viernes, 14 de noviembre de 2025

UN NUEVO PAGANISMO

    “Son necios por naturaleza todos los hombres que han ignorado a Dios y no han sido capaces de conocer al que es a partir de los bienes visibles, ni de reconocer al artífice fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa y a los luceros del cielo, regidores del mundo. Si, cautivados por su hermosura, los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Señor, pues los creó el mismo autor de la belleza” (Sb. 13,1-3).


    Este texto del Libro de la Sabiduría, que se proclama como primera lectura en la misa de hoy, tan antiguo y tan actual, describe con asombrosa claridad lo que estamos viviendo: un nuevo paganismo que se extiende, casi sin advertirlo, bajo formas respetables y seductoras. Muchos hombres —y también muchos cristianos— se acercan a la naturaleza con una admiración que, en sí misma, es buena: la belleza de lo creado invita a alabar al Creador. Pero ese camino recto se tuerce cuando la naturaleza comienza a ser vista como depósito de energías misteriosas: se celebran solsticios y equinoccios con ritos que evocan antiguos cultos paganos, se invocan fuerzas telúricas, se mira a los astros buscando en ellos un poder que no poseen. Sobre este terreno espiritual surgen expresiones hoy muy difundidas: se habla de la “Madre Tierra”, como si la tierra fuera un sujeto personal y no una criatura; se absolutiza la “casa común”, olvidando que la única casa verdaderamente común es la Iglesia, donde Dios nos engendra a la vida divina. Y se propone una y otra vez la necesidad de una “conversión ecológica”, mientras se silencia la única conversión real y necesaria: volvernos a Jesucristo, que nos saca del pecado y nos introduce en el ámbito de la gracia.


    Vivimos inmersos en una “sensibilidad verde” que exalta la naturaleza como si fuera la última instancia, que concede a los animales un estatuto casi fraterno, que los iguala al hombre como si todos ocupáramos un lugar equiparable en la creación. Pero la Sabiduría de Israel nos recuerda que Dios los creó “para el hombre”, para que le ayudaran y le sirvieran, no para que ocuparan un lugar que solo corresponde al ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios. La belleza del universo —los astros, el viento, el mar, los montes, la vida animal— es un don magnífico, pero sigue siendo criatura. Todo ello apunta hacia Otro. Y cuando el hombre se queda en la criatura sin reconocer al Creador, cuando se deslumbra por lo visible sin elevarse hacia el Invisible, cuando se queda mirando al dedo sin fijarse en la dirección que señala, termina adorando lo que pasa y olvidando a Quien permanece.


    Volver a la fe es volver a Jesucristo, única Luz y único Salvador del mundo. Solo Él nos revela el rostro del Padre, solo su gracia transforma realmente la vida. Por eso necesitamos recuperar la sabiduría de la Palabra, dejar que su verdad purifique nuestro corazón y nos enseñe a contemplar la creación como lo que es: obra del Autor de la belleza, que nos la entrega para nuestro bien y para su gloria.

    Padre Dios, abre nuestros ojos para que reconozcamos tu presencia más allá de las criaturas visibles; enséñanos a amarlas sin adorarlas, a respetarlas sin absolutizarlas y a servirnos de ellas con responsabilidad. Conviértenos a tu Hijo Jesucristo, para que vivamos en su gracia y te demos gloria y honor por los siglos. Amén.

jueves, 13 de noviembre de 2025

MARAVILLAS AQUÍ Y AHORA


    “Los fariseos preguntaron a Jesús: ‘¿Cuándo va a llegar el reino de Dios?’ Él les contestó: ‘El reino de Dios no viene aparatosamente, ni dirán: está aquí o está allí, porque, mirad, el reino de Dios está en medio de vosotros’. Dijo a sus discípulos: ‘Vendrán días en que desearéis ver un solo día del Hijo del hombre, y no lo veréis. Entonces se os dirá: está aquí o está allí; no vayáis ni corráis detrás, pues como el fulgor del relámpago brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su día’” (Lc. 17,20-24).


