jueves, 25 de diciembre de 2025

NAVIDAD CON TODO EL ARTE


    Queridos lectores, la luz de este día de Navidad nos alcanza también a través del arte, que tantas veces nos permite expresar lo que las palabras apenas balbucean. Dos pintores, separados por más de un siglo y con estilos muy distintos, se detienen ante el mismo misterio: el nacimiento del Hijo de Dios. El primero, Giorgione (1477–1510), desde la serenidad del Renacimiento; y después Georges de La Tour (1593–1652), desde la intensidad del Barroco, nos invitan a contemplar el mismo acontecimiento con miradas complementarias. Ambos, curiosamente, comparten el nombre de Jorge, como el santo mártir, testigo fiel de Cristo hasta el derramamiento de su sangre.


    En la obra de Giorgione todo aparece envuelto en una armonía profunda. El paisaje no es un simple fondo, sino un verdadero marco espiritual: los árboles firmes, las rocas antiguas, el río que discurre en silencio, la fuente cercana… hablan de una creación que acoge al Redentor, que se impregna de Él, que guarda su memoria. La gruta se integra con naturalidad en ese mundo creado, sin ruptura ni violencia; es como la puerta al misterio. María aparece serena, dulce, recogida, en una paz interior que no necesita de gestos ni palabras. José, anciano, encorvado por los años, encarna la debilidad humana que no estorba a Dios, sino que se convierte en lugar de su acción. Los pastores se acercan con reverencia, conscientes de que pisan un suelo santo. El Niño yace en el suelo, en contacto directo con la tierra, como subrayando que Dios ha querido abrazar nuestra condición humana, nuestro barro, hasta el fondo, sin miedo a mancharse, sin miedo a la pobreza y a la fragilidad. Todo parece decirnos que la entrada del Hijo de Dios en nuestra historia no violenta el mundo, sino que lo transfigura desde dentro, con una suavidad casi imperceptible.


    Muy distinto es el clima espiritual del cuadro de Georges de La Tour. Aquí todo es noche. Una noche cerrada, densa, que envuelve a los personajes y parece simbolizar la oscuridad del mundo. No hay paisaje ni horizonte, solo un espacio muy limitado, pobre y recogido. Y, en el centro, el Niño. Si se dan cuenta no recibe la luz, sino que la irradia. Su pequeño cuerpo desnudo es la única fuente de claridad en el cuadro. Esa luz ilumina los rostros cercanos y crea una intimidad casi sagrada. Dios no entra en el mundo protegido, sino vulnerable; no envuelto en riqueza, sino en pobreza radical. La desnudez del Niño -casi amenazada por las pajas del pesebre- habla de total entrega, de confianza absoluta, de una salvación que no se impone desde fuera, sino que nace desde dentro.


    Entre la claridad serena de Giorgione y la noche encendida de La Tour se despliega todo el misterio de la Navidad. Dios viene sin ruido, sin imponerse, ofreciendo su luz en la fragilidad de un niño. Entra en nuestra historia para iluminarla desde dentro, también en sus sombras. Que esta Navidad sepamos acogerlo con la misma reverencia, con la misma dulzura, con el mismo silencio. Feliz Navidad a todos. 

miércoles, 24 de diciembre de 2025

NOCHE BUENA, VIDA BUENA


    “El ángel les dijo: ‘No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre’. De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: ‘Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad’” (Lc. 2,10-14).


    Jesús nace en Navidad. Pero esta noche, que es la Nochebuena, lo celebramos ya con gran alegría, también litúrgicamente. El nacimiento del Hijo de Dios no es solo un recuerdo del pasado ni una escena entrañable que vuelve cada año, rememorada en nuestros belenes. Es una revelación permanente del modo de actuar de Dios y una fuerza que ha de renacer una y otra vez en nuestra vida. Cuando el desánimo, la tentación o el pecado nos invitan a rendirnos, a doblar la rodilla y desistir, entonces es el momento de mirar a Belén.


    Allí, en la pequeñez y en la debilidad de un Niño recién nacido, se cumple la profecía: “Lleva a hombros el principado, y es su nombre Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre perpetuo, Príncipe de la Paz” (Is. 9,5). Y, sin embargo, la señal que Dios ofrece no es la del poder humano, sino la de la fragilidad: “Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Esa es la señal de Dios. Esa es la señal de un Dios fuerte: un niño fajado al modo hebreo, casi impedido de moverse; no colocado en una cuna, sino en la miseria de un pesebre. La fuerza todopoderosa de Dios manifestada en la más absoluta debilidad.


