jueves, 18 de septiembre de 2025

RESPUESTA SIN PREGUNTA


    “Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: ‘Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora’. Jesús respondió y le dijo: ‘Simón, tengo algo que decirte’. Él contestó: ‘Dímelo, Maestro’. Jesús le dijo: ‘Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le mostrará más amor?’” (Lc. 7, 39-42).


    A veces nos quejamos de que hay preguntas que no tienen respuesta. Pero, en el Evangelio de la misa de hoy, ocurre justamente lo contrario: una respuesta sin que haya mediado pregunta. Se sitúa en la casa de un fariseo, donde Jesús ha sido invitado a comer. En la escena irrumpe una mujer conocida como pecadora, que se acerca a Él con lágrimas y perfume, mientras le unge los pies y los besa. La actitud de esta mujer desconcierta al dueño de la casa, que en su interior murmura contra el Señor.


    El Evangelio nos dice que “Jesús respondió”: aun cuando Simón no había pronunciado palabra. Ahí se descubre la revelación central de este pasaje: Cristo conoce lo más íntimo del hombre, su corazón; penetra hasta sus pensamientos más ocultos, y lo hace no para condenar, sino para salvar. El fariseo había comenzado a dudar de Jesús, convencido de que no era un profeta, pues —según él— ignoraba quién le tocaba. Y sin embargo, Jesús le demuestra ser profeta precisamente respondiendo a sus pensamientos secretos. Lo sorprendente es que Jesús no se limita a defender la dignidad de aquella mujer, sino que busca rescatar también al fariseo. La mujer está ya salvada por el amor con que se acerca arrepentida; ahora se trata de abrir también el corazón de Simón a la misericordia.


    La parábola de los dos deudores ilumina toda la escena: el perdón y el amor van unidos. A quien mucho se le perdona, mucho ama; y quien mucho ama, recibe con más abundancia el don del perdón. Así Jesús señala lo esencial: lo que define a la mujer no es su pasado de pecado —pasado en que el fariseo querría encerrarla— sino su presente de amor. Donde el fariseo solo ve un defecto, Cristo descubre una vida transformada por la gracia. Como vemos, es puro Evangelio, buena noticia para nosotros.


    Señor Jesús, Tú que conoces nuestros pensamientos más secretos, entra también en nuestro corazón, rescátanos de nuestras dudas y de nuestras resistencias, y enséñanos a vivir como aquella mujer arrepentida y perdonada, con amor agradecido y confiado. Haz que sepamos perseverar en el bien, y que nuestra vida, transformada por tu perdón, sea testimonio de tu misericordia para todos. Amén.


miércoles, 17 de septiembre de 2025

ORACIÓN DEL TOPACIO


    “Oh Dios, que eres glorificado en todo y por todo. En tu gran honor no me rechaces, sino que por tu gran bondad fortaléceme, sosténme y protégeme con tu bendición” (Santa Hildegarda de Bingen, Oración del topacio).

    La Iglesia celebra hoy, día 17 de septiembre, la memoria de Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179), cuya canonización fue ratificada por el papa Benedicto XVI, quien asimismo la declaró doctora de la Iglesia universal. A ella pertenece la súplica con la que abrimos esta entrada, y que recito cada día desde hace años. Es conocida como Oración del topacio porque, en sus escritos, al tratar de las propiedades espirituales de diversas piedras, vinculó estas palabras al topacio imperial, signo de claridad y firmeza interior.


    La invocación comienza en clave de alabanza: Dios es glorificado “en todo y por todo”, es decir, en la totalidad de lo creado y también en la historia concreta que vivimos. Desde esa contemplación se eleva una súplica confiada: no ser rechazados, sino fortalecidos, sostenidos y protegidos por la bendición divina. Hildegarda nos educa así en una oración muy sencilla y, a la vez, honda: adorar primero, para pedir después; mirar la gloria de Dios en el universo, para abrirle el corazón en la pobreza propia.


    Esta petición coincide con la promesa de Cristo a los cansados: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt. 11,28). La bendición pedida no es un adorno piadoso, sino una fuerza real que sostiene al débil, ayuda a perseverar en el bien y guarda el camino del creyente. Resuena también la antigua bendición de Israel: “El Señor te bendiga y te proteja; ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz” (Nm. 6,24-26). En la Oración del topacio, estas promesas se vuelven ruego insistente y personal.


