miércoles, 1 de julio de 2020

Atajo a la santidad

            En el episodio de la multiplicación de los panes y los peces, tal como nos lo cuenta el evangelista san Juan (6,1-15), tras saciar a una multitud de cinco mil hombres Jesús le dijo a sus apóstoles: "Recoged los pedazos que han sobrado, para que nada se pierda".
            Quizás sorprende esta frase porque nos cuesta concebir que un personaje grande e importante tenga preocupaciones pequeñas. Tras un milagro tan espectacular, ¿quién hubiera reparado en las sobras? Casi resulta cómico imaginarse a los apóstoles recogiendo mendrugos de pan del suelo, como niños tras una merienda campestre.
            Sin embargo para Jesús fue tan importante lo grande como lo pequeño, lo poderoso como lo débil, lo que cuenta a los ojos de los hombres, como lo que no cuenta.

            Cuando después de la experiencia de un confinamiento angustioso, en el tiempo de la pretendida “nueva normalidad”, tomamos distancia de lo que ha sido durante los meses pasados nuestro trabajo y ocupaciones cotidianas, puede que tomemos conciencia con más fuerza de nuestras rutinas y vulgaridades, de nuestras pequeñeces cotidianas que revelan nuestra auténtica talla: la verdad, despojada de romanticismo, de quiénes somos.
            Entonces descubriremos que, seguramente, en nuestras vidas ni antes ni ahora, hacemos grandes cosas: ni ponemos en práctica grandes bienes, ni padecemos grandes males.       Aparte de tratar de cumplir con nuestras estrictas obligaciones, y de intentar cumplir los mandamientos de la ley de Dios con mucha mesura y prudencia humana, ¿cuáles son las obras de las que podríamos gloriarnos? En comparación con los sufrimientos de los cristianos perseguidos en tantos países, y de los enormes trabajos de los grandes héroes de la caridad, ¿que son nuestros padecimientos a su lado?
            La mediocridad, es decir, la ausencia de obras importantes o de grandes cruces, es la tónica de nuestras vidas. Y eso que, a veces, soñamos con grandes cosas, con actitudes heroicas...
            Pero en aquellas palabras de Jesús, "recoged los trozos que han sobrado, para que nada se pierda", podemos encontrar un consuelo extraordinario.

            ¡Qué Dios tan grande tenemos! ¡Qué incomparable el misterio de su amor para con nosotros! El que considera “el firmamento su trono y la tierra el estrado de sus pies” (Is. 66,1 y otros), se fija en nuestros "mendrugos" desparramados, y uniéndolos a la Cruz de su Hijo amado Jesucristo les da un valor redentor y santificador, porque NO QUIERE QUE NADA SE PIERDA.
            No quiere que se pierdan ocasiones “tan memorables” como toda esa serie de alfilerazos dolorosos que jalonan inevitablemente nuestras jornadas: algo que se nos cae sin querer de las manos y se rompe; algo que no funciona, o que no encontramos, justo en el momento en que lo necesitábamos; el llegar tarde a alguna parte, por descuido o sin culpa nuestra; un dolor de cabeza o de muelas; una noche sin poder pegar ojo; un reproche que nos hagan en el trabajo o en casa; una falta de caridad que han tenido hacia nosotros; una incomprensión sufrida; una pequeña pérdida o humillación...
            No sólo la aceptación positiva de estas pequeñas pruebas, sino que también la realización crucificante de las obligaciones rutinarias de cada día, constituyen un continuo examen que pasamos, una continua prueba a la que somos sometidos para medir la calidad de nuestro amor y de nuestro seguimiento. En definitiva, el grado real de olvido propio y recuerdo de Jesús que practicamos.

