martes, 11 de marzo de 2025

SED SANTOS: MANDAMIENTO OLVIDADO



    “Di a la comunidad de los hijos de Israel: Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lv. 19,2).


    Señor, Tú me llamas a la santidad porque eres Santo. Pero la santidad no consiste en una perfección hecha de obras y logros que pueda alcanzar utilizando los recursos a mi disposición, ni tampoco en la mera superación de mis defectos, sino en la plenitud del amor. La santidad no es otra cosa que vivir completamente abierto a ti, dejando atrás todo lo que impide que tu amor lo llene todo en mí.


    Tampoco creo poder alcanzarla centrando todo el esfuerzo en medir mis progresos ni en contar mis caídas, sino en entregarme sin reservas a tu voluntad. La verdadera santidad, según me enseñas en el Evangelio, es olvido de sí mismo, pero no un olvido que equivalga a una negación vacía, sino a una plenitud que solo se alcanza cuando el corazón se aparta de sí y se orienta enteramente a ti y a los demás.


    Dame, Señor, un corazón amplio, libre de todo repliegue sobre mí mismo, para que, en lugar de encerrarme en mis límites, viva en la anchura sin medida de tu amor. Que no busque en la santidad mi propia obra maestra, sino la manifestación en mí de tu gracia, tu obra divina. Que no me detenga en lo que soy, sino en lo que Tú quieres hacer en mí y conmigo.


    Espíritu Santo, enséñame la única perfección que es valiosa: la del amor que se da sin reservas. Amén.

lunes, 10 de marzo de 2025

EL AGUA QUE BAJA DEL CIELO


    “Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo” (Is. 55, 10-11).


    En estos días en que la lluvia cae con abundancia sobre nuestro país, el texto de Isaías de la misa de hoy resuena con una fuerza especial en nuestro corazón.

    La tierra se abre para recibir el agua que la fecunda y la hace germinar. Del mismo modo, nuestra alma necesita ser regada por la Palabra de Dios, porque sin ella quedamos estériles, incapaces de dar fruto. La Palabra de Dios no es un mensaje cualquiera, ni una doctrina más o menos teórica, sino una semilla viva que transforma la tierra en que cae, que actúa en lo hondo de nuestra existencia y la renueva desde dentro.


    Dios mismo nos asegura que su Palabra no vuelve a Él vacía. Cada vez que escuchamos la Escritura, que meditamos sus enseñanzas, que dejamos que su mensaje penetre en nuestra vida, algo sucede en nosotros. Puede que a veces no lo notemos de inmediato, pero como la lluvia que empapa lentamente la tierra, la gracia de Dios va operando en nuestro interior, fecundando nuestra alma, despertando la fe, renovando la esperanza y fortaleciendo el amor. No hay una sola Palabra divina que caiga en vano: a su tiempo dará fruto, si la acogemos con docilidad y confianza.


    Señor, que mi corazón sea tierra buena para recibir tu Palabra. No permitas que caiga en mí como en un suelo endurecido, sino que la acoja con humildad y alegría, dejándome transformar por ella. Que tu Palabra me fecunde, me haga crecer y me ayude a dar frutos de amor, de paz y de justicia. Amén.

domingo, 9 de marzo de 2025

TRES TENTACIONES


    “Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y el Espíritu lo fue llevando durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo” (Lc. 4,1-2).


    En la primera tentación el demonio intenta sembrar la duda sobre la filiación divina de Jesús, sugiriendo que, si realmente es el Hijo de Dios, debe demostrarlo. Pero Jesús no entra en ese juego. Su identidad no necesita ser probada ni justificada. No cede a la tentación de usar su poder para resolver sus necesidades inmediatas, porque “No sólo de pan vive el hombre” (Dt. 8,3). Nosotros también somos tentados a buscar primero lo material, a vivir solo de lo visible, olvidando que la verdadera vida depende de la comunión con Dios.


