viernes, 28 de noviembre de 2025

SOBRE EL MIEDO A LA MUERTE


    “Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas al que te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha redimido y te ama? Juan, en su carta, nos exhorta con palabras bien elocuentes a que no amemos al mundo ni sigamos las apetencias de la carne: ‘No améis al mundo’ —dice— ‘ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo —las pasiones de la carne y la codicia de los ojos y la arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre’. Procuremos más bien, hermanos muy queridos, con una mente íntegra, con una fe firme, con una virtud robusta, estar dispuestos a cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que esta sea; rechacemos el temor a la muerte con el pensamiento de la inmortalidad que la sigue. Demostremos que somos lo que creemos” (San Cipriano, del Tratado sobre la muerte, Cap. 18, 24).


    San Cipriano de Cartago (200-258), obispo y mártir, fue uno de los grandes Padres de la Iglesia del siglo III. En sus escritos —como este que se lee en el oficio de lecturas de hoy— ensalza la virtud de la fortaleza, la esperanza ante las persecuciones y la importancia de la unión de la Iglesia. Sus palabras brotan de la fe inquebrantable de quien sabía que el temor a la muerte es, en realidad, una forma de servidumbre: una atadura al mundo que pasa y que pretende gobernar el corazón del hombre desde el miedo. Frente a esta servidumbre, Cipriano propone la libertad del cristiano que se abandona a Dios con “una mente íntegra, con una fe firme, con una virtud robusta”, dispuesto a aceptar la muerte, cuando llegue, como un tránsito hacia la inmortalidad prometida. Y así lo demostró él mismo al morir mártir, sin temor, sellando con su sangre aquello que enseñaba.


    En esta enseñanza resplandece una hermosa y coherente visión cristiana de la vida: la existencia no necesita aferrarse desesperadamente a lo terreno, porque sabe que la victoria pertenece ya a Cristo. Cipriano nos invita a mirar la muerte de frente, sin angustia, con una certeza humilde y firme de que Él nos espera. Es un mensaje especialmente necesario hoy, cuando el miedo a la muerte se refleja en el miedo a la vejez, a la enfermedad y su cortejo de sufrimientos, debilidad y pérdida de control sobre la propia vida, etc. Así, lo que el mundo considera derrota se convierte para el discípulo en una entrada luminosa en la verdadera Vida, en la bienaventuranza y en la gloria de la luz eterna. Y así también podrá demostrarse —no con palabras, sino con la serenidad del corazón— que somos realmente lo que creemos.


    Jesús mío, concédenos vivir sin miedo a la muerte y con esperanza firme en tus promesas. Que nuestro corazón permanezca libre, confiado en la Vida que Tú has preparado para los que te aman. Así sea.

jueves, 27 de noviembre de 2025

EL ELEFANTITO BLANCO


    “Traigo a la memoria la fe sincera que hay en ti, que habitó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y estoy seguro de que también habita en ti… Desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la salvación por la fe en Cristo Jesús” (2 Tim. 1,5; 3,15).


    En las tardes de los jueves, los niños de los maristas no teníamos clase. Aquellas tardes resultaban particularmente largas. Mi hermana, en su colegio, descansaba los sábados por la tarde, y yo permanecía en casa, niño pequeño, rodeado de esa mezcla extraña de soledad, aburrimiento y ensueños que forma el corazón de los primeros recuerdos. Jugaba, leía cuentos, inventaba y escribía historias, hacía dibujos —muchos de los cuales aún conservo, gracias a que mis padres los rescataron sin saber que un día serían trozos vivos de mi memoria— y dejaba que la fantasía y el silencio me acompañaran como un segundo hogar.


