El profeta Isaías nos recuerda, en la primera lectura de la misa de hoy, que Dios no se fatiga y que fortalece a quienes esperan en Él. Es una palabra que consuela, pero que también marca un camino: la gracia se da, pero necesita ser acogida. Como dice Isaías en este texto que hemos escuchado hoy, “El Señor acrecienta el vigor del exhausto”; sin embargo, ese vigor se pierde cuando dejamos que el desaliento o la tibieza se adueñen del corazón. Ahí aparece la enseñanza de Lorenzo Scupoli en su conocida obra El combate espiritual: muchos comenzaron bien, quizá evitando grandes pecados, pero no perseveraron en negarse a sí mismos ni en combatir sus inclinaciones desordenadas, y por eso se detuvieron en el camino hacia la santidad.
Scupoli insiste en que no basta con evitar el mal: el cristiano está llamado a practicar el bien. Por eso, no robar no es suficiente; hay que aprender a ser generosos. No buscar aplausos no basta; conviene también rechazarlos cuando alimentan el amor propio. No comer con gula es un buen comienzo; pero el corazón se vuelve frágil cuando se deja llevar por un refinamiento excesivo. No decir mentiras no lo es todo; también debemos vigilar la lengua para evitar esas palabras inútiles y vacías que con frecuencia terminan en chismorreo. Quien se conforma con “no hacer el mal” acaba por quedarse detenido, sin dar los pasos necesarios para que la gracia —esa fuerza que Isaías presenta como “alas de águila”— pueda levantarle y transformarle de verdad.
La santidad exige una vigilancia humilde y constante: reconocer lo que se mueve dentro del alma, renunciar a lo que impide que Dios nos transforme y ofrecerle cada día un corazón dispuesto a avanzar. Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas porque no se rinden, porque siguen caminando incluso cuando la cuesta se hace más empinada. La gracia sostiene, pero pide nuestra respuesta. Si la dejamos actuar, la promesa se cumple: correr sin fatigarse, caminar sin cansarse, porque Él sostiene cada paso.