martes, 9 de diciembre de 2025

HABLÁNDONOS AL CORAZÓN


    “Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios—; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados. Una voz grita: ‘En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos juntos —ha hablado la boca del Señor—’” (Is. 40,1-5).


    En este texto de Isaías que leemos en la misa de hoy, comienzo del llamado libro de la Consolación, se percibe una ternura divina que nos conmueve. Dios mismo toma la iniciativa y pronuncia sobre su pueblo una palabra sanadora: “Consolad, consolad a mi pueblo… hablad al corazón”. No se dirige solo a la razón ni a la conducta, sino al lugar más íntimo y vulnerable de la persona, allí donde habitan el dolor, el miedo, la memoria herida, el cansancio, todo lo que no ha salido bien. Dios conoce ese lugar escondido y lo toca con suavidad, prometiendo una restauración que no nace del esfuerzo humano, sino de su misericordia. Antes de pedirnos nada, nos consuela.


    Pero esta consolación no nos abandona a una mera pasividad: nos invita a allanar un camino interior para que Él pueda venir a nosotros. “En el desierto preparadle un camino”. El desierto es nuestra pobreza, lo que no hemos podido convertir, ni limpiar, ni ordenar adecuadamente; es ese territorio al que a veces creemos que Dios no puede venir. Y sin embargo, es ahí donde la Palabra pide que se le abra una senda. Enderezar, igualar, levantar: son imágenes de un trabajo espiritual que solo puede hacerse desde la humildad. Se trata de dejar a Dios que actúe, de permitir que su gracia transforme lo torcido en rectitud, lo áspero en suavidad, lo hundido en altura. No es nuestro poder el que convierte el paisaje interior: es su venida la que lo ilumina todo.


    Cuando el corazón se dispone así, cuando nos dejamos consolar y trabajamos por acoger esa presencia, entonces “se revelará la gloria del Señor”, y la veremos todos juntos. En lo más cotidiano y ordinario de la vida, en lo más pobre, aparece algo de la gloria de Dios que unifica, serena y da sentido. Es una promesa: quien se esfuerza por abrirle camino en su interior verá la luz, la reconocerá y la celebrará.


    Señor Jesús, Palabra eterna del Padre, abre en nosotros un camino por donde puedas bajar sin obstáculo a nuestras almas. Consuélanos Tú mismo hablándonos al corazón, endereza lo torcido, sana lo endurecido y haz de nuestra vida un desierto… pero un desierto florecido y fecundo en el que tu gloria pueda resplandecer. Amén.

lunes, 8 de diciembre de 2025

MARÍA Y FRANCISCO

 


          

    Hoy celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción, una de las grandes fiestas marianas de la Iglesia. En María, preservada del pecado original desde el primer instante de su concepción, contemplamos la pureza luminosa con la que Dios preparó a la Madre de su Hijo y el inicio de una nueva creación donde la gracia es más fuerte que toda oscuridad. La Inmaculada es aurora de salvación y refugio seguro para la humanidad herida.


    Aquí en Fátima, esta fiesta resplandece de un modo especial. Ayer recorrimos los lugares donde vivieron los santos Francisco y Jacinta Marto, y recordé recordé de manera particular la relación singular que Francisco tenía con la Virgen. Los textos lo muestran claramente: veía en Ella una belleza “más brillante que el sol”, una luz que descendía del Cielo y los envolvió al abrir las manos en la aparición de junio. Esa luz —percibió él— era Dios, y María la comunicaba con ternura de Madre.


    Pero lo que define su espiritualidad es algo todavía más profundo: Francisco quería consolar a la Virgen tanto como a Jesús. Había sentido su tristeza al hablar de los pecados que hieren a Dios y al Corazón Inmaculado de María, y desde entonces su oración tomó un tono de delicadeza reparadora. Repetía: “Ellos (Jesús y Maria) están tristes… si pudiéramos consolarlos, ya seríamos felices”. Su vida breve se volvió una respuesta silenciosa a esa pena de la Madre, ofreciendo sus sufrimientos por Jesús y por Ella.


    En este día grande de la Inmaculada, Francisco Marto nos enseña que la devoción verdadera nace de un corazón sencillo que ama, comprende y acompaña. Su mirada infantil y contemplativa nos invita a dejarnos atraer por la dulzura del Corazón Inmaculado, y a vivir como él: sensibles a la tristeza de Dios y disponibles para consolarla con amor.