    Aquellas tardes de jueves solía venir a casa una hermana de mi abuela Catalina (de quien hablé hace unos días) llamada Bárbara, nacida también en Cienfuegos. Ambas habían nacido en fiestas de santas, vírgenes y mártires, y habían recibido por eso sus nombres en el bautismo. Sus conversaciones giraban siempre alrededor de Cuba: sus recuerdos, su preocupación por los acontecimientos recientes en la isla. Era el tiempo del triunfo de Fidel Castro, del despliegue de los misiles soviéticos, de la amenaza de una guerra nuclear. La radio, en la salita, traía noticias inquietantes; ellas escuchaban preocupadas, o reían con ganas al recordar anécdotas del pasado. Yo, sin embargo, vivía en otro mundo y a mi edad no entendía casi nada. Mis tardes discurrían entre cuentos y juguetes, y en medio de la voz de aquellas dos mujeres ancianas que conversaban animadamente y quizá guardaban en el bolso el devocionario y el velo negro con que acudían a la iglesia.


    Con frecuencia venía también un hijo de mi tía abuela: a veces para hacer la visita, otras solo brevemente para recogerla. Me hablaba siempre con particular simpatía y condescendencia. Y no sé por qué, pero siempre hacía referencia a un elefantito blanco. Nunca he conseguido recordar si era un cuento que me había narrado y yo olvidé, o si era alguna comparación suya. En Navidad solía regalarnos participaciones de lotería, un regalo que a un niño le dejaba totalmente indiferente. Pero un año, sin embargo, me trajo un pequeño elefantito blanco de marfil africano. Todavía lo conservo… y aún hoy me habla.


    Aquel pequeño objeto expresaba, sin que nadie lo supiera, muchas cosas. Por una parte, la pequeñez y la fragilidad; pero era un elefante, y expresaba también fortaleza. Y era blanco, signo de inocencia, pureza, pero también de rareza y singularidad. Y todo eso —pequeñez, fortaleza, blancura, inocencia, singularidad— se me estaba transmitiendo, sin palabras, en aquellas largas tardes de los jueves: la fortaleza de la fe que empezaba a modelar silenciosamente mi personalidad; la blancura de una inocencia de la que Dios cuidaba sin que yo lo advirtiera; la pequeñez con que Él se acercaba a mi vida, escondido en detalles mínimos, casi imposibles. Incluso el marfil africano hablaba de países lejanos y hacía soñar con aventuras imposibles.


    Hoy, al mirar atrás, descubro que aquella fe doméstica, como la de la abuela Loida y la madre Eunice en la vida de Timoteo, fue mi primera herencia espiritual. No lo sabía entonces, pero Dios me estaba educando por dentro, forjándome, dejándose sentir en el ambiente de piedad que me rodeaba, en la ternura familiar, en el roce cotidiano de la vida sencilla. Es hermoso reconocer que la semilla de la fe empezó a germinar en tardes sin ruido, sin brillo, sin acontecimientos: donde solamente Él trabajaba en mi alma a través de la soledad, la imaginación, la escucha sorprendida y, a veces, incluso del aburrimiento.


    Jesús mío, gracias por haber entrado en mi infancia por la puerta humilde de los detalles pequeños. Gracias por la fe silenciosa que me llegó a través de mi familia, por la luz que Tú encendiste en aquellos días lentos y solitarios. Conserva en mi interior esa inocencia que procede de ti y haz que tu gracia siga modelando mi corazón y el de tantos niños que hoy tanto te necesitan. Amén. 

miércoles, 26 de noviembre de 2025

EN LA PRUEBA, LA LUZ


    “Os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio. Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro” (Lc. 21,12-15).


    Las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy no son un anuncio de desgracia, sino una revelación de su cercanía. El cristiano no ignora que será combatido, a veces desde fuera y otras desde dentro, incluso en el seno de su propia familia espiritual. Pero aquello que podría desanimar se convierte, por la Palabra del Señor, en un lugar de consuelo y de luz. Jesús no promete que no habrá prueba; promete algo mayor: que Él estará allí, sosteniendo la fidelidad del discípulo, dándole una fortaleza que no procede de sí mismo y una sabiduría que no nace del cálculo humano.


