domingo, 21 de diciembre de 2025

PREPARATIVOS


    “Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer” (Mt. 1,24).


    José no pronuncia palabra alguna en el Evangelio de hoy, pero actúa. Al despertarse, hace lo que el ángel le ha mandado. Hay en ese gesto silencioso algo muy concreto y muy real: José se pone a preparar. Prepara su vida, su casa, su futuro inmediato. Y, al mismo tiempo, acoge. No son dos movimientos distintos: preparar y acoger forman un solo acto de obediencia confiada. José dispone lo necesario para que el don de Dios encuentre un lugar donde habitar.


    Ayer estuve muy ocupado con los preparativos de un doble equipaje: el que me llevaré a partir del día 26 a Tierra Santa y el que debo llevar mañana, por la tarde después de celebrar Misa, al campo para pasar cuatro días con mi familia. Hay que hacer listas de cosas para no olvidar nada. Verdaderamente, dedicamos mucho tiempo y atención a realizar esta tarea, sabiendo que si luego se nos olvida algo, el viaje puede resultar muy incómodo. Mientras así hacía o rehacía estas listas, pensaba que Adviento es también tiempo de preparación, y me preguntaba si, cuando ya han pasado tres semanas y estamos comenzando la cuarta, he sabido aprovechar el tiempo para disponerme bien a un viaje que es totalmente interior.


    Quizás para ese viaje más importante no he preparado listas de equipaje y habrían sido necesarias. Nos pasa a veces que nos obsesionamos con las cosas más ordinarias e innecesarias y descuidamos las principales. Sin embargo, tengo una esperanza. Todavía quedan cuatro días para Navidad y cada día puedo vivirlo como una semana entera de Adviento. El Señor puede darme la gracia de toda una semana, o de todo un Adviento, en muy poco tiempo. Basta con que yo lo desee, basta con que crea firmemente que Él puede regalármelo: como don, como gracia, sin mérito alguno, de mi parte.


    El viaje no termina el día de Navidad. En cierto sentido comienza ese día. Seguirá inmediatamente otro viaje, para descubrir a Jesús en los lugares donde transcurrió su vida. Y, si Dios quiere, más tarde continuará el verdadero viaje, que me llevará a buscarlo en mi vida cotidiana, en la cual veré cómo se refleja su vida oculta, su predicación, su pasión, y también su muerte y resurrección.


    Señor Jesús, danos un corazón despierto y disponible; enséñanos a preparar lo esencial y a acoger tu venida como gracia, hoy y cada día. Amén.

sábado, 20 de diciembre de 2025

TIEMPOS, LUGARES, SALVACIÓN


    “El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc. 1,26-27).


    El evangelio comienza con una precisión que no es casual: un tiempo concreto, un lugar concreto, unas circunstancias concretas y un nombre propio. El mes sexto. Una ciudad pequeña de Galilea llamada Nazaret. Una mujer desposada con un hombre llamado José, de la casa de David. Y un nombre: María. Dios no actúa en lo vago ni en lo abstracto, sino que entra en la historia con una delicadeza asombrosa, respetando los tiempos, los lugares y las circunstancias humanas. La encarnación comienza así: situada, localizada, inscrita en un momento preciso y en una vida concreta.


    Para nosotros, los seres humanos, los tiempos y los lugares son decisivos. Hay fechas y espacios que marcan nuestra vida para siempre. Dentro de unos días, como algunos lectores saben, partiré acompañando a un grupo de peregrinos a Tierra Santa y Jordania. Y me hace especialmente feliz que el último día del año civil, el 31 de diciembre, pueda presidir la Eucaristía en la Basílica de Getsemaní, junto a la Roca de la Agonía, allí donde Jesús oró aquella noche del Jueves Santo: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú” (Lc. 22,42). Qué significativo es el tiempo y qué elocuente resulta el lugar. En esa misa, acción de gracias por excelencia, ofreceremos al Señor todos los sufrimientos, contradicciones, problemas y heridas que hemos vivido a lo largo del año. No solo los ofreceremos, también los agradeceremos. Han sido camino de salvación, lugar donde Él nos ha ido modelando y esculpiendo por dentro, configurándonos a su imagen.


