domingo, 16 de febrero de 2025

POBRES DE CORAZÓN

    Jesús bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo (...) Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: Bien­aventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis” (Lc. 6, 17. 20-21).


    En el evangelio de san Lucas Jesús no sube a un monte, sino que baja a la llanura para proclamar su mensaje. Muestra así que no está lejos, distante o inaccesible, sino cercano. Se pone al nivel de quienes lo escuchan, compartiendo su misma tierra, su misma humanidad. Y antes de hablar, fija su mirada en los discípulos, como para subrayar que no se trata de una enseñanza genérica, sino de una palabra personal que interpela directamente.


    Las bienaventuranzas que Jesús proclama son muy desconcertantes. Los pobres son declarados bienaventurados, pero no porque la pobreza en sí sea un ideal, ni porque el sufrimiento sea bueno. Jesús no exalta las carencias, pero sabe que los pobres no pueden apoyarse en las riquezas porque simplemente no las tienen. Esa falta les abre el corazón para depender de Dios, quien es el único que puede darles una verdadera riqueza.


    Lo mismo sucede con los que lloran. No encuentran consuelo en las palabras vacías de los demás ni en gestos superficiales como una palmadita en la espalda. Su dolor les impulsa a buscar algo más profundo, un consuelo que solo el Señor puede darles. Los que tienen hambre no pueden conformarse con promesas vacías o con aquello que no satisface de verdad. En su necesidad, se abren a esperar y recibir el alimento de Dios. Así también, los perseguidos no pueden refugiarse en la aprobación del mundo, porque esa aprobación les ha sido negada. Solo en Dios encuentran fuerza, valor y sentido para seguir adelante.


    Por otro lado, Jesús advierte seriamente a los ricos, a los saciados, a los que ríen y a los que son alabados por todos. No los condena por tener, sino por la tentación que esas posesiones traen consigo: la falsa seguridad que engendran. Cuando uno confía en sus bienes, en su comodidad o en las palabras de reconocimiento de los demás, corre el riesgo de cerrarse a Dios. Los que “lo tienen todo” parecen no necesitar al Señor y, por eso, su felicidad es superficial, frágil y pasajera.


    El mensaje de Jesús invita a una profunda conversión. Nos llama a desprendernos de aquello que no nos puede salvar, a confiar más en Dios que en nuestras seguridades humanas, y a vivir con el corazón puesto en el Reino. Las bienaventuranzas no prometen una felicidad fácil, pero sí una alegría profunda y duradera.


    Señor Jesús, que con tu mirada nos llamas a confiar solo en ti, enséñanos a desprendernos de las falsas seguridades que nos distraen de tu amor. Ayúdanos a ser pobres de corazón, hambrientos de tu Palabra, y capaces de buscar en ti el consuelo que el mundo no puede dar. Haznos vivir las bienaventuranzas con fe y alegría, sabiendo que solo Tú eres nuestra verdadera esperanza. Amén.



sábado, 15 de febrero de 2025

¿UNA MALDICIÓN BÍBLICA?

    Comerás el pan con sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado; pues eres polvo y al polvo volverás” (Gen. 3,19). Y: 

    Mandó que la gente se sentara en el suelo y tomando los siete panes, dijo la acción de gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos para que los sirvieran (... )La gente comió hasta quedar saciada” (Mc. 8,6-8). 

De la 1ª lectura y del evangelio de la misa de hoy. 


    En el Génesis, el hombre, tras el pecado, comienza a vivir de un modo distinto al que Dios había soñado para él. “Comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gn. 3,19) no es tanto un castigo, cuanto la consecuencia de querer depender únicamente de sí mismo, cerrándose al don de Dios. El pecado introduce en el corazón humano un orgullo que rechaza recibir las cosas como un regalo. El hombre quiere ganarse todo, imaginar que no le debe nada a nadie, ni siquiera a Dios. Pero este no es el plan del Padre.


    Cuando Jesús multiplica los panes en el desierto (Mc. 8,6-8), revela algo completamente distinto: el amor gratuito de Dios. La multitud, que no ha trabajado ni sudado por ese pan, lo recibe en abundancia, hasta saciarse. Este gesto de Jesús es una señal del verdadero deseo de Dios: que vivamos como hijos, confiando plenamente en Él, recibiendo todo como un don. Porque todo es gracia, desde el pan en nuestra mesa hasta el aliento de nuestra vida.