    Ahí está la gran revelación de la Navidad y de la noche de Navidad. Dios es capaz de obrar obras grandes desde lo pequeño; de levantar a los caídos desde lo humilde; de encender el ánimo de quienes se habían apagado; de devolver ilusión y esperanza a los desanimados: y todo desde la sencillez y fragilidad más hondas. Mirar a Belén es cobrar fuerzas, volver a llenarse de esperanza, de alegría y de vida nueva. Por eso la Nochebuena no puede quedarse en una sola noche: está llamada a transformarse en días buenos, en semanas buenas, en años buenos; en una vida buena y santa, sostenida por la certeza de que Dios actúa con poder precisamente allí donde todo parece débil y sin fuerza.


    Oh Jesús, Niño de Belén, haz que sepamos mirar siempre tu debilidad como fuente de nuestra esperanza; que en nuestras noches -que no siempre son buenas- y en nuestros cansancios descubramos tu fuerza salvadora; y que, sostenidos por ti, nuestra vida se transforme en alabanza confiada, en abandono y alegría compartida. Amén.

martes, 23 de diciembre de 2025

CATALINA, DE NUEVO


    El pasado 25 de noviembre ya dediqué mi entrada diaria a Santa Catalina de Alejandría con motivo de su fiesta. Ahora estoy pasando unos días en el campo, antes de mi gran peregrinación. Allí, en el porche de entrada de la casa familiar, hay un azulejo que mi abuelo paterno regaló a mi abuela con ocasión de algún cumpleaños. Es la bellísima imagen con la que hoy ilustro esta reflexión y que contemplo ahora con otros ojos.


    Se me ocurre estos días que quizá esta imagen ha influido más de lo que parece en mi vida cristiana. La he contemplado infinidad de veces, incluso cuando aún no era muy consciente de lo que veía. A los pocos días de nacer fui traído a esta casa y pasé aquí las primeras semanas de mi vida. El azulejo ya estaba allí, colocado en el mismo lugar. Mucho antes de que yo supiera pensar, ya lo miraba con agrado y atención.


    ¡Cuántas veces no habré recorrido con los ojos cada uno de sus detalles, con esa mirada atenta, reflexiva y ciertamente contemplativa propia de los niños! Me llama ahora la atención porque Santa Catalina de Alejandría, patrona de los filósofos y de los estudiosos, aparece como una mujer sedienta de verdad, intelectualmente libre e independiente. Ella se fijó en la naturaleza que la rodeaba, la observó, la reflexionó, tratando de descubrir la verdad que un día encontraría plenamente por la revelación.


    Si era princesa, o al menos de familia muy noble, eso queda simbolizado en la corona y en sus vestiduras reales, con armiño incluido. Pero también está la espada: la espada porque murió decapitada, y la espada como símbolo de fortaleza. Al fondo de la imagen aparece un paisaje de campo, incluso con un riachuelo, muy semejante al lugar en el que ahora me encuentro: ese paisaje campestre que de niño tanto me fascinaba. A los pies de la santa, y también en la orla, aparecen rosas, símbolo del amor herido —belleza con espinas— propio del martirio. Un pajarillo, que me parece un jilguero, permite al espectador unirse a un canto de alabanza en honor de la santa, aunque sospecho que está ahí también como firma característica del reputado ceramista trianero que realizó este azulejo.


    Ahora pienso que yo también he sido un apasionado de la verdad, y aún lo sigo siendo. Por eso nunca me gustó seguir corrientes ni modas, sino tratar de abrirme camino con mis propias ideas, tanto en el campo del pensamiento como en el de la Sagrada Escritura y de la teología en general. Aunque sospechoso de querer ser original por encima de todo, como Catalina, como cualquier bautizado, he sido regenerado por la gracia. Con su auxilio, he tenido que dar testimonio de mi fe y ejercitar la fortaleza para permanecer de pie contra viento y marea, rueda de púas o espada. Así, identificado con aquella cuya imagen puebla desde tan antiguo mis recuerdos, aguardo esperanzado recibir un día la corona inmerecida del autor de todo bien. Porque con Catalina confieso una misma fe en la Santa e Indivisa Trinidad, y en la doble naturaleza, humana y divina, de nuestro Señor Jesucristo, único Salvador de los hombres.

lunes, 22 de diciembre de 2025

MEMORIA AGRADECIDA


    “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (Lc. 1,46-50).