    Hildegarda —que contempló la creación como un cántico de vida (habla de la viriditas, el “verdor” de Dios que puede ser participado por el hombre)— nos recuerda que todo puede transparentar la gracia: la luz, las piedras preciosas, el transcurso del tiempo, nuestra frágil historia... Cuando el alma se deja amparar por la bondad divina, tan cantada por Hildegarda, entra en la verdadera paz: no la de las seguridades humanas, sino la que desciende de lo alto y lo transforma todo. Así, quien bendice y es bendecido aprende a vivir en Dios y a reflejar su gloria en lo pequeño de cada día.

    ¡Que el Señor nos bendiga a todos, en este día en que recordamos a su santa doctora!



martes, 16 de septiembre de 2025

CAMINO DE DOLOR Y SOLEDAD


    “Iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo: ‘No llores’” (Lc. 7, 11-13).


    En el Evangelio de la misa de este martes, observamos cómo Jesús y la mujer viuda de Naín recorren caminos opuestos: Él se dirige hacia un lugar donde viven personas, la ciudad de los vivos; ella, en cambio, avanza hacia la ciudad de los muertos. Es viuda, ha perdido a su esposo, y ahora le ha sido arrebatado el hijo único. La muchedumbre la rodea, pero eso no le evita experimentar una soledad desgarradora. Su dolor es terrible, afilado como un puñal, y por eso, al verla, a Jesús se le conmovieron las entrañas. Tal vez en ese momento pensó en su propia Madre, que también un día lloraría la pérdida de su Hijo único.


    El encuentro tiene lugar en el camino, como tantos otros en el Evangelio de san Lucas. Y Jesús no la saca de ese sendero de dolor, pero cambia su rumbo: con una sola palabra —“No llores”— abre una posibilidad nueva. No es un consuelo vacío, sino una palabra que realiza lo que dice, una palabra que lleva dentro la fuerza de la vida, una palabra que tiene que ser creída. Y así, al pronunciarla, se prepara el milagro: devolver el hijo a su madre, transformar lágrimas en gozo, soledad en esperanza, muerte en vida. Porque Jesús revela en cada hecho, en cada palabra —palabras que nos tienen también a nosotros por destinatarios— la Salvación que Dios ofrece.


    Señor Jesús, también tú sales a nuestro encuentro en nuestros propios caminos oscuros, cuando sentimos la soledad y el peso de fracasos y muertes que parecen definitivas. Haz que creamos en tu Palabra, que nos dejemos sostener por ti, y que en nuestro dolor descubramos que Tú eres siempre el caminante a nuestro lado que nos devuelve la esperanza. Amén.

lunes, 15 de septiembre de 2025

STABAT MATER DOLOROSA


    “Por los pecados del mundo, vio a Jesús en tan profundo tormento la dulce Madre. Vio morir al Hijo amado, que rindió desamparado el espíritu a su Padre. ¡Oh dulce fuente de amor!, hazme sentir tu dolor para que llore contigo. Y que, por mi Cristo amado, mi corazón abrasado más viva en él que conmigo. Y, porque a amarle me anime, en mi corazón imprime las llagas que tuvo en sí. Y de tu Hijo, Señora, divide conmigo ahora las que padeció por mí. Hazme contigo llorar y de veras lastimar de sus penas mientras vivo; porque acompañar deseo en la cruz, donde le veo, tu corazón compasivo” (Secuencia de la Misa de Nuestra Señora de los Dolores).


    Hoy la Iglesia contempla a María como Madre Dolorosa, de pie junto a la Cruz, testigo silencioso y fiel de la Pasión de su Hijo. En Ella se cumple lo que había profetizado Simeón: “una espada te traspasará el alma”. La liturgia pone en nuestros labios la antigua secuencia que, entre lágrimas y súplicas, nos invita a unirnos a sus dolores. En tiempos de tantas protestas violentas, de odios salvajes e irracionales, nos sorprende ver cómo María no protesta, no grita, no clama contra la injusticia. Tampoco se aleja, ni mucho menos huye: permanece firme, abrazada al misterio humanamente incomprensible de la Cruz. En su silencio, sufre con Jesús, y en su compasión se convierte en Madre nuestra, compartiendo con nosotros las llagas de Cristo.