            En nuestras faltas de paciencia ante las contrariedades, en nuestro temor excesivo hacia el futuro o hacia el presente, en nuestro sufrimiento desmedido por las pequeñas heridas que infligen a nuestro amor propio, aflora el pecado capital y primero, ese que nos espera agazapado en cada recodo del camino para invitarnos a abandonar la cruz: el orgullo.
            Asumir con generosidad, e incluso con sentido del humor, todas nuestras limitaciones, supone un perfecto ejercicio de abandono y abajamiento. Como dijo san Juan el Bautista, y debemos recordar a menudo, "Él tiene que crecer y yo tengo que menguar" (Jn. 3,30).
            Sí, tenemos que hacernos más pequeños, darnos menos importancia. Y el medio para ello será el recoger amorosa y atentamente todos los mendrugos desperdigados por nuestra vida. Un verdadero atajo hacia la santidad.

lunes, 1 de junio de 2020

De crisálidas y orugas

              Con la llegada de las altas temperaturas nos damos cuenta de que el verano  -¡otro verano!- está a las puertas. Un verano que tiene un aliciente añadido: muchos dicen que tiene que ser el de la “vuelta a la normalidad”.
            A mi esa expresión me estremece. Después de las extraordinarias y dolorosas experiencias vividas en los últimos meses ¿cómo podemos pretender volver a la normalidad como si nada hubiera sucedido? ¿No hemos aprendido nada?
            Muchos hábitos de vida han cambiado y está bien tomar conciencia de ello. De hecho, regresar al trabajo, o a una vida social más activa, ha sido como un salir de la crisálida. Pero la oruga sale de su capullo transformada en mariposa para volar libremente, para emprender una vida muy distinta a la anterior, y ese no va a ser el caso de muchas personas que solo aspiran a la normalidad.
            ¿Cómo plantear esa profunda renovación que necesitamos? ¿Cómo gestionar nuestro reciente pasado?
                 Quizá el verano pueda ser una estupenda oportunidad para que muchos de nosotros aprendamos a tomarnos el tiempo necesario para leer, reflexionar, contemplar...
            Hemos tenido ya una buena escuela, porque el haberse sentido uno aislado, sin ayudas o recursos necesarios, amenazada la propia vida… o el haber perdido seres queridos o haberse privado de su compañía durante meses, todo eso crea una terrible situación de inseguridad y desvalimiento. Y en esa situación el hombre se vuelve más fácilmente hacia su interior, e indaga en lo que es realmente importante en su vida.

             Un cristiano tiene que saber aprovechar estos cambios inesperados en el ritmo de la propia vida, y la lectura de la Palabra de Dios, desde esta situación, puede ser saboreada de una forma diferente.
            Hay que abandonarse a la fuerza y el encanto de la Revelación. Quizás no hay que leer desde la perspectiva de cómo podemos aplicar de forma inmediata  lo leído a nuestra vida, sino admirándonos y embelesándonos con la belleza de lo que leemos.
            Sí, ¡qué bien hace las cosas nuestro Dios! ¡Qué profundidad la de su amor por nosotros! ¡Qué maravillosa es su Providencia!
            Tal vez demos mayor gloria a Dios con nuestro asombro ante la hondura de sus planes, con nuestro silencio emocionado, o con el estallido de nuestro dolor interior (¡o júbilo!) que no encuentra palabras para expresarse, que con unos propósitos colgados de la confianza en nuestra fuerza de voluntad. Cuántos fracasos ha cosechado ésta última lo sabe cada uno. Y es que la vida espiritual es más cuestión de seducción que de imposiciones y reglamentos.
            La Palabra de Dios puede también replegarnos sobre nosotros mismos para rumiar tranquilamente el alimento espiritual que nuestro Padre nos ofrece. Y esa búsqueda de la soledad y del silencio, esa huida de la frivolidad y del ruido que aturrulla, debe extenderse más allá de un confinamiento forzado.

            Ciertamente a menudo convertimos el Evangelio en un libro que entristece porque propone un ideal que, aunque nos esforzamos por alcanzar, nunca conseguimos. Por eso algunos lo rehuyen, o lo confinan en el almacén de las utopías, porque no creen en la gracia. Sin embargo podemos leer en él que su anuncio fue gozo indescriptible para los pecadores, salud para los enfermos, alivio para los cansados y agobiados, esperanza para los desesperanzados, consuelo para los tristes… Es un hecho: Jesús atraía y cautivaba a multitudes de hombres y mujeres mediocres como nosotros, desconcertados y aturdidos como nosotros. Su santidad no los deprimía ni los asustaba. El no juzgaba ni condenaba las imperfecciones de quienes le rodeaban emocionados y bebían sus palabras.
            Jesús anunciaba la increíble novedad de un Dios que, aun sabiendo la pobre correspondencia que puede encontrar en el corazón del hombre, le declara su amor incondicional, la abre su Corazón traspasado y le muestra las maravillas de su compasión y de su ternura. Eso es "evangelio": buena noticia para el corazón fatigado; y vuelta, no a una vulgar “normalidad”, sino a una extraordinaria santidad.
            Mucho ánimo a tantas “orugas” deseosas de emprender el vuelo, porque “así dice el Señor: No temas gusanito de Israel, oruga de Jacob, porque yo mismo te auxilio, tu libertador es el Santo de Israel” (Is. 41,14).