    El 22 de diciembre es, como todos saben, el día del sorteo de la Lotería de Navidad. Por la mañana, los medios de comunicación nos hacen llegar las voces de los niños de San Ildefonso cantando los premios. Ese sonsonete monótono, tan característico, va unido en mí de manera inseparable al recuerdo de mi ordenación sacerdotal, ocurrida hoy hace treinta y nueve años. Cada año, cuando los escucho, mi memoria vuelve a aquellos días previos a la Navidad en Granada: al frío intenso de la ciudad en esta época del año, a la espera emocionada, a la conciencia clara de que algo decisivo estaba a punto de suceder en mi vida. Yo había llegado desde Bruselas unos días antes para prepararme espiritualmente con un retiro. A la ceremonia asistieron mis padres, hermana, compañeros y muchos chicos a los que durante mis años de estudio de teología y filosofía había acompañado en la fe: con catequesis, clases de religión o en las excursiones del grupo scout.


    Recién ordenado, me pregunté qué había cambiado en mí. Interiormente me sentía el mismo y, sin embargo, sabía que ya no lo era. Con el paso de los años he ido comprendiendo esa diferencia. Han sido treinta y nueve años de dificultades, problemas y momentos de oscuridad, pero también de una certeza que jamás me ha abandonado: nunca he dudado de mi vocación sacerdotal. El Señor me llamó con gran claridad. Mi respuesta ha sido pobre y limitada, muy lejos de lo que Él se merecía, y aun así Dios ha querido servirse de ella. Si hoy miro hacia atrás no puedo sino repetir que “el Poderoso ha hecho obras grandes en mí”, no por mis méritos, sino por su fidelidad.


    No es casual que el Evangelio del 22 de diciembre sea el Magnificat. Ese fue el Evangelio que proclamé como diácono en la Misa de mi ordenación. Luego, habiendo recibido el sacramento, configurado ya con Cristo sacerdote, terminé concelebrándola. María ha acompañado desde entonces mi camino, con su presencia constante y sencilla, a la que correspondo con el rezo diario del rosario y de su cántico de alabanza. En Ella reconozco la actitud más verdadera del creyente y del sacerdote: reconocer su obra en nosotros y vivir en constante acción de gracias.


    Santa María, Madre y sierva del Señor, enséñame a seguir diciendo cada día, con sencillez y verdad, que el Poderoso ha hecho obras grandes en mí, y a entregar mi vida entera para gloria de Dios y bien de su pueblo. Así sea.

domingo, 21 de diciembre de 2025

PREPARATIVOS


    “Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer” (Mt. 1,24).


    José no pronuncia palabra alguna en el Evangelio de hoy, pero actúa. Al despertarse, hace lo que el ángel le ha mandado. Hay en ese gesto silencioso algo muy concreto y muy real: José se pone a preparar. Prepara su vida, su casa, su futuro inmediato. Y, al mismo tiempo, acoge. No son dos movimientos distintos: preparar y acoger forman un solo acto de obediencia confiada. José dispone lo necesario para que el don de Dios encuentre un lugar donde habitar.


    Ayer estuve muy ocupado con los preparativos de un doble equipaje: el que me llevaré a partir del día 26 a Tierra Santa y el que debo llevar mañana, por la tarde después de celebrar Misa, al campo para pasar cuatro días con mi familia. Hay que hacer listas de cosas para no olvidar nada. Verdaderamente, dedicamos mucho tiempo y atención a realizar esta tarea, sabiendo que si luego se nos olvida algo, el viaje puede resultar muy incómodo. Mientras así hacía o rehacía estas listas, pensaba que Adviento es también tiempo de preparación, y me preguntaba si, cuando ya han pasado tres semanas y estamos comenzando la cuarta, he sabido aprovechar el tiempo para disponerme bien a un viaje que es totalmente interior.


    Quizás para ese viaje más importante no he preparado listas de equipaje y habrían sido necesarias. Nos pasa a veces que nos obsesionamos con las cosas más ordinarias e innecesarias y descuidamos las principales. Sin embargo, tengo una esperanza. Todavía quedan cuatro días para Navidad y cada día puedo vivirlo como una semana entera de Adviento. El Señor puede darme la gracia de toda una semana, o de todo un Adviento, en muy poco tiempo. Basta con que yo lo desee, basta con que crea firmemente que Él puede regalármelo: como don, como gracia, sin mérito alguno, de mi parte.