    El Señor nos invita a dejar el orgullo de querer “ganarnos” todo, incluso nuestra salvación, y a abrirnos con gratitud a su amor gratuito. Aprender a recibir con humildad es reconocer a Dios como Padre y a nosotros mismos como hijos amados.


        Señor, Tú eres el dador de todo bien. Enséñame a confiar en ti, a recibir con humildad tus dones y a vivir con espíritu filial, agradeciendo que todo es gracia, todo es regalo. Amén.



viernes, 14 de febrero de 2025

ORACIÓN PARA EL 14 DE FEBRERO

 Hoy es la fiesta de los santos hermanos Cirilo y Metodio, copatronos de Europa y apóstoles de los pueblos eslavos. Sin embargo, para la mayoría de la gente, incluidos muchos cristianos, es el día de San Valentín, patrono de los enamorados y una excusa para hacer y recibir regalos, que en muchos casos resultan ridículos o de mal gusto.


    Señor Jesús, en este día en que el mundo celebra, rodeado de mentiras y falsos intereses, el amor romántico, te pido que me ayudes a recordar y vivir el verdadero amor: aquel que Tú nos enseñaste con tu vida y tu sacrificio en la Cruz.


    El amor romántico, aunque pueda ser hermoso, es inevitablemente pasajero y frecuentemente se centra en los sentidos y los sentimientos. Pero el amor cristiano, el amor que viene de ti, es eterno, desinteresado y transformador.


    Como nos dice el Evangelio de San Juan, Tú “nos amaste hasta el extremo”, entregando tu vida por nosotros en reparación por nuestros pecados.


    No fue un amor apoyado en simples emociones, sino en la voluntad de hacer el bien, de servir, de perdonar y de dar la vida por todos.


    Enséñame, te lo suplico, buen Jesús, a amar como Tú amas: a amar a mis enemigos, a perdonar a quienes me hieren, a servir sin esperar nada a cambio y a buscar siempre el bien y la salvación de los demás, incluso cuando no sea fácil o cómodo.


    Que mi amor no se limite a palabras o sentimientos, sino que se traduzca en acciones concretas, en gestos de bondad, en paciencia, en entrega generosa y en comprensión.


    Ayúdame a recordar que el amor cristiano no puede agotarse en una relación de pareja, sino que se extiende a todos los que nos rodean: familia, amigos, vecinos, y especialmente a los más necesitados.


    En este día te pido que bendigas a todos los novios cristianos, pero también que nos recuerdes que el amor más grande es el que Tú nos has mostrado: un amor que da, que perdona, que espera y que nunca falla.


    Que mi corazón se llene de ese amor, para que, amando como Tú amas, sea un reflejo de tu presencia en el mundo. Así sea.


jueves, 13 de febrero de 2025

REFLEJO DEL AMOR DE CRISTO

    “El Señor Dios formó, de la costilla que había sacado de Adán, una mujer, y se la presentó a Adán. Adán dijo: ‘¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será mujer, porque ha salido del varón’. Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Gén. 2, 22-24).


    Debemos a san Juan Pablo II una teología del cuerpo muy sugestiva. Según ésta, el relato que narra la creación de la mujer a partir de la costilla de Adán revela un misterio profundo: la unidad en medio de las diferencias. Dios, al formar a Eva, no simplemente ha completado al hombre, sino que le ha hecho una importante revelación. Adán, al contemplar a la mujer, descubre el sentido de su existencia, reconociendo en ella una compañera igual a él y, al mismo tiempo, diferente; a su complemento perfecto. Su exclamación, “hueso de mis huesos y carne de mi carne”, es un grito de asombro ante el don recibido: no está solo, y su vocación es la comunión.


    Desde esta perspectiva, este pasaje nos conduce al corazón del plan divino para la humanidad. El hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza de Dios, son llamados a reflejar el amor divino mediante el don sincero de sí mismos. Su diferencia no es motivo de división (como tampoco lo es en la Trinidad Santísima), sino camino hacia la unidad. Unidos como “una sola carne”, hombre y mujer expresan el amor humano de manera única, y al mismo tiempo son un signo visible del amor de Dios.