viernes, 1 de mayo de 2020

Jaculatoria laica

Nuestra existencia cotidiana es, con frecuencia, una lucha contra las circunstancias adversas de distinto signo que nos sobrevienen, tanto materiales como espirituales. Y al decir de san Pablo, esa lucha "no es contra la carne y la sangre, sino contra... los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas" (Ef.6,12). Una lucha en la que a veces ganamos y otras perdemos, que siempre nos cansa y, a veces, nos desanima.
El discípulo de Jesús, sin embargo, acepta de buen grado estos combates y se prepara para librarlos. Además el Señor definió por ellos a los suyos: "Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas" (Lc.22,28-30); es decir, los compañeros de tantas luchas. Sabemos, por tanto, a qué atenernos.
En la Última Cena Jesús mandó a sus apóstoles: "el que tenga bolsa que la tome, e igualmente la alforja, y el que no la tenga que venda su manto y compre una espada" (Lc.22,35-39). Ellos lo entendieron al pie de la letra, y así le dijeron: "aquí hay dos espadas". El Señor entonces, cansado, tuvo que cortar la conversación: "¡Basta!".
Los apóstoles tenían que armarse, sí, pero no de esa manera. San Pablo, de nuevo, nos dirá cómo hacerlo. Hay que ponerse la armadura de Dios, la "coraza de la justicia", el "escudo de la fe", el "yelmo de la salvación", y tomar "la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios" (Ef. 6,10-20).
Más tarde, en Getsemaní, los apóstoles experimentarán “los terrores nocturnos”: era la "hora y el poder de las tinieblas" (Lc.22,47-53). Pero entonces, en vez de luchar con las armas espirituales, en vez de desenvainar la espada del Espíritu, Pedro desenvainará la otra espada que se había llevado: "Señor, ¿herimos con la espada?". Y sin aguardar respuesta, con el acero, se llevará la oreja del criado del pontífice. En realidad es Pedro quien parece que no tiene orejas, pues no ha escuchado correctamente la Palabra de su Maestro.
Entre mis armas espirituales tengo una que recomiendo a muchas personas con bastante provecho. La llamaba mi "jaculatoria laica" porque en ella no se nombraba a Jesús, ni a María, ni a ningún santo. Pero se trata, nada menos, que de las últimas palabras que Jesús resucitado pronuncia en el último de los Evangelios; en concreto cuando se dirige a Pedro para decirle: "¿y a ti qué?" (Jn.21,22).
¡Cómo cambiarían las cosas si aprendiéramos a repetirnos una y otra vez, si es preciso ante el espejo, esta jaculatoria: “¿y qué?”!
Para empezar nos educaría en el no reparar tan continua y empalagosamente en nosotros mismos. Que me encuentro bien, o incluso eufórico: ¿y qué? Que me encuentro desanimado o triste: ¿y qué? ¿Acaso soy tan importante para que por ello cambien mucho las cosas?
Por encontrarme mal: ¿dejará por eso de predicarse el Evangelio en todo el mundo?; ¿acaso dejará la Iglesia de santificar a sus hijos por la oración y los sacramentos?;  ¿dejarán tal vez los mártires de confesar valientemente la fe con el derramamiento de su sangre?
Pero por encontrarme bien: ¿acaso daré más gloria a Dios? Por sentirme justo o pecador: ¿lo seré realmente más a los ojos de quien sondea el corazón y las entrañas de los hombres?... Si quieren pueden continuar haciendo una lista.
     Esta pequeña arma espiritual también nos servirá para tomar mejor conciencia de que Dios sigue siendo bueno, y aún muy bueno, aunque a mí me vayan mal las cosas, porque:
– su misericordia no depende de mi prosperidad;
– su santidad no depende de mi justicia;
– su salvación no depende de mi bienestar material o psicológico...
Y por tanto, nada, absolutamente nada importante, cambia porque yo me encuentre bien o mal, mejor o peor.
Otra ventaja consiste en su tamaño: es un “arma de bolsillo” que fácilmente se puede llevar a cualquier batalla. Entonces servirá para defendernos en esos momentos en que no se ve nada claro, y en los que lo único que apetece es huir. Será nuestro recurso secreto.
No me pregunten cuántas indulgencias tiene concedidas la repetición de mi jaculatoria, porque no lo sé. Probablemente no tiene ninguna, pero... ¿y qué?