    El viaje no termina el día de Navidad. En cierto sentido comienza ese día. Seguirá inmediatamente otro viaje, para descubrir a Jesús en los lugares donde transcurrió su vida. Y, si Dios quiere, más tarde continuará el verdadero viaje, que me llevará a buscarlo en mi vida cotidiana, en la cual veré cómo se refleja su vida oculta, su predicación, su pasión, y también su muerte y resurrección.


    Señor Jesús, danos un corazón despierto y disponible; enséñanos a preparar lo esencial y a acoger tu venida como gracia, hoy y cada día. Amén.

sábado, 20 de diciembre de 2025

TIEMPOS, LUGARES, SALVACIÓN


    “El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc. 1,26-27).


    El evangelio comienza con una precisión que no es casual: un tiempo concreto, un lugar concreto, unas circunstancias concretas y un nombre propio. El mes sexto. Una ciudad pequeña de Galilea llamada Nazaret. Una mujer desposada con un hombre llamado José, de la casa de David. Y un nombre: María. Dios no actúa en lo vago ni en lo abstracto, sino que entra en la historia con una delicadeza asombrosa, respetando los tiempos, los lugares y las circunstancias humanas. La encarnación comienza así: situada, localizada, inscrita en un momento preciso y en una vida concreta.


    Para nosotros, los seres humanos, los tiempos y los lugares son decisivos. Hay fechas y espacios que marcan nuestra vida para siempre. Dentro de unos días, como algunos lectores saben, partiré acompañando a un grupo de peregrinos a Tierra Santa y Jordania. Y me hace especialmente feliz que el último día del año civil, el 31 de diciembre, pueda presidir la Eucaristía en la Basílica de Getsemaní, junto a la Roca de la Agonía, allí donde Jesús oró aquella noche del Jueves Santo: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú” (Lc. 22,42). Qué significativo es el tiempo y qué elocuente resulta el lugar. En esa misa, acción de gracias por excelencia, ofreceremos al Señor todos los sufrimientos, contradicciones, problemas y heridas que hemos vivido a lo largo del año. No solo los ofreceremos, también los agradeceremos. Han sido camino de salvación, lugar donde Él nos ha ido modelando y esculpiendo por dentro, configurándonos a su imagen.


    Y al día siguiente, el primero del año civil, el 1 de enero a las cinco y media de la mañana, casi comenzando el día, presidiré la Eucaristía en el interior mismo del sepulcro de Jesús, donde apenas caben un par de personas. Allí no contemplaré principalmente la muerte del Señor, sino el acontecimiento decisivo de nuestra historia, de la historia de la humanidad y del cosmos: la Resurrección de Jesús. En ese lugar pediremos la alegría, la fe y la esperanza para el nuevo año que se nos regala. Y la pediremos no solo para los peregrinos presentes, sino para todos los cristianos, para todos los bautizados, para todos los hombres redimidos por la muerte y Resurrección de Cristo, llamados un día a salvarse y a llegar al conocimiento pleno de la verdad (1 Tim. 2,4).


    Tiempos y lugares. Circunstancias y acontecimientos, felices o dolorosos. Todo ese tejido concreto es nuestra vida, y con él estamos verdaderamente revestidos. Y es ahí, exactamente ahí, donde Dios quiere entrar, como entró un día en Nazaret, en el mes sexto, en la vida de una mujer llamada María.


    Señor Jesús, ayúdanos a vivir nuestros tiempos y nuestros lugares unidos a ti, a ofrecer y agradecer todo lo que somos y vivimos, y a decir contigo, con confianza y abandono: que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú. Amén.

viernes, 19 de diciembre de 2025

SECRETOS DE LA ORACIÓN


    “Una vez que Zacarías oficiaba delante de Dios con el grupo de su turno, según la costumbre de los sacerdotes, le tocó en suerte a él entrar en el santuario del Señor a ofrecer el incienso; la muchedumbre del pueblo estaba fuera rezando durante la ofrenda del incienso. Y se le apareció el ángel del Señor, de pie a la derecha del altar del incienso. Al verlo, Zacarías se sobresaltó y quedó sobrecogido de temor. Pero el ángel le dijo: No temas, Zacarías, porque tu ruego ha sido escuchado” (Lc.1,8-13).