    Este don de la unidad, sin embargo, va más allá de lo físico: implica una comunión total de cuerpo, alma y espíritu. Al unirse en el amor, el hombre y la mujer no solo participan en el misterio de la creación, sino que también prefiguran la unión definitiva de Cristo con la Iglesia, su Esposa. Así, el amor conyugal es una expresión concreta y viva del amor redentor de Dios.


    Señor, Tú, que en Tu infinita sabiduría creaste al hombre y a la mujer como reflejo de tu amor eterno, abre nuestros corazones para comprender el misterio de la unidad en la diferencia.    

    Enséñanos a vivir el don de nosotros mismos en plenitud, a amar con la generosidad con la que Tú nos amas, y a descubrir en nuestras relaciones humanas un signo de tu presencia viva. 

    Haz que el amor humano, en su verdad y belleza, nos conduzca siempre hacia ti, el Amor perfecto. Amén.



miércoles, 12 de febrero de 2025

OBEDIENCIA Y LIBERTAD

“El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén, para que lo guardara y lo cultivara. El Señor Dios dio este mandato al hombre: Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir” (Gen. 2, 15-17).


    Dios coloca al hombre en el jardín de Edén, confiándole una misión: guardarlo y cultivarlo. Esto nos recuerda que la creación no nos pertenece, sino que somos sus administradores. La responsabilidad que Dios entrega al hombre no solo abarca el cuidado de la naturaleza, sino también el respeto por los límites que Él establece, límites que no nos privan, sino que nos protegen.

    El mandato de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal es una llamada a vivir desde la confianza en Dios. La verdadera libertad no consiste en romper límites arbitrarios, sino en caminar en armonía con la voluntad de Dios, que siempre busca nuestro bien. El árbol del conocimiento del bien y del mal representa la tentación de asumir un poder absoluto: decidir por nosotros mismos qué está bien y qué está mal, ignorando a Dios. Es la trampa de la autosuficiencia.


    Adán y Eva cayeron porque dudaron de la bondad de Dios, buscando ser como Él. Esa misma tentación sigue presente en nosotros hoy: ¿realmente confiamos en Dios, especialmente cuando no entendemos sus planes? ¿O preferimos tomar el control, dejando de lado su sabiduría y su amor?

    El pecado, que es siempre una ruptura con Dios, trae consigo una consecuencia inevitable: la separación de la fuente de la vida, que conduce a la muerte espiritual. Sin embargo, incluso ante nuestra debilidad, Dios nunca deja de llamarnos de nuevo hacia Él, ofreciéndonos su infinita misericordia. 


    Señor, enséñame a confiar en ti y a vivir en la libertad verdadera que nace de tu amor. Ayúdame a reconocer que todo lo que Tú me pides es para mi bien, incluso cuando no logro comprenderlo. Que nunca me deje llevar por la tentación de la autosuficiencia, sino que cada día camine más cerca de ti, aceptando con humildad tu voluntad. Así sea.



martes, 11 de febrero de 2025

LA CLAVE DE LA DIGNIDAD HUMANA

    Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó. Dios los bendijo; y les dijo Dios: Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Gen. 1, 27-28). 


    Señor, meditar este texto de tu Palabra nos lleva al Génesis, al origen de todo. En él nos recuerdas que, no somos el resultado de fuerzas ciegas del universo, sino el fruto de tu amor creador. Nos has hecho a tu imagen, dándonos una dignidad incomparable, elevándonos por encima de toda criatura viviente que habita la tierra. Ningún ser, en el ámbito de lo visible, puede reclamar este privilegio: ser imagen tuya.


    Además, desde el principio, nos regalaste todo. Cada criatura, cada paisaje, cada pequeño detalle es un don de tu amor paternal. Pero no nos hiciste propietarios egoístas, sino administradores fieles, delegados tuyos para cuidar y hacer crecer lo que Tú comenzaste. Nos has dado la misión de someter la tierra, no como un acto de dominación cruel, sino como un acto de servicio responsable. Estamos llamados a descubrir en la creación el reflejo de tu sabiduría y bondad, usándola con gratitud y reverencia hacia ti, porque en todo dejaste impresas tus huellas.