    A veces, como aquellos fariseos, los cristianos de nuestra generación quieren señales extraordinarias. Nos atrae lo que deslumbra, lo que promete atajos hacia lo divino, lo que parece garantizarnos una experiencia distinta, intensa, casi inmediata de Dios. Sin darnos cuenta, no buscamos al Señor: buscamos “algo” del Señor. Sin embargo, Jesús nos conduce siempre hacia el “ahora”. “El reino de Dios está en medio de vosotros”. Lo que vivimos no define lo que somos, pero sí es el lugar donde Dios quiere hacer crecer lo que Él ha sembrado silenciosamente en nuestro interior. No viene aparatosamente, porque Dios no se esconde en lo espectacular, sino en lo que pasa casi desapercibido: la Palabra escuchada con humildad, la Eucaristía recibida y adorada con fe, el amor concreto ofrecido al prójimo…


    Vivimos tiempos en los que muchos corren de un lugar a otro movidos por la curiosidad espiritual. Quieren experiencias nuevas, revelaciones recientes, objetos santos, fenómenos extraordinarios… como si la salvación dependiera de lo que nuestros ojos ven o de lo que nuestras manos tocan. Pero Dios no está en esos atajos: está en lo sencillo. Nos sucede como a Naamán, el general sirio (2 Re. 5,1-14), que esperaba un rito complicado para curarse de la lepra, y se indignó al oír que el profeta Eliseo le prescribía algo tan simple como bañarse siete veces en el Jordán. También nosotros, cuando se nos recuerda que la gracia llega por caminos humildes —el Evangelio acogido con fe, los sacramentos vividos con hondura, el perdón ofrecido generosamente— podemos pensar que eso es demasiado poco. Y, sin embargo, ahí está todo: en lo inmediato, en lo cercano, en el presente.


    La contemplación no brota de la dispersión, sino del contacto real con la vida. Crece cuando dejamos de perseguir fuegos fatuos y luces lejanas, y permitimos que la semilla de la Palabra arraigue en la tierra que somos. El Señor no necesita escenarios especiales para visitarnos; necesita solamente un corazón lleno de fe, atento al momento. “En medio de vosotros” quiere decir aquí, ahora, en lo que estás viviendo hoy. Es ahí donde su Reino florece y donde Él prepara y afina nuestra mirada para el día de su venida gloriosa.


    Señor Jesús, enséñanos a encontrarte en lo sencillo y a vivir abiertos al misterio de tu presencia. Líbranos de la curiosidad que dispersa y danos la fidelidad del que escucha tu Palabra, del que te recibe en la Eucaristía, del que ama en lo concreto. Que tu Reino crezca en nuestro aquí y en nuestro ahora. Amén.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

JOSAFAT, TESTIGO DE LA PAZ


    Hoy, 12 de noviembre, la Iglesia celebra la fiesta de San Josafat. Tal vez más de uno se pregunte quién fue este santo. Nació en Ucrania hacia 1580 y murió mártir en 1623. Era monje basiliano y arzobispo de la Iglesia rutena, una de las Iglesias orientales unidas a Roma. Desde muy joven se sintió profundamente atraído por la oración y por el deseo de reconciliar a los cristianos separados: soñaba con que el oriente y el occidente, divididos por siglos de desconfianza, volvieran a encontrarse en la misma fe y en la misma comunión con el Papa.


    Esa aspiración a la unidad marcó toda su vida y fue la causa de su muerte. San Josafat trabajó incansablemente para acercar a los ortodoxos al catolicismo, con dulzura, paciencia y su ejemplo personal. Pero su celo le granjeó enemigos. Lo persiguieron y, finalmente, una turba lo asesinó con crueldad en Vitebsk, cuando apenas tenía cuarenta y tres años. Cayó agonizante por tierra, como Cristo, perdonando a sus enemigos y ofreciendo su vida por la unidad de la Iglesia. Por eso fue llamado el “mártir de la unión”.