    El Evangelio nos presenta hoy una escena de profunda sobriedad espiritual. Zacarías no está viviendo una experiencia extraordinaria que haya provocado; simplemente cumple su turno, realiza unos gestos rituales, aprendidos, repetidos innumerables veces. Mientras él ofrece el incienso en el interior del Santuario, el pueblo ora fuera. Dentro y fuera. Se establece una comunión: silencio y rito, súplica y espera, todo formando parte de un único movimiento espiritual. La oración aparece entonces como algo que envuelve la vida, que la sostiene sin necesidad de romperla ni sacarla de su cauce ordinario. La oración continua de la que hablan los místicos me parece que es así: un estar ante Dios que atraviesa y trasciende el tiempo, las palabras, los gestos concretos, las horas transcurridas… incluso cuando no somos plenamente conscientes de ello.


    La palabra del ángel ilumina toda la escena: “tu ruego ha sido escuchado”. No se especifica cuándo fue realizado ese ruego, ni con qué intensidad. Quizá pertenece a un pasado lejano; quizá Zacarías mismo ya no lo formula con esperanza ni fervor. Y, sin embargo, Dios lo conserva vivo en su presencia. Esto revela que la oración no depende solo del momento presente ni de la emoción interior, sino de una orientación profunda del corazón. Vivir en oración continua es permanecer abiertos y orientados hacia Dios, incluso cuando la mente se dispersa o la palabra se vuelve pobre y balbuciente. Hay súplicas que siguen hablando en nosotros porque han sido depositadas en Dios, y Él las guarda fielmente.


    El silencio impuesto a Zacarías tras su incredulidad no es un castigo estéril, sino un camino pedagógico. Privado de la palabra, aprende una escucha más honda; despojado del discurso, se le ofrece una oración más interior. La oración continua madura cuando deja de apoyarse solo en fórmulas, o repeticiones exteriores, y se convierte en una presencia que acompaña el trabajo, el descanso, los viajes... No se trata tanto de luchar contra las distracciones, como de volver con suavidad y mansedumbre al centro; no tanto de forzar la atención, cuanto de dejar que el corazón se incline una y otra vez hacia Dios.


    Señor Jesús, enséñanos a vivir vueltos hacia ti en lo cotidiano y repetido, a confiar en que nuestros ruegos permanecen en tus manos incluso cuando ya no sabemos expresarlos, y a dejarnos conducir hacia una oración interior, humilde y perseverante, que atraviese toda nuestra vida. Amén. 

jueves, 18 de diciembre de 2025

EMMANUEL, EL DON ACOGIDO


    “José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta: ‘Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Enmanuel, que significa Dios-con-nosotros’. Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer” (Mt. 1,20-24).


    El Evangelio nos presenta hoy a José como el hombre que acoge. Acoge a María y, al acogerla, acoge el don de Dios que entra en su vida. No se trata solo de un gesto humano de fidelidad o de generosidad, sino de algo mucho más hondo: José se abre a recibir lo que Dios le da, aunque no lo comprenda del todo. No entiende plenamente el misterio que irrumpe en su vida, pero no se cierra a él. No rechaza el don por miedo ni lo somete a sus propios esquemas. Se fía, y esa confianza se traduce en un acto concreto: acoger.


    El niño que va a nacer recibe en el texto dos nombres, y ambos revelan su identidad. José, como padre legal, recibe el encargo de imponerle el nombre de Jesús, un nombre cargado de sentido, que expresa misión y destino: Dios salva. Pero el profeta Isaías había anunciado otro nombre, Emmanuel, Dios con nosotros. En Jesús se cumplen plenamente ambos nombres: Dios que salva y Dios que permanece, Dios que actúa y Dios que se queda. José acoge este misterio en silencio, introduciendo al Hijo de Dios en una casa de familia, en la historia de un pueblo, en una vida concreta.


    Ayer, al celebrar la Eucaristía casi en la intimidad, para una sola persona, esta verdad se me hizo especialmente viva. Jesús me fue dado como don. Estaba ya en mis manos inmediatamente después de las palabras de la consagración. Y al concluir la plegaria eucarística, al elevarlo hacia el cielo en la doxología final, comprendí con más claridad que nunca que Él es verdaderamente Emmanuel. Dios con nosotros, entregado por nosotros, sacrificado para nosotros. Levanté en alto al Hijo ofrecido al Padre, a la víctima perfecta, a Cristo entregado por nuestros pecados para nuestra salvación. Como José, también yo estaba acogiendo el don de Dios, para ofrecerlo al mismo Dios, y para ofrecerme a mí mismo, en nombre de toda la Iglesia. 