    Varón y mujer nos creaste, Señor, y en esta complementariedad rastreamos tu misterio. Ambos, el hombre y la mujer, reflejamos Tu imagen con igual dignidad y belleza. Cada uno aporta al otro lo que le falta, y juntos alcanzan una plenitud que no podrían alcanzar solos. Y esta unión no es solo una llamada a la comunión, sino a la fecundidad. En la familia humana, en el amor mutuo, encontramos tu reflejo, oh Señor, porque Tú mismo eres comunión de amor en la Trinidad.


    Señor, también nos recuerdas que, aunque el hombre necesita de todo lo que Tú le has dado, no es esclavo de lo creado, sino su señor. Nos llamaste a servirnos de la tierra, pero no a idolatrarla. Este equilibrio solo se logra cuando reconocemos que Tú eres el Señor de todo, y que nosotros somos tus hijos, llamados a caminar en obediencia y gratitud.


    Padre Eterno, gracias por crearnos a tu imagen y confiarnos la creación. Haznos fieles en el amor y en el cuidado de lo que nos has dado, viviendo siempre en constante acción de gracias. Amén.



lunes, 10 de febrero de 2025

TRES DIMENSIONES

Después de cuatro semanas leyendo en la misa la carta a los Hebreos, comenzamos a leer el Génesis. Permitidme una reflexión muy personal que abre caminos a la alabanza.


    Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: ‘Exista la luz’. Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena. Y separó Dios la luz de la tiniebla. Llamó Dios a la luz día y a la tiniebla llamó noche. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero” (Gen. 1, 1-5).


    Al principio, todo era caos, confusión, vacío y oscuridad. Pero Dios habló.

Él, que es Tres, creó tres dimensiones en las que habría de desarrollarse nuestra vida: el tiempo, el espacio y el espíritu.

    Su palabra poderosa dio origen, en primer lugar, al tiempo. “Exista la luz”, dijo, y la luz existió. Separó la luz de las tinieblas, y nacieron el día y la noche. Con este acto, el tiempo comenzó a deslizarse, marcando un ritmo: trabajo y descanso, cosechas y fiestas, el antes y el después… Un ámbito donde la historia de la creación pudiera desarrollarse.

    El tiempo es un regalo. Es la primera dimensión en la que se mueve nuestra vida, porque no somos seres estáticos: somos peregrinos. Cada día que amanece es un paso hacia Dios. Y cada noche que cae es una pausa para el descanso, la confianza y el abandono en sus manos.

    En el tiempo, Dios nos llama a buscarle, a reconocer que nuestra vida es un camino, un avance continuo hacia Él. Y aunque el tiempo parece escaparse demasiado deprisa, en realidad es un terreno fértil: el campo donde cada pequeño instante puede convertirse en encuentro con el Creador.


    Pero el tiempo, a su vez, necesita otro ámbito en el que discurrir. Por eso Dios creó también una segunda dimensión, el espacio: la tierra, el cielo, el jardín donde habría de vivir el hombre. Este espacio no es un mero escenario: es nuestro hábitat natural, dispuesto cuidadosamente por Dios, lleno de belleza, orden y sentido. En él trabajamos, descansamos y vivimos nuestra vocación. Aquí aprendemos a cuidar y a construir, a descubrir la presencia de Dios en lo visible.


    Y, por encima de todo, Dios infundió en el ser humano su Espíritu, el soplo divino, esa chispa de vida que nos hace semejantes a Él. El espíritu es la tercera dimensión de nuestra existencia, la más profunda, la que nos conecta con el Creador, la que da sentido al tiempo y al espacio. Sin el espíritu, el tiempo sería simplemente una sucesión de días vacíos; y el espacio, un escenario sin propósito. Pero con el espíritu, el tiempo se convierte en una peregrinación hacia Dios, y el espacio, en el lugar de encuentro con Él.


    ¡Alaba alma mía al Señor, y todo mi ser a su santo nombre! ¡Alaba alma mía al Señor, y no olvides sus beneficios!” (Sal. 103, 1-2).



domingo, 9 de febrero de 2025

HACER REVERENCIA

    Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: ‘Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador’. Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido” (Mc. 5, 8).


