lunes, 5 de mayo de 2025

EL VERDADERO PAN QUE SACIA


    Me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios”. Ellos le preguntaron: ‘Y, ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?’ Respondió Jesús: ‘La obra de Dios es esta: que creáis en el que Él ha enviado’” (Jn. 6,26-29).


    No es difícil seguir a Jesús cuando multiplica el pan. Lo difícil es seguirlo cuando el pan escasea y cuando no hay milagros. Esta palabra que pronuncia el Señor, aunque parezca una corrección dirigida a la multitud, es en realidad un espejo colocado delante de cada uno de nosotros: ¿por qué lo seguimos? ¿Por qué lo buscamos? El diálogo sucede justo después de la multiplicación de los panes y los peces. La gente ha sido testigo de un milagro, pero no lo ha entendido como un signo. Ha comido, sí, pero no ha abierto los ojos del alma. Jesús los mira con cierta tristeza. No hay ira, pero sí verdad: “me buscáis porque comisteis pan hasta saciaros”. A veces buscamos a Dios como se busca un supermercado: para que nos llene la cesta de la compra, para que nos proporcione suministros, para que reponga el vacío del frigorífico. Pero el pan que sacia el estómago no es el que salva.


    Las palabras de Jesús se convierten entonces en una exhortación:“Trabajad no por el alimento que perece”. ¿Qué pasaría si hoy mismo esta frase nos cayera encima como un rayo? ¿Qué pasaría si todo lo que hacemos —nuestras agendas, nuestros planes, nuestras preocupaciones, incluso nuestras devociones— estuviera sostenido por un hambre que no es el hambre verdadera? Hay un alimento que se estropea y otro que permanece. El primero es llamativo, fácil de encontrar e inmediato. El segundo es discreto, lento y exige fe. Jesús nos dice que ese alimento nos lo dará Él, pero no como recompensa por nuestros méritos, sino porque para eso ha sido consagrado por el Padre.


    La pregunta que brota de la multitud es honesta, casi infantil: “¿qué tenemos que hacer?”. Esperan una instrucción detallada, una receta, una estrategia. Jesús responde con una desarmante simplicidad: “Creed en el que Él ha enviado”. No les da tareas, sino a su persona. No les ofrece instrucciones, sino un rostro. No les pide esfuerzo, sino confianza. Esta es la obra de Dios: no una obra que hacemos nosotros, sino una obra que Dios quiere hacer en nosotros si nos dejamos. Creer no es solo aceptar una doctrina, sino entregarse a una Presencia que no se impone.


    Jesús, Pan verdadero bajado del cielo, no permitas que me alimente solo de lo visible, lo útil, lo inmediato. Dame hambre de ti. Dame fe para verte cuando no hay milagros, para seguirte cuando no hay pan. Sella mi corazón como el Padre te ha sellado a ti. Y haz que mi vida sea un acto de fe: creer en ti, aunque no entienda; seguirte, aunque no vea. Amén.

domingo, 4 de mayo de 2025

EN LA ORILLA DE NUESTRA VIDA


    “Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: ‘Muchachos, ¿tenéis pescado?’ Ellos contestaron: ‘No’. Él les dice: ‘Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis’. La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: ‘Es el Señor’” (Jn. 21,4-7).


    Ha transcurrido una noche larga, llena de cansancio y redes vacías. Los discípulos han estado faenando en el lago sin descanso, poniendo en ello todo su empeño, y sin embargo no han logrado nada. Es una experiencia muy conocida por cualquier ser humano: luchamos, intentamos triunfar, levantar el mundo con nuestro ingenio y con nuestras fuerzas… y al final, un desastre natural, una pandemia o un simple apagón nos devuelven a la cruda realidad: somos menos de lo que imaginábamos, estamos llenos de debilidad y pobreza.