    La persecución visible —la de los extraños, la del mundo— quizá no golpee siempre con la misma fuerza. Tampoco, según las circunstancias, esa otra más sutil que hiere desde lo cercano, desde dentro de la propia comunidad de fe. Pero la que tiene su origen en el combate interior no cesa nunca. El desgraciado y mortal enemigo del hombre sabe cómo tocar lo que más duele, insinuando sospechas, confusiones y escrúpulos, desánimos, cansancios… Sin embargo, también ahí Jesús permanece, más cercano que nunca, ofreciendo humildad para no caer en la soberbia de las propias interpretaciones y fortaleza para atravesar el combate sin perder la paz. Los santos, desde el padre Pío hasta la humilde Teresa del Niño Jesús, y desde el Santo Cura de Ars hasta la intrépida Teresa de Calcuta, conocieron este fuego cruzado y descubrieron que en medio de él brillaba con más fuerza la gracia.


    Y cuando al cristiano se le hace oscuro el camino, estas palabras del Señor vuelven a resonar con la autoridad de quien ya ha vencido al enemigo: Él dará la palabra, Él dará la luz, Él dará la perseverancia. No estamos solos en la batalla; somos conducidos por Aquél que transforma la prueba en testimonio. O como escribe san Pablo: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp. 4,13).


    Oh Jesús, sostén mi alma en los combates que Tú quieres que yo libre. Dame humildad para reconocer mi fragilidad, y fortaleza para permanecer en ti. Que tu Palabra sea mi defensa y tu cercanía mi paz. Amén.

martes, 25 de noviembre de 2025

MÁRTIR Y MAESTRA


    Hoy celebramos la fiesta de Santa Catalina de Alejandría. Siempre que pienso en ella recuerdo a mi abuela paterna, que era cubana, y nació en Cienfuegos tal día como hoy, hace 133 años, recibiendo en su bautismo el nombre de la mártir que la Iglesia veneraba ese día.

    Catalina fue una santa con muchos devotos, una de los catorce santos auxiliadores venerados por la Iglesia medieval, y durante siglos su culto fue importante. Sin embargo, tras el Concilio Vaticano II, en 1969, su fiesta se suprimió del calendario universal porque su vida estaba envuelta en leyendas y le faltaban datos históricos firmes. Finalmente, san Juan Pablo II la restauró en el año 2002 en su antigua fecha. Habían pasado exactamente 33 años sin que se celebrara oficialmente en la liturgia. Si bien me resulta curiosa la coincidencia, lo que más me llama la atención es que Catalina no es una virgen mártir más en la lista de santas de la antigüedad.


    En efecto, la tradición nos habla de una joven cultísima de Alejandría, filósofa, formada en las escuelas del norte de la ciudad, que abrazando el cristianismo confesó su fe en las Tres Personas divinas, así como en la Unidad de su naturaleza, ante los sabios paganos de su tiempo. Con cierta fantasía ideológica muy sesgada, algunos han querido identificarla con Hipatia, otra filósofa alejandrina reivindicada por ciertos sectores actuales. La presentan como si los cristianos hubieran querido apropiarse de aquella figura femenina y darle la vuelta a la historia, creando una especie de “santa laica”, mártir víctima de los cristianos. Pero todo eso carece de consistencia histórica.


    A pesar de los elementos legendarios que la rodean, el testimonio de Catalina es un testimonio luminoso de algo que la Iglesia necesita en todos los tiempos: hombres y mujeres capaces de confesar a Cristo no solo con la pureza de sus vidas, sino también con la claridad de su razón y la elocuencia de su sangre derramada. Su figura recuerda que la fe cristiana no teme al pensamiento, sino que lo ilumina; que la verdad del Evangelio no es contraria a la inteligencia, sino su plenitud; y que Dios sigue llamando a creyentes que, ejerciendo de maestros y guías de sus hermanos, sepan mostrarles la solidez interior y la belleza de las verdades cristianas.


    Señor Jesús, fuente de la Sabiduría, Tú que fortaleciste a Santa Catalina en la claridad de su razón y en la valentía de su martirio, suscita en tu Iglesia corazones humildes y mentes iluminadas, capaces de anunciarte con ardor y convicción. Haz también que nosotros procuremos formarnos adecuadamente, para que podamos ser testigos más creíbles del Evangelio allí donde Tú nos envíes. Amén.

lunes, 24 de noviembre de 2025

DAR DE LO QUE NOS FALTA


    “Vio también una viuda pobre que echaba dos monedillas, y dijo: ‘En verdad os digo que esa viuda pobre ha echado más que todos, porque todos esos han contribuido a los donativos con lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir’” (Lc. 21,1-4).