    Señor Jesús, enséñanos a acogerte como don, a recibirte con fe incluso cuando no comprendamos, y a ofrecerte al Padre con un corazón abierto, para gloria suya y salvación del mundo. Así sea.



miércoles, 17 de diciembre de 2025

DEL ÁRBOL DE JESÉ


    “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. Así, las generaciones desde Abrahán a David fueron en total catorce; desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce; y desde la deportación a Babilonia hasta el Cristo, catorce” (Mt. 1,16-17).


    Este final de la genealogía no es un mero resumen numérico, sino una clave de lectura espiritual. La historia de la salvación no avanza de forma caótica ni improvisada: tiene un ritmo, unas etapas, unos tiempos que Dios va conduciendo con paciencia. Desde la promesa hecha a Abrahán, pasando por el esplendor de David y la terrible herida del exilio, todo queda integrado en un único designio. Incluso lo que parece fracaso —la deportación, la ruptura, el desarraigo— forma parte del camino que prepara la venida del Cristo. Dios no elimina las sombras de la historia, pero las atraviesa y las orienta hacia la luz.


    La genealogía desemboca en José, el esposo de María, y ahí se produce un giro decisivo. La cadena se interrumpe: ya no hay un nuevo “engendró a”, sino alguien que acoge un gran don. Jesús no nace como resultado automático de una sucesión humana, sino como don gratuito de Dios. Por eso, al final, quien aparece no es un superhéroe, sino José, hombre justo, santo y sencillo, que desposa a María, la nueva Eva, elegida desde la eternidad para ser Madre del Mesías. Dios culmina su obra confiándola a la humildad de una mujer que es “llena de gracia” y a la obediencia silenciosa de un hombre abierto a la gracia. Así se revela que la salvación no se improvisa: madura lentamente, como una semilla escondida, hasta alcanzar la plenitud de los tiempos.


    Así entendida, la genealogía ilumina también nuestra propia historia. Cada etapa, cada herida, cada fracaso o debilidad, cada espera aparentemente estéril, puede convertirse en lugar de preparación. Nada de lo vivido queda excluido si se pone en manos de Dios. El Mesías llega cuando la historia ha sido suficientemente habitada, purificada y abierta. Y sigue llegando hoy, allí donde encuentra corazones que saben acoger más que producir, confiar más que dominar.


    Señor Jesús, Cristo esperado durante siglos, entra también en mi historia; ordénala, redímela y haz de ella un lugar humilde donde Tú puedas nacer. Amén.


martes, 16 de diciembre de 2025

DEJÁNDOLE MÁS ESPACIO


    “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis” (Mt. 21,31-32).


    Ayer, por primera vez en un año y catorce días, no apareció la reflexión diaria en el canal ni en el blog. El cansancio y algunos problemas de salud me obligaron a detenerme. Lo sentí de verdad, pero al mismo tiempo pude palpar con claridad mi propia debilidad. Se quebró, quizá de un modo saludable, cierto orgullo silencioso de no haber fallado ni un solo día. Y desde ahí, desde esa grieta, el Evangelio de hoy me salió al encuentro con una fuerza especial. Jesús no reprocha a los fariseos sus debilidades visibles, sino algo mucho más hondo: la dureza de corazón. Exteriormente irreprochables, interiormente cerrados, y por ello convencidos de estar ya en regla con Dios; incapaces de renunciar a sí mismos, de corregirse, de aceptar la salvación. No es la fragilidad lo que más hiere el corazón del Señor, sino la autosuficiencia de quien no necesita de la misericordia.


    La vida, en su discurrir cotidiano, se convierte así en escuela de humildad. Dios se sirve de lo más sencillo —el cansancio, la falta de salud, problemas domésticos, las interrupciones no deseadas e inesperadas en el propio trabajo, etc.— para enseñarnos a disminuir. No para empobrecernos, sino para dejar espacio a Otro. Esta fue la grandeza de Juan Bautista, uno de los protagonistas del Adviento, que supo confesar con una claridad desarmante: “Él tiene que crecer y yo tengo que menguar” (Jn. 3,30). Y esta misma experiencia recorrerá después toda la vida de Pablo, hasta poder decir con perfecta lucidez: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál. 2,20). Cuando uno acepta menguar, comienza a abrirse al Reino.