    Santa Virgen Inmaculada, Madre luminosa, danos un corazón semejante al de Francisco Marto: tierno, limpio y deseoso de consolar a tu Corazón. Condúcenos a Jesús, fuente de toda luz y de toda paz. Amén.    

domingo, 7 de diciembre de 2025

LA DULZURA DE MARÍA


Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve. 

A ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas.

Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos; y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.

¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María!” (Oración del Salve Regina).


    Las oraciones dirigidas a María —como la Salve— utilizan con frecuencia palabras como “dulce” o “dulcísima” para referirse a Ella. ¿En qué consiste esta dulzura? ¿Por qué la Iglesia se atreve a llamar así a la Virgen? Mi experiencia de hoy en Fátima me ha ayudado a comprenderlo. La dulzura de María no es un sentimiento pasajero y superficial: es una fuerza real que toca el alma y la orienta silenciosamente hacia Dios. Cuando uno camina, reza, se cansa, cae y vuelve a levantarse —como hoy en el Viacrucis por los caminos de Fátima— descubre que esa dulzura es mucho más que una emoción: es una presencia. Una presencia discreta, eso sí, pero suave y maternal, que sostiene cuando las fuerzas flaquean y que confirma, sin ruido, que el camino de la fe es verdadero, que la cruz tiene sentido y que la gracia actúa. Esa dulzura es casi un susurro: no empuja, no vence imponiéndose, sino que convence por dentro.


    Por la tarde, entre las columnas blancas de la Basílica del Rosario y ante las tumbas luminosas de los pastorcitos, esa presencia parecía aún más densa y hacía brillar los ojos. Allí María no es un recuerdo ni una idea: es Madre viva y cercana, que recoge nuestras oraciones y las presenta al Corazón de su Hijo. En ese lugar se comprende sin esfuerzo por qué Dios quiso elevar a universal su mediación materna sobre todo el pueblo. Su dulzura no es debilidad: es un poder que sostiene, que consuela, que enciende la esperanza y que despierta deseos nuevos y mayores de santidad.


    Madre dulcísima, que hoy nos has envuelto con tu suavidad y tu presencia, enséñanos a acogerte con más confianza. Haz que sepamos abandonarnos a tu solicitud materna y esperar de ti lo que tú puedes y quieres obtenernos de Jesús. Guarda nuestro corazón en tu Corazón inmaculado. Amén.

sábado, 6 de diciembre de 2025

VOLVEMOS AL CAMINO


   Volvemos al camino. Ayer me puse de nuevo en marcha acompañando en Fátima a otro grupo de peregrinos. Y la misa que celebré para ellos me trajo un consuelo profundo. Recordé que, quienes caminamos cansados, necesitamos oír que la meta no es el descanso, pues lo verdaderamente importante es seguir realizando el camino. Avanzar, no detenerse. Incluso cuando cuesta, incluso cuando el alma preferiría sentarse a descansar. Caminar es ya convertirse. Avanzar, aunque sea despacio, es dejar que Dios haga en nosotros su obra silenciosa. Y cada paso, que sepamos ofrecer, se vuelve Luz para alguien y Vida para mí.


El profeta Isaías, en la lectura de la misa, nos habló precisamente de ese dinamismo: la conversión es siempre un cambio, y siempre un cambio a mejor. El Líbano se convierte en vergel, el vergel en bosque; los sordos se vuelven oyentes; los ciegos, videntes. Y este cambio extraordinario, que a veces parece imposible, puede obrarse porque Dios lo puede todo. Pero Él espera de nosotros una mínima colaboración del tamaño de un granito de mostaza: que demos un pasito más en nuestro caminar. Dios no fuerza: no derrama una gracia que no hayamos deseado y pedido antes.