    Al invocar a la Virgen Dolorosa pedimos la gracia de no vivir una fe superficial, sino de dejarnos marcar por las llagas del Crucificado. Llorar con María no es sólo sentir compasión, sino entrar en la hondura de un amor que transforma el dolor en redención. Quien contempla los dolores de la Madre aprende a permanecer fiel en la hora de la prueba, y a reconocer en el sufrimiento un lugar donde se enciende el amor más puro.


    Madre Dolorosa, déjame acompañarte o, mejor aún, acompáñame Tú misma junto a la Cruz de tu Hijo; imprime en mi corazón las huellas de sus llagas, y haz que mi amor se confunda con el tuyo, para que viviendo y muriendo a tu lado, no me aparte nunca de Jesús. Amén.

domingo, 14 de septiembre de 2025

LA HERIDA LUMINOSA


    “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que cree tenga por Él vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna” (Jn. 3,14-16).


    El misterio de la Cruz se anuncia ya en un episodio de la historia de Israel. Cuando el pueblo, quejoso, cansado y rebelde, fue mordido por las serpientes en el desierto, el Señor mandó a Moisés levantar una serpiente de bronce. “Si alguno era mordido y miraba a la serpiente, quedaba con vida” (Nm. 21,9). Aquel signo, que era figura profética, se cumple en plenitud en Cristo. Nosotros, mordidos por el veneno del pecado, recibimos la salvación cuando alzamos los ojos a Jesús crucificado. En la Cruz se concentra todo el misterio de nuestra fe: allí donde pareció triunfar la muerte, germina la vida; donde se alza la más brutal ignominia, resplandece la más excelsa gloria; donde hay condena, brota la misericordia. La Cruz, desde fuera, es fracaso y escándalo; desde dentro, mirada con fe, es árbol de vida y fuente de sanación.


    San Pablo, en el himno de la carta a los Filipenses, contempla este misterio con hondura: “Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres; y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp. 2,6-8). Por esa humillación fue exaltado sobre toda criatura, y el Padre le dio “el Nombre que está sobre todo nombre” (Flp. 2,9). El abajamiento de Cristo no termina en oscuridad, sino en plenitud; no concluye en la muerte, sino en vida eterna. La Cruz es la puerta abierta hacia la gloria, el camino real que conduce al Reino, el signo definitivo del amor que no se guarda nada para sí.


    Por eso, el madero de la Cruz, que debía ser final de una historia y derrota, se ha convertido en principio y victoria. Allí se revela el rostro del Dios verdadero, que salva no desde el poder humano, sino desde el amor entregado hasta el extremo. La Cruz es la paradoja luminosa del cristianismo: del dolor brota el consuelo, de la herida mana la gracia, de la muerte nace la vida.


    Señor Jesús, enséñame a no huir de tu Cruz, sino a reconocer en ella el lugar de tu amor sin medida. Que en mis sufrimientos y oscuridades descubra la certeza de tu victoria, y que, al levantar mis ojos hacia ti, encuentre siempre la vida eterna. Amén.

sábado, 13 de septiembre de 2025

PACIENTE SALVADOR


    “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero; pero por esto precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en él y tener vida eterna” (1 Tim. 1,15-16).


    En la primera lectura de la misa de hoy, San Pablo no disimula su miseria ni trata de ocultar su fragilidad: se reconoce pecador, y no cualquier pecador, sino “el primero”. Pero es precisamente ahí donde resplandece la grandeza de Cristo Jesús, el Salvador. Él no vino para otra cosa, sino para librarnos de la raíz de todos nuestros males: el pecado. Como dijo en el Evangelio: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mc. 2,17). Porque Él nunca tuvo la pretensión de darnos una vida cómoda, ni de resolvernos las dificultades pasajeras, sino que su obra consistió en cargar con nuestra culpa, expiarla, destruirla con la Cruz. La conciencia de Pablo, lejos de hundirlo en la desesperanza, lo levanta en la confianza, porque experimenta que ser pecador no lo aparta de Dios, sino que lo acerca aún más a la compasión infinita de Cristo.


    De este modo, el pecado deja de ser motivo de angustia para convertirse en ocasión de misericordia. La paciencia de Cristo, que soporta, espera, perdona y transforma, se hace visible en Pablo y en cada uno de nosotros. El Señor se sirve de la miseria humana para mostrar su grandeza: cuanto más débil y roto está el hombre, más espléndidas aparecen la fuerza y la ternura de Dios. Y junto a la paciencia de Cristo resuena su palabra consoladora: “No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino” (Lc. 12,32). La bondad y la paciencia de Dios son inagotables, y su invitación es clara: no temer, no desconfiar, abandonarse con seguridad en su amor.