miércoles, 1 de abril de 2020

¿Dios dispone?

Un refrán castellano afirma que "el hombre propone y Dios dispone". Sin embargo, cuando vemos nuestro mundo asolado por tantas calamidades, y particularmente por la terrible epidemia del covid-19 que se cobra tantas vidas,  y que obliga a la población a quedarse aislada en sus propios domicilios, o lo que es peor, a trabajar fuera de casa con grave riesgo de la salud, algunos se preguntan si es Dios quien dispone realmente estas cosas.
     Independientemente de que el castigo de Dios es saludable, y tiene siempre por objetivo que el hombre tome conciencia de sus graves enfermedades morales que le llevan a la muerte eterna, podríamos añadir que a primera vista parece que el refrán contiene más verdad enunciado de una forma inversa. Es decir: "Dios propone y el hombre dispone".
       Dios propone los Diez Mandamientos y el hombre dispone si los cumple o no. Así por ejemplo, Dios propone la vida, y el hombre dispone si por medio del aborto condena en España a cerca de cien mil inocentes cada año. Dios propone la virtud, y el hombre dispone si consagra como derechos inalienables los vicios más vergonzosos, etc.
       Pero entonces surgirán nuevas preguntas en nuestro horizonte. Si es el hombre quien dispone, ¿dónde queda la omnipotencia de Dios?, ¿en qué sentido afirmamos que Dios "lo puede todo"?

Por "poder" se entiende, habitualmente, la capacidad de alguien para imponer su voluntad. Hay un poder económico, por medio del cual uno puede poner a otros hombres a su servicio, utilizando su fuerza, su inteligencia y su capacidad de trabajo en provecho propio. Hay un poder político por medio del cual uno puede configurar la organización social según sus propias convicciones, imponiendo leyes, impuestos, etc. Hay un poder militar mediante el que se frenan las ambiciones de los países vecinos, o por medio del cual se ejerce presión en el plano internacional para conseguir un fin preciso: por ejemplo, restablecer la paz entre países beligerantes, imponiéndola a las partes, aunque éstas no quieran.
        En el fondo este tipo de poder es siempre manipulador. Y aquí es cuando conviene establecer una diferencia con el Poder de Dios.
          El Poder de Dios es el poder del Amor, no el del dinero, o el de los votos o el de las armas. El gran Poder de Dios no es un poder manipulador. Es un poder liberador, un poder que nos hace libres con la libertad de los hijos, con una libertad divina. Un Poder que no crea esclavos, sino hijos semejantes al Padre.
          Ese Poder de Dios se manifestó en Belén y en el Calvario al mundo envuelto en debilidad humana: pobreza, insignificancia, anonimato... "Pero a cuantos le recibieron... les dio potestad de ser hijos de Dios", dice san Juan en el prólogo a su Evangelio (1,12).

No obstante el amor es impotente si no es correspondido, y  por ello el Poder de Dios no despliega su admirable virtud si no es aceptado en la fe y en el amor. Ese es su designio desde la eternidad.
           Dios no cesa de proponernos su voluntad amorosa, no se cansa de invitarnos a que aceptemos de corazón su Reinado sobre nuestras vidas y sobre nuestra sociedad anestesiada y envilecida. Y quizás también llora y se lamenta, como un día hizo frente a Jerusalén: "¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas, y no habéis querido!" (Lc.13, 34).
          El fracaso de Jesús en su misión respecto a Jerusalén nos ayuda a ver hasta qué punto es cierto este nuevo refrán de que es Dios quien propone, y el hombre el que dispone.

