lunes, 7 de abril de 2025

EL BIEN CALLA, EL MAL GRITA


    “Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante” (Jn. 8,6-9).


    El mal es ruidoso. Siempre lo ha sido. Le gusta el griterío, la presión, el alboroto de los acusadores. Se manifiesta en la violencia de los gestos, en las palabras duras, en la urgencia de la condena. Así actúan los fariseos aquel día: insisten, urgen, preguntan, provocan. Son como el trueno antes de una tormenta, que anuncia destrucción. 

    El bien, en cambio, es silencioso. No necesita gritar. No se impone. Se manifiesta con la delicadeza de un gesto, con la serenidad de una presencia, con elocuente silencio. “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (Mt. 6,3), había enseñado Jesús. Porque el bien, cuando es verdadero, no busca aplauso ni venganza, solo redención.


    Jesús calla y escribe. No responde a la primera. Deja espacio. Y luego, con una sola frase, derrumba la violencia: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Y vuelve a callar. En ese segundo silencio, los corazones empiezan a oírse a sí mismos. Uno a uno se marchan. El escándalo se desinfla. Solo queda Jesús con la mujer. Solo el bien permanece. Ella está en pie, Él también. No hay condena, hay encuentro. Porque Él no ha venido a juzgar, sino a salvar.


    Jesús, que venciste el ruido del mal con el silencio del bien, enséñame a callar como Tú, a no juzgar como Tú, a mirar con misericordia como Tú. Que mis palabras no condenen, que mis gestos no hieran, y que mi vida sea humilde, oculta y silenciosa, como el bien que Tú nos enseñaste a vivir en lo escondido. Amén.

domingo, 6 de abril de 2025

FARO DE LUZ


      En medio del mundo, que hoy se ha vuelto un mar oscuro y tempestuoso, buscamos sin cesar una luz que guíe nuestros pasos, una presencia que no nos abandone, una certeza que no nos defraude. El alma, como una frágil embarcación, debe cruzar las largas noches de la propia vida con temor, acosada por las olas del pecado, del sufrimiento, de la soledad, de la confusión. Pero Dios no nos ha dejado solos, sino que ha encendido faros en la costa de nuestra travesía. Uno de esos faros, el más hermoso, el más tierno, el más maternal, es Miryam, la Virgen María, Faro de Luz para todos sus hijos.


       María no es solo la Estrella del Mar que señala el rumbo: es el Faro elevado que brilla desde lo alto del Cielo, desde aquel lugar junto al Trono de la Trinidad en el que, glorificada, no cesa de interceder con su Hijo en favor de todos sus hijos. Desde allí ve nuestras luchas, conoce nuestras caídas, se inclina sobre nuestro dolor, y con una luz dulcísima, constante y silenciosa, nos sostiene en la noche. En Ella, tras la Anunciación, se encendió la Palabra eterna, y desde entonces, su Corazón Inmaculado resplandece como una lámpara para los tiempos oscuros. Su luz no hace ruido, sino que transforma las sombras. Su luz no deslumbra, sino que da paz. Su luz no fuerza, pero atrae, consuela, orienta.


       La Virgen María se nos muestra como Faro de Luz desde las hermosas tierras de Extremadura, donde aparece para abrazar, consolar y preparar a sus hijos para el definitivo combate espiritual que deben librar. Su Corazón Inmaculado, visible sobre su pecho, es faro dentro del faro: un centro ardiente de amor donde todo hijo puede cobijarse, como si el mismo cielo se abriera en la tierra para acoger al pecador, al cansado, al perdido. Sus manos extendidas no juzgan ni rechazan, sino que acogen, alientan, acarician. Y en sus delicadezas maternales —a veces visibles, otras ocultas— se manifiesta una ternura que no es de este mundo, una ternura que solo puede venir de Aquella que fue colmada por el Espíritu Santo y permanece estrechamente unida al designio salvador del Padre.


       También nosotros, como María, estamos llamados a contemplar la Pasión, la Cruz, la Resurrección de Cristo, no con la tristeza amarga del que ha perdido, sino con la esperanza encendida del que ha sido salvado. Si la cruz es amarga, María la endulza. Si el camino es duro, María lo suaviza. Si todo se oscurece, su luz nos basta. Esta experiencia personal, íntima, de haberla sentido cerca —como un verdadero Faro de Luz— es un regalo extraordinario. Que Ella nos prepare verdaderamente para vivir los días santos que se acercan con un corazón nuevo, purificado, encendido.