    El Evangelio de la Misa de hoy nos presenta este texto evangélico. En él encontramos a una mujer casi invisible para todos, menos para el Señor. No tenía riquezas, por tanto tampoco la posibilidad de hacer una ofrenda que llamase la atención. Ni siquiera conservamos su nombre. Sin embargo, su gesto humilde ha llegado hasta nosotros porque Jesús así lo quiso. Nosotros, que tantas veces creemos dar mucho y sentimos la tentación de lamentarnos por lo que entregamos, descubrimos al compararnos con ella que nuestro sacrificio es pequeño. Damos algo de nuestro tiempo, algo de nuestras fuerzas, pero rara vez nos damos de verdad.


    A veces, cuando el cansancio se hace más profundo —como hoy, cuando siento que no me queda tiempo para lo que quisiera hacer y surge la queja fácil—, el óbolo de la viuda nos deja sin palabras. Su don humilde se vuelve un juicio para nuestra tibieza y flojedad. Ella no dio de lo que le sobraba sino precisamente de lo que le faltaba: se dio a sí misma. Y entonces comprendemos que lo que ofrecemos al Señor es todavía poco, muy poco, si no incluye nuestra vida entera, con su cansancio, sus límites y sus posibilidades.


    Señor Jesús, enséñame a dar sin calcular. Que mi cansancio no me encierre en mí mismo, sino que se convierta en ofrenda. Que, como aquella viuda, no me reserve nada cuando se trate de amarte. Hazme generoso, pobre de mí mismo, para que seas Tú mi única riqueza. Amén.

domingo, 23 de noviembre de 2025

QUAS PRIMAS


    “No es Cristo solamente Rey por derecho de naturaleza como Hijo de Dios, sino también por derecho de conquista: porque Él nos arrancó del dominio del pecado y nos incorporó a su Reino. (…) Su imperio abarca a todos los hombres” (Quas primas, n. 7).


    Hoy, en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, recordamos el centenario de la encíclica Quas primas, publicada por S. S. Pío XI en 1925. En ella quiso recordar a la Iglesia algo que el mundo moderno estaba olvidando: que el reinado de Cristo no es una simple metáfora espiritual, ni un puro sentimiento piadoso, sino una verdad sólida que alcanza todas las dimensiones de la existencia humana. Cristo reina, sí, en el corazón de cada creyente, como hoy se suele predicar; pero no olvidemos que su señorío no se limita al ámbito privado. Él, que es el Verbo de Dios encarnado, es también el creador de todas las cosas y la fuente de toda autoridad. Por eso su Reino no alcanza solamente a las personas, sino también a los pueblos, a la vida privada y a la vida pública. Reducir su reinado al mundo interior de la conciencia personal, es mutilar gravemente el significado de la fiesta.


    Pío XI denuncia con fuerza el error moderno que pretende organizar la sociedad “como si Dios no existiera”, expulsando a Cristo del espacio público, de las leyes y de la vida cultural. La encíclica advierte que ese laicismo agresivo (¡al que hoy algunos califican de “sano”!), acaba destruyendo la paz social, porque donde Cristo no reina, no hay verdadera justicia, ni respeto profundo por la dignidad humana. Cuando su señorío es reconocido, en cambio, se reprimen las pasiones pecaminosas, la convivencia se hace más humana, la familia se fortalece, las estructuras se purifican y la economía se orienta al bien común. Por eso, el reinado interior y el reinado social se reclaman mutuamente: la conversión personal da fundamento al orden justo, y un orden justo sostiene y facilita la vida moral de las personas.


    Para eso el Papa Pío XI instituyó la fiesta de Cristo Rey: para recordar a los cristianos que Cristo tiene derecho a reinar no solo en nuestras almas, sino también en nuestras ciudades, en nuestras leyes, en nuestras instituciones y en nuestra cultura. Su señorío es principio de orden moral para el mundo y condición de una paz verdadera. La Iglesia debe proclamar hoy con claridad, sin tibieza, la misma convicción que impulsó a Pío XI hace cien años: el mundo será plenamente humano solo cuando deje que Cristo sea su Rey.