No, ciertamente Dios no "tiene suerte por poderlo todo", como afirmaba ingenuamente un niño pequeño, y como piensan muchos mayores.
      Por eso, simplemente, desde el dolor del tiempo presente aprovechemos la proximidad del gozoso tiempo pascual para convertirnos, para invocar repetidamente la fuerza del Resucitado, es decir, la gracia y misericordia que desbordan del Corazón de Cristo, para que nos inunde a nosotros y a nuestra Patria con su luz y vengamos a ser perfectos en el amor.

domingo, 1 de marzo de 2020

La búsqueda del hijo pródigo

La Cuaresma es el tiempo litúrgico en que los cristianos deben prepararse para celebrar el misterio pascual mediante una verdadera conversión interior. Por eso es pertinente hacerse algunas reflexiones en torno a este tema que constituyó parte fundamental de la predicación de Juan Bautista y del mismo Jesús.
         ¿En qué consiste la conversión?
         En la tan conocida parábola del hijo pródigo (Lc.15 ,11-32), el regreso del hijo menor es imagen de esa vuelta que todos estamos invitados a hacer hacia Dios; para muchos, un paradigma de conversión. 
         Sin embargo, en el mismo capítulo 15 de san Lucas, en las parábolas de la oveja y de la dracma perdidas (Lc. 15,1-10), se nos habla, más que de un regreso, de una búsqueda y de un encuentro por parte del propietario. ¿Nos acordamos de la dueña de la dracma encendiendo una lámpara y barriendo la casa para encontrarla?
         Cabe entonces formularse la pregunta: ¿acaso el padre del hijo pródigo es el único que no busca lo que ha perdido? ¿Tendrá menos interés en recuperar a su hijo, que la mujer en recuperar su moneda, o el propietario en recuperar su oveja?
         Tendremos que precisar mucho más el alcance de este "regreso" y las implicaciones de esta famosa "conversión".
         Afirma el texto evangélico que: "cuando se hallaba todavía lejos (el hijo pródigo) lo vio su padre, y conmovido corrió hacia él, se echó a su cuello y lo besó efusivamente".
         A causa de las numerosas representaciones que el arte nos ha dejado de esta escena (por ejemplo, en el tan popular cuadro de Rembrandt, o en el de Murillo)  nosotros nos la imaginamos sucedida cerca de la casa, cuando el hijo arrepentido está casi al final de su camino de regreso, y el padre aguarda pacientemente junto a la puerta.
         Pero no pasa de ser una fantasía de los artistas. El hijo había marchado a un país lejano, y es cuando se encuentra todavía lejos (¡en el país lejano!), cuando el padre lo "ve", lo encuentra. Más aún, solamente de este último se afirma un desplazamiento: "corrió hacia su hijo";  del pródigo sólo se dice que "partió", es decir, no anduvo ni corrió: sólo comenzó lo que él pretendía que fuera un itinerario de regreso.
         ¿Qué ha ocurrido? Simplemente que el padre ha buscado: si no, no hubiera encontrado nunca a su hijo, estando como estaba lejos de la casa.
         Pero lo ha encontrado justo cuando éste se lo ha permitido: cuando ha aceptado y deseado re-encontrarse con su padre. Por si fuera poco el padre repite en la parábola esta expresión dirigida tanto a los criados como a su hijo mayor: "estaba perdido y lo hemos encontrado". ¡¡¡Nunca dirá: "se había marchado y ha vuelto"!!!
         Según esto la conversión no es un regresar a Dios por nuestras propias fuerzas. Es permitir que Él nos traiga, es un dejarse encontrar por el amor activo y buscador de Dios, que no ha cesado de rastrear la huella de mis pasos.
         Convertirse no es principalmente arrepentirse; eso seguramente vendrá después, con el tiempo, con la reflexión. Convertirse es osar levantar la mirada, atreverse a cruzarla con la del Padre, dejarse atraer irresistiblemente por la fuerza seductora del Amor. Convertirse es aceptar la invitación a un banquete que no hemos preparado, ni hemos merecido, pero al que somos gratuitamente convidados.
         La iniciativa de la conversión siempre la tiene el Señor, aunque yo tenga que secundarla. De hecho el grado de mi desinterés y olvido propio medirá la calidad de mi conversión.
         A quien ama le basta la mayor felicidad posible del ser amado, aunque este no le corresponda con un amor semejante.  Por eso a Dios le bastan mis pobres e imperfectos deseos de "regresar" porque lejos de la casa del Padre uno "se muere de hambre". Pero sin embargo, ¡cuánta gloria daríamos a Dios si procuráramos alcanzar, en cada una de nuestras reconciliaciones, un poquito de amor puro, desinteresado, de Dios!
         ¿Y si en esta Cuaresma no nos preocupáramos tanto de hacer una lista de obras buenas que realizar, cuanto de ser hijos?