    Aceptar la propia debilidad se convierte también en escuela de misericordia. Como escribió santa Teresa del Niño Jesús, no basta con aceptar la propia debilidad, sino que es preciso incluso amarla. Si lo logramos, descubriremos que nuestro corazón se va ablandando, y así seremos menos severos con nuestro prójimo, más pacientes, más tolerantes, más comprensivos con los demás. Un corazón que ha conocido sus límites aprenderá a inclinarse con respeto ante la pobreza ajena, a acompañar sin condenar. Así, lo que en un primer momento parece fracaso, se transforma en gracia que ensancha el alma.


    Jesús, hazme dócil a estas lecciones sencillas con las que Tú me conduces. Líbrame de la dureza de corazón; ve ablandándolo poco a poco, haciéndolo más misericordioso, más tolerante, más comprensivo. Concédeme la gracia de menguar, para que Tú crezcas en mí y en todo lo que soy. Amén.

domingo, 14 de diciembre de 2025

EN EL CAMINO DEL ADVIENTO



    “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín. Porque el yugo que pesaba sobre ellos, la vara de su hombro, el bastón de su opresor, los quebraste como el día de Madián” (Is. 9,1-3).


    En el camino del Adviento aparecen con claridad los tres enemigos del alma, que no son una teoría abstracta, sino una experiencia real en la vida espiritual. El primero es el demonio, cuya acción se caracteriza siempre por sembrar la duda, la turbación, el miedo y la confusión en el corazón del creyente. El demonio actúa en la oscuridad y necesita el secreto para ejercer su influencia: sugestiones que no se comparten, pensamientos que se rumian en soledad, inquietudes que no se presentan a la luz de Dios. Y cuando no logra apartar al alma del camino del Señor, intenta al menos inquietarla, desgastarla interiormente, hacerle perder la paz y la confianza. Frente a esta acción oscura, el profeta anuncia con fuerza que Dios concede una luz grande. No una luz tenue o vacilante, sino una luz clara y victoriosa. “El pueblo que caminaba en tinieblas” —nosotros mismos, tantas veces— ve una luz que brilla incluso en la tierra de sombras de muerte. Dios no dialoga con la oscuridad: la disipa con su luz.


    El segundo enemigo es la carne, que no debe confundirse con el cuerpo, regalo y don de Dios, expresión concreta de lo que somos. La carne es, más bien, el conjunto de malas tendencias que permanecen en el hombre después de la caída, esas inclinaciones desordenadas que buscan satisfacciones inmediatas y alivios rápidos para el peso de la vida. En este sentido, los llamados pecados capitales pueden entenderse como raíces profundas de la carne. Pero la experiencia enseña que esas búsquedas terminan produciendo aburrimiento, hastío y, lo que es más grave, una tristeza persistente. Frente a esa tristeza, el texto de Isaías proclama la segunda gran obra de Dios: la alegría. “Acreciste la alegría, aumentaste el gozo”. No se trata de una emoción superficial, sino de una alegría que nace de la presencia de Dios, una alegría limpia, auténtica, que no deja vacío ni cansancio interior. En Él está la verdadera alegría del corazón humano.


    El tercer enemigo es el mundo, no el mundo creado por Dios —bueno y bello tal como salió de sus manos—, sino el mundo entendido como ese ámbito social y cultural que resiste a Dios y desprecia sus mandamientos. El mundo seduce, promete libertad, ofrece múltiples caminos que parecen amplios y atractivos, pero que en el fondo conducen a la esclavitud. Pensar como piensa el mundo, actuar como actúa el mundo, hablar como habla el mundo: esa es su presión constante. Frente a esta falsa libertad, Isaías anuncia la liberación verdadera que Dios realiza. El yugo, la vara, el bastón del opresor son quebrados con la fuerza de Dios, como en el día de Madián. Dios no negocia con el mal ni pacta con los opresores del alma: rompe sus cadenas y devuelve la libertad. En el Adviento, caminamos pidiendo estos dones —luz, alegría y libertad— para permanecer firmes frente a las tentaciones que nos acechan y avanzar con esperanza hacia la venida del Señor.


    Señor Jesús, luz que brillas en nuestras tinieblas, danos tu claridad, tu alegría y tu libertad, para caminar en este Adviento con el corazón firme y confiado en ti. Así sea.