    Jesús, Rey nuestro, ordena nuestro corazón y ordena también nuestro mundo para que en ambos brille la paz que nace de tu verdad. Amén.

sábado, 22 de noviembre de 2025

UN CÁNTICO NUEVO


        En esta fiesta de Santa Cecilia, patrona de los músicos, la liturgia de las horas nos ofrece un largo y bello texto de San Agustín, en el que el santo Doctor de la Iglesia comenta el Salmo 32. 

Dad gracias al Señor con la cítara… cantadle un cántico nuevo”. Y Agustín explica que no basta con afinar el instrumento o la voz, sino que es la vida entera la que debe convertirse en un canto. “El cántico nuevo”, dice, “no es para el hombre viejo, sino para el hombre renovado, nacido de la gracia”. Un cántico que no se apoya en melodías humanas, sino que procede de una música diferente: la que nace en un lugar donde ya no alcanzan las palabras, un júbilo que brota del corazón cuando descubre a Dios.


    Nuestra existencia, vista desde la fe, es como una partitura misteriosa. Todo está escrito en un pentagrama invisible que no es de este mundo: comenzamos con una clave que no se parece a ninguna de nuestras claves musicales, una clave celestial que solo el Espíritu puede descifrar. Y en cuanto el alma aprende a mirar así la realidad, empieza a descubrir que nada es casual; todo, incluso lo que parece disonante, forma parte de una armonía secreta que acompaña el canto silencioso de los ángeles. Vivir es aprender a escucharla. Vivir es también interpretar esa melodía interior, donde cada acto de amor, cada fidelidad pequeña, cada entrega, es una nota que se integra en la gran sinfonía de Dios.


    San Agustín nos recuerda que esta música no se canta solo con palabras. Llega un momento en que la alegría es tan grande que las palabras sobran, y solo queda el júbilo: un sonido puro que brota de un corazón que no puede callar. Es el canto de los que, aun sin saber expresarlo, saben que han sido tocados por la gracia. En esta fiesta de Santa Cecilia volvemos a escuchar esa invitación: dejar que nuestra vida entera se convierta en un cántico nuevo, interpretado con maestría y con júbilo, afinado por el Espíritu, sostenido por la armonía eterna de Dios.


    Señor Jesús, concédenos la gracia de que todo lo que somos —nuestros gestos, nuestros silencios, nuestros días de rutina y nuestras noches oscuras— entre a formar parte de la melodía que Tú compones en nosotros. Haznos vivir desde esa música que no envejece, la que nace del cielo y vuelve al cielo. Que nuestra vida sea un cántico nuevo para la gloria del Padre. Amén.

viernes, 21 de noviembre de 2025

MI CIELO ES AHORA


   

  “Él contestó al que le avisaba: ‘¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?’ Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: ‘Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre’” (Mt. 12,48-50).


    Ayer asistí a una muy interesante conferencia del Dr. Mario Alonso Puig, y me llamó la atención una idea luminosa: no podemos hipotecar el presente en aras del futuro. No es solo la meta la que debe hacernos felices, sino también el camino que recorremos. Para un cristiano, ese camino es camino de cruz, pero no por ello deja de ser un camino de auténtica alegría. Esa felicidad desbordante estuvo presente en la vida de los apóstoles durante el seguimiento de Jesús en los días de su vida mortal, y todavía más después de la Ascensión y de la venida del Espíritu Santo. De la misma manera, el Espíritu que se derramó sobre la Santísima Virgen María, y que recibimos también nosotros, hace que nuestro caminar en pos de Cristo sea un camino de gozo incluso humano, compatible con el dolor, con los fracasos y con las persecuciones. Él mismo nos lo prometió: “la paz os dejo, mi paz os doy” (Jn. 14,27); y también: “entonces se alegrará vuestro corazón, y esa alegría nadie os la podrá quitar” (Jn. 16,22).


