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden!” (Mt. 7, 9-11).


    Jesús nos revela en el Evangelio de hoy dos verdades sobre nosotros mismos: por un lado, nuestra naturaleza herida por el pecado; y por otro, nuestra condición de hijos de Dios.


    Somos malos, afirma el Señor. No lo dice con desprecio ni con dureza, sino con la serena verdad de quien nos conoce hasta el fondo. Nuestra herida original nos inclina al egoísmo, a la búsqueda de nuestro interés, a la desconfianza. Incluso en nuestros mejores actos suele mezclarse un resquicio de orgullo o de amor propio. Somos incapaces de la pureza absoluta en nuestras intenciones. Sin embargo, en esa misma debilidad se abre una puerta a la gracia: porque sabemos que somos pobres, podemos pedir; porque reconocemos que estamos enfermos, buscamos a nuestro Médico.


    Y somos también hijos. Esta es la segunda gran verdad. Aunque caídos, aunque heridos, no estamos abandonados ni rechazados. Tenemos un Padre que nos ama, que no nos niega el pan de cada día ni nos engaña con un bien aparente y envenenado. Si hasta los padres humanos, con todas sus imperfecciones, dan lo mejor a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial nos dará lo que realmente necesitamos! Esta certeza nos llena de esperanza. No estamos solos en nuestra lucha contra el pecado, no tenemos que salvarnos con nuestras solas fuerzas. Dios mismo se adelanta a socorrernos, a bendecirnos, a darnos todo lo bueno que nos acerque a Él.


    Señor, me reconozco pecador, herido por mi propio egoísmo y por la debilidad de mi naturaleza. Pero también reconozco que soy hijo, amado por ti con un amor que no tiene límites. No quiero confiar en mis méritos, sino en tu misericordia. Dame, Padre, aquello que realmente necesito, aunque yo no siempre sepa pedirlo. No permitas que me pierda en mi ceguera, sino que reciba de ti el pan verdadero que alimenta mi alma. Amén.

miércoles, 12 de marzo de 2025

CONVERSIÓN EJEMPLAR

 


    “Jonás empezó a recorrer la ciudad el primer día, proclamando: Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada. Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron con rudo sayal” (Jon. 3,4-5).


    Jonás entra en Nínive con un mensaje de destrucción inminente: “Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada”. Sin embargo, lo que ocurre es asombroso. Los ninivitas no huyen aterrorizados ni intentan salvar sus bienes. No actúan como quienes creen que la catástrofe es inevitable, sino como quienes creen en algo más grande que la amenaza misma. Creen en Dios. Y ese acto de fe no es una mera aceptación del castigo, sino una apertura a la misericordia. Saben que Dios es justo, pero también saben que es compasivo. Se revisten de sayal de penitencia, ayunan, claman a Él con humildad. No están resignados a la destrucción; esperan en la bondad de Dios.


    Esta es la gran enseñanza del pasaje. No basta con oír la advertencia de un profeta y tomarla como una sentencia inapelable. Lo que transforma la historia es la fe en Dios, en su amor, en su capacidad de perdonar si hay conversión sincera. Jonás, por su parte, se enfurecerá cuando vea que Dios no destruye la ciudad. Él no entiende la lógica divina, pero los ninivitas sí. Porque la lógica de Dios no es la del castigo sin remedio, sino la de la misericordia ofrecida a quienes se vuelven a Él de todo corazón. Por eso dice por medio del profeta Ezequiel: “Acaso quiero Yo la muerte del malvado -oráculo del Señor Dios-, y no que se convierta de su conducta y viva?” (Ez. 18,23).


    En esta Cuaresma, también nosotros estamos llamados a escuchar la Palabra con esta fe. No con un temor estéril que nos haga buscar refugio en nuestra autosuficiencia, o salvación en los propios méritos, sino con la confianza de que Dios nos quiere transformar, nos llama a la conversión, nos busca incansablemente y nos espera con los brazos abiertos. Que nuestra fe en su misericordia se traduzca en obras concretas, en gestos de amor y arrepentimiento sincero.


    Señor, danos la gracia de creer en ti como lo hicieron los ninivitas. Que no solo temamos tu justicia, sino que confiemos plenamente en tu amor. Ayúdanos a vivir esta Cuaresma con un corazón sincero, con una fe que nos lleve a la conversión real y a la esperanza en tu perdón. Amén.

martes, 11 de marzo de 2025

SED SANTOS: MANDAMIENTO OLVIDADO



    “Di a la comunidad de los hijos de Israel: Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lv. 19,2).


    Señor, Tú me llamas a la santidad porque eres Santo. Pero la santidad no consiste en una perfección hecha de obras y logros que pueda alcanzar utilizando los recursos a mi disposición, ni tampoco en la mera superación de mis defectos, sino en la plenitud del amor. La santidad no es otra cosa que vivir completamente abierto a ti, dejando atrás todo lo que impide que tu amor lo llene todo en mí.


    Tampoco creo poder alcanzarla centrando todo el esfuerzo en medir mis progresos ni en contar mis caídas, sino en entregarme sin reservas a tu voluntad. La verdadera santidad, según me enseñas en el Evangelio, es olvido de sí mismo, pero no un olvido que equivalga a una negación vacía, sino a una plenitud que solo se alcanza cuando el corazón se aparta de sí y se orienta enteramente a ti y a los demás.


    Dame, Señor, un corazón amplio, libre de todo repliegue sobre mí mismo, para que, en lugar de encerrarme en mis límites, viva en la anchura sin medida de tu amor. Que no busque en la santidad mi propia obra maestra, sino la manifestación en mí de tu gracia, tu obra divina. Que no me detenga en lo que soy, sino en lo que Tú quieres hacer en mí y conmigo.


    Espíritu Santo, enséñame la única perfección que es valiosa: la del amor que se da sin reservas. Amén.

lunes, 10 de marzo de 2025

EL AGUA QUE BAJA DEL CIELO


    “Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo” (Is. 55, 10-11).


    En estos días en que la lluvia cae con abundancia sobre nuestro país, el texto de Isaías de la misa de hoy resuena con una fuerza especial en nuestro corazón.

    La tierra se abre para recibir el agua que la fecunda y la hace germinar. Del mismo modo, nuestra alma necesita ser regada por la Palabra de Dios, porque sin ella quedamos estériles, incapaces de dar fruto. La Palabra de Dios no es un mensaje cualquiera, ni una doctrina más o menos teórica, sino una semilla viva que transforma la tierra en que cae, que actúa en lo hondo de nuestra existencia y la renueva desde dentro.


    Dios mismo nos asegura que su Palabra no vuelve a Él vacía. Cada vez que escuchamos la Escritura, que meditamos sus enseñanzas, que dejamos que su mensaje penetre en nuestra vida, algo sucede en nosotros. Puede que a veces no lo notemos de inmediato, pero como la lluvia que empapa lentamente la tierra, la gracia de Dios va operando en nuestro interior, fecundando nuestra alma, despertando la fe, renovando la esperanza y fortaleciendo el amor. No hay una sola Palabra divina que caiga en vano: a su tiempo dará fruto, si la acogemos con docilidad y confianza.


    Señor, que mi corazón sea tierra buena para recibir tu Palabra. No permitas que caiga en mí como en un suelo endurecido, sino que la acoja con humildad y alegría, dejándome transformar por ella. Que tu Palabra me fecunde, me haga crecer y me ayude a dar frutos de amor, de paz y de justicia. Amén.