    La segunda tentación busca seducir con el poder y la gloria de este mundo. El demonio ofrece lo que no le pertenece realmente, con una condición: postrarse y adorarlo. Es la tentación de dejarse llevar por la ambición, de poner el éxito, el prestigio o el dominio sobre los demás en el centro de la vida. Jesús responde con la Escritura: “Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo darás culto” (Dt. 6,13). Solo Dios es digno de adoración, y fuera de Él, todo poder es ilusión. ¿Cuántas veces el mundo nos ofrece caminos más fáciles a cambio de una mínima infidelidad? Jesús nos enseña que el único camino seguro es el de la fidelidad absoluta al Padre.


    La tercera tentación es la más sutil, porque el demonio usa la misma Escritura, pero de forma distorsionada: “A sus ángeles te encomendará para que te guarden” (Sal. 90,11). Quiere inducir a Jesús a la presunción, a forzar la voluntad de Dios en lugar de abandonarse a ella con confianza. Pero Jesús responde con firmeza: “No tentarás al Señor tu Dios” (Dt. 6,16). No podemos exigir signos ni pruebas para creer, ni condicionar nuestra fe a que Dios actúe como nosotros queremos. La verdadera confianza no es obligar a Dios a intervenir, sino entregarse a Él en plena obediencia.


    Jesús nos enseña el camino de la victoria espiritual: no se vence al demonio con la propia fuerza, sino con la fidelidad a la palabra de Dios. No se lucha discutiendo con la tentación, sino sosteniéndose en la verdad revelada. La Escritura no es un simple texto, sino una espada afilada contra el enemigo (Ef. 6,17), una luz que disipa la oscuridad del engaño.


    Señor Jesús, Tú nos has mostrado que la verdadera fuerza está en la obediencia a la palabra del Padre. Danos un corazón arraigado en la Escritura, para que, en la hora de la prueba, sepamos responder con fe y confianza en Ti. Amén.

sábado, 8 de marzo de 2025

FUERTE LLAMADA A LOS PECADORES


    Vio Jesús a un publicano llamado Levi, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: Sígueme. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa, y estaban a la mesa con ellos un gran número de publicanos y otros” (Lc. 5,27-29).


    Señor Jesús, qué dulce es el poder de tu mirada, qué persuasiva es la fuerza de tu Palabra. No pronuncias un sermón, no lanzas reproches, no recriminas nada, no enumeras las faltas del pasado. Solo miras, y en esa mirada arde un amor que interpela y transforma. De esta manera viste a Leví, un hombre manchado por la codicia del dinero, quizá también por el desprecio de los demás. Pero a ti no te detienen las apariencias ni los juicios de los hombres. Le llamaste sin condiciones, sin exigencias previas, solo con una petición sencilla: “Sígueme”.


    Y él, sin dudar, sin ofrecer resistencia, sin decir una sola palabra, obedeció. Su respuesta no fue un discurso ni una excusa, sino una obra perfecta de amor: se levantó de inmediato y te siguió. 

    ¿Cómo no admirar la prontitud de su alma? ¿Cómo no desear que así sea también mi respuesta? Que nada nos retenga, Señor: que ninguna cadena de hábitos adquiridos, de miedos o de pecados nos ancle al pasado. Solo Tú importas.


    Leví no se conformó con seguirte. Su corazón ardía con una alegría nueva, tan grande que necesitaba celebrarla, compartirla, porque era desbordante. Su casa se abrió de par en par, y un banquete espléndido se preparó en tu honor. No era solo una comida, era el signo de su gozo, el reflejo de su alma renovada. Qué hermoso es ver cómo tu llamada no causa tristeza, como pareció mostrar el joven rico, sino fiesta; cómo el encuentro contigo ni reprime ni deprime, sino que ensancha el corazón.


    Y en aquella mesa, Señor, estabas Tú, rodeado de publicanos, de pecadores, de aquellos que nunca habrían imaginado ser dignos de tu presencia. Sin embargo, allí estaban, sentados contigo, y no temían. No se sentían juzgados ni condenados, sino acogidos. Tú no te avergonzaste de ellos, no te alejaste de su miseria. Al contrario, hiciste de su mesa tu morada, y de su compañía tu alegría. Desde aquel día, te vemos siempre rodeado de pecadores, buscándolos, llamándolos, sanándolos. En ti, Jesús, hay esperanza para el que se siente perdido. En Ti, hay hogar para el que nunca lo tuvo.