    Y al día siguiente, el primero del año civil, el 1 de enero a las cinco y media de la mañana, casi comenzando el día, presidiré la Eucaristía en el interior mismo del sepulcro de Jesús, donde apenas caben un par de personas. Allí no contemplaré principalmente la muerte del Señor, sino el acontecimiento decisivo de nuestra historia, de la historia de la humanidad y del cosmos: la Resurrección de Jesús. En ese lugar pediremos la alegría, la fe y la esperanza para el nuevo año que se nos regala. Y la pediremos no solo para los peregrinos presentes, sino para todos los cristianos, para todos los bautizados, para todos los hombres redimidos por la muerte y Resurrección de Cristo, llamados un día a salvarse y a llegar al conocimiento pleno de la verdad (1 Tim. 2,4).


    Tiempos y lugares. Circunstancias y acontecimientos, felices o dolorosos. Todo ese tejido concreto es nuestra vida, y con él estamos verdaderamente revestidos. Y es ahí, exactamente ahí, donde Dios quiere entrar, como entró un día en Nazaret, en el mes sexto, en la vida de una mujer llamada María.


    Señor Jesús, ayúdanos a vivir nuestros tiempos y nuestros lugares unidos a ti, a ofrecer y agradecer todo lo que somos y vivimos, y a decir contigo, con confianza y abandono: que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú. Amén.

viernes, 19 de diciembre de 2025

SECRETOS DE LA ORACIÓN


    “Una vez que Zacarías oficiaba delante de Dios con el grupo de su turno, según la costumbre de los sacerdotes, le tocó en suerte a él entrar en el santuario del Señor a ofrecer el incienso; la muchedumbre del pueblo estaba fuera rezando durante la ofrenda del incienso. Y se le apareció el ángel del Señor, de pie a la derecha del altar del incienso. Al verlo, Zacarías se sobresaltó y quedó sobrecogido de temor. Pero el ángel le dijo: No temas, Zacarías, porque tu ruego ha sido escuchado” (Lc.1,8-13).


    El Evangelio nos presenta hoy una escena de profunda sobriedad espiritual. Zacarías no está viviendo una experiencia extraordinaria que haya provocado; simplemente cumple su turno, realiza unos gestos rituales, aprendidos, repetidos innumerables veces. Mientras él ofrece el incienso en el interior del Santuario, el pueblo ora fuera. Dentro y fuera. Se establece una comunión: silencio y rito, súplica y espera, todo formando parte de un único movimiento espiritual. La oración aparece entonces como algo que envuelve la vida, que la sostiene sin necesidad de romperla ni sacarla de su cauce ordinario. La oración continua de la que hablan los místicos me parece que es así: un estar ante Dios que atraviesa y trasciende el tiempo, las palabras, los gestos concretos, las horas transcurridas… incluso cuando no somos plenamente conscientes de ello.


    La palabra del ángel ilumina toda la escena: “tu ruego ha sido escuchado”. No se especifica cuándo fue realizado ese ruego, ni con qué intensidad. Quizá pertenece a un pasado lejano; quizá Zacarías mismo ya no lo formula con esperanza ni fervor. Y, sin embargo, Dios lo conserva vivo en su presencia. Esto revela que la oración no depende solo del momento presente ni de la emoción interior, sino de una orientación profunda del corazón. Vivir en oración continua es permanecer abiertos y orientados hacia Dios, incluso cuando la mente se dispersa o la palabra se vuelve pobre y balbuciente. Hay súplicas que siguen hablando en nosotros porque han sido depositadas en Dios, y Él las guarda fielmente.