       Santísima Virgen María, Faro de Luz, Madre que brillas desde lo alto y no dejas de alumbrar nuestras noches: acoge a este hijo tuyo bajo la claridad de tu Corazón. No permitas que me extravíe entre las sombras ni que me hunda en la tormenta. Hazme valiente con tu ternura, fuerte con tu paz, fiel con tu amor. Ilumina mi fe, alienta mi esperanza, y hazme vivir la próxima Pascua de tu Hijo con los ojos fijos en la Luz que nunca se apaga. Amén.



sábado, 5 de abril de 2025

VALIENTES Y PACIENTES EN LA VERDAD


    No hay mayor libertad que la de mirar de frente la verdad de lo que somos, sin adornos ni excusas. Pero esa verdad, cuando se vive a la luz de la Palabra de Dios, nunca es una condena. Es el comienzo de la salvación: la conversión. Conocer nuestra historia, nuestras heridas, nuestras caídas, es abrazar nuestra realidad con humildad. Y si fuéramos realmente humildes, no nos sorprendería en absoluto vernos torpes, débiles, limitados, frágiles… Lo que nos debería dejar sin palabras no es la miseria, sino las gracias inmerecidas, la gratuidad de los dones de Dios, sus llamadas que siguen llegando una y otra vez a nuestra vida. Porque ¡lo sorprendente no es el barro, sino la Misericordia!


    A veces, lo que más nos hiere no es el pecado, sino darnos cuenta de que eso mismo lo hemos juzgado antes con dureza en los demás. Entonces la vergüenza se convierte en un pozo hondo y oscuro, en un círculo vicioso de amargura y autocondena, de exigencia y desesperanza. Pero no, no estamos hechos para hundirnos. El hábito de pecado no es simplemente debilidad: es la renuncia a perseverar en la lucha. Y estamos llamados a combatir. Si no podemos aún vencer en las grandes batallas, plantemos cara —con ayuda de la gracia— en las pequeñas. No se trata, pues, de ser impecables, sino de no rendirse.


    Por otra parte, Dios no nos arrastra a empujones. Él habla al corazón. Su Voz no grita, pero transforma. Él no apaga la mecha que aún arde, ni quiebra la caña cascada. Y si no corremos a su encuentro, Él se acerca y nos encuentra a nosotros. A veces lo hace con pruebas, con noticias difíciles, con recuerdos dolorosos. Pero eso no son bofetadas, sino invitaciones. Él te recuerda que estás perdonado, y que ahora puedes postrarte ante Él —como Moisés— suplicando por los demás: “Si puedes perdonar su pecado, perdónalo; y si no, bórrame a mí del libro que has escrito” (Éx. 32,31-32).


    La vida cristiana es un gran combate. Pero no estamos solos. ¡Contigo está el Más Fuerte! Por eso necesitas recordar siempre dos palabras que riman y se necesitan: valiente y paciente. Valiente, para no acobardarte ante el enemigo que solo puede amenazar, no vencerte. Paciente, porque quien no pierde la esperanza puede resistir cualquier noche. El Señor ha rogado por ti. Escucha bien eso. Repítelo: “Yo he rogado por ti”. No es imaginación tuya. Lo que nace del desánimo, del miedo o del rechazo, sí es tuyo. Pero esa voz que te llama, que te levanta, que te hace confiar… ¡esa es de Dios!


    Él te está enseñando a vivir en la verdad, a luchar con su fuerza, a mirar con humildad tu miseria y a reconocer con estupor su infinita ternura. No lo olvides: valiente y paciente. El combate es tuyo, pero la victoria es suya.


    Jesús, que no apagas la mecha vacilante ni voceas por las calles: dame un corazón humilde para mirar mi verdad sin temor, y una fe sencilla para confiar siempre en la tuya. Enséñame a ser valiente y paciente, a resistir en las noches oscuras, a luchar sin rendirme, a suplicar sin juzgar. Y si caigo, recuérdame que Tú has rogado por mí. Amén.

viernes, 4 de abril de 2025

SOMOS MAR, NO MONTAÑA


    Hay días en que todo parece fluir con facilidad: el trabajo, las relaciones humanas, la oración. Días en que el alma se siente ligera, animada, limpia, y abierta al bien. Y hay otros en que todo pesa. No sabemos por qué, pero el corazón se nubla, los pensamientos se enredan, y el cuerpo mismo se fatiga más pronto.