La fotografía que acompaña esta entrada, tomada del sagrario de la capilla en que celebramos, muestra una escena que me impresionó profundamente. En ella, una figura juvenil —como impulsada por un soplo de gracia— extiende su brazo hacia el sagrario, mientras ante él una fila de figuras humanas parece ser atraída por el movimiento circular que los envuelve. Esa espiral, que nace precisamente del punto donde se custodia el Cuerpo del Señor, invita a todos a avanzar, a ponerse en camino, a dejarse transformar. El joven que encabeza el movimiento parece decirnos: “Venid, acercaos, dejad que Él os toque, dejad que Él os cambie”. Y ese gesto suyo resume lo esencial de la conversión: dejarse atraer por Cristo, moverse hacia Él, abandonar la rigidez que nos detiene y entrar en el dinamismo de su gracia. La conversión no comienza en nuestro esfuerzo, sino en esa atracción silenciosa que brota de Jesús y que, si no la resistimos, nos pone en marcha hacia la vida nueva.


Jesús, compañero fiel en todos nuestros caminos, acepta los pasos cansados que te ofrecemos  y renuévalos con tu gracia. Que nunca dejemos de avanzar hacia ti, sostenidos por tu mirada y guiados por tu Palabra. Amén.


P. D. Este artículo que publiqué anoche, a causa del sueño y cansancio que tenía, quedó sumamente confuso y mal redactado. Lo siento por todos los que lo habéis leído ya. Hoy, antes de “volver al camino”, he procurado retocarlo lo mejor posible, aunque no sé si he conseguido mi propósito de hacerlo comprensible. Gracias por vuestra paciencia y comprensión.

viernes, 5 de diciembre de 2025

ATENCIÓN A LO INTERIOR


“Olvido de lo criado,

memoria del Criador,

atención a lo interior

y estarse amando al Amado” 

(letrilla atribuida a San Juan de la Cruz, 1542-1591).


    Esta breve letrilla sanjuanista encierra un itinerario completo de vida espiritual. No describe una técnica, sino una manera de situarse ante Dios: dejar a un lado lo accesorio, recordar quién es Él, volver al corazón… y ahí permanecer, simplemente amando. En el fondo, no es distinto de lo que enseñaban los Padres del desierto cuando hablaban de la atención en un sentido amplio (nepsis): esa capacidad de orientar el alma hacia un punto, de recoger los sentidos dispersos y enfocar la mirada interior en lo único necesario.


    Ayer leía en un libro una imagen muy certera: la atención es como una linterna. Uno puede llevarla apagada, viviendo por inercia; encendida, pero dispersa; o puede enfocar su luz a aquello que verdaderamente importa. Cuando la mente vaga sin norte, los estímulos del mundo marcan el rumbo; cuando el corazón está atento, es Dios quien orienta los pasos. No se trata de un esfuerzo tenso, sino de un modo de estar: de vigilar suavemente la dirección del espíritu para no perder el camino trazado.


    Y recordé un dicho escuchado hace años: “basta con no estar distraído para quedar maravillado”. Porque la distracción no solo nos roba la paz, también nos roba la capacidad de ver. Vivimos rodeados de signos de Dios —en las personas, en los gestos, en la belleza, en la Palabra, en lo que sucede dentro de nosotros—, pero casi nunca los percibimos porque la linterna del alma está apuntando a otra parte. Basta detener el ruido interior, basta prestar atención, y de pronto aparece el asombro: el Amado estaba ahí, esperándonos.


    Señor Jesús, enséñanos a vivir despiertos. Que nuestra atención no se pierda en lo que pasa, sino que se dirija a lo que permanece. Pon en nuestro interior esa luz suave que nos permite reconocer tu presencia y caminar hacia ti sin desviarnos. Haz que, cada día, podamos quedarnos maravillados ante ti. Amén.

jueves, 4 de diciembre de 2025

REVERENCIA INTERIOR


    Hay gestos que, cuando se hacen deprisa, pierden su alma. Podemos inclinarnos ante el sagrario o hacer la señal de la cruz antes de la proclamación del evangelio, pero, si el corazón no acompaña, esos gestos se vacían por dentro. La reverencia no es un ritual aprendido ni una pura urbanidad religiosa, sino la manera en que el alma se sitúa ante Dios: con amor, con asombro, con humilde conciencia de su Presencia.


    Cuando uno se reconoce delante del Señor, todo se ordena: se serenan los pensamientos, la respiración encuentra su ritmo, la mirada deja de divagar y quizá se cierran solos los ojos. Es el momento en que nace espontáneamente un gesto sencillo de adoración. No es una cuestión de protocolo piadoso, sino una verdad expresada con el cuerpo. Por eso una reverencia puede ser profunda sin apenas movimiento, o quedar en nada aunque el gesto sea perfecto.