    El silencio impuesto a Zacarías tras su incredulidad no es un castigo estéril, sino un camino pedagógico. Privado de la palabra, aprende una escucha más honda; despojado del discurso, se le ofrece una oración más interior. La oración continua madura cuando deja de apoyarse solo en fórmulas, o repeticiones exteriores, y se convierte en una presencia que acompaña el trabajo, el descanso, los viajes... No se trata tanto de luchar contra las distracciones, como de volver con suavidad y mansedumbre al centro; no tanto de forzar la atención, cuanto de dejar que el corazón se incline una y otra vez hacia Dios.


    Señor Jesús, enséñanos a vivir vueltos hacia ti en lo cotidiano y repetido, a confiar en que nuestros ruegos permanecen en tus manos incluso cuando ya no sabemos expresarlos, y a dejarnos conducir hacia una oración interior, humilde y perseverante, que atraviese toda nuestra vida. Amén. 

jueves, 18 de diciembre de 2025

EMMANUEL, EL DON ACOGIDO


    “José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta: ‘Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Enmanuel, que significa Dios-con-nosotros’. Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer” (Mt. 1,20-24).


    El Evangelio nos presenta hoy a José como el hombre que acoge. Acoge a María y, al acogerla, acoge el don de Dios que entra en su vida. No se trata solo de un gesto humano de fidelidad o de generosidad, sino de algo mucho más hondo: José se abre a recibir lo que Dios le da, aunque no lo comprenda del todo. No entiende plenamente el misterio que irrumpe en su vida, pero no se cierra a él. No rechaza el don por miedo ni lo somete a sus propios esquemas. Se fía, y esa confianza se traduce en un acto concreto: acoger.


    El niño que va a nacer recibe en el texto dos nombres, y ambos revelan su identidad. José, como padre legal, recibe el encargo de imponerle el nombre de Jesús, un nombre cargado de sentido, que expresa misión y destino: Dios salva. Pero el profeta Isaías había anunciado otro nombre, Emmanuel, Dios con nosotros. En Jesús se cumplen plenamente ambos nombres: Dios que salva y Dios que permanece, Dios que actúa y Dios que se queda. José acoge este misterio en silencio, introduciendo al Hijo de Dios en una casa de familia, en la historia de un pueblo, en una vida concreta.


    Ayer, al celebrar la Eucaristía casi en la intimidad, para una sola persona, esta verdad se me hizo especialmente viva. Jesús me fue dado como don. Estaba ya en mis manos inmediatamente después de las palabras de la consagración. Y al concluir la plegaria eucarística, al elevarlo hacia el cielo en la doxología final, comprendí con más claridad que nunca que Él es verdaderamente Emmanuel. Dios con nosotros, entregado por nosotros, sacrificado para nosotros. Levanté en alto al Hijo ofrecido al Padre, a la víctima perfecta, a Cristo entregado por nuestros pecados para nuestra salvación. Como José, también yo estaba acogiendo el don de Dios, para ofrecerlo al mismo Dios, y para ofrecerme a mí mismo, en nombre de toda la Iglesia. 


    Señor Jesús, enséñanos a acogerte como don, a recibirte con fe incluso cuando no comprendamos, y a ofrecerte al Padre con un corazón abierto, para gloria suya y salvación del mundo. Así sea.



miércoles, 17 de diciembre de 2025

DEL ÁRBOL DE JESÉ


    “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. Así, las generaciones desde Abrahán a David fueron en total catorce; desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce; y desde la deportación a Babilonia hasta el Cristo, catorce” (Mt. 1,16-17).


    Este final de la genealogía no es un mero resumen numérico, sino una clave de lectura espiritual. La historia de la salvación no avanza de forma caótica ni improvisada: tiene un ritmo, unas etapas, unos tiempos que Dios va conduciendo con paciencia. Desde la promesa hecha a Abrahán, pasando por el esplendor de David y la terrible herida del exilio, todo queda integrado en un único designio. Incluso lo que parece fracaso —la deportación, la ruptura, el desarraigo— forma parte del camino que prepara la venida del Cristo. Dios no elimina las sombras de la historia, pero las atraviesa y las orienta hacia la luz.


    La genealogía desemboca en José, el esposo de María, y ahí se produce un giro decisivo. La cadena se interrumpe: ya no hay un nuevo “engendró a”, sino alguien que acoge un gran don. Jesús no nace como resultado automático de una sucesión humana, sino como don gratuito de Dios. Por eso, al final, quien aparece no es un superhéroe, sino José, hombre justo, santo y sencillo, que desposa a María, la nueva Eva, elegida desde la eternidad para ser Madre del Mesías. Dios culmina su obra confiándola a la humildad de una mujer que es “llena de gracia” y a la obediencia silenciosa de un hombre abierto a la gracia. Así se revela que la salvación no se improvisa: madura lentamente, como una semilla escondida, hasta alcanzar la plenitud de los tiempos.


    Así entendida, la genealogía ilumina también nuestra propia historia. Cada etapa, cada herida, cada fracaso o debilidad, cada espera aparentemente estéril, puede convertirse en lugar de preparación. Nada de lo vivido queda excluido si se pone en manos de Dios. El Mesías llega cuando la historia ha sido suficientemente habitada, purificada y abierta. Y sigue llegando hoy, allí donde encuentra corazones que saben acoger más que producir, confiar más que dominar.


    Señor Jesús, Cristo esperado durante siglos, entra también en mi historia; ordénala, redímela y haz de ella un lugar humilde donde Tú puedas nacer. Amén.


martes, 16 de diciembre de 2025

DEJÁNDOLE MÁS ESPACIO


    “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis” (Mt. 21,31-32).


    Ayer, por primera vez en un año y catorce días, no apareció la reflexión diaria en el canal ni en el blog. El cansancio y algunos problemas de salud me obligaron a detenerme. Lo sentí de verdad, pero al mismo tiempo pude palpar con claridad mi propia debilidad. Se quebró, quizá de un modo saludable, cierto orgullo silencioso de no haber fallado ni un solo día. Y desde ahí, desde esa grieta, el Evangelio de hoy me salió al encuentro con una fuerza especial. Jesús no reprocha a los fariseos sus debilidades visibles, sino algo mucho más hondo: la dureza de corazón. Exteriormente irreprochables, interiormente cerrados, y por ello convencidos de estar ya en regla con Dios; incapaces de renunciar a sí mismos, de corregirse, de aceptar la salvación. No es la fragilidad lo que más hiere el corazón del Señor, sino la autosuficiencia de quien no necesita de la misericordia.


    La vida, en su discurrir cotidiano, se convierte así en escuela de humildad. Dios se sirve de lo más sencillo —el cansancio, la falta de salud, problemas domésticos, las interrupciones no deseadas e inesperadas en el propio trabajo, etc.— para enseñarnos a disminuir. No para empobrecernos, sino para dejar espacio a Otro. Esta fue la grandeza de Juan Bautista, uno de los protagonistas del Adviento, que supo confesar con una claridad desarmante: “Él tiene que crecer y yo tengo que menguar” (Jn. 3,30). Y esta misma experiencia recorrerá después toda la vida de Pablo, hasta poder decir con perfecta lucidez: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál. 2,20). Cuando uno acepta menguar, comienza a abrirse al Reino.


    Aceptar la propia debilidad se convierte también en escuela de misericordia. Como escribió santa Teresa del Niño Jesús, no basta con aceptar la propia debilidad, sino que es preciso incluso amarla. Si lo logramos, descubriremos que nuestro corazón se va ablandando, y así seremos menos severos con nuestro prójimo, más pacientes, más tolerantes, más comprensivos con los demás. Un corazón que ha conocido sus límites aprenderá a inclinarse con respeto ante la pobreza ajena, a acompañar sin condenar. Así, lo que en un primer momento parece fracaso, se transforma en gracia que ensancha el alma.


    Jesús, hazme dócil a estas lecciones sencillas con las que Tú me conduces. Líbrame de la dureza de corazón; ve ablandándolo poco a poco, haciéndolo más misericordioso, más tolerante, más comprensivo. Concédeme la gracia de menguar, para que Tú crezcas en mí y en todo lo que soy. Amén.

domingo, 14 de diciembre de 2025

EN EL CAMINO DEL ADVIENTO



    “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín. Porque el yugo que pesaba sobre ellos, la vara de su hombro, el bastón de su opresor, los quebraste como el día de Madián” (Is. 9,1-3).


    En el camino del Adviento aparecen con claridad los tres enemigos del alma, que no son una teoría abstracta, sino una experiencia real en la vida espiritual. El primero es el demonio, cuya acción se caracteriza siempre por sembrar la duda, la turbación, el miedo y la confusión en el corazón del creyente. El demonio actúa en la oscuridad y necesita el secreto para ejercer su influencia: sugestiones que no se comparten, pensamientos que se rumian en soledad, inquietudes que no se presentan a la luz de Dios. Y cuando no logra apartar al alma del camino del Señor, intenta al menos inquietarla, desgastarla interiormente, hacerle perder la paz y la confianza. Frente a esta acción oscura, el profeta anuncia con fuerza que Dios concede una luz grande. No una luz tenue o vacilante, sino una luz clara y victoriosa. “El pueblo que caminaba en tinieblas” —nosotros mismos, tantas veces— ve una luz que brilla incluso en la tierra de sombras de muerte. Dios no dialoga con la oscuridad: la disipa con su luz.


    El segundo enemigo es la carne, que no debe confundirse con el cuerpo, regalo y don de Dios, expresión concreta de lo que somos. La carne es, más bien, el conjunto de malas tendencias que permanecen en el hombre después de la caída, esas inclinaciones desordenadas que buscan satisfacciones inmediatas y alivios rápidos para el peso de la vida. En este sentido, los llamados pecados capitales pueden entenderse como raíces profundas de la carne. Pero la experiencia enseña que esas búsquedas terminan produciendo aburrimiento, hastío y, lo que es más grave, una tristeza persistente. Frente a esa tristeza, el texto de Isaías proclama la segunda gran obra de Dios: la alegría. “Acreciste la alegría, aumentaste el gozo”. No se trata de una emoción superficial, sino de una alegría que nace de la presencia de Dios, una alegría limpia, auténtica, que no deja vacío ni cansancio interior. En Él está la verdadera alegría del corazón humano.


    El tercer enemigo es el mundo, no el mundo creado por Dios —bueno y bello tal como salió de sus manos—, sino el mundo entendido como ese ámbito social y cultural que resiste a Dios y desprecia sus mandamientos. El mundo seduce, promete libertad, ofrece múltiples caminos que parecen amplios y atractivos, pero que en el fondo conducen a la esclavitud. Pensar como piensa el mundo, actuar como actúa el mundo, hablar como habla el mundo: esa es su presión constante. Frente a esta falsa libertad, Isaías anuncia la liberación verdadera que Dios realiza. El yugo, la vara, el bastón del opresor son quebrados con la fuerza de Dios, como en el día de Madián. Dios no negocia con el mal ni pacta con los opresores del alma: rompe sus cadenas y devuelve la libertad. En el Adviento, caminamos pidiendo estos dones —luz, alegría y libertad— para permanecer firmes frente a las tentaciones que nos acechan y avanzar con esperanza hacia la venida del Señor.


    Señor Jesús, luz que brillas en nuestras tinieblas, danos tu claridad, tu alegría y tu libertad, para caminar en este Adviento con el corazón firme y confiado en ti. Así sea. 

sábado, 13 de diciembre de 2025

DORMIRSE EN EL AMOR


    “En aquellos días, surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como antorcha. Él hizo venir sobre ellos el hambre, y con su celo los diezmó. Por la palabra del Señor cerró los cielos y también hizo caer fuego tres veces. ¡Qué glorioso fuiste, Elías, con tus portentos! ¿Quién puede gloriarse de ser como tú? Fuiste arrebatado en un torbellino ardiente, en un carro de caballos de fuego; tú fuiste designado para reprochar los tiempos futuros, para aplacar la ira antes de que estallara, para reconciliar a los padres con los hijos y restablecer las tribus de Jacob. Dichosos los que te vieron y se durmieron en el amor” (Eclo. 48,1-4.9-11b).


    El texto del Eclesiástico, que se lee como primera lectura de la misa de hoy, presenta a Elías como una figura ardiente, casi desbordante de celo. Palabra que quema, como antorcha. Cielos cerrados, fuego que desciende. Reproche, corrección, conversión. Todo en él habla de tensión espiritual, de combate, de fidelidad exigente. Y, sin embargo, el texto no termina fijándose en el profeta arrebatado al cielo, sino en aquellos que lo vieron. De ellos se dice algo sorprendente: no que murieran, no que desaparecieran, sino que “se durmieron en el amor”. Son ellos —los testigos de la acción de Dios, los que vivieron bajo la llamada profética— quienes alcanzan ese descanso último.


    Dormirse en el amor no es negligencia ni evasión. Es el sueño de quien ha velado bien. Solo puede dormirse así quien ha vivido despierto ante Dios, quien ha gastado la vida en fidelidad, quien ha dejado que el celo purifique el corazón. No es el sueño de la inconsciencia, sino el descanso de quien se sabe amado y entregado. Es un dormir semejante al del niño que se abandona sin miedo porque está en brazos seguros. El amor no adormece la fe; la culmina.


    Aquí se abre un contraste muy fecundo con el Adviento. Se nos invita a velar, a no dormir, a estar atentos a la venida del Señor. Pero esta vigilancia no es tensión nerviosa ni miedo al castigo. Es una espera amorosa. Y precisamente quien vive velando en el amor puede, al final, dormirse en el amor. El Adviento bien vivido no desemboca en ansiedad, sino en paz; no en agotamiento, sino en descanso. Velar y dormir no se oponen cuando ambos están habitados por el amor: se vela mientras dura el camino, y al final uno se duerme en Dios, como quien vuelve a casa.


    Señor Jesús, enséñanos a velar con un corazón ardiente y a descansar en ti sin miedo. Que nuestra vigilancia no sea dura ni tensa, sino llena de amor, para que un día podamos dormirnos en tus brazos. Amén.

viernes, 12 de diciembre de 2025

LA DIFÍCIL ESPERANZA


    Estamos viviendo los últimos días del Año jubilar de la Esperanza. Quedan apenas seis días para celebrar a nuestra Madre la Virgen, Señora de la Esperanza, y hoy, además, contemplamos a la Virgen de Guadalupe, que se presenta como Madre cercana, tierna, paciente y fiel. En este momento del camino, ya mediado el Adviento, se nos invita a volver a lo esencial: aprender a esperar.


    Esperar nos cuesta porque nos descoloca. Preferimos hacer cosas, movernos, organizarnos, producir resultados. Incluso en la vida espiritual nos sentimos más cómodos cuando estamos “ocupados por Dios”, haciendo cosas, que cuando permanecemos quietos ante Él. La espera, sin embargo, nos enfrenta a algo mucho más exigente: reconocer que hay realidades decisivas que no podemos darnos a nosotros mismos. El Espíritu Santo no se “fabrica”, la conversión profunda no se consigue con fuerza de voluntad, la capacidad de vivir de otra manera no se alcanza a base de razonamientos. Todo eso solo puede ser recibido.


    Además, la espera auténtica es desconcertante porque no tiene instrucciones precisas ni plazos claros. No se nos dice cuánto tiempo habrá que aguardar ni qué pasos concretos hay que dar. Solo se nos pide permanecer abiertos, perseverar en la oración, sostener el deseo, resistir la tentación de huir hacia el activismo. Eso resulta difícil, incluso aburrido, para una mente obsesionada con la productividad y el rendimiento. Nos angustia no hacer nada porque pensamos que perdemos el tiempo inútilmente. Pero es ahí donde se purifica la esperanza.