    Pero cuando empieza a amanecer, aparece Jesús en la orilla; o bien, cuando aparece Jesús en la orilla, empieza a amanecer. Es una imagen preciosa y verdadera: Jesús está allí, en la tierra firme, en el punto al que, sin saberlo, nos dirigíamos. Nosotros todavía estamos en el mar, mecidos o zarandeados por las olas, remando en la oscuridad. Pero Él está cerca. No lejano, no indiferente. Está en la orilla de nuestra vida.


    Muchas veces no podemos reconocerlo. Su figura se confunde con las sombras del amanecer. Sus palabras nos llegan como una voz extraña y desconocida. Pero hay un momento en que algo en nuestro interior se despierta, una chispa de fe, una intuición que no viene de los sentidos, sino del alma, y entonces lo sabemos: “Es el Señor”. Solo el que ha afinado su oído interior es capaz de reconocer la voz del Amado. Solo quien ha vivido cerca de Jesús, en el silencio y en la escucha, sabe discernir que es Él quien habla, aunque no lo vea con claridad.


    Jesús nos llama con ternura y sencillez: “Muchachos, ¿tenéis pescado?”. No nos lo pregunta para avergonzarnos, sino para mostrarnos que nos entiende, que conoce nuestro vacío y está dispuesto a remediarlo. Y entonces nos orienta, nos indica hacia dónde debemos lanzar las redes, en qué dirección debemos avanzar, cómo debemos vivir. Él no solo consuela, sino que también alienta, da sentido, ilumina y fortalece a sus pobres pescadores. Nos infunde esperanza. Nos señala el camino. Nos conduce hacia Él mismo.


    Jesús, tú estás muy cerca, en la orilla firme de mi vida, aunque tantas veces no haya podido reconocerte. Abre mis oídos interiores para que pueda escuchar tu voz. Lléname de esperanza cuando mis redes estén vacías. Guía mis pasos hacia ti. Amén.

sábado, 3 de mayo de 2025

MI ORACIÓN DE PETICIÓN


    “El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré” (Jn. 14, 12-14).


    Hoy se pone en cuestión el valor, la importancia y la necesidad de las oraciones privadas de petición, y se viene a decir que las preces que la Iglesia dirige a Dios en la Santa Misa, y en la celebración del Oficio divino, suplen con ventaja estas peticiones. Por si el texto del Evangelio de hoy no fuera suficientemente claro a este respecto, les sintetizo lo que Pío XII escribió en su encíclica Mystici Corporis Christi (nº 40).


    Comienza el Papa señalando que algunos niegan el valor de la oración personal, considerándola menos eficaz que la oración pública hecha en nombre de la Iglesia. Sin embargo, esto es un error. El Papa afirma que Cristo está íntimamente unido a cada fiel, no solo a la Iglesia como Esposa, y desea tratar personalmente con cada alma, especialmente después de recibir la Eucaristía.


    Aunque la oración pública tiene una dignidad especial por provenir de la Iglesia, todas las oraciones —incluso las privadas— tienen gran valor y contribuyen al bien del Cuerpo Místico de Cristo. Gracias a la comunión de los santos, lo bueno que hace un miembro beneficia a todos. Por eso, cada fiel puede pedir gracias, incluso materiales, siempre que lo haga con humildad y conforme a la voluntad de Dios.


    Señor Jesús, Tú me invitas a pedir con confianza en tu Nombre. Que no dude nunca del valor de mi oración, por pobre que sea. Enséñame a pedir bien, a pedir con fe, con humildad, abandono y reverencia, sabiendo que todo lo que me das, si lo recibo con amor, glorifica al Padre y me une más a ti. Amén. 

viernes, 2 de mayo de 2025

MODELADO POR LA LUZ


    “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Sal. 27,1).


    “Levántate, tierra reseca regada con mi Sangre; vuelve a ser arcilla húmeda entre mis manos. Eres nueva Creación hecha para vivir mi Vida”.