    Señor mío, si un publicano pecador pudo acoger tu amor y abrir su casa para ti, ¿qué excusa pondría yo para no hacerlo? Hazme, como Leví, pronto y generoso en tu seguimiento. Hazme también testigo de tu misericordia, para que otros muchos, al verme, sientan el deseo de conocerte, de sentarse contigo a tu mesa, de dejarlo todo por ti. Amén. 

viernes, 7 de marzo de 2025

EL VERDADERO AYUNO




    “Los discípulos de Juan se le acercan, preguntándole: ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan? Jesús les dijo: ¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán” (Mt. 9,14-15).


    Señor Jesús, Esposo que nos ha sido arrebatado, eres fuego ardiente que consume toda tibieza, que excluye toda componenda, que desnuda toda falsedad. Eres amor desbordante que no se deja encerrar en los estrechos límites humanos. 

    Hoy vengo a tu presencia, postrado en adoración, con el deseo de amarte más, de serte más fiel, de no anteponer nada a tu amor. Miras mi corazón y lo ves con frecuencia dividido, distraído, entretenido con lo que no alimenta, deslumbrado con lo que no sacia. ¿Cómo podría ayunar solo con el cuerpo si mi alma sigue llena de vanidades, de palabras inútiles, de pensamientos desordenados?


    Maestro bueno, enséñame el verdadero ayuno, ese que Tú esperas de los que te aman. No un ayuno que se limita a lo externo, sino un ayuno que llegue hasta el fondo de mi ser, que me vacíe de mí mismo para llenarme de ti. Que en esta Cuaresma me prive del ruido para escuchar tu voz, que ayune de impaciencias y durezas para ser manso y tierno como Tú, que renuncie a la soberbia para abrazar la humildad de tu Corazón. Hazme ayunar de murmuraciones y juicios temerarios, de deseos de sobresalir, de todo lo que no es puro y santo. Que mi ayuno sea un despojo real, un desgarro del alma que me haga más ligero para correr hacia ti sin ataduras.


    Oh buen Jesús, óyeme: que mi ayuno sea un canto de amor, un sacrificio escondido que solo Tú veas. Que cada privación sea una afirmación de mi amor, que cada renuncia sea una declaración de que solo Tú me bastas, que cada lucha contra el pecado sea una victoria de tu gracia en mí. ¡Lléname de hambre y sed de ti, de ansias ardientes de santidad! Que mi corazón ayune del mundo para ser plenamente tuyo, y así, cuando llegue la Pascua, pueda resucitar contigo. Así sea.


jueves, 6 de marzo de 2025

ELIGE LA VIDA


    “Pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, para que viváis tú y tu descendencia, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz, adhiriéndote a Él, pues Él es tu vida”(Dt. 30,19-20).


    En nuestros corazones escuchamos continuamente una llamada divina. Dios nos ha hecho libres para acogerla libremente y decidir así nuestra respuesta. No es simplemente una llamada a elegir entre el bien y el mal. Se trata de algo más profundo y primordial: escoger entre la luz y la tiniebla, la vida y la muerte. O lo que es lo mismo: entre Dios y la separación de Él, entre el reconocimiento de nuestra absoluta pero filial dependencia de Él y nuestra rebelde emancipación.


    Su voz llega a nosotros envuelta en un susurro convincente, lleno de ternura: “Elige la vida”. Evidentemente, no una vida terrenal, biológica, que termina apagándose con el paso de los años, sino la Vida verdadera: aquella que brota de la fuente eterna y nos sumerge en el misterio mismo que es Dios.

    Por eso, este texto del Deuteronomio, que se lee en la misa de hoy, afirma: “Él es tu vida”. Y esto es extraordinario. No es que Dios nos dé la vida como algo ajeno a Él, sino que Él mismo es la Vida que nos colma, que nos habita y nos llama a existir en Él, a ser suyos para siempre.