    Señor Jesús, misericordioso Salvador de los pecadores, Tú que mostraste en San Pablo la inmensidad de tu paciencia, muéstrala también en mí. Dame confianza en tu misericordia y haz que mi vida, herida y frágil, pueda ser testimonio de tu amor que nunca se cansa de buscar a la oveja perdida. Amén.

viernes, 12 de septiembre de 2025

VIDA, DULZURA Y ESPERANZA NUESTRA


    “María tiene muchos nombres, y es para mí un gran gozo llamarla con ellos. Es la fortaleza donde habita el poderoso Rey de reyes, mas no salió de allí igual que entró: en Ella se revistió de carne, y así salió. Es también un nuevo cielo, porque allí vive el Rey de reyes; allí entró y luego salió vestido a semejanza del mundo exterior (…). Es la fuente de la que brota el agua viva para los sedientos; quienes han gustado esta bebida llevan fruto al ciento por uno. Es la llave para la puerta del cielo” (San Efrén de Siria, Himno por el Nacimiento de Cristo, 11).


    Hoy es la memoria del Dulce Nombre de María. En este texto, del santo padre y doctor de la Iglesia San Efrén el Sirio (306-373), su autor afirma que este nombre es más que un simple sonido: es un eco de gracia, un refugio seguro, una puerta al cielo. San Efrén nos recuerda que María tiene otros nombres: de gozo, de fuerza, de consuelo, de cielo nuevo, de fuente viva. No es sólo el nombre que pronuncia el ángel, sino aquel que se convierte en vestidura de Dios, en reclamo de misericordia, en manantial de esperanza para quienes sedientos buscan beber el agua viva.


    Al decir “María”, evocamos ese misterio: la humildad que acoge al Verbo, la virginidad fecunda, la presencia de Dios hecho carne en medio de las sombras del mundo. María de “nombre dulce”, nombre maternal, nombre de Estrella, como San Bernardo lo enseñaría en uno de sus sermones; porque María significa también Estrella del mar, luz que nos guía, faro en las borrascas.

    Así como “Mara” -nombre que alude a amargura en hebreo- nos recuerda las pruebas, también María nos enseña que de la amargura Dios puede sacar dulzura, de la prueba puede hacer brotar gracia, y de la noche, luz.


    Invocar su nombre no es una mera expresión devocional: es un acto de fe, es buscar protección, es reconocer que bajo su amparo la vida encuentra sentido aún en medio del dolor. Que cada vez que lo pronunciemos lo hagamos con humildad, con esperanza, con entrega, sabiendo que su nombre no nos abandona, sino nos abre al amor de Dios, nos conduce hacia Jesús.


    Virgen Santa, Estrella del mar, dulce María cuyo nombre trae consuelo a los que creen: haz que pronunciarlo sea siempre para nosotros un acto de confianza, un eco de fe, un refugio en la tormenta, y que, a través de tu nombre, podamos acercarnos de verdad a tu Hijo Jesús. Amén.

jueves, 11 de septiembre de 2025

REVESTIDOS DE CRISTO (II)


    “Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta” (Col. 3, 12-14).


    San Pablo recuerda a los cristianos de Colosas, en la primera lectura de la misa de hoy, una verdad fundamental: hemos sido elegidos por Dios, y esa elección es fruto del amor. No es que seamos santos y por eso Dios nos haya elegido; al contrario, somos santos porque Él nos ha elegido y porque somos amados desde siempre. Esa es nuestra identidad más profunda: elegidos, santos y amados.


    A partir de esa verdad, el Apóstol nos invita a revestirnos de actitudes concretas que reflejan el corazón de Cristo: la compasión entrañable, la bondad, la humildad, la mansedumbre y la paciencia. Son las prendas que no deben faltar en el guardarropa cristiano: las vestiduras del hombre nuevo, del cristiano que ha sido perdonado. Y con ello, lo que aprendemos en el Padre nuestro se convierte en exigencia vital: perdonar como hemos sido perdonados, sobrellevarnos unos a otros, vivir en la misericordia cotidiana.