sábado, 1 de febrero de 2020

A vueltas con la santidad

En el  libro de la "Imitación de Cristo", de Tomás de KEMPIS, leemos que si cada año desterráramos de nosotros un defecto pronto seríamos santos (lib. I, cap. XI). La frase rezuma optimismo; en mi caso creo que no sería pronto, sino que, a razón de uno por año, necesitaría siglos, y no tengo tanto tiempo...
Además de eso denota un concepto peculiar de santidad o perfección cristiana: ésta consistiría en la ausencia, por superación, de toda suerte de defectos.
Sin embargo parece que la Palabra de Dios nos invita a otra santidad. Así, san Pablo, en su segunda carta a los Corintios, nos dice cómo rogó a Dios por tres veces que lo librara de un ángel de Satanás que lo abofeteaba continuamente,  de un aguijón que tenía clavado en su carne, y cómo la respuesta del Señor fue: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en tu flaqueza" (2ª Cor.12,7-9).
La santidad, si bien no es compatible con faltas morales deliberadas, si lo es con defectos de carácter –a veces demasiado visibles–, en la persona del cristiano "santo". Y resulta consolador descubrir en la Palabra de Dios atajos por los que, los que somos muy imperfectos, podemos seguir aspirando a la santidad más alta.
En la misma carta de san Pablo citada, éste nos recuerda también que "este tesoro tan extraordinario (la gracia y el amor de Dios) lo llevamos en vasijas de barro" (4,7).
El barro no es transparente como el cristal, sino opaco. De modo que, cuando esa vasija de barro la exponemos al sol, proyecta detrás de ella una sombra. Es inevitable.
Iluminados por ese "sol que nace de lo alto" (Lc.1,78), que es Cristo Jesús, sabemos que nosotros también creamos a nuestras espaldas una zona sombría, no iluminada por su gracia. Que, por nuestra culpa, la luz de Dios no llega adecuadamente a otros hombres, que padecen la oscuridad y el frío de la falta de amor.
El error consistiría en volvernos de espaldas al sol para entretenernos mirando nuestra propia sombra, quejándonos amargamente de no ser transparentes. Lo imperdonable sería perder el tiempo en esa necia contemplación de nuestro mal, en vez de aprovecharnos todo lo que podamos contemplando la belleza y el resplandor del sol.
Ser hombre, naturaleza caída, casi equivale a decir "ser pecador", proyectar sombra. Pero lo mismo que Jesús nos dice que, por mucho que nos esforcemos, no podemos añadir un sólo palmo a nuestra estatura (Mt.6,27), nada se nos dice de que no podamos menguar. Si no escapamos de Él, el sol divino irá consumiéndonos, empequeñeciéndonos...  Será el único medio de proyectar una sombra cada vez menor.
Desde esta perspectiva, la oración pidiendo ser liberados de nuestras imperfecciones quizás no es atendida porque no está bien hecha.
Durante una temporada podríamos probar a pedirle a Dios, no que nos libre de nuestros defectos (¡que nos hacen sufrir!), sino que por culpa de nuestros defectos nadie tenga que sufrir. Esto es:
  • que nuestro orgullo jamás cause la humillación de los "pequeños";
  • que nuestra ira nunca exaspere a los hermanos "débiles" que nos rodean;
  • que nuestra avaricia no suponga necesidad para los pobres que viven entre nosotros;
  • que nuestra lujuria no coopere a la explotación y cosificación de nuestros semejantes;
  • que nuestra envidia nunca sea causa de tristeza para nuestros amigos y conocidos;
  • que nuestra gula no implique que otros deban pasar hambre;
  • que nuestra pereza no suponga un aumento de trabajo para nuestros compañeros...
         Esta oración, no centrada en nosotros, será muy agradable al Corazón del Señor y, al mismo tiempo, profundamente apostólica. Y en la misma medida en que nos preocupemos menos de nuestros defectos, incluso de nuestro propio aprovechamiento espiritual (¡así lo dicen algunos santos canonizados!), y nos preocupemos más de amar, en esa misma medida, sin darnos cuenta, estaremos alcanzando la meta de la santidad a la que antes llegaron tantos hermanos nuestros.