    Para alcanzarlo, no se nos pide más que amarle, escuchar su voz y adherirnos a Él con todo nuestro ser. No se trata de un esfuerzo sobrehumano, sino de un abandono confiado en Aquel que es más íntimo a nosotros que nuestra misma intimidad.


    Quizás me hayan escuchado decir en alguna ocasión, o leído,  que el refrán castellano se enunciaría mejor así: “Dios propone y el hombre dispone”. Lo creo así: Dios no impone, solo invita. No obliga, solo atrae con su belleza infinita, con su amor sin límites. Y en nuestra decisión nos jugamos la Vida eterna.

    No permitamos que nada nos aparte de Él ni un solo instante. Pidamos que nos atraiga con la fuerza irresistible de su Amor y que, en cada decisión, grande o pequeña que debamos tomar, siempre escojamos la Vida.

miércoles, 5 de marzo de 2025

MIÉRCOLES DE CENIZAS



    “Cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas (…); tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. 
    Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas (…); tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará.     Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran sus rostros (…); tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará” (Mt. 6, 1-6.16-18).


    Señor Jesús, hoy comenzamos la Cuaresma, este tiempo de cuarenta días en el que queremos seguirte al desierto, donde Tú ayunaste, oraste y venciste la tentación. Recibimos la ceniza sobre nuestra frente como signo de nuestra pequeñez, de nuestra fragilidad, de nuestra necesidad de conversión. Nos recuerdas que somos polvo y al polvo volveremos, pero también que estamos llamados a la vida eterna, si en este tiempo nos dejamos transformar por tu gracia.


    Nos hablas de la limosna, la oración y el ayuno, tres caminos que nos conducen a ti. La limosna, cuando es verdadera, nos ayuda a romper las cadenas del egoísmo y a descubrir que en cada necesitado estás Tú. No nos pides que demos para ser vistos, sino que aprendamos a amar en lo oculto, con generosidad sincera, sin esperar nada a cambio, sabiendo que el Padre lo ve todo y se conmueve con nuestros gestos humildes.


    Nos llamas a la oración, pero no a la oración que busca la aprobación de los hombres, sino a la que brota en la intimidad del corazón. Nos invitas a entrar en nuestra habitación interior, a cerrar la puerta y a hablar con el Padre, que está ahí, esperando en el silencio. Queremos aprender a orar como Tú, Jesús, que en la soledad del desierto te dirigías a Él con confianza filial. Que nuestra oración en esta Cuaresma sea auténtica, sencilla, escondida en el amor del Padre, que todo lo ve y todo lo entiende.


    Nos hablas también del ayuno, no como una carga pesada, sino como una purificación del corazón. Nos enseñas a renunciar a lo superfluo para aprender a vivir de lo esencial, para redescubrir que el hombre no vive solo de pan, sino de cada palabra que sale de la boca de Dios. Que nuestro ayuno no sea triste ni vacío, sino lleno de sentido, como un gesto de amor hacia ti, que ayunaste cuarenta días por nosotros.


    Jesús, en este tiempo santo de Cuaresma, ayúdanos a entrar en lo escondido, en ese lugar donde el Padre nos espera y nos mira con ternura.     Queremos vivir estos cuarenta días como un tiempo de gracia, de búsqueda sincera de tu rostro, de propósitos firmes y renovados.     Enséñanos a amar como Tú, a orar como Tú, a renunciar como Tú. Y que, cuando llegue la Pascua, hayamos dejado atrás todo lo que nos aleja de ti, para resucitar contigo a una vida nueva. Así sea.


martes, 4 de marzo de 2025

PERDER PARA GANAR


    No hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el evangelio, no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más –casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones– y en la edad futura, vida eterna” (Mc. 10, 29-30). 


    Jesús responde a Pedro. Éste, con cierta inquietud, le pregunta qué recibirán aquellos que lo han dejado todo por Él. La pregunta brota del corazón de quien ha renunciado a seguridades humanas y se encuentra ante la incertidumbre del futuro. Pero Jesús no deja lugar a dudas: el que se desprende de algo por amor a Él no queda jamás empobrecido. Al contrario, recibe ya en esta vida una riqueza extraordinaria, aunque no en el sentido material que el mundo entiende. Esa riqueza incluye una nueva familia, la Iglesia, en la que el amor de Dios establece y multiplica lazos de fraternidad. También una nueva libertad, donde el desapego a las cosas materiales permite nuevas y más profundas alegrías.