    Esto forma parte de nuestra condición humana. Pero la cultura en que vivimos no nos ayuda a entenderlo: nos exige estar bien siempre, rendir siempre, sonreír siempre. Si algo no funciona, puedo acudir fácilmente a una pastilla, una evasión consumista, un desahogo animal, una fantasía interior, un espectáculo alienante, una violencia gratuita… Todo antes que aceptar y sufrir nuestra fragilidad. Y sin embargo, esta fragilidad forma parte de la verdad de nuestra existencia.


    También en la vida espiritual hay oscilaciones. San Ignacio las llama consolación y desolación. Las Escrituras nos hablan de ellas, y leemos que muchos santos enseñaron y vivieron lo mismo. A pesar de esto, no pocas personas se desconciertan cuando ya no sienten fervor, o cuando cometen otra vez el pecado del que creían haberse liberado, o cuando la oración les parece vacía. Como si amar a Dios fuera solo cuestión de sentirse bien. Como si la santidad consistiera en no tener nunca altibajos. Pero no es así. La santidad pasa también por la aceptación humilde de nuestras propias mareas interiores.


    Como el mar que sube y baja sin cesar desde hace millones de años, así es nuestra alma: un movimiento perpetuo de subida y bajada que responde a la atracción de Dios. En cambio, solo Dios es la Roca firme, la montaña inamovible. En Él no hay mudanza ni sombra de variación. Nosotros sí cambiamos. Y eso no es un defecto: es parte del misterio de nuestra creación. Cada oleada de consuelo o de lucha, cada subida o bajada, puede dar gloria a Dios si la vivimos con confianza y amor. A veces nos gustaría ser como una montaña, siempre estable, siempre firme. Pero nuestra vocación ahora es más bien la del mar: estar en movimiento, aprender a fluir, sin perder nunca de vista la orilla eterna que nos espera.


    Dios mío, Roca firme de mi vida, Tú que no cambias y en quien todo encuentra reposo, enséñame a vivir mis cambios con humildad y confianza. Que no me desanime cuando me sienta pobre, ni me engría cuando todo vaya bien. Haz que cada consuelo me acerque más a ti y que cada desolación me purifique. Acepto ser mar, oh Jesús, si Tú eres mi orilla. Amén.




jueves, 3 de abril de 2025

UN CORAZÓN COMO EL DE JESÚS


    “Moisés suplicó al Señor, su Dios: ¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto, con gran poder y mano robusta? ¿Por qué han de decir los egipcios: ‘Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra’? Aleja el incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo: ‘Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo’” (Éx. 32,11-13).


    Este pasaje, que pertenece a la primera lectura de la misa de hoy, es uno de los momentos más impresionantes de toda la historia de la salvación. El pueblo ha caído en la idolatría; ha olvidado la gloria del Dios vivo para postrarse ante una figura muerta: el becerro de oro. Dios ha visto esa infidelidad y se ha indignado con razón. El pecado ha herido la alianza. Pero ahí está Moisés, el amigo de Dios, el intercesor, el hombre que sube al monte para hablar cara a cara con el Señor, o entra en la Tienda del Encuentro para recibir sus instrucciones. 

    Lo que hace Moisés es de una grandeza inmensa: no piensa en sí mismo, no acepta la propuesta que le hace Dios de destruir a Israel y formar, a partir de él, un pueblo nuevo. No busca su gloria. Al contrario, defiende al pueblo que Dios le confió, aunque haya pecado, aunque se haya alejado.


    Moisés no discute con Dios, pero toca su corazón. Apela a su fidelidad, a su promesa, a su misericordia. Le dice: “Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel…”. Moisés se coloca en la brecha. Y en ese gesto, en ese ponerse entre Dios y el pecado de los hombres, Moisés prefigura el corazón de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, que será el único intercesor perfecto. Pero aquí, en Moisés, ya brilla el amor, la compasión, la generosidad de quien ama de verdad a su pueblo y ama de verdad a Dios. Por eso se atreve a suplicar. Y Dios se deja conmover, porque le agrada ver que un hombre se le parece en el amor, en la fidelidad, en el perdón.