    Por encima de todo, San Pablo nos señala la prenda que corona todas las demás: el amor. El amor es la verdadera regla de oro del cristiano, el vínculo que une en la unidad perfecta, más allá de las palabras, de cualquier diálogo o de los buenos deseos. Solo el amor edifica, solo el amor permanece, solo en el amor la comunidad se hace ella misma cuerpo de Cristo.


    Señor Jesús, enséñanos a vivir como elegidos, santos y amados por ti; revístenos de compasión y humildad, y haz que el perdón y el amor sean la medida de nuestra vida. Amén.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

REVESTIDOS DE CRISTO (I)


    “Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría. Esto es lo que atrae la ira de Dios sobre los rebeldes. Entre ellos andabais también vosotros, cuando vivíais de esa manera; ahora en cambio, deshaceos también vosotros de todo eso: ira, coraje, maldad, calumnias y groserías, ¡fuera de vuestra boca! ¡No os mintáis unos a otros!: os habéis despojado del hombre viejo, con sus obras, y os habéis revestido de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador” (Col. 3, 5-10).


    La exhortación de san Pablo, que hoy contiene la primera lectura de la misa, invita a ser directo, sincero y radical: no se trata de negociar con lo viejo, ni de convivir con las sombras del pecado, sino de darles muerte. El hombre viejo no se reforma, sino que se deja atrás. Es un lenguaje fuerte el empleado por el Apóstol, que revela la urgencia que acompaña a la vida cristiana: el pecado no se domestica, se mata; la codicia no se dulcifica, se arranca; la mentira no se corrige poco a poco, se abandona. Solo así puede nacer el hombre nuevo, creado según la imagen de Cristo. Porque una permanente tentación, como ya lo denunció Jesús en el Evangelio, será querer echar el vino nuevo del Reino en odres viejos.


    El revestirse de la nueva condición no es un esfuerzo moral voluntarista, sino un don de la gracia. Cristo nos regala su propia vida para que, paulatinamente, nuestra existencia se vaya configurando con la suya. La novedad no está en nuestros propósitos, sino en Él, que nos transforma y nos renueva con delicadeza, como un escultor que sabe descubrir la belleza bajo el tosco aspecto de una piedra ennegrecida y sin desbastar.


    Este proceso es continuo: cada día necesitamos despojarnos de lo viejo y dejarnos revestir de lo nuevo. Es una tarea que requiere de paciencia y perseverancia, porque el hombre viejo se resiste, pero el Espíritu Santo trabaja en nosotros hasta hacer resplandecer en nuestra vida la imagen de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.


    Oh Jesús, danos la gracia de renunciar a todo lo que nos ata al hombre viejo, encerrado en sus vicios y pecados, y revístenos de ti, para que nuestras vidas sean un reflejo vivo de tu luz. Así sea.



martes, 9 de septiembre de 2025

EL MONTE Y LA LLANURA


    “Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles (…) Después de bajar con ellos, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades” (Lc. 6, 12-13.17-18).


    San Lucas es el evangelista que más cuidadosamente recoge la vida de oración de Jesús. A su Evangelio se le llama, con toda propiedad, el Evangelio de la oración. En los momentos decisivos de su vida, Jesús se retira a orar. Cuando está a punto de tomar una decisión crucial, como la elección de los Doce, no lo fía todo a  su experiencia o a su conocimiento humano de los discípulos. Antes de escogerlos, ora. Antes de nombrarlos, escucha al Padre. En definitiva, antes de hablar, calla en íntima comunión con el Padre. Y no ora un ratito, sino que pasa la noche entera en diálogo con Dios.


    Lo que sigue es una verdadera lección de encarnación: después de haber subido al monte, Jesús baja a la llanura con los suyos. La oración no lo aísla, no lo aleja, no lo separa del mundo ni de los hombres, sino que le permite descender con mayor compasión, con más claridad interior, con más autoridad espiritual. Baja acompañado de aquellos que el Padre le ha dado. Y comienza su tarea: enseñar, sanar, liberar. Es la gran misión del Mesías, que ya no actúa solo, sino con sus apóstoles a su lado, iniciando con ellos el camino de la Iglesia.


    También nosotros necesitaríamos subir al monte y pasar la noche con Dios en oración. No como evasión, sino como preparación. Porque después hay que bajar a la llanura: allí donde nos esperan nuestras tareas diarias, los hermanos con sus heridas, el sufrimiento del mundo y la esperanza de tantos. Si oramos de verdad, la vida no se hará más fácil, pero sí más luminosa. Todo cristiano está llamado a vivir entre la montaña y la llanura: contemplativos en el monte, servidores en el llano.