miércoles, 1 de enero de 2020

Mirando hacia Belén


Los últimos días de un año civil y el comienzo de otro, en pleno tiempo litúrgico de Navidad, son ocasión de recapitulación y balance.
Tal vez han sido muchos los propósitos que nuestra buena voluntad ha ido desgranando durante los meses transcurridos. Seguramente han sido también muchos los fracasos y desilusiones que han empañado la realización de estos propósitos.
A veces, como nos previene Jesús en el Evangelio (Lc.14,28-30), nos parecemos a aquel que queriendo construir una torre no se sentó primero a calcular los gastos; así, a poco de poner los cimientos, tuvo que interrumpir la obra siendo objeto de la burla general.
Nuestros deseos no pasan, con frecuencia, de ser sueños. Y todo porque no somos realistas a la hora de calibrar nuestros haberes y capacidades. O porque no atinamos a orientar bien nuestros pasos por el camino adecuado.
El “mirar hacia Belén” nos va a proporcionar una forma exquisita de afrontar esta tarea, y de poner algo de la luz y de la paz del mensaje angélico de la Nochebuena en el gris agitado de nuestra existencia.
La mirada hacia Belén nos ofrece una nueva y sorprendente perspectiva: es un camino divino, pues lo tomó para sí Jesús, el Hijo de Dios. Pero es también un camino de debilidad, cercanía y confianza.
Quizás alguno de nosotros no tenga fuerzas, en ciertos momentos, para coger a pulso el madero de la Cruz; pero seguramente si le será dado el abrazarse al madero del pesebre.
Quizás a otros muchos les asusten las espinas de la corona; pero siempre podrán hundir sus manos en las pajas de esa humilde cuna.
Quizás la pendiente del Calvario sea para todos demasiado ardua; pero la subida a Belén, esa ¡hasta los pastores pudieron realizarla con rapidez!
La cuestión es acercarse, como sea, al único misterio del Dios hecho carne. Y el Corazón de Cristo nos puede ser revelado tanto por el camino abierto en el costado por la lanza, como por el cuerpecito del Niño envuelto en pañales por María.
Además el camino de Belén tiene algunas ventajas suplementarias:
-     a los que vacilan siempre se les ofrece la posibilidad de preguntar, con humildad, a los sabios y entendidos, cuyos consejos y orientaciones les llenarán de seguridad.
-     a los que se pierden siempre se les muestra una estrella luminosa para volver a encaminar sus pasos en la dirección adecuada.
-     a los engañados siempre se les aparece un ángel compasivo para sacarlos de su error.
¡Y si creen que exagero, pregúntenle a los Magos...!
Pero eso no es todo. Por si fuera poco hay dos argumentos definitivos que nos pueden convencer a mirar con más empeño y atención hacia Belén. Son estos:
-     el camino del portal conduce siempre a descubrir al Niño con su Madre, al Rey en su Trono, al Señor con su "humilde sierva". Y ese descubrimiento, el de María, íntimamente unida al misterio redentor de Jesús, llena el alma de gozo.
-     nunca uno se vuelve de Belén a casa por el mismo camino después de haber adorado y ofrecido dones. Como a los Magos se nos muestra uno nuevo, inusual. Un camino que se aparta de la violencia y de la mentira de Herodes. Un camino de conversión. 
Sevilla, 1 de enero de 2020