    ¡Qué gran enseñanza para nosotros! Cuántas veces juzgamos y condenamos a nuestros prójimos, mientras que el verdadero amigo de Dios no condena, sino que intercede. No se aprovecha del pecado ajeno para exaltarse, sino que se humilla para que el otro viva. ¡Cuánto se parece el corazón de Moisés al Corazón de Jesús! Y cuánto deseará Dios encontrar también en nosotros corazones intercesores, capaces de pedir por los que no piden, capaces de amar a los que no aman, capaces de recordar a Dios su gran misericordia, y no lo poco que los hombres la merecen.


    Jesús mío, enséñame a amar como Moisés, a suplicar como Moisés, a no pensar en mí con satisfacción cuando otros caen. Que tenga un corazón grande, generoso y compasivo. Que no me canse de recordar que Tú amas, que Tú salvas, que Tú has hecho promesas. Hazme intercesor: que me ponga siempre de parte del pecador, para suplicarte a ti, que eres misericordia infinita. Amén.

miércoles, 2 de abril de 2025

SIEMPRE AMADOS


    “Exulta, cielo; alégrate, tierra; romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados. Sion decía: ‘Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado’. ¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré” (Is. 49, 13-15).


    Hay momentos en los que el alma se siente hundida en su propia nada, incapaz incluso de orar, cansada de esperar consuelos que no llegan. Es entonces cuando resuena en el corazón esta Palabra: “Yo no te olvidaré”. Frente a nuestras dudas, frente a nuestros temores más profundos, Dios responde con ternura, con la imagen más entrañable que podemos imaginar: la de una madre que lleva a su hijo en los brazos y lo alimenta de sí misma. Y va aún más lejos: “aunque ella se olvidara, Yo no te olvidaré”. El Amor de Dios por nosotros no tiene fisura, no es intermitente como el deshojar una margarita: “ahora te quiero, ahora no te quiero”. El Amor de Dios no depende de lo que hayamos hecho o dejado de hacer; es incondicional, y por eso me ama antes de mi pecado, durante mi pecado, y después de mi pecado. Él conoce el dolor de nuestro corazón, las veces en que nos sentimos indignos, las veces en que la esperanza flaquea… y entonces viene a nosotros, no con reproches, sino con consuelo.


    Porque Él sabe que nuestro camino es arduo, que a menudo cargamos con nuestra fragilidad como si lleváramos un peso insoportable. No siempre entendemos por qué sufrimos, ni por qué nuestros pasos se extravían tantas veces. Pero sí podemos entender esto: que hay Alguien que no deja de amarnos ni por un instante, que nos acompaña silenciosamente, que nos mira con una ternura que sana y transforma. Su Amor no es una exigencia, sino una fuente viva que nos permite volver a empezar. Y esa certeza lo cambia todo. Porque ya no vivimos para merecer el Amor, sino porque somos amados desde siempre y para siempre.


    Jesús, mi Salvador, Tú no nos olvidas nunca. Aunque tantas veces dude, aunque mi corazón se llene de sombras, aunque me sienta perdido, Tú estás ahí, consolándome con tu Palabra, envolviéndome en tu Amor. Tú conoces mi historia, mis caídas y mis miedos, y no me rechazas. Gracias por no cansarte de mí. Gracias por quererme más allá de lo que puedo entender. Dame, Señor, la gracia de recordar siempre tu fidelidad, y de volver a ti cada vez que me sienta solo. No permitas que me aleje de tu Corazón. Amén.

martes, 1 de abril de 2025

JESÚS, PALABRA QUE DA VIDA


    “Ciertamente, lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere. Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo todo el juicio, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió. En verdad, en verdad os digo: quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida (Jn. 5,21-24).


    Señor Jesús, Hijo eterno del Padre, Juez de vivos y muertos, dador de la Vida verdadera, yo me postro ante ti con temblor y amor. Tú eres Aquel a quien el Padre ha entregado todo juicio, no para condenar, sino para salvar; no para aplastar, sino para levantar; no para castigar, sino para dar vida. ¡Oh Jesús, Verbo de Dios, Palabra que realiza lo que dice, Palabra que no miente, que no pasa, que no envejece! Hoy quiero escuchar esa Palabra con todo mi ser, con los oídos del alma abiertos, con el corazón ardiendo y dispuesto. Tú no hablas como los hombres, no explicas como los sabios de este mundo: tú dices “levántate” y el muerto resucita; dices “cree” y el abismo se convierte en cielo; dices “vive” y el alma pasa de la muerte a la vida.