    A veces no somos más que tierra reseca, sin forma, sin belleza, sin fuerza. Sentimos que hemos perdido el sentido, que ya no servimos para nada, que todo en nosotros está endurecido. Pero en medio de esa aridez, Cristo resucitado se acerca. No viene a juzgar ni a preguntar, sino a amar, a tocar, a modelar. De sus manos marcadas por el amor brota luz. No reproche, no distancia. Luz. Y esa luz nos alcanza justo donde estamos, en nuestra pobreza, en nuestra fragilidad.


    En su presencia, incluso el barro cobra vida. La figura que somos, apenas esbozada, comienza a adquirir forma bajo unas manos pacientes que saben esperar, moldear, cuidar. Son las manos del Creador, del que todo lo hace nuevo. Pero no trabaja solo: también hay otras manos que colaboran en esa creación, manos invisibles pero muy reales, manos que nos han amado, alimentado, sostenido, enseñado, corregido. Jesús trabaja con ellas. No estamos solos.


    Esa figura de barro somos nosotros: pequeños, vulnerables, y sin embargo queridos, iluminados, restaurados. No importa cuántas veces hayamos sido rotos, cuántas veces hayamos sentido que ya no hay nada que hacer, pensado que es demasiado tarde... Él sigue allí, de pie, con su costado abierto irradiando luz, diciendo sin palabras: “Tú eres mío. No estás terminado. Yo te haré nuevo”.


    Señor Jesús, tus manos son las manos del Padre, tu corazón es de luz. Acércate hoy a mi vida reseca y moldéame. Devuélveme la ternura y la calidez, dame un corazón como el tuyo, renuévame con tu luz, con tu sangre, con tu infinita paciencia. Así sea.

jueves, 1 de mayo de 2025

ELEGIR LO QUE MÁS VALE


    “El que viene de lo alto está por encima de todos; el que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído, y nadie acepta su testimonio. El que ha aceptado su testimonio ha certificado que Dios es veraz” (Jn. 3, 31-33).


    No siempre deseamos lo que más vale. Muchas veces, al mirar dentro de nosotros mismos, descubrimos que el corazón se inclina hacia lo que resulta más fácil, más placentero, más inmediato. Y no está mal reconocerlo. Ser sinceros ante Dios es ya un primer paso hacia la luz. La verdad nos hace libres, pero también nos confronta. Porque hay cosas que nos gustan más… y otras que valen infinitamente más.


    Jesús no siempre es lo que más apetece. No siempre es el plan que más seduce. Pero es lo que más vale. Él es el que viene de lo alto y está por encima de todos. Y cada domingo, en la Eucaristía, se nos entrega como un tesoro escondido en lo cotidiano, oculto a los ojos del mundo, pero esperando ser descubierto por los corazones sencillos. En el silencio del sagrario, en la Palabra proclamada, en el Pan partido… Él está ahí, esperando ser elegido.


    Solo el que ha recibido su testimonio y lo ha acogido en el alma, ha certificado que Dios es veraz. Y eso es más que una experiencia: es una decisión. Hay tiempo para muchas cosas, pero no hay plenitud sin Él. Preferir a Jesús no nace del gusto sensible, sino del amor. No siempre es deseo espontáneo, sino elección valiente. Quien lo ha encontrado, sabe lo que vale, y no quiere perderlo.


    Jesús, a veces mi corazón busca mil cosas, se dispersa, se llena de deseos que se desvanecen pronto. Pero cuando vuelvo a ti, todo recobra su sentido. No siempre sé elegirte, no siempre me apetece buscarte, pero sé que solo Tú vales de verdad. Que mi alma te prefiera. Que mi vida te dé el primer lugar. Y que cada domingo encuentres mi respuesta fiel al amor con que me esperas. Amén.

miércoles, 30 de abril de 2025

NUESTRA TABLA DE SALVACIÓN


    “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios” (Jn. 3,16-18).


    El Evangelio de la misa de hoy miércoles nos habla de cómo Dios amó al mundo de un modo realista, generoso y entregado. No fue un amor de palabras, ni un simple sentimiento lejano de compasión. Fue un amor de obras, de decisiones, de entrega. Dio al Hijo Único, a quien había engendrado en la eternidad, y eternamente amaba, para salvarnos. Lo entregó para rescatar a quienes tantas veces le habían ofendido volviéndole la espalda. En Jesús, Dios nos ha tendido la única tabla de salvación, firme y segura: la Cruz. Quien se aferra a ella, quien cree en el Hijo, no perece, sino que tiene la vida eterna.


    Jesús no ha venido como juez para condenar, sino como Redentor que quiere salvar. No es juez que deba ser temido, sino Salvador que quiere ser amado por encima de cualquier otra cosa. Por ello no es el miedo al castigo lo que debe mover nuestro corazón, sino el amor agradecido hacia quien se ha entregado a la muerte por nosotros. El que cree en Él ya no teme el juicio, porque ha sido salvado. El que no cree, tristemente, se cierra a esta tabla de salvación que Dios, con infinito amor, le ofrecía.


    Todo está en aceptar o rechazar al Hijo. Todo está en amar o rechazar al Redentor. La salvación no es cuestión de méritos humanos, sino de acoger el don de Dios con un corazón humilde y confiado. Y en el centro de nuestra vida debe estar este amor vivo al Salvador, este amor que nos transforma y nos lleva hacia el Padre.


    Señor Jesús, Redentor y Salvador mío, que no tema tu venida, sino que la espere con amor. Que no me acerque a ti con miedo, sino con la alegría del que ha sido amado hasta el extremo. Hazme firme en la fe y fiel en el amor, para que, abrazando tu Cruz, encuentre en ti la vida eterna. Amén.

lunes, 28 de abril de 2025

Y SU REINO NO TENDRÁ FIN


“Se alían los reyes de la tierra,
 los príncipes conspiran
 contra el Señor y contra su Mesías:
 ‘Rompamos sus coyundas,
 sacudamos su yugo’. El que habita en el cielo sonríe,
 el Señor se burla de ellos.
 Luego les habla con ira,
 los espanta con su cólera:
 ‘Yo mismo he establecido a mi Rey
 en Sion, mi monte santo’”
(Sal. 2,2-6).


    Desde el principio de los tiempos, los poderosos del mundo se alían en un intento descabellado de resistir a Dios. Los reyes, los príncipes, es decir, los grandes poderes económicos, mediáticos, políticos o militares unen sus fuerzas, tramando planes contra Jesucristo, contra su Evangelio y contra quienes quieren ser fieles a Él. Nosotros, pequeños y frágiles, a menudo experimentamos con angustia el peso de ese poder como un yugo agobiante, que amenaza con aplastarnos, con robarnos la alegría pascual que el Resucitado nos regala. Parece excesivo: las fuerzas del mundo aliadas en pleno siglo XXI contra la fe de los discípulos de Cristo… exactamente como Él ya lo predijo.


    Pero el salmo nos introduce en una escena maravillosa: desde el cielo, Dios sonríe. Contempla las vanas conspiraciones de los hombres y se burla de ellas, porque no pueden prevalecer. A su tiempo, Dios habla con autoridad: proclama que ya ha establecido a su Rey, a su Ungido, en el monte santo. Nada ni nadie podrá impedir que el plan de salvación llegue a su cumplimiento. Aunque el poder de este mundo utilice toda la fuerza y la violencia de que dispone, la verdadera soberanía pertenece a Dios y a su Cristo. Nosotros, los pequeños, los pobres, los que confiamos en Él, podemos descansar en esta certeza inconmovible: el plan de Dios avanza, y la Historia tendrá un final feliz, porque su voluntad de amor es invencible.


    Señor Jesús, Rey ungido por el Padre, cuando el peso del mundo amenaza con ahogar mi fe, recuérdame que Tú reinas triunfante desde la Cruz gloriosa, que tu victoria es segura. Fortalece mi corazón para que no tiemble ante los poderes de este siglo, sino que, confiado en tu soberanía, me mantenga firme en la esperanza. Amén.

domingo, 27 de abril de 2025

8º DÍA DE LA OCTAVA PASCUAL: nuestra misericordia


(concluimos la octava pascual y la consideración de las virtudes)


    “Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: ‘Paz a vosotros’. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: ‘Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo’. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’” (Jn. 20,19-23).


    La misericordia de Dios tiene un rostro: Jesucristo resucitado, que se hace presente en medio de nuestros temores y de nuestras puertas cerradas. No nos reprocha la cobardía ni la lentitud para creer, no recrimina las negaciones ni las traiciones, sino que se presenta trayendo la paz y ofreciendo su perdón. De sus heridas gloriosas brota la vida nueva para todos. Jesús no sólo viene a perdonar, sino que envía a los suyos a ser instrumentos vivos de su perdón en el mundo. Sopla sobre ellos el Espíritu Santo, dándoles el poder de perdonar los pecados en su nombre. Así, la Divina Misericordia sigue derramándose generación tras generación, alcanzándonos a nosotros también.


    Todo cristiano ha recibido el Espíritu Santo. No para quedarse encerrado en si mismo, sino para salir al encuentro de los demás con la paz, el perdón y la misericordia de Dios. Aunque no todos tengan el poder sacerdotal de absolver los pecados, sí estamos llamados a perdonar, en nombre de Dios, las ofensas que recibamos, a ser canales de reconciliación en nuestro entorno. Cada acto de perdón, cada gesto de compasión, cada palabra de consuelo, prolonga en la historia el soplo de Jesús resucitado, que da vida, restaura y une los corazones heridos.


    Señor Jesús, rostro de la misericordia del Padre, entra también en mi vida, aunque tantas veces viva con miedo y mis puertas estén cerradas. Llena mi corazón de tu paz, derrama en mí tu Espíritu Santo, y hazme instrumento de tu perdón y de tu compasión. Amén.

sábado, 26 de abril de 2025

7º DÍA DE LA OCTAVA PASCUAL: nuestra fortaleza

(seguimos en la octava pascual reflexionando sobre las virtudes: hoy a partir de la primera lectura de la misa)

    “(Dijeron los miembros del Sanedrín:) ‘les prohibiremos con amenazas que vuelvan a hablar a nadie de ese nombre’. Y habiéndolos llamado, les prohibieron severamente predicar y enseñar en el nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan les replicaron diciendo: ‘¿Es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a él? Juzgadlo vosotros. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído’” (Hch. 4, 17-20).


    El mundo se alza contra la alegría de la Pascua. Se alzan contra Jesús, aunque ya no puedan hacerle daño alguno, porque Él vive para siempre, inmortal y glorioso. Y entonces, como ya no pueden herir al Maestro, se vuelven contra los discípulos. Contra nosotros. Con amenazas, coacciones, o prohibiciones disfrazadas de tolerancia, solidaridad, o modernidad, el mundo quiere que callemos el Nombre y la doctrina que nos salvan. Pero ese Nombre y esa doctrina constituyen el objeto del mandato que Jesús nos ha dado: predicarlos a todas las naciones, enseñar todo lo que Él nos ha enseñado, bautizar en el nombre de la Trinidad y dar el testimonio de una vida coherente.


    Pedro y Juan lo entendieron perfectamente. La obediencia a Dios está por encima de cualquier orden humana. Callar el Evangelio sería traicionar a Cristo. Y ellos, con la fuerza del Espíritu, proclamaron con valentía: “no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído”. Esa es la verdadera fortaleza: la que nace de la fe viva en el Resucitado, del amor que nos ha cautivado el corazón y ya no nos permite vivir solo para nosotros mismos.