    San Josafat fue ucraniano. No podemos olvidar que Ucrania sufre hoy una guerra que parece no tener fin. Al principio ocupaba portadas y titulares y se le dedicaba mucho tiempo en los informativos de televisión; ahora apenas si se la menciona. Pero el sufrimiento continúa: pueblos destruidos, familias rotas, niños sin hogar, miedo, hambre, muerte. Nos hemos ido acostumbrando al horror, pero los cristianos no debemos hacerlo. Estamos llamados a sostener la esperanza de quienes viven en medio del dolor. San Josafat, que procuró la unidad de los cristianos, puede hoy interceder por la paz de su tierra, para que cese el ruido de las armas y se restablezca la fraternidad entre los pueblos. Su testimonio nos recuerda que la unidad y la paz comienzan siempre en el corazón que perdona.


    Señor Jesús, Príncipe de la paz, por intercesión de tu mártir San Josafat, mira con misericordia al pueblo ucraniano. Consuela a los que sufren, fortalece a quienes defienden su patria y su libertad, convierte los corazones endurecidos por el odio y concede a todo el mundo la gracia de poder perdonar y el don de la paz verdadera, que solo Tú puedes dar. Amén.

martes, 11 de noviembre de 2025

MARTÍN DE LA CARIDAD


    “Ellos (los discípulos de Martín), todos a una, empezaron a entristecerse y a decirle entre lágrimas: ‘¿Por qué nos dejas, padre? ¿A quién nos encomiendas en nuestra desolación? Invadirán tu grey lobos rapaces; ¿quién nos defenderá de sus mordeduras, si nos falta el pastor? Sabemos que deseas estar con Cristo, pero una dilación no hará que se pierda ni disminuya tu premio; compadécete más bien de nosotros, a quienes dejas’. Entonces él, conmovido por este llanto, lleno como estaba siempre de entrañas de misericordia en el Señor, se cuenta que lloró también; y, vuelto al Señor, dijo tan sólo estas palabras en respuesta al llanto de sus hermanos: ‘Señor, si aún soy necesario a tu pueblo, no rehuyo el trabajo; hágase tu voluntad’. ¡Oh varón digno de toda alabanza, nunca derrotado por las fatigas ni vencido por la tumba, igualmente dispuesto a lo uno y a lo otro, que no tembló ante la muerte ni rechazó la vida! Con los ojos y las manos continuamente levantados al cielo, no cejaba en la oración; y como los presbíteros, que por entonces habían acudido a él, le rogasen que aliviara un poco su cuerpo cambiando de posición, les dijo: ‘Dejad, hermanos, dejad que mire al cielo y no a la tierra, y que mi espíritu, a punto ya de emprender su camino, se dirija al Señor’” (Sulpicio Severo, Cartas 3,6.9-10.11.14-17.21: SC 133,336-344).


    Hoy es la fiesta de san Martín de Tours (316?-397). Por haber celebrado durante varios años la misa en una iglesia a él dedicada, le soy devoto. Su muerte fue el último acto de una vida enteramente entregada a Dios y a los hombres. Hasta el final conservó su alma de pastor, dispuesta al sacrificio por sus fieles, sensible al sufrimiento de quienes lo amaban. Su oración final resume la caridad perfecta: un corazón totalmente abandonado a la voluntad divina y al mismo tiempo ardiente en la solicitud por los demás. “Si aún soy necesario a tu pueblo, no rehuyo el trabajo”: en esas palabras resplandece el amor que vence el cansancio y el miedo, porque se alimenta en la fe viva y en la unión con Cristo.


    En san Martín se unen el deseo del cielo y la entrega a sus tareas en la tierra; el impulso de la contemplación y la paciencia del servicio. Su vida fue oración continua, mirada constante hacia lo alto, pero también mirada compasiva hacia los hermanos. No buscó reposo para sí sino siempre el bien de las almas. En su humildad supo mantenerse en pie cuando era necesario, y caer de rodillas cuando el Espíritu lo impulsaba. Así, su muerte no fue un final, sino el cumplimiento de una existencia en la que el amor a Dios y al prójimo se fundieron en un mismo fuego.