    Pero Jesús añade algo más: “con persecuciones”. Seguirlo implica también cargar con la cruz. No hay seguimiento sin renuncia, ni fidelidad sin lucha. Sin embargo, estas persecuciones no deben ser motivo de temor, porque forman parte del camino que conduce a la vida eterna. Son signos de que vamos tras las huellas de Cristo, quien también fue rechazado, pero triunfó sobre el mundo.


    Esta es la verdadera paradoja del Evangelio: quien renuncia a todo por amor a Jesús no pierde nada, sino que lo gana todo. Y no solo en el futuro, sino ya en el presente, con la certeza de que todo sacrificio por Él está lleno de sentido. Seguir a Cristo es entrar en una lógica nueva, donde la renuncia se convierte en abundancia y la cruz en camino de gloria.


    Señor Jesús, dame un corazón generoso para seguirte sin miedo, sin cálculos ni reservas. Que en cada renuncia descubra la riqueza de tu amor y la alegría de saber que en ti lo tengo todo. Amén.

lunes, 3 de marzo de 2025

PECADO Y RECONCILIACIÓN

  


  “A los que se arrepienten Dios les permite volver, y consuela a los que han perdido la esperanza, y los hace partícipes de la suerte de los justos. Retorna al Señor y abandona el pecado, reza ante su rostro y elimina los obstáculos. Vuélvete al Altísimo y apártate de la injusticia y detesta con toda el alma la abominación” (Eclo. 17,24-26). 


    Hasta mañana continuamos leyendo en la misa el libro del Eclesiástico, que nos ha dejado cada día algunas perlas de la sabiduría de Israel.

    Hoy nos recuerda que el amor de Dios es infinito y su misericordia no tiene límites. A los que se arrepienten, Él les abre las puertas del regreso, porque no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez. 18,23). 

    Más aún, su gracia no solo perdona, sino que sana las heridas y consuela a los que han perdido la esperanza. No hay pecado tan grande que supere el amor de Dios; sin embargo, Él nos pide una respuesta: que nos volvamos a Él con sinceridad de corazón, dejando atrás el pecado.


    El regreso a Dios no es solo un sentimiento de pesar puramente interior, sino una decisión concreta de cambiar de vida. El Eclesiástico nos invita a “rezar ante su rostro”, es decir, a entrar en su presencia, y a “eliminar los obstáculos”. Esto implica reconocer con sinceridad qué cosas nos alejan del Señor y tomar medidas concretas para apartarnos del mal. No basta con un arrepentimiento superficial: es necesario detestar el pecado con toda el alma, porque el verdadero amor a Dios no admite la convivencia con aquello que lo ofende.


    Dios siempre nos busca sin descanso, aguardando nuestro momento. No importa cuánto hayamos caído; lo importante es la decisión de levantarnos y volver a Él. Su gracia nos fortalece en el camino de la conversión, nos devuelve la dignidad y nos hace compañeros y hermanos de aquellos que viven ya en su perfecta amistad.


    Señor, Padre de misericordia, Tú nunca te cansas de buscarme cuando estoy perdido. Dame un corazón contrito y sincero, capaz de apartarse del pecado por amor a ti. Ayúdame a eliminar de mi vida todo aquello que me aleja de tu presencia. Que mi oración sea verdadera y mi conversión profunda. Quiero volver a ti con todo mi ser y vivir en la santidad de tu amor. Amén.



domingo, 2 de marzo de 2025

LA VERDAD FRENTE A LOS FALSOS MAESTROS


    “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?”  (Lc. 6,39-41).


    Hoy vivimos en un mundo donde muchos quieren erigirse en maestros y guías sin haber sido antes discípulos. Con el desarrollo de Internet y las redes sociales en esta era digital, cualquiera puede publicar sus opiniones, dar consejos, corregir a otros y presentarse como un creador de opinión.         Sin embargo, Jesús nos advierte del peligro de que un ciego pretenda guiar a otro ciego. Quien no tiene verdadera luz, quien no ha sido formado en la Verdad, no puede conducir a nadie por el buen camino. 