    En el evangelio de hoy, tras presenciar la pesca milagrosa, Simón Pedro se postra ante Jesús y, abrumado por el asombro y la conciencia de su propia indignidad, exclama: “Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador”. Este gesto de Pedro es una conmovedora manifestación de reverencia y reconocimiento de la santidad de Cristo frente a su propia pequeñez y pecado.

    La reverencia hacia Dios nace de la contemplación de su grandeza y de la conciencia de nuestra limitación. Al igual que Pedro, cuando somos testigos de sus maravillas en nuestra vida, ya sea a través de milagros inexplicables, signos evidentes, o de las pequeñas gracias de cada día, nos damos cuenta de nuestra fragilidad y de la inmensidad del amor y el poder de Dios.

    Esta actitud de humildad nos invita a una adoración sincera, reconociendo que, aunque somos “nada” ante la inmensidad divina, Dios nos ama y nos llama a estar cerca de Él. Porque la reverencia no es sólo, ni principalmente, temor o respeto, sino también una respuesta de amor y gratitud hacia Aquel que, siendo todo, se acerca a nosotros en nuestra pequeñez.

    En muchas ocasiones a lo largo de mi vida no he podido orar sino repitiendo una y otra vez: “Tú todo, yo nada”. Creo que es una forma de interiorizar que Dios es la fuente de todo bien, y que nosotros dependemos completamente de su gracia. Más aún, esta confesión nos libera de pesadas cargas, nos permite confiar plenamente en Él y nos impulsa a vivir una vida de adoración y servicio, sabiendo que, aunque somos imperfectos, somos amados por un Dios perfecto.

    Que, al igual que Pedro, podamos reconocer nuestra pequeñez ante la grandeza de Dios y, desde esa humilde consideración, abrirnos a la transformación que su amor opera en nosotros.



sábado, 8 de febrero de 2025

UNA INVITACIÓN DEL SEÑOR

“Él les dijo: ‘Venid vosotros solos a un lugar desierto a descansar un poco’. Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer” (Mc 6, 31).


En el evangelio Jesús nos hace una invitación: venir para estar a solas con Él. En medio de la agitación del día a día, del trabajo, las preocupaciones y las múltiples ocupaciones, corremos el riesgo de olvidar lo esencial: nuestro tiempo con Dios. Y este tiempo no es un lujo ni una ocupación secundaria, sino una necesidad vital.

Santa Teresa de Jesús definía la oración como un “estar muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”. Es la forma en que descansamos en Dios, como los discípulos que, tras la fatiga de la misión, son llamados por Jesús a retirarse con Él.

Así como necesitamos comer, beber y respirar para sostener nuestro cuerpo, nuestra alma también necesita el alimento de la oración. Sin ella, nuestra vida espiritual se debilita, nos volvemos frágiles ante las dificultades y perdemos el sentido de lo que hacemos.

Vivimos en un mundo acelerado. Tenemos tiempo para el trabajo, la familia, el entretenimiento, el descanso físico, el deporte, las redes sociales… pero muchas veces no encontramos tiempo psicológico para Dios. Es decir, aunque objetivamente haya momentos en los que podríamos orar, nuestra mente está ocupada, distraída, fatigada. Nos cuesta parar y centrarnos en lo esencial.

Jesús nos recuerda que el descanso verdadero no consiste solo en cesar la actividad, sino en ir a Él, en estar con Él, en dejarnos renovar por su presencia. Y este descanso no es una evasión de la vida, sino lo que nos permite vivir mejor, con más sentido, con más paz y amor. 

Dios no necesita nuestras oraciones, pero nosotros sí las necesitamos. No depende Él de nuestro tiempo o de nuestras palabras, sino que somos nosotros los que necesitamos estar con Él para encontrar luz, fuerza, guía, consuelo y perdón. La oración no cambia a Dios, sino que nos cambia a nosotros.

Que nuestra respuesta a la invitación de Jesús en el Evangelio de hoy sea un “SÍ” decidido. Que busquemos esos momentos de encuentro con Él, sabiendo que no son una carga pesada, sino un descanso verdadero. Porque en la oración no estamos solos, sino que estamos con el que “sabemos que nos ama”. 




viernes, 7 de febrero de 2025

A TIEMPOS DE TRIBULACIÓN, REFUGIO SEGURO

“El Señor es mi luz y mi salvación,

¿a quién temeré?