    Pidamos al Señor que nos conceda un corazón semejante al de san Martín: vigilante en el amor, pronto para servir, y firme en la esperanza.


    Señor Jesús, Pastor eterno, enséñanos a mirar al cielo sin olvidar la tierra; a buscar tu gloria en el servicio, a no negarnos nunca a los hermanos, y a morir a nosotros mismos por amor a ti. Amén.

lunes, 10 de noviembre de 2025

INESPERADA COMUNIÓN


    “Si tu hermano te ofende, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: ‘Me arrepiento’, lo perdonarás». Los apóstoles le dijeron al Señor: «Auméntanos la fe». El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, y os obedecería” (Lc. 17,3-6).


    El Evangelio de hoy une dos cosas que no suelen vincularse fácilmente: el perdón y la fe. Jesús manda perdonar siempre, sin cansarse, sin límites. Y los apóstoles, al escuchar esa exigencia tan radical, no piden más fortaleza ni más paciencia, sino más fe. Comprenden que solo quien cree profundamente puede perdonar de verdad. No se trata de una habilidad emocional, ni siquiera de una disposición moral, sino de una confianza en el poder de Dios que actúa en el corazón humano. El perdón nace de la fe, y la fe se fortalece en el perdón.


    Ayer lo comprendí de un modo distinto e inesperado. Por la mañana, celebrando dos misas en una hermosa y muy visitada capilla de Sevilla, tuve la impresión de que muchos asistían como espectadores de un rito bello, más que como participantes en un misterio de comunión. Por la tarde, en cambio, estuve en un gran banquete fraterno que duró cinco horas, organizado por una Hermandad que da culto al Santísimo Sacramento en el pueblo en que vivo; y, para mi sorpresa, allí encontré un ambiente de verdadera comunión: las risas, las conversaciones, los recuerdos y las anécdotas compartidas, el homenaje a los hermanos que cumplían cincuenta años en la Hermandad… todo respiraba una alegría profundamente humana y, a la vez, suavemente divina. Al final de las distintas intervenciones todos repetían las mismas palabras: “Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar”.


    En aquel salón, que había sido una bodega, comprendí que también allí se hacía presente el Señor. Porque la comunión no es solo un gesto litúrgico, ni se agota en la recepción del Sacramento: es la participación sincera en la vida del otro, la fraternidad auténtica, el perdón ofrecido, la comprensión mutua, la alegría contagiosa. Cuando las personas se sientan juntas en torno a la mesa, cuando comparten el pan y el vino, cuando se escuchan, se perdonan y se alegran de verse, entonces Cristo mismo pasa de nuevo en medio de ellas, y su presencia aumenta nuestra fe.


    Señor Jesús, enséñanos a descubrirte en la mesa donde compartimos la vida. Que sepamos reconocer tu presencia tanto en el altar como en la alegría fraterna. Auméntanos la fe para poder perdonar siempre, y para vivir en comunión contigo y entre nosotros. Amén.

domingo, 9 de noviembre de 2025

UN CULTO ESPIRITUAL


    “Intervinieron los judíos y le preguntaron: ‘¿Qué signos nos muestras para obrar así?’ Jesús contestó: ‘Destruid este templo, y en tres días lo levantaré’. Los judíos replicaron: ‘Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?’ Pero Él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús” (Jn. 2,18-22).


    En la fiesta de la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán comprendemos por qué esta celebración, con oraciones y lecturas propias, puede anteponerse al domingo: no honramos solo una basílica venerable, la catedral de Roma cuyo obispo es el Vicario de Cristo, sino el misterio de la Iglesia edificada sobre el mismo Señor. Él es el verdadero templo, el lugar definitivo del encuentro entre Dios y los hombres. Ya había anunciado en diálogo con la samaritana (Jn. 4,21-24) que no sería ni en Jerusalén ni en el monte Garizín donde se daría culto al Padre, sino “en espíritu y en verdad”: en Él, en su humanidad santísima, aprendemos a adorar al Padre.