       La palabra de Jesús, que escuchamos en el Evangelio de esta fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen, nos devuelve a lo que es verdaderamente central. La auténtica identidad del discípulo nace de hacer la voluntad del Padre aquí y ahora. Somos familia de Cristo cuando vivimos como Él, cuando el querer del Padre se convierte en nuestra propia alegría. Y el camino que Jesús nos invita a recorrer, un camino con su cruz y con su luz, ya es parte del paraíso que buscamos. Nuestra meta no se encuentra solamente en el futuro: nuestra meta se encuentra también en el presente. Cada paso es nuestra meta, cada día, cada hora y cada minuto de nuestra vida son nuestra meta y nuestro cielo.


    Jesús, Señor mío, Tú que extiendes tu mano hacia tus discípulos y los llamas hermanos, haz que viva cada instante como un don tuyo. Dame entrar en tu voluntad con paz y dejarme inundar por tu alegría. Que mi presente sea tu presencia, y que mi camino, unido a ti, sea ya comienzo del cielo que deseo. Amén.

jueves, 20 de noviembre de 2025

ENTRO EN LA VIDA


    Noviembre vuelve a recordarnos que la muerte es parte de la vida. Para los católicos es el mes de los difuntos y, por eso mismo, nos invita a contemplar esta verdad con un corazón despierto. No se trata de un pensamiento triste ni espeluznante. Los mundanos se preparan a comenzar noviembre celebrando Halloween, donde se ensalza una idea de la muerte tenebrosa, oscura, o a veces envuelta en humor para no enfrentarse a esa dura realidad que nos llegará a todos. Pero para los cristianos la muerte es una verdad humilde y sencilla, que acompaña nuestra vida de fe desde el principio.


    Ayer falleció una hermana de mi madre, a quien yo conocí cuando ella era todavía una bonita niña pecosa, con trenzas rubias, como un ángel sonriente y curioso. Este hecho, ya esperado por su enfermedad, pero no por ello menos doloroso, me llena de nostalgia y, al mismo tiempo, de gratitud por el tiempo vivido y por los vivos recuerdos. También me invita a mirar la muerte con la serenidad que brota cuando uno trata de instalarse en la confianza y en el abandono. La Iglesia dedica, de hecho, este mes a los difuntos porque sabe que ningún cristiano puede vivir de espaldas a esta realidad que nos aguarda.


    La respuesta cristiana a la muerte no es una teoría, sino una esperanza. Santa Teresa del Niño Jesús lo expresó con la pureza de quien miraba más allá con los ojos del alma: “Yo no muero”, escribió, “entro en la vida”. Y por su parte San Francisco de Asís nos enseñó a llamar “hermana” a la “muerte corporal”, que no es una enemiga, sino una compañera que nos conduce al encuentro definitivo. Más recientemente Benedicto XVI recordó que “la muerte no tiene la última palabra: la última palabra la tiene el Amor”. Y San Juan de la Cruz, el místico doctor, nos dejó esta sentencia: “A la tarde te examinarán en el amor”. Y así es: al final no nos pedirán cuenta de los miedos padecidos, ni de las derrotas sufridas, ni de las sombras pasadas… sino sólo del amor. Porque el amor es lo único que traspasa la frontera del tiempo. 


    Para un cristiano, la muerte permanece siempre envuelta en la luz de Cristo. Y esa luz, aun en los días tristes de la despedida, sostiene nuestra esperanza y nos recuerda que caminamos hacia un abrazo que no tendrá fin.


    Señor Jesús, Tú que has vencido la muerte y has abierto para nosotros la puerta de la Vida, mira con misericordia a quienes han partido y recíbelos en tu paz. Danos un corazón confiado para vivir cada día en tu presencia y para esperar nuestra hora sin miedo, sostenidos por tu amor. Que la luz de tu Resurrección ilumine nuestras sombras y convierta nuestra nostalgia en esperanza firme. Acompáñanos siempre, Señor, hasta el abrazo definitivo contigo. Amén.

