viernes, 21 de noviembre de 2025

MI CIELO ES AHORA


   

  “Él contestó al que le avisaba: ‘¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?’ Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: ‘Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre’” (Mt. 12,48-50).


    Ayer asistí a una muy interesante conferencia del Dr. Mario Alonso Puig, y me llamó la atención una idea luminosa: no podemos hipotecar el presente en aras del futuro. No es solo la meta la que debe hacernos felices, sino también el camino que recorremos. Para un cristiano, ese camino es camino de cruz, pero no por ello deja de ser un camino de auténtica alegría. Esa felicidad desbordante estuvo presente en la vida de los apóstoles durante el seguimiento de Jesús en los días de su vida mortal, y todavía más después de la Ascensión y de la venida del Espíritu Santo. De la misma manera, el Espíritu que se derramó sobre la Santísima Virgen María, y que recibimos también nosotros, hace que nuestro caminar en pos de Cristo sea un camino de gozo incluso humano, compatible con el dolor, con los fracasos y con las persecuciones. Él mismo nos lo prometió: “la paz os dejo, mi paz os doy” (Jn. 14,27); y también: “entonces se alegrará vuestro corazón, y esa alegría nadie os la podrá quitar” (Jn. 16,22).


       La palabra de Jesús, que escuchamos en el Evangelio de esta fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen, nos devuelve a lo que es verdaderamente central. La auténtica identidad del discípulo nace de hacer la voluntad del Padre aquí y ahora. Somos familia de Cristo cuando vivimos como Él, cuando el querer del Padre se convierte en nuestra propia alegría. Y el camino que Jesús nos invita a recorrer, un camino con su cruz y con su luz, ya es parte del paraíso que buscamos. Nuestra meta no se encuentra solamente en el futuro: nuestra meta se encuentra también en el presente. Cada paso es nuestra meta, cada día, cada hora y cada minuto de nuestra vida son nuestra meta y nuestro cielo.


    Jesús, Señor mío, Tú que extiendes tu mano hacia tus discípulos y los llamas hermanos, haz que viva cada instante como un don tuyo. Dame entrar en tu voluntad con paz y dejarme inundar por tu alegría. Que mi presente sea tu presencia, y que mi camino, unido a ti, sea ya comienzo del cielo que deseo. Amén.

jueves, 20 de noviembre de 2025

ENTRO EN LA VIDA


    Noviembre vuelve a recordarnos que la muerte es parte de la vida. Para los católicos es el mes de los difuntos y, por eso mismo, nos invita a contemplar esta verdad con un corazón despierto. No se trata de un pensamiento triste ni espeluznante. Los mundanos se preparan a comenzar noviembre celebrando Halloween, donde se ensalza una idea de la muerte tenebrosa, oscura, o a veces envuelta en humor para no enfrentarse a esa dura realidad que nos llegará a todos. Pero para los cristianos la muerte es una verdad humilde y sencilla, que acompaña nuestra vida de fe desde el principio.


    Ayer falleció una hermana de mi madre, a quien yo conocí cuando ella era todavía una bonita niña pecosa, con trenzas rubias, como un ángel sonriente y curioso. Este hecho, ya esperado por su enfermedad, pero no por ello menos doloroso, me llena de nostalgia y, al mismo tiempo, de gratitud por el tiempo vivido y por los vivos recuerdos. También me invita a mirar la muerte con la serenidad que brota cuando uno trata de instalarse en la confianza y en el abandono. La Iglesia dedica, de hecho, este mes a los difuntos porque sabe que ningún cristiano puede vivir de espaldas a esta realidad que nos aguarda.


    La respuesta cristiana a la muerte no es una teoría, sino una esperanza. Santa Teresa del Niño Jesús lo expresó con la pureza de quien miraba más allá con los ojos del alma: “Yo no muero”, escribió, “entro en la vida”. Y por su parte San Francisco de Asís nos enseñó a llamar “hermana” a la “muerte corporal”, que no es una enemiga, sino una compañera que nos conduce al encuentro definitivo. Más recientemente Benedicto XVI recordó que “la muerte no tiene la última palabra: la última palabra la tiene el Amor”. Y San Juan de la Cruz, el místico doctor, nos dejó esta sentencia: “A la tarde te examinarán en el amor”. Y así es: al final no nos pedirán cuenta de los miedos padecidos, ni de las derrotas sufridas, ni de las sombras pasadas… sino sólo del amor. Porque el amor es lo único que traspasa la frontera del tiempo. 