    La soberbia lleva a muchos a despreciar la guía serena y sabia de la Palabra de Dios, de la Iglesia, de la tradición cristiana… Prefieren erigir su propio pensamiento como norma, ignorando que la verdad no es algo que cada uno construye a su gusto, sino que es algo que se recibe con humildad.


    Del mismo modo, fijarse en la mota del ojo ajeno sin reparar en la propia viga es una señal de ceguera interior. Es la falta de objetividad de una cultura que ha hecho del subjetivismo su bandera. En este mundo, muchos creen que la verdad es lo que ellos piensan y dicen, que su percepción es suficiente para definir lo que está bien y lo que está mal; son muchos los que han pretendido morder el fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y del mal. 

    Pero un cristiano no puede caer en ese error: la Verdad no depende de nuestras opiniones, sino que tiene un fundamento objetivo, que es Dios mismo. La Palabra de Dios es la roca firme sobre la que debemos construir nuestra vida, y no las modas pasajeras o los discursos de quienes se autoproclaman guías.


    Jesús nos llama a la humildad: antes de pretender enseñar a otros, debemos aprender de Él. Antes de juzgar a los demás, debemos examinarnos a nosotros mismos con sinceridad. Solo quien ha dejado que Cristo sane su propia ceguera podrá ser luz para los demás.


    Señor, líbrame de la soberbia de querer ser maestro sin haber aprendido de ti. Enséñame a acoger tu Verdad con humildad y a no confiar en mi propio juicio por encima de tu Palabra. Ilumina mis ojos para que pueda ver con claridad y vivir en la Verdad. Amén.

sábado, 1 de marzo de 2025

COMO NIÑOS

                                      

    Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Mc. 10, 14-15).


     Acercarse a Jesús es acercarse a su Palabra, escucharla con un corazón abierto, meditarla y tratar de aplicarla en la vida. No es, pues, un acercamiento abstracto o teórico, sino real y concreto. 

    Hoy Jesús nos habla en el Evangelio, en la Iglesia, en los acontecimientos de cada día. Pero muchos se quedan lejos porque no hacen ese esfuerzo de escucharle de verdad, porque sus corazones están llenos de otras voces que ahogan su Palabra.


    Hay muchas cosas que impiden a los hombres acercarse a Jesús: la soberbia de creerse autosuficientes, el ruido del mundo que aturde y distrae, los pecados que endurecen el corazón, el miedo a lo que su Palabra pueda exigir. También hay quienes convierten la fe en una ideología, perdiendo de vista que Jesús no es un concepto, sino una persona viva, a quien se ama y se sigue con sencillez.


    Por eso, quienes pueden acoger verdaderamente a Jesús son los pequeños. Son los que no complican las cosas, los que no buscan justificar sus errores con razonamientos, los que se dejan amar y se dejan guiar. Son los pobres de espíritu, los que saben que necesitan a Dios. Pero incluso ellos deben estar atentos, porque siempre acecha la tentación de complicarse, de querer controlarlo todo, entenderlo todo, en lugar de confiar.


    Jesús nos deja un aviso muy serio: “quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. No dice que sea recomendable ni que sea el mejor camino entre varios. Dice que es estrictamente necesario. Ser como niños es confiar, depender del Padre, vivir con sencillez, aceptar que no tenemos todas las respuestas, no endurecer el corazón. No es infantilismo ni ingenuidad, sino humildad y abandono en Dios.


    ¡Oh Jesús!

    Tú nos enseñas que solo quien se hace como un niño puede entrar en tu Reino. Dame un corazón sencillo, capaz de acogerte sin reservas, sin complicaciones ni miedos. Líbrame de todo lo que me impide acercarme a ti y confiar plenamente en tu amor. Enséñame a recibir tu Palabra con humildad y a abandonarme en ti con la confianza de un niño en los brazos de su Padre. Amén.