    Señor Jesús, Maestro nuestro de oración y de apostolado, llévanos contigo al “monte” de la plegaria cada día,  para así poder escuchar al Padre. Y después, llévanos contigo a la llanura, para aprender a amar y servir como Tú. Así sea.

lunes, 8 de septiembre de 2025

PRIMICIA DE LA GRACIA


    “Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio. Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos” (Rm. 8, 28-29).


    Hoy conmemoramos la Natividad de la Virgen María, una fiesta que celebra un acontecimiento que no es narrado en las páginas de la Escritura, pero que forma parte del designio eterno de Dios. Ella tuvo que nacer, porque en los planes de Dios estaba preparada desde siempre para ser la Madre de su Hijo. Lo que para los ojos humanos parecería el simple nacimiento de una niña en una aldea galilea a finales del siglo I antes de Cristo, para la fe es el inicio visible de un misterio insondable. En aquella niña que viene al mundo, Dios ya contempla a la mujer que dará carne a su Verbo eterno.


    La lectura de San Pablo ilumina el sentido profundo de esta fiesta. Todo lo que acontece en la historia está orientado a un fin: conseguir reproducir la imagen del Hijo Unigénito. María, desde su nacimiento, está toda destinada a este designio. Ella es la primera redimida, la elegida entre todos, el espejo purísimo en el que Cristo podrá reflejarse. Si todo coopera al bien de los que aman a Dios, cuánto más la vida de María, donde nada se perdió, donde todo fue conducido por la gracia hacia el sí pleno de la Encarnación.


    Así, el nacimiento de María es un anticipo de nuestro propio destino. También nosotros, aunque entre luchas, fragilidades y errores, hemos sido llamados a reproducir la imagen del Hijo. María nos muestra que este camino es posible, porque en Ella la gracia de Dios no encontró resistencia. Ella es primicia de la nueva creación, aurora de la redención, y por eso su nacimiento es motivo de gozo para toda la Iglesia.


    Jesús, primogénito entre muchos hermanos, Tú quisiste tener una Madre santa desde su concepción y su nacimiento. Concédenos, por la intercesión de la Virgen María, que toda nuestra vida se convierta en un sí que refleje tu imagen y atraiga a muchos hacia ti. Amén.

domingo, 7 de septiembre de 2025

Y LA SÉPTIMA ES EL SILENCIO

 


    “Mucha gente acompañaba a Jesús; Él se volvió y les dijo: ‘Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí no puede ser discípulo mío’” (Lc. 14, 25-27).

    Después de las seis palabras de María en el Evangelio, queda su silencio, que a nosotros nos prepara a celebrar mañana la fiesta de su Natividad. Y ese silencio es el que lo resume todo. María no necesita más discursos porque su vida entera habla: acalla toda consideración y se queda solo con Jesús. Ella pospone en la práctica todo lo demás, incluso a sí misma. Su propio bienestar, sus afectos más íntimos, sus esperanzas humanas: todo lo coloca detrás de Jesús. Él es lo primero y lo único.


    En el Calvario, María se revela como la perfecta discípula. Ella supo hacer silencio ante sus propios razonamientos, ante el dolor más intenso, ante los ruidos interiores de la angustia y del miedo. Supo dejar que todo se acallara para permanecer firme junto al árbol de la vida, abrazada a la Cruz de su Hijo. Allí donde otros huyeron, Ella permaneció. Allí donde otros no entendían, Ella creyó. Allí donde todo parecía derrota, Ella escuchó, en silencio, al Verbo eterno que, desde la Cruz, continuaba revelando el amor del Padre en medio de la tiniebla.


    María nos enseña que el verdadero discipulado es aprender a hacer silencio a todas las cosas. Porque todo, incluso lo más legítimo, puede convertirse en ruido interior que distrae y turba. Solo cuando el alma calla ante sí misma y ante el mundo, se abre para escuchar al Hijo Amado, al Verbo del Eterno Padre, que habla sin necesidad de palabras humanas, con la suavidad del Espíritu, en lo más íntimo del corazón.


    Santa María, Madre del silencio, enséñanos a acallar lo que nos distrae y nos aparta, para que, como Tú, seamos discípulos que escuchan a Jesús y lo siguen hasta la Cruz. Amén.