    Para un cristiano, la muerte permanece siempre envuelta en la luz de Cristo. Y esa luz, aun en los días tristes de la despedida, sostiene nuestra esperanza y nos recuerda que caminamos hacia un abrazo que no tendrá fin.


    Señor Jesús, Tú que has vencido la muerte y has abierto para nosotros la puerta de la Vida, mira con misericordia a quienes han partido y recíbelos en tu paz. Danos un corazón confiado para vivir cada día en tu presencia y para esperar nuestra hora sin miedo, sostenidos por tu amor. Que la luz de tu Resurrección ilumine nuestras sombras y convierta nuestra nostalgia en esperanza firme. Acompáñanos siempre, Señor, hasta el abrazo definitivo contigo. Amén.

miércoles, 19 de noviembre de 2025

LA DULZURA DE LA ESPERANZA


    “‘El justo se alegra con el Señor, espera en él, y se felicitan los rectos de corazón’ (…) Ahora amamos en esperanza. Por esto dice el salmo: ‘el justo se alegra con el Señor’ y añade: ‘y espera en él’, porque aún no posee la clara visión. ¿Cuál es la explicación de que nos alegremos con el Señor, si él está lejos? ¡En realidad no está lejos! Tú eres quien hace que esté lejos. Ámalo y se te acercará; ámalo y habitará en ti. ‘El Señor está cerca. Nada os preocupe’. ¿Quieres saber en qué medida está en ti, si lo amas? ‘Dios es amor’ (…) ¿Qué es el amor? El hecho mismo de amar. ¿Y qué amamos? El bien inefable, el bien creador de todo bien. Sea Él tu delicia, pues de Él has recibido todo lo que te deleita” (De los sermones de san Agustín, Sermón 21, 1-4).


    Hoy leemos este texto de san Agustín, que comenta el Salmo 64(63), en la liturgia de las horas, en concreto en el oficio de lecturas. Hay palabras que, al leerlas, ensanchan el alma: no por su brillo literario, sino porque contienen una verdad nacida de la experiencia. San Agustín habla como quien, en ciertas etapas primeras de su vida, conoció la lejanía de Dios; pero habla también como quien ha descubierto, con una sorpresa que le transforma, su cercanía. No estamos lejos del Señor por un defecto que pueda achacársele, sino por un desorden que se ha insinuado en nuestro corazón. Basta un gesto de amor, un movimiento sincero del alma, para que Dios, que nunca se ha marchado, se haga sentir de nuevo habitando en nosotros. Por eso el justo se alegra aun en la espera, porque la esperanza ya es un modo de tocar y de gozar aquello que todavía no vemos.


    La esperanza se vuelve dulce cuando comprendemos que amar —el mismo amar— es ya un don recibido, una gracia que precede a todo. No amamos con nuestras propias fuerzas, sino porque el Bien eterno, el Bien creador de todo bien, se comunica a nosotros y nos sostiene desde dentro en nuestra debilidad. Amar es entrar en comunión con la fuente de toda alegría, y cuando Él se convierte en nuestra delicia, el corazón comienza a transformarse, a serenarse, a vivir como quien ya ha encontrado su morada, a gustar la paz que es Dios mismo.


    Jesús amado, acércate a mi fragilidad y quédate conmigo. Dame un corazón que ame más, que espere más, que se alegre más en ti. Haz que seas tu mi delicia y que toda mi vida nazca de tu amor y vuelva a tu amor. Amén.

martes, 18 de noviembre de 2025

CONTEMPLAR DESDE EL ÁRBOL


    “Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo: ‘Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa’” (Lc. 19,1-5).


