“Son necios por naturaleza todos los hombres que han ignorado a Dios y no han sido capaces de conocer al que es a partir de los bienes visibles, ni de reconocer al artífice fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa y a los luceros del cielo, regidores del mundo. Si, cautivados por su hermosura, los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Señor, pues los creó el mismo autor de la belleza” (Sb. 13,1-3).
Este texto del Libro de la Sabiduría, que se proclama como primera lectura en la misa de hoy, tan antiguo y tan actual, describe con asombrosa claridad lo que estamos viviendo: un nuevo paganismo que se extiende, casi sin advertirlo, bajo formas respetables y seductoras. Muchos hombres —y también muchos cristianos— se acercan a la naturaleza con una admiración que, en sí misma, es buena: la belleza de lo creado invita a alabar al Creador. Pero ese camino recto se tuerce cuando la naturaleza comienza a ser vista como depósito de energías misteriosas: se celebran solsticios y equinoccios con ritos que evocan antiguos cultos paganos, se invocan fuerzas telúricas, se mira a los astros buscando en ellos un poder que no poseen. Sobre este terreno espiritual surgen expresiones hoy muy difundidas: se habla de la “Madre Tierra”, como si la tierra fuera un sujeto personal y no una criatura; se absolutiza la “casa común”, olvidando que la única casa verdaderamente común es la Iglesia, donde Dios nos engendra a la vida divina. Y se propone una y otra vez la necesidad de una “conversión ecológica”, mientras se silencia la única conversión real y necesaria: volvernos a Jesucristo, que nos saca del pecado y nos introduce en el ámbito de la gracia.
Vivimos inmersos en una “sensibilidad verde” que exalta la naturaleza como si fuera la última instancia, que concede a los animales un estatuto casi fraterno, que los iguala al hombre como si todos ocupáramos un lugar equiparable en la creación. Pero la Sabiduría de Israel nos recuerda que Dios los creó “para el hombre”, para que le ayudaran y le sirvieran, no para que ocuparan un lugar que solo corresponde al ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios. La belleza del universo —los astros, el viento, el mar, los montes, la vida animal— es un don magnífico, pero sigue siendo criatura. Todo ello apunta hacia Otro. Y cuando el hombre se queda en la criatura sin reconocer al Creador, cuando se deslumbra por lo visible sin elevarse hacia el Invisible, cuando se queda mirando al dedo sin fijarse en la dirección que señala, termina adorando lo que pasa y olvidando a Quien permanece.
Volver a la fe es volver a Jesucristo, única Luz y único Salvador del mundo. Solo Él nos revela el rostro del Padre, solo su gracia transforma realmente la vida. Por eso necesitamos recuperar la sabiduría de la Palabra, dejar que su verdad purifique nuestro corazón y nos enseñe a contemplar la creación como lo que es: obra del Autor de la belleza, que nos la entrega para nuestro bien y para su gloria.
Padre Dios, abre nuestros ojos para que reconozcamos tu presencia más allá de las criaturas visibles; enséñanos a amarlas sin adorarlas, a respetarlas sin absolutizarlas y a servirnos de ellas con responsabilidad. Conviértenos a tu Hijo Jesucristo, para que vivamos en su gracia y te demos gloria y honor por los siglos. Amén.