miércoles, 19 de noviembre de 2025

LA DULZURA DE LA ESPERANZA


    “‘El justo se alegra con el Señor, espera en él, y se felicitan los rectos de corazón’ (…) Ahora amamos en esperanza. Por esto dice el salmo: ‘el justo se alegra con el Señor’ y añade: ‘y espera en él’, porque aún no posee la clara visión. ¿Cuál es la explicación de que nos alegremos con el Señor, si él está lejos? ¡En realidad no está lejos! Tú eres quien hace que esté lejos. Ámalo y se te acercará; ámalo y habitará en ti. ‘El Señor está cerca. Nada os preocupe’. ¿Quieres saber en qué medida está en ti, si lo amas? ‘Dios es amor’ (…) ¿Qué es el amor? El hecho mismo de amar. ¿Y qué amamos? El bien inefable, el bien creador de todo bien. Sea Él tu delicia, pues de Él has recibido todo lo que te deleita” (De los sermones de san Agustín, Sermón 21, 1-4).


    Hoy leemos este texto de san Agustín, que comenta el Salmo 64(63), en la liturgia de las horas, en concreto en el oficio de lecturas. Hay palabras que, al leerlas, ensanchan el alma: no por su brillo literario, sino porque contienen una verdad nacida de la experiencia. San Agustín habla como quien, en ciertas etapas primeras de su vida, conoció la lejanía de Dios; pero habla también como quien ha descubierto, con una sorpresa que le transforma, su cercanía. No estamos lejos del Señor por un defecto que pueda achacársele, sino por un desorden que se ha insinuado en nuestro corazón. Basta un gesto de amor, un movimiento sincero del alma, para que Dios, que nunca se ha marchado, se haga sentir de nuevo habitando en nosotros. Por eso el justo se alegra aun en la espera, porque la esperanza ya es un modo de tocar y de gozar aquello que todavía no vemos.


    La esperanza se vuelve dulce cuando comprendemos que amar —el mismo amar— es ya un don recibido, una gracia que precede a todo. No amamos con nuestras propias fuerzas, sino porque el Bien eterno, el Bien creador de todo bien, se comunica a nosotros y nos sostiene desde dentro en nuestra debilidad. Amar es entrar en comunión con la fuente de toda alegría, y cuando Él se convierte en nuestra delicia, el corazón comienza a transformarse, a serenarse, a vivir como quien ya ha encontrado su morada, a gustar la paz que es Dios mismo.


    Jesús amado, acércate a mi fragilidad y quédate conmigo. Dame un corazón que ame más, que espere más, que se alegre más en ti. Haz que seas tu mi delicia y que toda mi vida nazca de tu amor y vuelva a tu amor. Amén.

martes, 18 de noviembre de 2025

CONTEMPLAR DESDE EL ÁRBOL


    “Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo: ‘Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa’” (Lc. 19,1-5).


    Zaqueo, protagonista del Evangelio de hoy, es un hombre que se niega a aceptar que su pequeñez —la interior más que la física— le impida encontrarse con Jesús. El desprecio ajeno no lo detiene, y quizá por eso se atreve a subir a un árbol como un niño: ridículo a los ojos del mundo, valiente a los ojos de Dios. Ese gesto casi infantil encierra una sabiduría preciosa: cuando uno desea ver a Jesús, cuando lo busca de verdad, ya no importan ni el prestigio, ni la reputación, ni el juicio de los demás. Y el Señor nunca es indiferente a esa búsqueda. Basta un solo movimiento sincero para que Él levante los ojos, nos llame por nuestro nombre y quiera entrar en nuestra casa, en nuestra vida, en lo que somos y en lo que tenemos.


    Pero en un mundo tan instalado en las apariencias, tan pendiente de la imagen y tan obsesionado por la aceptación social, ¿dónde encontrar hoy ese árbol al que subirnos para ver pasar a Jesús? El único árbol donde siempre se le encuentra es la cruz. No una cruz abstracta, sino la concreta de cada día: humillaciones, contrariedades, enfermedades, penas ocultas, injusticias sufridas, heridas antiguas que quizás otros no ven pero que Dios sí mira… Subirse ahí cuesta, es incómodo, parece impropio. Y, sin embargo, es exactamente en ese árbol donde la mirada de Cristo se vuelve más cercana y más salvadora.