    Zaqueo, protagonista del Evangelio de hoy, es un hombre que se niega a aceptar que su pequeñez —la interior más que la física— le impida encontrarse con Jesús. El desprecio ajeno no lo detiene, y quizá por eso se atreve a subir a un árbol como un niño: ridículo a los ojos del mundo, valiente a los ojos de Dios. Ese gesto casi infantil encierra una sabiduría preciosa: cuando uno desea ver a Jesús, cuando lo busca de verdad, ya no importan ni el prestigio, ni la reputación, ni el juicio de los demás. Y el Señor nunca es indiferente a esa búsqueda. Basta un solo movimiento sincero para que Él levante los ojos, nos llame por nuestro nombre y quiera entrar en nuestra casa, en nuestra vida, en lo que somos y en lo que tenemos.


    Pero en un mundo tan instalado en las apariencias, tan pendiente de la imagen y tan obsesionado por la aceptación social, ¿dónde encontrar hoy ese árbol al que subirnos para ver pasar a Jesús? El único árbol donde siempre se le encuentra es la cruz. No una cruz abstracta, sino la concreta de cada día: humillaciones, contrariedades, enfermedades, penas ocultas, injusticias sufridas, heridas antiguas que quizás otros no ven pero que Dios sí mira… Subirse ahí cuesta, es incómodo, parece impropio. Y, sin embargo, es exactamente en ese árbol donde la mirada de Cristo se vuelve más cercana y más salvadora.


    Santa Ángela de la Cruz (1846-1932) lo expresó con una audacia que sigue estremeciendo el alma: 

“Oh hermosas deshonras.

Oh bellísimas humillaciones.

Oh preciosísimos desprecios.

Oh tesoros escondidos y desconocidos de tantos…

¡Quién os poseyera!” (Apuntes espirituales, 1873-1875). 

    Ella había descubierto que la cruz no es un espantajo, ni solo dolor: es un mirador, un balcón que se abre al cielo. Desde ella, uno contempla mejor a Jesús, se deja ver por Él y escucha sus palabras más íntimas y amorosas. Son esos “tesoros escondidos” los que hacen posible que el Señor nos encuentre, porque la cruz nos quita lo que nos estorba para ver: la vanidad, la autosuficiencia, la necesidad de agradar, la distracción constante.


    Jesús sigue pasando —hoy, aquí, en nuestra Jericó contemporánea—. Si queremos reconocerlo, quizá tengamos que atrevernos como Zaqueo a correr hacia adelante, a subirnos a la cruz que divisamos en nuestra vida, y desde allí esperar a que Él levante los ojos. ¡Y los levanta siempre!


    Oh Jesús, nuestro Señor crucificado: enséñanos a subir al árbol que Tú mismo has plantado para nosotros. Danos tu gracia para no huir de las humillaciones, para abrazar las pequeñas cruces que nos purifican y nos acercan a ti. Que en ese mirador sagrado, al que el mundo no quiere subir, podamos verte pasar y escuchar tu voz que nos llama por nuestro nombre. Amén.

lunes, 17 de noviembre de 2025

ÁNGELES DEL CAMINO


    “Había un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le informaron: ‘Pasa Jesús el Nazareno’. Entonces empezó a gritar: ‘¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!’ Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: ‘¡Hijo de David, ten compasión de mí!’ Jesús se paró y mandó que se lo trajeran” (Lc. 18,35-40).


    El grito del ciego de Jericó nace de la verdad y de la humildad. No reclama nada, no presume de nada, no se apoya en méritos propios: sencillamente reconoce que Jesús pasa, y por eso grita. Suplica aun cuando todos intentan silenciarlo, pide sin amor propio, sin orgullo, como quien sabe que su única esperanza es el Señor. Ese clamor pobre, frágil e insistente atraviesa el ruido del gentío y llega directamente al Corazón de Jesús. Porque así debe ser siempre la oración perseverante: una súplica que brota de la miseria reconocida y del deseo sincero de salvación.


    Sin embargo, el Evangelio nos revela un detalle precioso: Jesús no lo llama directamente, sino que manda que se lo acerquen. Él quiere servirse de mediaciones humanas. La gracia siempre es divina, pero casi siempre llega envuelta en rostros concretos. Y aquí se abre un abanico inmenso de posibilidades: una palabra dicha en el momento justo, una invitación discreta, un buen ejemplo que ilumina, una corrección fraterna que despierta, una presencia silenciosa que sostiene, un testimonio que siembra inquietud, un abrazo que reconcilia… así es como Dios prepara el camino del alma hacia Él. No suele actuar en solitario, sino suscitando manos humanas que abrazan, acompañan, orientan y elevan.