    Conviene no vivir la fe a toda prisa. En cuanto uno cruza la puerta del templo, o al pasar junto a una cruz, basta un instante para recoger el espíritu y recordar ante Quién estamos. Ese breve silencio interior es ya reverencia; el resto, si llega, debe brotar de ahí.


    La adoración, entonces, no se limita a un arrodillarse puntualmente en la oración ante el Santísimo, sino que se prolonga en la vida entera. El que ama convierte todo en ofrenda y homenaje: su trabajo, su descanso, sus sufrimientos y también sus alegrías. Y no solo los acontecimientos. También la misma naturaleza puede ayudarle. La limpia belleza de un amanecer, el brillo de las estrellas o la nobleza de un árbol centenario despiertan en él la conciencia viva de que es Dios que pasa. Y si el alma está habituada a cultivar una actitud reverente, esos instantes la conducen suavemente hacia Él. Es como el enamorado que piensa continuamente en quien ama, aunque no lo nombre: su corazón se vuelve una y otra vez hacia él. Porque reverenciar es, al fin y al cabo, amar.



miércoles, 3 de diciembre de 2025

EL EVANGELIO PRIMERO


    “En estos lugares, cuando llegaba, bautizaba a todos los muchachos que no eran bautizados; de manera que bauticé una grande multitud de niños que no sabían distinguir la mano derecha de la izquierda… Muchos cristianos se dejan de hacer, en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen… Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: ‘¡Cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!’”(San Francisco Javier, Carta a San Ignacio de Loyola, enero de 1544).


    Hoy celebramos a san Francisco Javier (1506-1552), patrono de las misiones. Esta carta suya, escrita desde Cochín, en la India, nos recuerda que la fe no es un tesoro, que podamos guardar celosamente en nuestro interior, sino que es una riqueza que empuja con fuerza a compartirla con quienes no conocen aún a Jesús: solo así se conserva y fortalece. Javier comprendió que, aunque es justo y necesario atender las carencias materiales del prójimo necesitado —alimento, vestido, atención médica, vivienda, estudios—, nada de eso puede sustituir o dejar en segundo lugar el anuncio del Evangelio. Porque él sabía que, cuando Cristo llega a las almas, cuando nacen nuevos cristianos, serán después ellos quienes primero entreguen sus vidas por sus hermanos más cercanos, tratando de crear sociedades más justas. Debemos tomar muy en serio el mandamiento dado por Jesús antes de su Ascensión a los cielos: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt. 28,19-20). La caridad más grande es reconocer que todos los hombres, incluso los más pobres, necesitan a Dios por encima de cualquier otra cosa. Por eso anunciar a Cristo es la obra más alta de amor, porque Cristo es el tesoro, el mayor bien que un hombre puede poseer.


    Javier soñaba con volver a las universidades europeas, y en particular a la Sorbona donde él mismo estudió, para sacudir las conciencias de quienes allí dedicaban tantos años a adquirir títulos académicos. No despreciaba el estudio; pero lo quería fecundo. Sentía que, si aquellos jóvenes pusieran tanto empeño en hacer rendir la ciencia como en adquirirla, podrían transformarse en instrumentos de salvación para muchos. Porque la sabiduría verdadera es la que conduce al servicio, y el conocimiento es un don que pide ser compartido. También hoy, como entonces, miles de almas esperan que alguien anuncie para ellas el nombre de Jesús.


    Señor Jesús, enciende en nuestros corazones el ardor apostólico de san Francisco Javier. Danos la valentía de anunciarte con sencillez y amor, y haz de nuestras vidas una pequeña luz que conduzca a otros hacia ti. Amén.

martes, 2 de diciembre de 2025

BROTE DE ESPERANZA


    “Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre Él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor. Lo inspirará el temor del Señor” (Is. 11,1-3).