    Las iglesias de piedra nacieron como espacios de asamblea cuando cesaron las persecuciones; pero la inteligencia de la fe fue conduciéndonos más allá del mero “lugar de reunión”. El sagrario, surgido para reservar la Eucaristía y llevar la Comunión a los enfermos, empezó a ocupar el centro afectivo y real de nuestras iglesias: allí late el Corazón eucarístico de Cristo. Como vio el profeta Ezequiel, “vi que manaba agua por debajo del umbral del templo hacia el oriente… y donde llegaba aquel torrente, todo ser viviente que se movía recobraba la vida” (Ez. 47,1.9). Esa corriente que sale del templo es imagen de la gracia que brota del Corazón de Cristo y vivifica a la Iglesia, fecundando las almas con su Espíritu. Así, la iglesia de piedras sirve y expresa a la Iglesia de personas, que se reúne para escuchar la Palabra de Dios, ofrecer el santo sacrificio de la Misa y adorar.


    Cada bautizado, injertado en Cristo, es también templo espiritual, morada del Espíritu. Por eso, veneramos nuestras iglesias con profundo respeto, procuramos la belleza en la liturgia que en ellas celebramos, y al mismo tiempo cuidamos nuestro propio cuerpo y nuestra alma en la verdad, en la pureza y en la caridad. Celebrar la basílica de Letrán es confesar que toda catedral, parroquia, ermita o capilla es signo de Cristo presente en medio de su pueblo, y que nuestra vida entera ha de convertirse en culto agradable al Padre.


    Señor Jesús, templo santo del Padre, enséñanos a adorarte en espíritu y en verdad. Haz de nuestras comunidades y de nuestros corazones morada tuya, para que, viviendo de tu Eucaristía, seamos piedras vivas de tu Iglesia. Amén.

sábado, 8 de noviembre de 2025

ORANDO JUNTOS


    “No podéis servir a Dios y al dinero. Los fariseos, que eran amigos del dinero, estaban escuchando todo esto y se burlaban de Él. Y les dijo: ‘Vosotros os las dais de justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones, pues lo que es sublime entre los hombres es abominable ante Dios’” (Lc. 16,13-15).


    Ayer celebramos un nuevo encuentro del grupo de oración Reina de la Paz, un grupo que fundé hace ya trece años y que acompaño desde entonces. La fidelidad de este grupo me ha hecho comprender de manera muy concreta lo que enseña el Evangelio: que hay que servir a un solo Señor. Perseverar juntos en la oración, mes tras mes, mantiene viva la fe, refuerza los compromisos y ayuda a sostener la esperanza. En torno a la Eucaristía, a la formación espiritual, al Rosario meditado y a la adoración del Santísimo, el grupo se ha convertido en un espacio donde muchos han aprendido a elegir de nuevo a Dios como centro de sus vidas, y a discernir sus prioridades.


    También para mí ha sido una fuente de gracia. En estos años he vivido momentos de especial luz interior, intuiciones y consuelos que han nacido precisamente en la oración compartida. He comprobado que el Espíritu Santo se derrama de un modo particular cuando la Iglesia ora unida, pues Cristo cumple su promesa de estar presente allí donde dos o tres se reúnen en su nombre. La oración comunitaria nos convence de que no basta con una fe individual, sino que necesitamos sostenernos unos a otros para no cansarnos en el camino.


    En los últimos cinco años, nuestro grupo Reina de la Paz ha pasado a formar parte de los Grupos de Oración del Padre Pío, movimiento fundado por San Pío de Pietrelcina en respuesta al llamamiento del Papa Pío XII a formar, por todas partes, comunidades orantes. Bajo ese paraguas espiritual, hemos sentido más viva nuestra pertenencia a la Iglesia universal. Ayer, como en cada encuentro, Cristo se nos volvió a hacer presente en medio del grupo, y su presencia nos renovó, nos purificó y nos fortaleció en la fidelidad al único Señor.