El Señor es la defensa de mi vida,

¿quién me hará temblar?” (Sal 26,1).


Un versículo del salmo responsorial de hoy lo escogí como texto para ilustrar la estampa que me sirvió como recordatorio de mi ordenación sacerdotal.


¿Dónde tomo conciencia de que “el Señor es mi luz y mi salvación”? El texto del salmo habla de un lugar muy especial: “Oigo en mi corazón”. El corazón es el centro de la persona; allí habita Dios, allí le habla al alma. Él es la Luz: la que existía antes de que el mundo fuera, la que ilumina todas las tinieblas, interiores o exteriores. Y yo le creo. También es la única salvación frente al mal, que cada día amenaza con tragarse la pequeña barca de Pedro.


“¿A quién temeré?” Nada ni nadie, excepto Dios, tiene poder sobre el corazón del hombre para imponerse. Ni la muerte, ni la angustia, ni la soledad pueden perturbar a quien ha permitido que la Luz entre hasta lo más hondo de su ser. El cristiano posee una valentía, por así decirlo, sobrenatural.


“El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?” No es solo una defensa externa, sino una muralla espiritual, una morada interior elevada, un refugio inexpugnable donde el alma puede desaparecer a los ojos del enemigo.


Con el Salmo, también podemos repetir muchas veces esta invocación:


Me refugio en el Corazón de Jesús,

Me refugio en el Corazón Inmaculado de María. 

Me refugio en el corazón de mi madre la Santa Iglesia.

Se levanta Dios y se dispersan sus enemigos,

 y huyen de su presencia los que lo odian. Amén.




jueves, 6 de febrero de 2025

ELEVACIÓN A LA TRINIDAD

Os habéis acercado al monte Sion, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las miríadas de ángeles (…) y al Mediador de la nueva alianza, Jesús” (Heb. 12,22-24).

Nos encontramos este texto en la primera lectura de la misa y se nos enciende la nostalgia del cielo. Algo que también le ocurrió a una de mis santas favoritas, Isabel de la Trinidad. En febrero de 1906 se agravó notablemente su enfermedad, y en las cartas y escritos de este período habla con frecuencia sobre su sufrimiento, y sobre su deseo de unión con Dios. A pesar del dolor, seguía escribiendo y ofreciendo su sufrimiento con una profunda paz interior.

Catorce meses antes, de un tirón, escribió esta oración que hoy hago mía y a la que os invito a uniros:


¡Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme enteramente de mí para establecerme en Ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, ¡oh mi Inmutable!, sino que cada minuto me sumerja más en la hondura de tu Misterio.

Inunda mi alma de paz; haz de ella tu cielo, la morada de tu amor y el lugar de tu reposo. Que nunca te deje allí solo, sino que te acompañe con todo mi ser, toda despierta en fe, toda adorante, entregada por entero a tu acción creadora.

¡Oh, mi Cristo amado, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para tu Corazón; quisiera cubrirte de gloria y amarte… hasta morir de amor! Pero siento mi impotencia y te pido «ser revestida de Ti mismo»; identificar mi alma con todos los movimientos de la tuya, sumergirme en Ti, ser invadida por Ti, ser sustituida por Ti, a fin de que mi vida no sea sino un destello de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.

¡Oh, Verbo eterno, Palabra de mi Dios!, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme dócil a tus enseñanzas, para aprenderlo todo de Ti. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero fijar siempre la mirada en Ti y morar en tu inmensa luz. ¡Oh, Astro mío querido!, fascíname para que no pueda ya salir de tu esplendor.

¡Oh, Fuego abrasador, Espíritu de Amor, «desciende sobre mí» para que en mi alma se realice como una encarnación del Verbo. Que yo sea para El una humanidad suplementaria en la que renueve todo su Misterio.

Y Tú, ¡oh Padre Eterno!, inclínate sobre esta pequeña criatura tuya, «cúbrela con tu sombra», no veas en ella sino a tu Hijo Predilecto en quien has puesto todas tus complacencias.

¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo!, yo me entrego a Ti como una prisionera. Sumergíos en mí para que yo me sumerja en Vos, mientras espero ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas.