Reflexiones y oraciones para ayudar a la búsqueda de la Fuente de Agua Viva
lunes, 1 de febrero de 2021
Manos de viejo (I domingo sin misa)
viernes, 1 de enero de 2021
Una alegría cada vez más pura
Con ocasión del fin del año 2020 los medios de comunicación nos han martilleado con la opinión de que ha sido un muy mal año. La gente ha sufrido mucho con la pandemia que ha dejado ya más de 50.000 muertos en España, y con sus consecuencias de confinamiento domiciliario, aislamiento social, crisis económica con una brutal destrucción de empleo, etc, etc. Por eso ahora se desea un feliz año nuevo con verdadera convicción y entusiasmo.
Estamos de acuerdo en que la mayor ambición de todo ser humano es la de ser feliz. Desde perspectivas muy diversas, y por caminos bien diferentes (correctos o equivocados), los hombres siempre han luchado por ello. Pero este bien supremo, la felicidad, es tan difícil de alcanzar como de definir.
De hecho, la felicidad forma parte de un tipo de bienes de los que es imposible apropiarse: solamente se alcanza despreocupándose uno de ser feliz y procurando la felicidad de los demás. Paradójicamente, las personas más preocupadas por ser felices son las que nunca lo logran. Por eso puede ser comparada a la blanca flor del magnolio: es muy hermosa y de un intenso perfume, pero en cuanto uno intenta cogerla, al más leve roce en sus pétalos, estos comienzan a ennegrecer y caen marchitos en cuestión de minutos.
Pero tenemos un indicador de la felicidad bastante fiable . Se trata de la alegría. Por eso puede resultar interesante que reflexionemos sobre ella al comienzo de este nuevo año, para no llamarnos a engaño y marchar por el buen camino.
Comenzaremos precisando algo fundamental. Lo contrario de la alegría no es el dolor, sino la tristeza; y lo contrario del dolor no es la alegría, sino el placer. Por lo tanto se puede permanecer alegre no obstante vivir en medio de intensos sufrimientos; mientras que, saciado de placeres, uno puede sentirse sumido en la tristeza y ser una persona desgraciada. Ciertamente el pasado 2020 no transcurrió cargado de agradables placeres, pero ¿hemos de repudiarlo como año infeliz?
Quizá esto no lo puedan entender los mundanos, por eso el escritor inglés Chesterton afirmó que "la alegría fue la pequeña agitación externa del pagano, pero es el secreto gigantesco del cristianismo". En efecto, en la Cruz, expresión del amor sacrificado, olvidado de sí, es donde se contiene el secreto de la verdadera alegría.
Desde esta perspectiva podríamos distinguir cinco niveles de alegría cada vez más puros (de mayor olvido propio). Pensemos en ellos intentando averiguar dónde nos encontramos. Son éstos:
1º) Buena conciencia. Si a ella se une el que Señor me lleve por un camino relativamente fácil, sin grandes contradicciones ni carencias, podríamos decir que es la alegría más ambicionada por buen número de cristianos. Todavía es muy superficial y frágil: basta un pequeño cambio que me depare circunstancias más adversas, o el remordimiento por algún pecado, para perderla.
2º) Consolación espiritual. Consiste en un aumento de fervor; en mayores luces para entender las verdades de la fe o la Palabra de Dios; en ánimos y deseos intensos de santidad; en lágrimas de devoción; en aumento de fe, esperanza, caridad u otras virtudes... En definitiva, siempre consiste en una paz y alegría interior, sin motivos naturales, que con gratitud recibimos como don de Dios. Es más pura que la anterior, pero igualmente frágil: no depende de nosotros estar consolados; puede que debamos atravesar auténticos desiertos...
3º) Profunda fe en la Providencia divina. Si como dice san Pablo: "sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman" (Rm. 8,28), un cristiano no puede temer ni preocuparse por nada. Hasta de los males, e incluso de las faltas y pecados, Dios sabrá sacar, misteriosamente, bienes para sus amigos. Es mucho más segura y estable que la anterior, porque ¿quién nos podrá arrebatar la alegría de sabernos amados así?