    Esperar es creer que Dios puede hacer hoy lo que aún no vemos, que el Espíritu Santo es capaz de transformar lo que nosotros ya damos por muerto, que la gracia puede llegar cuando menos lo esperamos. Es vivir convencidos de que nada hay imposible para Dios y de que Él cumple lo que promete, aunque no lo haga según nuestros tiempos, nuestros modos ni nuestros esquemas. La Virgen María vivió así: esperando sin condiciones, confiando sin garantías, creyendo la Palabra recibida, guardando en el Corazón una promesa que no controlaba. A Ella, Señora de la Esperanza, le pedimos aprender esa espera humilde y firme, que deja a Dios ser Dios.


    Madre de la Esperanza, enséñanos a esperar sin prisas, a confiar cuando no vemos, y a abrir el corazón al Espíritu, que llega como don y transforma la vida desde dentro. Amén.

jueves, 11 de diciembre de 2025

MANANTIALES EN EL YERMO


    “Yo, el Señor, tu Dios, te tomo por tu diestra y te digo: 'No temas, yo mismo te auxilio'. No temas, gusanillo de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio –oráculo del Señor–, tu libertador es el Santo de Israel (…). Los pobres y los indigentes buscan agua, y no la encuentran; su lengua está reseca por la sed. Yo, el Señor, les responderé; yo, el Dios de Israel, no los abandonaré. Haré brotar ríos en cumbres desoladas, en medio de los valles, manantiales; transformaré el desierto en marisma y el yermo en fuentes de agua” (Is. 41,13. 14-17).


    En este bellísimo pasaje del profeta Isaías, que se lee como primera lectura de la misa de hoy, se nos revela la verdad más profunda de la relación entre Dios y sus fieles: Él no se fija en la fuerza, ni en los méritos, ni en la apariencia de los hombres, sino en la pequeñez confiada. Por eso llama a Israel “gusanillo” y “oruga”: no para humillarlo, sino para mostrar que la condición esencial del discípulo es saberse pequeño, indefenso, totalmente necesitado y vulnerable. El verdadero pobre —el pobre en el espíritu de la primera bienaventuranza— es quien ya no se engaña a sí mismo confiando en sus propias fuerzas, sino quien se reconoce incapaz de vivir y de cumplir los mandamientos sin la ayuda de la gracia. Y por eso mismo, es a él a quien Dios toma de la mano.


    Quien así se sabe nada ante Dios, lo es todo para Él. El Señor no abandona a los que buscan el agua viva, aunque su lengua esté reseca por la sed. Su aparente esterilidad —¡ese desierto interior que todos conocemos!— es precisamente el lugar que Dios elige para derramar su Espíritu. Allí donde solo vemos sequedad y vacío, Él hace brotar ríos; donde el alma se siente incapaz de avanzar, Él abre manantiales que corren; donde no encontramos salida, Él transforma el yermo en fuente.


    Señor Jesús, enséñanos a ser pobres en el espíritu, a desconfiar de nosotros y a confiar solo en ti. Toma nuestra mano débil y condúcenos por tus caminos. Que nuestro desierto interior se convierta, por tu gracia, en manantial de vida. Amén.

miércoles, 10 de diciembre de 2025

NECESITAMOS ALAS


    “El Señor es un Dios eterno que ha creado los confines de la tierra. No se cansa, no se fatiga, es insondable su inteligencia. Fortalece a quien está cansado, acrecienta el vigor del exhausto. Se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan” (Is. 40,28-31).


    El profeta Isaías nos recuerda, en la primera lectura de la misa de hoy, que Dios no se fatiga y que fortalece a quienes esperan en Él. Es una palabra que consuela, pero que también marca un camino: la gracia se da, pero necesita ser acogida. Como dice Isaías en este texto que hemos escuchado hoy, “El Señor acrecienta el vigor del exhausto”; sin embargo, ese vigor se pierde cuando dejamos que el desaliento o la tibieza se adueñen del corazón. Ahí aparece la enseñanza de Lorenzo Scupoli en su conocida obra El combate espiritual: muchos comenzaron bien, quizá evitando grandes pecados, pero no perseveraron en negarse a sí mismos ni en combatir sus inclinaciones desordenadas, y por eso se detuvieron en el camino hacia la santidad.


    Scupoli insiste en que no basta con evitar el mal: el cristiano está llamado a practicar el bien. Por eso, no robar no es suficiente; hay que aprender a ser generosos. No buscar aplausos no basta; conviene también rechazarlos cuando alimentan el amor propio. No comer con gula es un buen comienzo; pero el corazón se vuelve frágil cuando se deja llevar por un refinamiento excesivo. No decir mentiras no lo es todo; también debemos vigilar la lengua para evitar esas palabras inútiles y vacías que con frecuencia terminan en chismorreo. Quien se conforma con “no hacer el mal” acaba por quedarse detenido, sin dar los pasos necesarios para que la gracia —esa fuerza que Isaías presenta como “alas de águila”— pueda levantarle y transformarle de verdad.


    La santidad exige una vigilancia humilde y constante: reconocer lo que se mueve dentro del alma, renunciar a lo que impide que Dios nos transforme y ofrecerle cada día un corazón dispuesto a avanzar. Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas porque no se rinden, porque siguen caminando incluso cuando la cuesta se hace más empinada. La gracia sostiene, pero pide nuestra respuesta. Si la dejamos actuar, la promesa se cumple: correr sin fatigarse, caminar sin cansarse, porque Él sostiene cada paso.



martes, 9 de diciembre de 2025

HABLÁNDONOS AL CORAZÓN


    “Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios—; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados. Una voz grita: ‘En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos juntos —ha hablado la boca del Señor—’” (Is. 40,1-5).


    En este texto de Isaías que leemos en la misa de hoy, comienzo del llamado libro de la Consolación, se percibe una ternura divina que nos conmueve. Dios mismo toma la iniciativa y pronuncia sobre su pueblo una palabra sanadora: “Consolad, consolad a mi pueblo… hablad al corazón”. No se dirige solo a la razón ni a la conducta, sino al lugar más íntimo y vulnerable de la persona, allí donde habitan el dolor, el miedo, la memoria herida, el cansancio, todo lo que no ha salido bien. Dios conoce ese lugar escondido y lo toca con suavidad, prometiendo una restauración que no nace del esfuerzo humano, sino de su misericordia. Antes de pedirnos nada, nos consuela.


    Pero esta consolación no nos abandona a una mera pasividad: nos invita a allanar un camino interior para que Él pueda venir a nosotros. “En el desierto preparadle un camino”. El desierto es nuestra pobreza, lo que no hemos podido convertir, ni limpiar, ni ordenar adecuadamente; es ese territorio al que a veces creemos que Dios no puede venir. Y sin embargo, es ahí donde la Palabra pide que se le abra una senda. Enderezar, igualar, levantar: son imágenes de un trabajo espiritual que solo puede hacerse desde la humildad. Se trata de dejar a Dios que actúe, de permitir que su gracia transforme lo torcido en rectitud, lo áspero en suavidad, lo hundido en altura. No es nuestro poder el que convierte el paisaje interior: es su venida la que lo ilumina todo.


    Cuando el corazón se dispone así, cuando nos dejamos consolar y trabajamos por acoger esa presencia, entonces “se revelará la gloria del Señor”, y la veremos todos juntos. En lo más cotidiano y ordinario de la vida, en lo más pobre, aparece algo de la gloria de Dios que unifica, serena y da sentido. Es una promesa: quien se esfuerza por abrirle camino en su interior verá la luz, la reconocerá y la celebrará.


    Señor Jesús, Palabra eterna del Padre, abre en nosotros un camino por donde puedas bajar sin obstáculo a nuestras almas. Consuélanos Tú mismo hablándonos al corazón, endereza lo torcido, sana lo endurecido y haz de nuestra vida un desierto… pero un desierto florecido y fecundo en el que tu gloria pueda resplandecer. Amén.