“Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante” (Jn. 8,6-9).
El mal es ruidoso. Siempre lo ha sido. Le gusta el griterío, la presión, el alboroto de los acusadores. Se manifiesta en la violencia de los gestos, en las palabras duras, en la urgencia de la condena. Así actúan los fariseos aquel día: insisten, urgen, preguntan, provocan. Son como el trueno antes de una tormenta, que anuncia destrucción.
El bien, en cambio, es silencioso. No necesita gritar. No se impone. Se manifiesta con la delicadeza de un gesto, con la serenidad de una presencia, con elocuente silencio. “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (Mt. 6,3), había enseñado Jesús. Porque el bien, cuando es verdadero, no busca aplauso ni venganza, solo redención.
Jesús calla y escribe. No responde a la primera. Deja espacio. Y luego, con una sola frase, derrumba la violencia: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Y vuelve a callar. En ese segundo silencio, los corazones empiezan a oírse a sí mismos. Uno a uno se marchan. El escándalo se desinfla. Solo queda Jesús con la mujer. Solo el bien permanece. Ella está en pie, Él también. No hay condena, hay encuentro. Porque Él no ha venido a juzgar, sino a salvar.
Jesús, que venciste el ruido del mal con el silencio del bien, enséñame a callar como Tú, a no juzgar como Tú, a mirar con misericordia como Tú. Que mis palabras no condenen, que mis gestos no hieran, y que mi vida sea humilde, oculta y silenciosa, como el bien que Tú nos enseñaste a vivir en lo escondido. Amén.