    Por eso la tradición bíblica llama ángeles a quienes son mensajeros de Dios: “ángelos, en griego, significa precisamente “mensajero”. El Señor tiene ángeles espirituales que custodian y protegen, pero también ángeles humanos, que despejan caminos, despiertan la fe, sostienen en la noche y conducen hacia la Luz. La historia del ciego de Jericó es la historia de todos nosotros: si hoy podemos clamar hacia Cristo, es porque antes alguien —o muchos— nos llevaron de la mano, nos hablaron de Él, nos acompañaron hasta su Presencia.


    Señor Jesús, Tú que escuchas el clamor del pobre y te detienes ante quienes te llaman: gracias por todos los ángeles espirituales y humanos que has puesto en nuestras vidas. Danos un corazón agradecido para reconocerlos y, cuando Tú lo quieras, haz que también nosotros seamos instrumentos dóciles de tu gracia para que otros puedan acercarse a ti. Así sea.

domingo, 16 de noviembre de 2025

HUMILDAD, GRATUIDAD, PERSEVERANCIA

 

 



   “Confiemos, hermanos y hermanas: sostenemos el combate del Dios vivo y lo ejercitamos en esta vida presente, con miras a obtener la corona en la vida futura. Ningún justo consigue en seguida la paga de sus esfuerzos, sino que tiene que esperarla pacientemente. Si Dios premiase en seguida a los justos, la piedad se convertiría en un negocio; daríamos la impresión de que queremos ser justos por amor al lucro y no por amor a la piedad. Por esto, los juicios divinos a veces nos hacen dudar y entorpecen nuestro espíritu, porque no vemos aún las cosas con claridad” (De la homilía de un autor del siglo segundo, Caps. 18,1-20,5: Funk I,167-171).


    Ayer, en el oficio de lecturas, se leía un fragmento de la homilía de un autor cristiano del siglo II que me llamó profundamente la atención. Decía que, si Dios premiase enseguida a los justos, la piedad se convertiría en un negocio, y que entonces desearíamos ser santos no por amor, sino por el lucro de obtener favores, ya fueran materiales o espirituales. Esa frase me parece que ilumina con una luz nueva nuestro camino cristiano: el Señor nos invita a ser humildes, el Señor nos invita a ser perseverantes, y el Señor nos invita también a vivir cada vez más la gratuidad.


    La fe se purifica cuando aceptamos que no todo tiene que tener un resultado inmediato, que la vida espiritual no funciona a base de transacciones (“te doy para que me des”), ni con méritos que exigen recompensas inmediatas. Dios educa nuestro corazón precisamente en la espera, en la constancia, en ese amor generoso que no busca su propio interés. Así evitamos caer en una relación utilitarista con Él, y dejamos que la gracia modele en nosotros un corazón sencillo, capaz de amar sin cálculos ni reclamaciones. 


    Perseverar en la verdad de cada día, sin escapismos ni fantasías, nos hace fuertes en el combate interior. La humildad nos enseña a reconocer nuestra pequeñez; la gratuidad, a caminar sin exigir pruebas; la perseverancia, a mantenernos en el bien aunque nadie lo premie. Así, poco a poco, el Señor va haciendo madurar en nosotros un amor auténtico, que espera solo la corona que Él prometió para la vida futura.


    Jesús, enséñame a vivir la humildad, la perseverancia y la gratuidad. Líbrame de buscar el puro interés en mi relación contigo, y dame un corazón que te ame por ti mismo, oh Bondad infinita. Amén.

sábado, 15 de noviembre de 2025

CONSTANTES EN LA SÚPLICA


    “Se dijo a sí mismo: ‘Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme’. Y el Señor añadió: ‘Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche?; ¿o les dará largas?’” (Lc. 18,4-7).


    La parábola de la viuda importuna, que leemos en el Evangelio de hoy, nos enseña la fuerza misteriosa de la perseverancia. Jesús toma como ejemplo a un juez inicuo, sin temor de Dios ni compasión por los hombres, para mostrar el gran contraste que se da entre su corazón y el Corazón del Padre. Si incluso un juez injusto acaba atendiendo a una pobre viuda porque ella no deja de acudir a él con su petición, ¿cómo no escuchará Dios a quienes se vuelven a Él con humildad y fe? Esa perseverancia revela, mejor que cualquier palabra, la fidelidad del corazón creyente: a Dios no le impresionan los propósitos heroicos tomados de vez en cuando, sino la constancia en medio de los desánimos, las tribulaciones, los sufrimientos, las incomprensiones y las tormentas que se desatan en nuestra vida. Mantenerse firmes en la fe es ya una súplica silenciosa, un acto de confianza que se renueva cada día.


    La insistencia en la oración no busca convencer a Dios de nada, porque Él está ya plenamente inclinado hacia nosotros y desea concedernos sus dones a manos llenas; más aún, quiere darnos mucho más de lo que esperamos y recibimos, porque tantas veces ni reconocemos ni aceptamos lo que Él nos ofrece. Perseverar en la súplica es más bien realizar un esfuerzo para convencernos a nosotros mismos de la necesidad de lo que pedimos, de nuestra dependencia radical de Él, de su amor y de sus dones. Día tras día, la oración perseverante purifica los deseos, depura las intenciones, fortalece la esperanza y permite que la fe se afiance incluso contra lo que humanamente parece imposible.


    A veces, en ese camino, el silencio de Dios se prolonga. Pero no es un silencio vacío: es un silencio que resuena, un silencio habitado, un silencio que puede ser sonoro. Es el modo en que Dios educa el corazón, ensancha el alma y nos hace capaces de recibir lo que su Amor quiere comunicarnos. Quien persevera en ese silencio descubre que Dios no calla para alejarse, sino para acercarse más profundamente a lo que somos.


    Señor Jesús, enséñanos a perseverar en la oración sin cansarnos, a volver siempre a ti incluso cuando el camino se hace oscuro. Que tu Espíritu Santo nos conceda fidelidad en la súplica, serenidad en las pruebas y una confianza firme en tu Voluntad. Amén.

viernes, 14 de noviembre de 2025

UN NUEVO PAGANISMO

    “Son necios por naturaleza todos los hombres que han ignorado a Dios y no han sido capaces de conocer al que es a partir de los bienes visibles, ni de reconocer al artífice fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa y a los luceros del cielo, regidores del mundo. Si, cautivados por su hermosura, los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Señor, pues los creó el mismo autor de la belleza” (Sb. 13,1-3).


    Este texto del Libro de la Sabiduría, que se proclama como primera lectura en la misa de hoy, tan antiguo y tan actual, describe con asombrosa claridad lo que estamos viviendo: un nuevo paganismo que se extiende, casi sin advertirlo, bajo formas respetables y seductoras. Muchos hombres —y también muchos cristianos— se acercan a la naturaleza con una admiración que, en sí misma, es buena: la belleza de lo creado invita a alabar al Creador. Pero ese camino recto se tuerce cuando la naturaleza comienza a ser vista como depósito de energías misteriosas: se celebran solsticios y equinoccios con ritos que evocan antiguos cultos paganos, se invocan fuerzas telúricas, se mira a los astros buscando en ellos un poder que no poseen. Sobre este terreno espiritual surgen expresiones hoy muy difundidas: se habla de la “Madre Tierra”, como si la tierra fuera un sujeto personal y no una criatura; se absolutiza la “casa común”, olvidando que la única casa verdaderamente común es la Iglesia, donde Dios nos engendra a la vida divina. Y se propone una y otra vez la necesidad de una “conversión ecológica”, mientras se silencia la única conversión real y necesaria: volvernos a Jesucristo, que nos saca del pecado y nos introduce en el ámbito de la gracia.


    Vivimos inmersos en una “sensibilidad verde” que exalta la naturaleza como si fuera la última instancia, que concede a los animales un estatuto casi fraterno, que los iguala al hombre como si todos ocupáramos un lugar equiparable en la creación. Pero la Sabiduría de Israel nos recuerda que Dios los creó “para el hombre”, para que le ayudaran y le sirvieran, no para que ocuparan un lugar que solo corresponde al ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios. La belleza del universo —los astros, el viento, el mar, los montes, la vida animal— es un don magnífico, pero sigue siendo criatura. Todo ello apunta hacia Otro. Y cuando el hombre se queda en la criatura sin reconocer al Creador, cuando se deslumbra por lo visible sin elevarse hacia el Invisible, cuando se queda mirando al dedo sin fijarse en la dirección que señala, termina adorando lo que pasa y olvidando a Quien permanece.


    Volver a la fe es volver a Jesucristo, única Luz y único Salvador del mundo. Solo Él nos revela el rostro del Padre, solo su gracia transforma realmente la vida. Por eso necesitamos recuperar la sabiduría de la Palabra, dejar que su verdad purifique nuestro corazón y nos enseñe a contemplar la creación como lo que es: obra del Autor de la belleza, que nos la entrega para nuestro bien y para su gloria.

    Padre Dios, abre nuestros ojos para que reconozcamos tu presencia más allá de las criaturas visibles; enséñanos a amarlas sin adorarlas, a respetarlas sin absolutizarlas y a servirnos de ellas con responsabilidad. Conviértenos a tu Hijo Jesucristo, para que vivamos en su gracia y te demos gloria y honor por los siglos. Amén.

jueves, 13 de noviembre de 2025

MARAVILLAS AQUÍ Y AHORA


    “Los fariseos preguntaron a Jesús: ‘¿Cuándo va a llegar el reino de Dios?’ Él les contestó: ‘El reino de Dios no viene aparatosamente, ni dirán: está aquí o está allí, porque, mirad, el reino de Dios está en medio de vosotros’. Dijo a sus discípulos: ‘Vendrán días en que desearéis ver un solo día del Hijo del hombre, y no lo veréis. Entonces se os dirá: está aquí o está allí; no vayáis ni corráis detrás, pues como el fulgor del relámpago brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su día’” (Lc. 17,20-24).


    A veces, como aquellos fariseos, los cristianos de nuestra generación quieren señales extraordinarias. Nos atrae lo que deslumbra, lo que promete atajos hacia lo divino, lo que parece garantizarnos una experiencia distinta, intensa, casi inmediata de Dios. Sin darnos cuenta, no buscamos al Señor: buscamos “algo” del Señor. Sin embargo, Jesús nos conduce siempre hacia el “ahora”. “El reino de Dios está en medio de vosotros”. Lo que vivimos no define lo que somos, pero sí es el lugar donde Dios quiere hacer crecer lo que Él ha sembrado silenciosamente en nuestro interior. No viene aparatosamente, porque Dios no se esconde en lo espectacular, sino en lo que pasa casi desapercibido: la Palabra escuchada con humildad, la Eucaristía recibida y adorada con fe, el amor concreto ofrecido al prójimo…


    Vivimos tiempos en los que muchos corren de un lugar a otro movidos por la curiosidad espiritual. Quieren experiencias nuevas, revelaciones recientes, objetos santos, fenómenos extraordinarios… como si la salvación dependiera de lo que nuestros ojos ven o de lo que nuestras manos tocan. Pero Dios no está en esos atajos: está en lo sencillo. Nos sucede como a Naamán, el general sirio (2 Re. 5,1-14), que esperaba un rito complicado para curarse de la lepra, y se indignó al oír que el profeta Eliseo le prescribía algo tan simple como bañarse siete veces en el Jordán. También nosotros, cuando se nos recuerda que la gracia llega por caminos humildes —el Evangelio acogido con fe, los sacramentos vividos con hondura, el perdón ofrecido generosamente— podemos pensar que eso es demasiado poco. Y, sin embargo, ahí está todo: en lo inmediato, en lo cercano, en el presente.


    La contemplación no brota de la dispersión, sino del contacto real con la vida. Crece cuando dejamos de perseguir fuegos fatuos y luces lejanas, y permitimos que la semilla de la Palabra arraigue en la tierra que somos. El Señor no necesita escenarios especiales para visitarnos; necesita solamente un corazón lleno de fe, atento al momento. “En medio de vosotros” quiere decir aquí, ahora, en lo que estás viviendo hoy. Es ahí donde su Reino florece y donde Él prepara y afina nuestra mirada para el día de su venida gloriosa.


    Señor Jesús, enséñanos a encontrarte en lo sencillo y a vivir abiertos al misterio de tu presencia. Líbranos de la curiosidad que dispersa y danos la fidelidad del que escucha tu Palabra, del que te recibe en la Eucaristía, del que ama en lo concreto. Que tu Reino crezca en nuestro aquí y en nuestro ahora. Amén.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

JOSAFAT, TESTIGO DE LA PAZ


    Hoy, 12 de noviembre, la Iglesia celebra la fiesta de San Josafat. Tal vez más de uno se pregunte quién fue este santo. Nació en Ucrania hacia 1580 y murió mártir en 1623. Era monje basiliano y arzobispo de la Iglesia rutena, una de las Iglesias orientales unidas a Roma. Desde muy joven se sintió profundamente atraído por la oración y por el deseo de reconciliar a los cristianos separados: soñaba con que el oriente y el occidente, divididos por siglos de desconfianza, volvieran a encontrarse en la misma fe y en la misma comunión con el Papa.


    Esa aspiración a la unidad marcó toda su vida y fue la causa de su muerte. San Josafat trabajó incansablemente para acercar a los ortodoxos al catolicismo, con dulzura, paciencia y su ejemplo personal. Pero su celo le granjeó enemigos. Lo persiguieron y, finalmente, una turba lo asesinó con crueldad en Vitebsk, cuando apenas tenía cuarenta y tres años. Cayó agonizante por tierra, como Cristo, perdonando a sus enemigos y ofreciendo su vida por la unidad de la Iglesia. Por eso fue llamado el “mártir de la unión”.


    San Josafat fue ucraniano. No podemos olvidar que Ucrania sufre hoy una guerra que parece no tener fin. Al principio ocupaba portadas y titulares y se le dedicaba mucho tiempo en los informativos de televisión; ahora apenas si se la menciona. Pero el sufrimiento continúa: pueblos destruidos, familias rotas, niños sin hogar, miedo, hambre, muerte. Nos hemos ido acostumbrando al horror, pero los cristianos no debemos hacerlo. Estamos llamados a sostener la esperanza de quienes viven en medio del dolor. San Josafat, que procuró la unidad de los cristianos, puede hoy interceder por la paz de su tierra, para que cese el ruido de las armas y se restablezca la fraternidad entre los pueblos. Su testimonio nos recuerda que la unidad y la paz comienzan siempre en el corazón que perdona.


    Señor Jesús, Príncipe de la paz, por intercesión de tu mártir San Josafat, mira con misericordia al pueblo ucraniano. Consuela a los que sufren, fortalece a quienes defienden su patria y su libertad, convierte los corazones endurecidos por el odio y concede a todo el mundo la gracia de poder perdonar y el don de la paz verdadera, que solo Tú puedes dar. Amén.

martes, 11 de noviembre de 2025

MARTÍN DE LA CARIDAD


    “Ellos (los discípulos de Martín), todos a una, empezaron a entristecerse y a decirle entre lágrimas: ‘¿Por qué nos dejas, padre? ¿A quién nos encomiendas en nuestra desolación? Invadirán tu grey lobos rapaces; ¿quién nos defenderá de sus mordeduras, si nos falta el pastor? Sabemos que deseas estar con Cristo, pero una dilación no hará que se pierda ni disminuya tu premio; compadécete más bien de nosotros, a quienes dejas’. Entonces él, conmovido por este llanto, lleno como estaba siempre de entrañas de misericordia en el Señor, se cuenta que lloró también; y, vuelto al Señor, dijo tan sólo estas palabras en respuesta al llanto de sus hermanos: ‘Señor, si aún soy necesario a tu pueblo, no rehuyo el trabajo; hágase tu voluntad’. ¡Oh varón digno de toda alabanza, nunca derrotado por las fatigas ni vencido por la tumba, igualmente dispuesto a lo uno y a lo otro, que no tembló ante la muerte ni rechazó la vida! Con los ojos y las manos continuamente levantados al cielo, no cejaba en la oración; y como los presbíteros, que por entonces habían acudido a él, le rogasen que aliviara un poco su cuerpo cambiando de posición, les dijo: ‘Dejad, hermanos, dejad que mire al cielo y no a la tierra, y que mi espíritu, a punto ya de emprender su camino, se dirija al Señor’” (Sulpicio Severo, Cartas 3,6.9-10.11.14-17.21: SC 133,336-344).