    Hijo del Padre, reflejo perfecto de su gloria, si te honro a ti, honro al Padre; si te miro a ti, contemplo al Invisible; si te adoro a ti, adoro al Dios tres veces santo. ¿Y cómo no adorarte, si me diste vida cuando yo estaba perdido? ¿Cómo no bendecirte, si no quisiste juzgarme, sino salvarme? Me bastó escuchar, me bastó creer. ¡Y eso fue vida eterna ya nacida en mí! Tú no juzgas como el mundo, ni condenas como el mundo condena. Tú juzgas con el fuego del amor, con las llagas de tu Pasión abiertas, con los brazos extendidos en la cruz. Tu juicio es misericordia, y quien te encuentra se sabe mirado, no con desprecio, sino con ternura; no con distancia, sino con abrazo.


    Jesús, Rey eterno, que estás a la derecha del Padre, no dejes que olvide nunca que ya he pasado de la muerte a la vida. No permitas que el miedo me robe la certeza de que tú me has salvado, de que el juicio ha sido suspendido por la fe, y que el amor ha triunfado. Haz que mi alma escuche siempre tu Palabra, que la reciba como semilla fecunda, que la atesore como tesoro escondido. Dame vivir contigo, vivir en ti, vivir por ti, en esta vida y en la otra. Y enséñame, Señor, a honrarte como honro al Padre, y a honrar al Padre viéndolo en ti, amándolo en ti, adorándolo en ti, porque tú y el Padre sois uno. Amén.


lunes, 31 de marzo de 2025

EL SIGNO ES EL CAMINO


    “El funcionario insiste: ‘Señor, baja antes de que se muera mi niño’. Jesús le contesta: ‘Anda, tu hijo vive’. El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando cuando sus criados vinieron a su encuentro, diciéndole que su hijo vivía” (Jn. 4,49-51).


    Este hombre anónimo, un padre desesperado, se acerca a Jesús desde el dolor más hondo: su hijo se muere. No le importa la distancia, ni su prestigio de funcionario real, ni las posibles respuestas que recibirá. Solo quiere vida para su hijo. Suplica: “Señor, baja antes de que se muera mi niño”. Pero en lugar de una promesa inmediata, parece recibir un reproche: “Si no veis signos y prodigios, no creéis”. Nosotros, al leerlo, hemos pensado muchas veces que esas palabras iban dirigidas a él. Sin embargo, el relato demuestra lo contrario. Jesús, que conoce los corazones, ve la fe silenciosa de aquel hombre. Y lo prueba el hecho de que, sin realizar signo alguno, sin bajar con él, sin pedirle nada más, le dice: “Anda, tu hijo vive”. Es una palabra poderosa que contiene una bendición y un aliento a su confianza. No está dicha para reprender, sino para confirmar una fe que ya vive en él, aunque sea oscura y temblorosa.


    Es probable que aquel hombre sintiera dolor al oír las palabras duras de Jesús. Pero ese dolor no fue suficiente para hacerlo retroceder. Porque hay otro dolor más grande en su interior: el de un padre que se aferra a la esperanza de salvar a su hijo. No le importó sentirse injustamente juzgado. No discutió. No pidió explicaciones. Se aferró a la palabra de Jesús como a una tabla de salvación. Y se puso en camino. Ese camino es el verdadero protagonista del relato. Porque es un camino de fe, puro, limpio, silencioso. El hombre no ha visto nada, no tiene pruebas, no lleva a Jesús consigo. Solo va caminando con una palabra en el corazón: “tu hijo vive”.


    Ese es el signo: el camino. Cada paso que da es un acto de confianza, cada hora de espera es una oración, cada instante de silencio es una adhesión incondicional. No vuelve a casa con una señal, sino con la fe desnuda. Y por eso, en ese camino de fe, sale a su encuentro la buena noticia: “tu hijo vive”. Y luego llegará la plenitud: el reconocimiento de que fue en aquella misma hora bendita, y la alegría de ver a toda su casa creer en Jesús. Todo por haber acogido una palabra con fe y haber emprendido un camino sin ver.


    Jesús, Tú pronuncias palabras que salvan, aunque a veces también hieren: enséñame a no detenerme en el reproche, ni a lamentarme de las heridas. Que no me escandalice cuando me hables con firmeza, si Tú sabes lo que hay en mi corazón. Dame, Señor, una fe como la de aquel hombre: que me ponga en camino con tu palabra como única luz, y que camine, aunque no vea, sabiendo que sólo Tú das vida. Amén.

domingo, 30 de marzo de 2025

ENCONTRADO, NO REGRESADO


    “Cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado” (Lc. 15,30-32).