    En la oscuridad polvorienta de un tronco viejo, allí donde parece que sólo queda un leño seco y sin vida, el profeta Isaías, en la primera lectura de la misa de hoy, ve surgir un brote verde y tierno, inesperado, cargado de Promesa. Así es el Adviento: un tiempo para mirar el suelo de nuestra vida, tal vez árido y endurecido, tal vez agrietado y roto, y reconocer que Dios no se cansa de hacer nacer en él nuevas posibilidades. El “renuevo del tronco de Jesé” es Cristo, que viene humilde y silencioso, a revivir lo que parecía definitivamente muerto, a florecer en nuestras raíces gastadas. Y nosotros, que tantas veces vivimos entre nostalgia por el pasado, desaliento por el presente e inquietud por el futuro, somos invitados a creer que en el tronco reseco de nuestra historia Él puede hacer brotar de nuevo la vida.


    Sobre ese vástago reposa el Espíritu en plenitud. Todo lo que a nosotros nos falta —sabiduría, fortaleza, consejo, entendimiento— Él lo trae consigo como un don que desciende del cielo sin ruido, como una presencia que ilumina desde dentro. El temor del Señor que Isaías describe no es miedo servil, sino asombro reverente: la gracia de reconocer que Dios es Dios y eso basta, que su obra crece más allá de todo cálculo humano. Adviento es aprender a dejarnos inspirar por ese Espíritu, a afinar el corazón para percibir la llegada silenciosa del que viene a salvarnos.


    Jesús, Tú que eres el renuevo que brota del viejo tronco de la humanidad, haz revivir en nuestro interior lo que está marchito y devuelve a nuestras vidas la frescura de tu Santo Espíritu. Que en este santo Adviento nos abramos a tu llegada con humildad, con alegría y con reverencia. Amén.

lunes, 1 de diciembre de 2025

CAMINAR A LA LUZ DEL SEÑOR


    “Dirán: Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sion saldrá la ley, la palabra del Señor de Jerusalén (…) Casa de Jacob, venid; caminemos a la luz del Señor” (Is. 2,3.5).


    “Concédenos, Señor Dios nuestro, esperar vigilantes la venida de Cristo, tu Hijo, para que, cuando llegue y llame a la puerta, nos encuentre velando en oración y cantando con alegría sus alabanzas” (Oración colecta de la misa del lunes de la 1ª semana de Adviento).


    El Adviento nos llama a una vigilancia que nace de la luz y se ordena hacia la luz. Esa luz no es la de nuestras calles y escaparates, que en estos días brillan con abundancia, sino la que desciende de lo alto y revela la verdad del corazón. Esa luz —más fina, más penetrante, más exigente— nos invita a mirar con realismo nuestro entorno, nuestra sociedad y nuestras propias motivaciones, tantas veces mezcladas, turbias o autocomplacientes. Cuando Isaías proclama: “Venid, subamos al monte del Señor”, está convocando a un movimiento interior, a una ascensión espiritual por la que aprendemos a leer la vida desde Dios y no desde nuestras sombras. En este sentido, el Adviento es un despertar: un volver a ver, un dejar que la Escritura santa ilumine lo que no queremos mirar y ordene lo que nuestro corazón ha desordenado.


    Pero también es un tiempo para recordar la misión del evangelizador, del pastor, de aquel a quien Cristo confía la responsabilidad de despertar a su pueblo. La Iglesia, en estos días, vuelve una y otra vez al profeta Isaías porque en él reconoce su propia tarea: orientar la mirada, enseñar a leer los acontecimientos desde Dios, interpretar la historia con ojos iluminados y conducir a los hombres a la hondura de la Palabra. Velar no es solamente vigilarse uno a sí mismo: es ayudar a que otros velen; no es solo convertir el propio corazón, sino abrir caminos para que otros encuentren la claridad que procede de Cristo. Así, cuando llegue el Señor y llame a la puerta, no solo nos hallará a nosotros despiertos, sino también a aquellos que, por nuestra voz y nuestra vida, han aprendido a esperarle.