    Señor Jesús, gracias por tu presencia en medio de los que oran unidos. Haz que todos los grupos de oración de la Iglesia perseveren en la fidelidad y en la sencillez de la oración compartida. Que nunca falte en ellos la luz del Espíritu y que, sirviéndote con corazón indiviso, sean en el mundo testigos vivos de tu amor y de tu presencia. Amén.

viernes, 7 de noviembre de 2025

TÚ AL MENOS


    “El Señor da a conocer su salvación, revela a las naciones su justicia. Se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel. Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad” (Sal. 97,2-4).


    El salmista canta, en el salmo responsorial de hoy, la manifestación de la salvación de Dios ante todos los pueblos. No se trata de un acontecimiento oculto ni reservado a unos pocos elegidos, sino de una revelación abierta, luminosa y universal. Dios muestra su justicia y su misericordia como quien abre un camino nuevo en medio de la historia humana. En Cristo, esta promesa alcanza su plenitud: Él es la Salvación hecha carne, la mano tendida del Padre a sus hijos, el Rostro de la fidelidad de Dios que se da a conocer hasta los confines de la tierra.


    Hoy, primer viernes de mes, recordamos las promesas del Corazón de Jesús reveladas a la monja salesa Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690). El Señor le mostró las profundidades de su Amor herido, deseoso de reparación y de atraer a todos hacia la fuente de su misericordia. A través de esta devoción, Jesús sigue dando a conocer su salvación al mundo: su justicia es el Amor que perdona, su victoria es la misericordia que vence al pecado.


    Entre las revelaciones recibidas por Santa Margarita María, destaca la llamada “gran promesa”: Jesús aseguró que concedería la gracia de la perseverancia final —es decir, morir en gracia de Dios— a quienes comulgaran durante nueve primeros viernes de mes seguidos, con la intención de reparar las ofensas cometidas contra su Corazón. Esta práctica de amor reparador no es un rito mágico, ni un “seguro de vida eterna” por el que se paga un precio, sino una escuela de fidelidad: nos invita a unirnos a Cristo en su deseo de salvar a todos los hombres, a comulgar con fe viva y a perseverar siempre en la amistad con Él.


    Jesús, manso y humilde de Corazón, en ti confiamos. Danos la gracia de reparar tus heridas con nuestro amor y de vivir unidos a ti, para que tu salvación se dé a conocer en toda la tierra. Amén.

jueves, 6 de noviembre de 2025

PERDIDOS EN CASA


    “¿Qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: ‘¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido’. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta” (Lc. 15,8-10).


    La parábola de la dracma perdida, junto a la de la oveja perdida que la precede, presenta el misterio del pecado y de la conversión con el esquema de la pérdida, la búsqueda y el encuentro. También la de la oveja habla de algo perdido y hallado; pero la dracma lo hace de modo más explícito, porque una moneda no puede marcharse ni regresar: solo puede ser encontrada. Así subraya Jesús que toda la iniciativa es de Dios: Él enciende la lámpara, Él barre la casa, Él busca con cuidado “hasta que la encuentra”, Él convoca a la alegría. La conversión es, ante todo, victoria de Dios.


    Este acento ilumina a los oyentes de Jesús: fariseos y publicanos “perdidos”, pero perdidos muy cerca; perdidos en la ley, en el sábado, en el templo. Estaban en la casa de Dios, y sin embargo necesitaban ser encontrados por Dios. También hoy puede sucedernos: uno puede extraviarse en prácticas santas, en costumbres buenas, en tareas eclesiales… y, sin embargo, no dejarse encontrar del todo. La originalidad de esta parábola es clara: Jesús no describe aquí un alejamiento y un regreso, sino el drama de algo perdido y la pasión de un Amor que busca hasta encontrar. Por eso el centro no es el movimiento del hombre, sino la fidelidad incansable de Dios que busca, encuentra y hace fiesta.