    Hoy es la fiesta de san Martín de Tours (316?-397). Por haber celebrado durante varios años la misa en una iglesia a él dedicada, le soy devoto. Su muerte fue el último acto de una vida enteramente entregada a Dios y a los hombres. Hasta el final conservó su alma de pastor, dispuesta al sacrificio por sus fieles, sensible al sufrimiento de quienes lo amaban. Su oración final resume la caridad perfecta: un corazón totalmente abandonado a la voluntad divina y al mismo tiempo ardiente en la solicitud por los demás. “Si aún soy necesario a tu pueblo, no rehuyo el trabajo”: en esas palabras resplandece el amor que vence el cansancio y el miedo, porque se alimenta en la fe viva y en la unión con Cristo.


    En san Martín se unen el deseo del cielo y la entrega a sus tareas en la tierra; el impulso de la contemplación y la paciencia del servicio. Su vida fue oración continua, mirada constante hacia lo alto, pero también mirada compasiva hacia los hermanos. No buscó reposo para sí sino siempre el bien de las almas. En su humildad supo mantenerse en pie cuando era necesario, y caer de rodillas cuando el Espíritu lo impulsaba. Así, su muerte no fue un final, sino el cumplimiento de una existencia en la que el amor a Dios y al prójimo se fundieron en un mismo fuego.


    Pidamos al Señor que nos conceda un corazón semejante al de san Martín: vigilante en el amor, pronto para servir, y firme en la esperanza.


    Señor Jesús, Pastor eterno, enséñanos a mirar al cielo sin olvidar la tierra; a buscar tu gloria en el servicio, a no negarnos nunca a los hermanos, y a morir a nosotros mismos por amor a ti. Amén.

lunes, 10 de noviembre de 2025

INESPERADA COMUNIÓN


    “Si tu hermano te ofende, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: ‘Me arrepiento’, lo perdonarás». Los apóstoles le dijeron al Señor: «Auméntanos la fe». El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, y os obedecería” (Lc. 17,3-6).


    El Evangelio de hoy une dos cosas que no suelen vincularse fácilmente: el perdón y la fe. Jesús manda perdonar siempre, sin cansarse, sin límites. Y los apóstoles, al escuchar esa exigencia tan radical, no piden más fortaleza ni más paciencia, sino más fe. Comprenden que solo quien cree profundamente puede perdonar de verdad. No se trata de una habilidad emocional, ni siquiera de una disposición moral, sino de una confianza en el poder de Dios que actúa en el corazón humano. El perdón nace de la fe, y la fe se fortalece en el perdón.


    Ayer lo comprendí de un modo distinto e inesperado. Por la mañana, celebrando dos misas en una hermosa y muy visitada capilla de Sevilla, tuve la impresión de que muchos asistían como espectadores de un rito bello, más que como participantes en un misterio de comunión. Por la tarde, en cambio, estuve en un gran banquete fraterno que duró cinco horas, organizado por una Hermandad que da culto al Santísimo Sacramento en el pueblo en que vivo; y, para mi sorpresa, allí encontré un ambiente de verdadera comunión: las risas, las conversaciones, los recuerdos y las anécdotas compartidas, el homenaje a los hermanos que cumplían cincuenta años en la Hermandad… todo respiraba una alegría profundamente humana y, a la vez, suavemente divina. Al final de las distintas intervenciones todos repetían las mismas palabras: “Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar”.


    En aquel salón, que había sido una bodega, comprendí que también allí se hacía presente el Señor. Porque la comunión no es solo un gesto litúrgico, ni se agota en la recepción del Sacramento: es la participación sincera en la vida del otro, la fraternidad auténtica, el perdón ofrecido, la comprensión mutua, la alegría contagiosa. Cuando las personas se sientan juntas en torno a la mesa, cuando comparten el pan y el vino, cuando se escuchan, se perdonan y se alegran de verse, entonces Cristo mismo pasa de nuevo en medio de ellas, y su presencia aumenta nuestra fe.


    Señor Jesús, enséñanos a descubrirte en la mesa donde compartimos la vida. Que sepamos reconocer tu presencia tanto en el altar como en la alegría fraterna. Auméntanos la fe para poder perdonar siempre, y para vivir en comunión contigo y entre nosotros. Amén.