    Oh Jesús, Luz increada que vienes del Padre, mantén despierto nuestro corazón y haz que nuestra palabra, nuestros gestos y nuestra vida entera puedan despertar a otros para ti. Que nuestra mirada, purificada por tu claridad, ayude a muchos a caminar hacia tu monte santo. Amén.

domingo, 30 de noviembre de 2025

LUCES DE LA CIUDAD


    No quiero referirme a la famosa película de Charlie Chaplin, sino a la experiencia vivida ayer, que me ha decidido a seguir escribiendo cada día aquí. Y fue que pasé más de cinco horas con un viejo amigo al que conozco desde hace unos cincuenta y cinco años y al que no veía desde hacía casi catorce. Paseamos por Sevilla, que estaba hermosísima, pero atestada de gente. Al buen tiempo se unía el fin de semana del Black Friday y el anuncio del inminente alumbrado navideño, cada año más fastuoso y barroco. Desde muy temprano algunas calles del centro se colapsaban: era imposible avanzar, y resultaba difícil encontrar un restaurante decente sin reserva previa.


    En medio de ese bullicio hubo algunos detalles que me llamaron la atención. En un punto concreto descubrimos una cola larguísima que recorrimos con paciencia. Era para comprar lotería de Navidad. Lotería que está disponible desde hace meses y en muchísimos puntos de venta, y que seguirá vendiéndose casi otro mes más; pero todos querían adquirir lo mismo, en el mismo instante. Más adelante encontramos otra fila, tan sorprendente y larga como la primera: esta vez era para comprar churros. Y en una gran carpa, cercana al Ayuntamiento, ya se apiñaba la multitud para escuchar a la banda municipal y ver al alcalde pulsar el botón que encendería las luces navideñas. Dos horas antes era difícil acercarse: miles de personas aguardaban de pie, expectantes, preparadas para un instante fugaz: la iluminación que adornará la ciudad cada día durante más de un mes.


    En esta Sevilla resplandeciente y saturada de gente, yo encontraba un motivo de examen. ¿Cómo es posible que tantos acepten sin queja esperar cuarenta minutos, una hora o varias, para comprar un décimo de lotería que podrían ya haber adquirido, o seguir adquiriendo, en cualquiera de los innumerables puntos de venta? ¿Cómo pueden aguardar turno para unos churros que en pocos minutos saciarán y serán olvidados? ¿Cómo pueden pasar tanto tiempo de pie para ver cómo alguien acciona un interruptor que encenderá unas luces que seguirán encendidas noche tras noche? 

Y, sin embargo, ¡cuánto nos cuesta dedicar unos minutos a Dios! ¡Cómo se nos hace cuesta arriba perseverar en la oración diaria, abrir el Evangelio y leerlo con atención… ¡o escribir una reflexión cristiana que pueda servir de ayuda! Tantas personas, por ejemplo, afirmarán que no tienen tiempo para ir a misa el domingo, o para rezar el rosario… pero sí lo encontrarán para hacer colas tan interminables como absurdas. 


    Cuando llegó el momento del encendido y la ciudad estalló en aplausos, fotos y vídeos, comprendí que algo dentro de mí quedaba traspasado por una cierta tristeza. ¿Valía la pena tanto esfuerzo, tanta espera? ¿De veras esto llena el corazón? Nos rodean luces efímeras, brillos que no calientan el alma, chispazos que no permanecen. Y, en cambio, se nos ofrece cada día una claridad infinitamente más hermosa: la que nace silenciosa de la Palabra de Dios, si nos detenemos a contemplarla.


    La ciudad estaba llena. Pero el corazón humano, con frecuencia, está vacío, frío, distraído. San Francisco gritaba desgarradoramente por las calles: “¡El Amor no es amado!”. El Adviento ha comenzado así para mí este año: viendo la distancia entre las luces que pasan y la Luz que permanece, entre lo que nos deslumbra un instante y lo que podría transformarnos la vida si le regaláramos unos minutos. Y no he sido capaz de no contárselo a ustedes. 

sábado, 29 de noviembre de 2025

UN AÑO DESPUÉS


    Hoy hace exactamente un año —365 días justos— que comencé a escribir en un canal de Telegram. Nació como una sencilla ayuda para el Adviento de 2024, sin otra pretensión que ofrecer un pequeño apoyo para la oración de cada día. Cuando terminó el Adviento, resultaba evidente que aquella tarea debía continuar. Después vinieron los días ordinarios, las fiestas, los domingos, los tiempos fuertes… y Dios seguía empujando suavemente, pidiendo más. Por eso decidí también publicar los artículos diarios en este blog.