    Señor Jesús, Amor buscador de Dios, enciende tu lámpara sobre mi vida, barre mis rincones y no te canses hasta hallarme. Que me deje encontrar por ti, y que tu alegría sea mi paz. Amén.

miércoles, 5 de noviembre de 2025

SIERVA DE LA CRUZ


    “Muchísima gente acompañaba a Jesús; Él se volvió y les dijo: ‘Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí no puede ser discípulo mío’” (Lc. 14,25-27).


    Este texto del Evangelio que se lee en la misa de hoy coincide providencialmente con la fiesta de Santa Ángela de la Cruz (1846-1932). Nacida en Sevilla, procedía de una familia muy humilde y estaba profundamente enamorada de Jesucristo. Dios le concedió una luz especial para comprender el misterio de la Cruz. Su vida entera fue una respuesta silenciosa a esta palabra de Jesús: “Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí no puede ser discípulo mío”. Desde muy joven comprendió que seguir a Cristo, significaba abrazar la cruz de cada día con amor y sencillez.


    Fundó la Compañía de la Cruz, una congregación cuyo carisma consiste en la atención a los pobres y, especialmente, a los enfermos pobres en sus domicilios. Las hermanas de la Compañía entraban en las casas humildes para cuidarlos con ternura: les preparaban la comida, limpiaban la casa, los lavaban y los asistían con delicadeza. Pero no se trataba solo de aliviar sus cuerpos, sino también de ayudarles espiritualmente, procurando que recibieran los sacramentos si así los deseaban, y el consuelo de la fe. Todo lo hacían en pobreza y humildad, siendo verdaderamente “siervas de los pobres”, presencia luminosa de la misericordia de Cristo en medio del dolor.


    Señor Jesús, que enseñaste a Santa Ángela el camino de la Cruz y del amor humilde, concédenos seguirte con fidelidad y servirte en los pobres. Que aprendamos, como Ella, a abrazar nuestras cruces con amor y esperanza, sabiendo que en ellas nos esperas Tú. Así sea.

martes, 4 de noviembre de 2025

CULTIVANDO LAS VIRTUDES



    “Que vuestro amor no sea fingido; aborreciendo lo malo, apegaos a lo bueno. Amaos cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo; en la actividad, no seáis negligentes; en el espíritu, manteneos fervorosos, sirviendo constantemente al Señor. Que la esperanza os tenga alegres; manteneos firmes en la tribulación, sed asiduos en la oración; compartid las necesidades de los santos; practicad la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis. Alegraos con los que están alegres; llorad con los que lloran. Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. No os tengáis por sabios” (Rm. 12,9-16).


    Desde hace semanas, en la misa de cada día, venimos leyendo la Carta a los Romanos, y hoy entramos en su tramo final, la parte exhortativa o parenética. San Pablo, como un buen padre espiritual, condensa en unas líneas lo esencial de la vida cristiana. Es como un pequeño tratado de virtudes que el creyente ha de cultivar: actitudes interiores que sostienen el alma y la hacen vivir según el Espíritu. Comienza, como no podía ser de otro modo, por la caridad: “Que vuestro amor no sea fingido”. El amor es la primera virtud del cristiano, raíz de todas las demás. Ha de ser un amor sin doblez ni mentira, un amor verdadero, limpio, que nace del Corazón de Cristo. Amar al prójimo como a uno mismo, e incluso estimarlo más que a uno mismo, es el principio y la prueba de una vida verdaderamente evangélica.


    Después el apóstol exhorta al fervor y al celo: “En el espíritu, manteneos fervorosos, sirviendo constantemente al Señor”. No se puede vivir la fe con tibieza ni con desgana. El cristiano está llamado a vivir con intensidad, con tensión interior, con el corazón “levantado”, haciendo todo para el Señor. En esa tensión espiritual se sostienen la esperanza, que alegra el alma; la fortaleza, que la mantiene firme en la tribulación; y la oración, que ha de llenarlo todo como un óleo perfumado que unge la vida cristiana. La oración es el aliento del alma, su descanso y su fuerza.