    Hoy, Señor, nos damos cuenta de que nuestra fe muchas veces es cómoda, tibia, incapaz de resistir siquiera una mirada desaprobadora, una desventaja social, una burla disimulada, un pequeño desprecio. Nos avergonzamos, transigimos, silenciamos tu Nombre para evitar incomodidades, y olvidamos que Tú nos llamaste a ser testigos, no espectadores, de la Verdad.


    Danos, Señor, la virtud de la fortaleza. Una fortaleza que no sea arrogante, sino que se funde en ti. Una fortaleza humilde, perseverante, firme en el bien. Que no busque el conflicto, pero que tampoco tema al combate cuando es por tu gloria. Que no se avergüence de ti, porque Tú no te avergonzaste de llamarnos hermanos.


    Jesús, fortaléceme en el día de la prueba. Enséñame a obedecer a Dios antes que a los hombres. Hazme capaz de proclamar tu Nombre sin miedo, con la alegría incontenible de quien sabe que Tú has resucitado. Amén.

viernes, 25 de abril de 2025

6º DÍA DE LA OCTAVA PASCUAL: nuestra confianza

(seguimos en la octava pascual reflexionando sobre las virtudes: hoy a partir del Evangelio de la misa)


    “Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: ‘Muchachos, ¿tenéis pescado?’ Ellos contestaron: ‘No’. Él les dice: ‘Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis’. La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: ‘Es el Señor’” (Jn. 21,4-7).


    El amanecer es una hora de tránsito, de paso de la oscuridad a la luz. Aún no se ve con claridad, aún no se distingue con precisión, pero ya hay una promesa de luz que nace. Así es también el momento en que Jesús se manifiesta. Cuando no lo vemos del todo claro, cuando no lo reconocemos fácilmente, cuando nuestro corazón no está seguro pero desea creer, entonces Jesús se acerca y nos sorprende pidiéndonos. No porque necesite nada -Él lo tiene todo, lo es todo- sino porque quiere encontrarse con nosotros en nuestra pobreza, abrir un diálogo desde nuestro vacío, desde nuestra impotencia. Él se muestra mendigo para hacernos a nosotros hermanos.


    Y nos pide confianza: “Echad la red a la derecha de la barca”. No les da una explicación, no les asegura el éxito, solo les invita a actuar fiándose. Lo asombroso es que lo hacen. No le han reconocido todavía, pero hay algo en su voz, en su presencia, que mueve al corazón a obedecer. Y ahí está el milagro. No lo alcanza la estrategia ni la experiencia de los pescadores, sino la obediencia confiada. La red se llena. Es entonces cuando el discípulo amado lo reconoce: “Es el Señor”. La abundancia no está al inicio del camino, sino al final de la confianza.


    Jesús nos llama así: pidiendo algo que podemos darle, aunque nos parezca poca cosa. Y cuando respondemos, cuando nos fiamos de lo que no vemos con claridad, cuando obedecemos esa voz interior que nos invita a seguir, entonces se desborda la gracia. Y el alma, como Juan, exclama: “Es el Señor”. El fruto de la confianza es el reconocimiento. El don nace de la obediencia. Y en ese instante, el corazón ya no duda porque la luz ha llegado plenamente.


    Señor Jesús, que al amanecer te acercas a mi orilla y me pides lo que no tengo, haz que mi corazón confíe totalmente en ti, incluso cuando no te reconozca, y que, obedeciendo tu voz, pueda recibir el don de verte y proclamar con amor: “Es el Señor”. Así sea.

jueves, 24 de abril de 2025

5º DÍA DE LA OCTAVA PASCUAL: nuestra humildad

(seguimos en la octava pascual y reflexionando sobre las virtudes: hoy con el salmo responsorial de la misa)

    “Señor, Dios nuestro, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies” (Sal. 8,5-7).