    No sois un grupo numeroso de lectores. Más bien un puñado de personas que leen y que acogen estas reflexiones, que también publico en mi canal de Telegram. Las entradas que escribo requieren un tipo de lector atento y paciente, que desee acercarse al Señor. No siempre mis textos son fáciles, ya que procuro hacer pensar o intento enseñar a mirar con atención. No sé —ni lo sabré nunca, quizá solo en el cielo— el bien concreto que estas líneas hayan podido hacer. A veces llega un comentario, una palabra amable de agradecimiento, una felicitación… o un simple emoticono que parece poca cosa y, sin embargo, puede decir mucho: “me ha ayudado”, “lo necesitaba”, “perfecto”, “gracias”. Con eso basta. El Evangelio es así: obra en silencio, donde no lo vemos, donde solo Dios mide el alcance.


    Hoy me pregunto si debo continuar. No por agotamiento de ideas ni por desaparición de la inspiración, sino por los límites que imponen el cuerpo y el tiempo. Escribir a diario, aunque a mí mismo me hace bien, también me exige y me fatiga; los días van teniendo cada vez menos horas. Nunca pensé de verdad que esta andadura duraría tanto.


    Por eso, en este aniversario, no quiero decidir nada todavía. Solo quiero pediros una sencilla oración: una oración de intercesión por mí, para que el Señor me muestre lo que Él quiere. Y si su voluntad es que siga, que Él mismo me dé ánimo y ganas, y me conceda saber decir lo que Él quiere que diga, de manera que estas líneas puedan seguir siendo un apoyo para quienes buscan cada día un minuto de luz y de gracia.

viernes, 28 de noviembre de 2025

SOBRE EL MIEDO A LA MUERTE


    “Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas al que te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha redimido y te ama? Juan, en su carta, nos exhorta con palabras bien elocuentes a que no amemos al mundo ni sigamos las apetencias de la carne: ‘No améis al mundo’ —dice— ‘ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo —las pasiones de la carne y la codicia de los ojos y la arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre’. Procuremos más bien, hermanos muy queridos, con una mente íntegra, con una fe firme, con una virtud robusta, estar dispuestos a cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que esta sea; rechacemos el temor a la muerte con el pensamiento de la inmortalidad que la sigue. Demostremos que somos lo que creemos” (San Cipriano, del Tratado sobre la muerte, Cap. 18, 24).


    San Cipriano de Cartago (200-258), obispo y mártir, fue uno de los grandes Padres de la Iglesia del siglo III. En sus escritos —como este que se lee en el oficio de lecturas de hoy— ensalza la virtud de la fortaleza, la esperanza ante las persecuciones y la importancia de la unión de la Iglesia. Sus palabras brotan de la fe inquebrantable de quien sabía que el temor a la muerte es, en realidad, una forma de servidumbre: una atadura al mundo que pasa y que pretende gobernar el corazón del hombre desde el miedo. Frente a esta servidumbre, Cipriano propone la libertad del cristiano que se abandona a Dios con “una mente íntegra, con una fe firme, con una virtud robusta”, dispuesto a aceptar la muerte, cuando llegue, como un tránsito hacia la inmortalidad prometida. Y así lo demostró él mismo al morir mártir, sin temor, sellando con su sangre aquello que enseñaba.


    En esta enseñanza resplandece una hermosa y coherente visión cristiana de la vida: la existencia no necesita aferrarse desesperadamente a lo terreno, porque sabe que la victoria pertenece ya a Cristo. Cipriano nos invita a mirar la muerte de frente, sin angustia, con una certeza humilde y firme de que Él nos espera. Es un mensaje especialmente necesario hoy, cuando el miedo a la muerte se refleja en el miedo a la vejez, a la enfermedad y su cortejo de sufrimientos, debilidad y pérdida de control sobre la propia vida, etc. Así, lo que el mundo considera derrota se convierte para el discípulo en una entrada luminosa en la verdadera Vida, en la bienaventuranza y en la gloria de la luz eterna. Y así también podrá demostrarse —no con palabras, sino con la serenidad del corazón— que somos realmente lo que creemos.


    Jesús mío, concédenos vivir sin miedo a la muerte y con esperanza firme en tus promesas. Que nuestro corazón permanezca libre, confiado en la Vida que Tú has preparado para los que te aman. Así sea.