“Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios—; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados. Una voz grita: ‘En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos juntos —ha hablado la boca del Señor—’” (Is. 40,1-5).
En este texto de Isaías que leemos en la misa de hoy, comienzo del llamado libro de la Consolación, se percibe una ternura divina que nos conmueve. Dios mismo toma la iniciativa y pronuncia sobre su pueblo una palabra sanadora: “Consolad, consolad a mi pueblo… hablad al corazón”. No se dirige solo a la razón ni a la conducta, sino al lugar más íntimo y vulnerable de la persona, allí donde habitan el dolor, el miedo, la memoria herida, el cansancio, todo lo que no ha salido bien. Dios conoce ese lugar escondido y lo toca con suavidad, prometiendo una restauración que no nace del esfuerzo humano, sino de su misericordia. Antes de pedirnos nada, nos consuela.
Pero esta consolación no nos abandona a una mera pasividad: nos invita a allanar un camino interior para que Él pueda venir a nosotros. “En el desierto preparadle un camino”. El desierto es nuestra pobreza, lo que no hemos podido convertir, ni limpiar, ni ordenar adecuadamente; es ese territorio al que a veces creemos que Dios no puede venir. Y sin embargo, es ahí donde la Palabra pide que se le abra una senda. Enderezar, igualar, levantar: son imágenes de un trabajo espiritual que solo puede hacerse desde la humildad. Se trata de dejar a Dios que actúe, de permitir que su gracia transforme lo torcido en rectitud, lo áspero en suavidad, lo hundido en altura. No es nuestro poder el que convierte el paisaje interior: es su venida la que lo ilumina todo.
Cuando el corazón se dispone así, cuando nos dejamos consolar y trabajamos por acoger esa presencia, entonces “se revelará la gloria del Señor”, y la veremos todos juntos. En lo más cotidiano y ordinario de la vida, en lo más pobre, aparece algo de la gloria de Dios que unifica, serena y da sentido. Es una promesa: quien se esfuerza por abrirle camino en su interior verá la luz, la reconocerá y la celebrará.
Señor Jesús, Palabra eterna del Padre, abre en nosotros un camino por donde puedas bajar sin obstáculo a nuestras almas. Consuélanos Tú mismo hablándonos al corazón, endereza lo torcido, sana lo endurecido y haz de nuestra vida un desierto… pero un desierto florecido y fecundo en el que tu gloria pueda resplandecer. Amén.