    San Pablo concluye con una llamada a la bendición y a la humildad. “Bendecid a los que os persiguen.” El amor auténtico no se detiene ante el mal recibido, sino que responde con paciencia y con perdón. Bendecir siempre: a los cercanos y a los lejanos, a los que nos entienden y a los que nos hieren, para que todo en nosotros sea fuente de paz. Ser empáticos, identificarnos con los demás, “alegrarnos con los que están alegres y llorar con los que lloran”. Y todo esto desde la humildad, sin grandes pretensiones, sin creerse más que nadie, sin tenerse por sabios. Porque la verdadera sabiduría no nos empuja a dar lecciones, sino a dejarnos guiar por Dios.


    Señor Jesús, enséñanos a vivir en el amor sincero, en el fervor del espíritu y en la alegría de la esperanza. Haznos hombres y mujeres de oración, que sepan bendecir siempre y caminar humildemente contigo. Amén.

lunes, 3 de noviembre de 2025

BONDAD, IGNORANCIA Y DEBILIDAD


    “Así como vosotros, en otro tiempo, desobedecisteis a Dios, pero ahora habéis obtenido misericordia por la desobediencia de ellos, así también estos han desobedecido ahora con ocasión de la misericordia que se os ha otorgado a vosotros, para que también ellos alcancen ahora misericordia. Pues Dios nos encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos. ¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!” (Rm. 11,30-33).


    El Señor tiene misericordia de nosotros, ante todo, por la infinita Bondad de su Corazón. La misericordia no nace de nuestra dignidad, sino de su Amor. Dios no se cansa de amar, porque su Bondad es eterna, y esa Bondad se inclina sobre nuestra miseria. Todo en Él es ternura y perdón. Aun cuando el hombre se encierra en la desobediencia, Dios responde con la misericordia; cuando el pecado multiplica el extravío, su Bondad multiplica la búsqueda. Esa Bondad infinita es la fuente y el primer motivo de su compasión: el Amor que perdona porque no puede dejar de amar.


    El segundo motivo de la misericordia es nuestra ignorancia. Jesús mismo la invocó en la cruz cuando dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23,34). Ignorar el bien, no conocer el rostro del Amor, es lo que nos lleva a alejarnos de Dios. Si supiéramos qué grande es la Bondad de Dios, no podríamos apartarnos de Él ni por un instante. Pero el corazón humano vive muchas veces en tinieblas, sin reconocer la Luz que lo envuelve. Y Dios, viendo nuestra ceguera, no responde con ira, sino con ternura; no destruye, sino que espera, porque su misericordia es paciente y su Amor, incansable.


    El tercer motivo es nuestra debilidad. “Se acuerda de que somos polvo” (Sal. 103,14). Dios sabe que somos barro frágil, y se compadece de nuestra condición quebradiza. Nos mira con ternura cuando caemos, nos levanta cuando nos hundimos, y nos rehace con su gracia. Su misericordia no solo perdona, sino que reconstruye. En esa compasión divina hacia nuestra debilidad se revela el poder del Amor que transforma la ruina en templo del Espíritu Santo, la herida en fuente luminosa, la miseria en lugar de encuentro con Él.


    En el texto de san Pablo, que leemos en la misa de hoy, resuena este triple misterio: “Nos encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos.” En la raíz de esa desobediencia están nuestra ignorancia y nuestra fragilidad, pero en la raíz de la misericordia está su Bondad infinita. Por eso, cuanto más experimentamos nuestra debilidad y nuestro extravío, más se manifiesta la fuerza del Amor que nos busca. La desobediencia humana se convierte así en ocasión para que brille con más intensidad la misericordia divina, y todo termina en alabanza: “¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!”


    Señor Jesús, que tu Bondad nos sostenga, que tu Luz disipe nuestra ignorancia y que tu fuerza venza nuestra debilidad. Ten piedad de nosotros y haz que vivamos siempre bajo la misericordia de tu Amor. Amén.