    Santa Ángela de la Cruz (1846-1932) lo expresó con una audacia que sigue estremeciendo el alma: 

“Oh hermosas deshonras.

Oh bellísimas humillaciones.

Oh preciosísimos desprecios.

Oh tesoros escondidos y desconocidos de tantos…

¡Quién os poseyera!” (Apuntes espirituales, 1873-1875). 

    Ella había descubierto que la cruz no es un espantajo, ni solo dolor: es un mirador, un balcón que se abre al cielo. Desde ella, uno contempla mejor a Jesús, se deja ver por Él y escucha sus palabras más íntimas y amorosas. Son esos “tesoros escondidos” los que hacen posible que el Señor nos encuentre, porque la cruz nos quita lo que nos estorba para ver: la vanidad, la autosuficiencia, la necesidad de agradar, la distracción constante.


    Jesús sigue pasando —hoy, aquí, en nuestra Jericó contemporánea—. Si queremos reconocerlo, quizá tengamos que atrevernos como Zaqueo a correr hacia adelante, a subirnos a la cruz que divisamos en nuestra vida, y desde allí esperar a que Él levante los ojos. ¡Y los levanta siempre!


    Oh Jesús, nuestro Señor crucificado: enséñanos a subir al árbol que Tú mismo has plantado para nosotros. Danos tu gracia para no huir de las humillaciones, para abrazar las pequeñas cruces que nos purifican y nos acercan a ti. Que en ese mirador sagrado, al que el mundo no quiere subir, podamos verte pasar y escuchar tu voz que nos llama por nuestro nombre. Amén.

lunes, 17 de noviembre de 2025

ÁNGELES DEL CAMINO


    “Había un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le informaron: ‘Pasa Jesús el Nazareno’. Entonces empezó a gritar: ‘¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!’ Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: ‘¡Hijo de David, ten compasión de mí!’ Jesús se paró y mandó que se lo trajeran” (Lc. 18,35-40).


    El grito del ciego de Jericó nace de la verdad y de la humildad. No reclama nada, no presume de nada, no se apoya en méritos propios: sencillamente reconoce que Jesús pasa, y por eso grita. Suplica aun cuando todos intentan silenciarlo, pide sin amor propio, sin orgullo, como quien sabe que su única esperanza es el Señor. Ese clamor pobre, frágil e insistente atraviesa el ruido del gentío y llega directamente al Corazón de Jesús. Porque así debe ser siempre la oración perseverante: una súplica que brota de la miseria reconocida y del deseo sincero de salvación.


    Sin embargo, el Evangelio nos revela un detalle precioso: Jesús no lo llama directamente, sino que manda que se lo acerquen. Él quiere servirse de mediaciones humanas. La gracia siempre es divina, pero casi siempre llega envuelta en rostros concretos. Y aquí se abre un abanico inmenso de posibilidades: una palabra dicha en el momento justo, una invitación discreta, un buen ejemplo que ilumina, una corrección fraterna que despierta, una presencia silenciosa que sostiene, un testimonio que siembra inquietud, un abrazo que reconcilia… así es como Dios prepara el camino del alma hacia Él. No suele actuar en solitario, sino suscitando manos humanas que abrazan, acompañan, orientan y elevan.


    Por eso la tradición bíblica llama ángeles a quienes son mensajeros de Dios: “ángelos, en griego, significa precisamente “mensajero”. El Señor tiene ángeles espirituales que custodian y protegen, pero también ángeles humanos, que despejan caminos, despiertan la fe, sostienen en la noche y conducen hacia la Luz. La historia del ciego de Jericó es la historia de todos nosotros: si hoy podemos clamar hacia Cristo, es porque antes alguien —o muchos— nos llevaron de la mano, nos hablaron de Él, nos acompañaron hasta su Presencia.


    Señor Jesús, Tú que escuchas el clamor del pobre y te detienes ante quienes te llaman: gracias por todos los ángeles espirituales y humanos que has puesto en nuestras vidas. Danos un corazón agradecido para reconocerlos y, cuando Tú lo quieras, haz que también nosotros seamos instrumentos dóciles de tu gracia para que otros puedan acercarse a ti. Así sea.