    El salmista no comienza proclamando la gloria del hombre, sino expresando su desconcierto ante la mirada de Dios. ¿Qué es el hombre para que Dios se fije en él? Esta pregunta, hecha con asombro, revela una conciencia profunda de la pequeñez humana. El hombre no es más que una criatura: limitada, frágil, efímera. Y, sin embargo, a esta nada, Dios la ha revestido de gloria. Es la paradoja de la humildad verdadera: saberse indigno, pero saberse amado.


    No hay en el salmo vanagloria ni exaltación orgullosa, sino la contemplación maravillada de un don inmerecido. Dios ha elevado al hombre, lo ha hecho partícipe de su misma dignidad, lo ha constituido hijo en el Hijo. Somos verdaderamente príncipes, hijos del Rey eterno. El polvo ha sido tocado por la gloria. La nada ha sido colmada. Y esto —decía santa Teresa— es la humildad verdadera: “la humildad es andar en verdad” (Vida, cap. 13). La realidad es que todo lo que tenemos lo hemos recibido: “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1ª Cor. 4,7), dice san Pablo. No hay espacio para la falsa modestia, ni para la soberbia espiritual. Solo para el asombro agradecido.


    Celebrar la Pascua es también entrar en esta verdad. Cristo ha resucitado y nos ha resucitado con Él. Nos ha dado su Espíritu, nos ha sentado con Él en los cielos. ¡Qué grandeza! ¡Qué exceso de amor y de gracia! Y todo, pura gratuidad. Por eso, la verdadera humildad no es lo contrario de la grandeza, sino su fundamento. Porque solo quien se sabe pequeño puede reconocer y agradecer los dones del amor infinito.


    Señor Jesús, que me conoces y sabes que sin ti no soy nada, enséñame a vivir en la verdad de la humildad. Que nunca olvide que todo me lo has dado Tú, y que mi mayor gloria es ser tuyo. Siempre, siempre amado, redimido, resucitado contigo. Amén.



miércoles, 23 de abril de 2025

4º DÍA DE LA OCTAVA PASCUAL: nuestra caridad



    “Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se dijeron el uno al otro: ‘¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?’ Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: ‘Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón’. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (Lc. 24,30-35).


    Nosotros somos como una vela. Una vela solo cumple su razón de ser cuando arde. Mientras su mecha está encendida, ofrece luz y calor. Pero ese don no es gratuito: la cera se derrite gota a gota, la vela se consume. Así es nuestra vida cuando estamos verdaderamente encendidos por la caridad. No se trata de un fuego cualquiera, sino del fuego de Dios, que nace de la escucha de su Palabra y se enciende en el corazón por la acción del Espíritu Santo. Como los discípulos de Emaús, también nosotros experimentamos ese ardor interior cuando acogemos las Escrituras y reconocemos al Señor en el partir el pan. Ese ardor es amor vivo, es caridad que nos impulsa a volver sobre nuestros pasos, a compartir, a servir, a proclamar el Evangelio, a gastar la vida por Dios y por los hermanos.


    La caridad es, entonces, la llama misma. No es solo luz que nos orienta: es calor que transforma, que ablanda nuestras durezas, que nos hace entregarnos. El corazón que arde en caridad no se guarda para sí, se dona, se ofrece, se gasta. Cada gesto de amor verdadero derrite un poco más nuestra cera, pero a la vez nos acerca más al Resucitado, a su mesa eterna, donde un día nos irá sirviendo. Quien ama de verdad, se consume en silencio, como la vela, pero alumbra el camino de otros. Y cuando llega la hora de apagarse, es solo para dejarse abrazar por la Luz que no conoce el ocaso, por Aquel que ha encendido en nosotros el fuego de su amor.


    Jesús resucitado, enciende en mí la llama de tu caridad. Haz que arda mi corazón al escuchar tu Palabra y que mi vida se derrita en amor por ti y por mis hermanos. Amén.