    El hijo mayor no comprende el corazón del padre. Aunque ha permanecido siempre en casa, en realidad ha vivido como un criado más. Mira al hermano desde fuera, como si no le perteneciera ya, y le llama “ese hijo tuyo”, como si quisiera excluirlo de su familia. Y cuando habla con su padre, ni siquiera le llama padre, y se presenta a sí mismo como un siervo que no ha recibido nunca la recompensa debida, en lugar de como un hijo amado. El padre, en cambio, responde desde una verdad mucho más honda: “este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. No dice que ha vuelto ni que ha regresado, porque no lo esperaba pasivamente, sino que lo ha buscado. El padre es como el dueño de las ovejas que busca a la que se le ha perdido, o como la mujer que barre toda la casa para encontrar la moneda extraviada. En esta parábola, aunque no se mencione expresamente, sabemos que el padre ha buscado a su hijo con el alma, con los ojos, con la esperanza. Lo ha buscado con discreción y con amor. Y cuando lo ha encontrado, ha hecho fiesta.


    La perspectiva del hijo mayor es distinta: se sitúa fuera del corazón del padre y fuera de la comunión con su hermano. Cree que todo depende de méritos y recompensas, de justicia humana, de interés. No puede comprender la lógica del amor que es gratuidad, del amor que rescata, del amor que va en busca de lo perdido. No puede entender la alegría del reencuentro, porque no ha experimentado todavía el amor del padre como don inmerecido. El corazón del hijo mayor está endurecido, y por eso no puede alegrarse con el padre. Le cuesta muchísimo entender que la verdadera alegría no nace de los logros, sino del amor que restaura, que levanta, que devuelve la vida. Y quizá también él esté perdido, aunque no se dé cuenta ni nunca se haya ido. Quizá también él necesite ser encontrado por el padre.


    Padre eterno, abre mi corazón para comprender el tuyo. Que no mire a mis prójimos desde fuera, como a extraños que no me importan, sino que los reconozca como hermanos míos e hijos tuyos. Haz que no me quede fuera de la fiesta por no entender tu amor. Búscame también a mí si me pierdo, y hazme volver al gozo de tu casa. Amén.

sábado, 29 de marzo de 2025

LA VERDAD DEL PECADOR


    “¡Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador” (Lc. 18,11-13).


    El Evangelio de la misa de hoy nos trae la parabola del fariseo y el publicano. Si nos fijamos bien nos damos cuenta de que ambos oran, y ambos se dirigen a Dios con palabras que podrían parecer piadosas. Pero sólo uno de ellos muestra su verdad. El fariseo ha aprendido a cubrirse con una máscara de religiosidad: cumple, da gracias, practica con rigor, se compara… pero no se expone. En el fondo, se defiende ante Dios, como si tuviera que justificar su lugar en el templo. No hay lugar para la luz de Dios en su oración porque ya está lleno de sí mismo. Por eso ni siquiera pide. Sólo se exhibe, convencido de que la justicia de su vida está en lo que ha hecho, en su diferencia respecto a los demás. Pero no se atreve a decir quién es, quizá porque ni siquiera él mismo lo sabe. 


    El publicano, en cambio, se atreve a ser. No hace discursos ni se compara, ni menciona prácticas. Solo deja que la verdad más honda brote de su corazón herido: “soy pecador”. Esa confesión, tan desnuda y tan honda, es lo que Dios puede abrazar y sanar. En el silencio de su oración, sin méritos que mostrar ni razones para justificarse, el publicano se ofrece como es. Su humildad es su verdad. Por eso, Jesús lo pone como modelo: porque el publicano deja que Dios sea Dios. Su oración nace de una pobreza que no es fingida, sino reconocida, aceptada, confesada. Y por eso, desarmado ante la compasión divina, “bajó a su casa justificado”.


    Jesús, Tú conoces mi verdad, aunque yo intente esconderla. No me permitas orar con máscaras ni justificarme con lo que hago. Enséñame a presentarme ante ti como soy, sin comparaciones ni excusas. Que como el publicano, sepa decirte desde el corazón: ten compasión de mí, que soy pecador. Amén.

viernes, 28 de marzo de 2025

AMAR COMO RESPUESTA


    “El escriba replicó: ‘Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de Él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios’. Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: ‘No estás lejos del Reino de Dios’” (Mc. 12,32-34).


    Jesús, Maestro bueno, que nunca dejas de atender a quien se acerca a ti con sinceridad: yo también me acerco hoy a ti, no para ponerte a prueba, sino para dejarme iluminar por la Palabra de Vida que brota de tu Corazón. Tú sabes que, en medio de tantas reglas, normas y costumbres, a veces mi fe se vuelve ritual, pura apariencia, desconectada del amor. Por eso te suplico: enséñame a amar. Enséñame a centrar toda mi existencia en el amor a Dios con todo mi corazón, con todo mi entendimiento, con todo mi ser. No quiero quedarme en lo exterior ni vivir una religión vacía. Quiero vivir una relación viva contigo, una amistad que transforme todo lo que soy y todo lo que hago.


    Hazme comprender que ese amor a Dios no puede vivirse sin el amor al prójimo. No permitas que me refugie en rezos y gestos religiosos para eludir el compromiso concreto con quienes me necesitan. Que no me engañe pensando que te amo si no soy capaz de amar a quien tengo al lado. Ayúdame a ver en el rostro del otro tu propio rostro: en el del pobre, en el del enfermo, en el de quien está solo, en el del que me incomoda, incluso en el del que no piensa como yo. Que mi fe no sea una coartada para juzgar, sino una fuerza para servir, para perdonar, para acoger, para levantar.


    Gracias por la figura de este escriba que se atrevió a decir: “Muy bien, Maestro, tienes razón”. En medio de un ambiente hostil, él supo reconocer la verdad. Dame también a mí un corazón abierto, capaz de escuchar, incluso cuando lo que Tú dices me cuestiona. No permitas que me esconda tras mis seguridades religiosas. Hazme dócil a Tu Palabra, disponible y sincero. Y cuando me digas, como a él: “No estás lejos del Reino de Dios”, ayúdame a no conformarme con estar cerca. No quiero quedarme en la puerta, ni observar desde lejos. Llévame dentro, Señor. Atráeme a Tu Reino. Haz que dé el paso, que me decida, que me entregue del todo. Porque no quiero vivir a medias. Quiero seguirte con todo mi corazón, sin reservas. Tú, que eres el Reino hecho carne, ¡ven a reinar en mí! Así sea.

jueves, 27 de marzo de 2025

EL MÁS FUERTE


    “Pero si yo echo los demonios con el poder de Belzebú, vuestros hijos, ¿por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero, si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros. Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Pero si llega otro más fuerte que él y lo vence, le quita las armas en que confiaba y reparte su botín” (Lc. 11,19-22).


    El Señor se presenta como el más fuerte, aquel que ha venido a vencer al diablo, a irrumpir en el reino del mal y liberar a los cautivos. La imagen del hombre fuerte que guarda su palacio con sus armas simboliza la seguridad del mal (que es sólo apariencia), reflejada en las estructuras de pecado. Pero Jesús no pacta con ese poder, no negocia con el maligno: lo vence. Lo vence con el “dedo de Dios”, una expresión que evoca la acción directa del Espíritu Santo, y que aparece también en el episodio del Sinaí cuando Dios escribió la ley sobre las tablas.


    Jesús no necesita signos espectaculares en el cielo. Su vida entera es un signo permanente del amor del Padre. Cada vez que cura a un enfermo, cada vez que perdona un pecado, cada vez que libera a un poseído, está realizando signos de vida y el Reino de Dios irrumpe en el presente. Sin embargo, muchos no ven, no quieren ver. Cierran sus ojos y su corazón. La ceguera voluntaria es la más oscura, porque en ella no hay ignorancia sino obstinación. Rechazar la Luz porque viene en forma humilde es más que incredulidad: es pecado contra el Espíritu.


    En el combate espiritual de nuestra vida, no luchamos solos. El más fuerte ya ha venido. Ha vencido al tentador, y lo ha despojado de sus armas. Pero ahora nos toca a nosotros abrirle la puerta, dejar que Él reine en nuestro corazón, vivir bajo el poder de su Espíritu. La vida cristiana es vivir en este Reino que ya ha llegado, aunque todavía esperamos su plenitud.


    Jesús, vencedor del mal, fuerte y armado con las armas de un Dios que es amor, no permitas que dude de tu poder ni que te atribuya lo que viene del enemigo. Que nunca me cierre a tu acción por miedo, por orgullo o por tibiezaa. Ven, con la fuerza de tu Espíritu, y reina en mi vida. Amén.