4º) Conformidad con la voluntad de Dios. La alegría que produce es más pura y profunda porque el centro se ha desplazado: ya no soy yo, sino el Señor. Es la alegría de María en su "Fiat". Es la alegría de poder recitar con toda verdad el Padrenuestro, diciendo: "Hágase tu voluntad..."; la de poder abandonar ese pesado fardo de nuestra propia voluntad.
5º) Por último, aunque parezca imposible un nivel más alto, todavía existe otro: el que produce la certeza de que, aunque no seamos más que polvo y ceniza ante Dios, criaturas insignificantes y necias, con nuestra vida y con nuestra muerte, con nuestras obras y con nuestras palabras, con nuestros suspiros y con nuestra nada, podemos alegrar el Corazón del Todopoderoso... Porque este Corazón es el de un Padre, y vibra y se conmueve con todo lo de sus hijos.
Esta alegría es purísima e inalterable porque no radica en nosotros: es alegrarse de la alegría de Dios, y sabernos asociados, y en una pequeña parte causantes, de ella.
martes, 1 de diciembre de 2020
Caminando en la sencillez de María
domingo, 1 de noviembre de 2020
Doble tentación
Los cristianos estamos llamados, normalmente, a vivir nuestra fe en el mundo. Pero ese mundo, y la Iglesia, están viviendo circunstancias verdaderamente excepcionales y dolorosas.
Ante ellas sabemos que necesitamos situarnos correctamente, sin ingenuidad, porque la tentación nos acecha siempre a la vuelta de la esquina, invitándonos a abandonar la cruz en el seguimiento del Señor.
Un tipo de tentaciones estarían ligadas a la legítima vía de la “fuga mundi”, que llevó en otro tiempo a la soledad del desierto a millares de cristianos que aspiraban a la santidad. Pero esos cristianos no buscaban aislarse de los problemas y peligros de su sociedad, sino acudir al campo de batalla donde se libraba el verdadero y definitivo combate; en la soledad querían enfrentarse al demonio, como el evangelio enseña que Jesús hizo antes de comenzar su vida pública. Y como Él, y con el auxilio de su gracia, derrotarle. No se trataba pues de ceder a una tentación de desánimo, comodidad o cobardía, sino de responder a una auténtica vocación.
Otras tentaciones se alinearían tras la pagana actitud del “carpe diem”. Vamos a hacernos amigos del mundo, tratar de firmar la paz con él, para así poder gozarle sin inquietud ni contradicciones. Para esto cualquier “aggiornamento” es bueno, toda tolerancia (incluso ante el pecado) legítima, y toda debilidad en la predicación de la fe se disfraza de misericordia.
En los Evangelios vemos cómo también los apóstoles se sintieron arrastrados por un doble movimiento. El primero de ellos era el de querer aislarse de la gente para evitar problemas y disfrutar a solas de Jesús. El segundo, por el contrario, les empujaba a llevar a Jesús a las gentes, pero para disfrutar de los aplausos que su popularidad le proporcionaba. Como se trata de dos tentaciones muy presentes en el camino de todo cristiano actual, vamos a reflexionar un poco sobre ellas.
En el episodio de la multiplicación de los panes y los peces, tal como nos lo narra san Mateo (Mt.14,15), los discípulos se acercaron al Señor para decirle: "Despide a la gente, para que vayan a los pueblos y se compren comida". Ciertamente una muchedumbre hambrienta es algo muy engorroso. Mientras las multitudes aplaudían a Jesús los apóstoles se sentían satisfechos; pero a la puesta del sol, si empezaban a sentir la falta de comida, la situación podía volverse en su contra. Por eso reaccionaron indicándole lo que debía hacer: "Despide a la gente". Tal vez el Maestro no se había dado cuenta de esto, o andaba lento de reflejos...
En el capítulo siguiente del mismo evangelio (Mt. 15, 23) usan de nuevo la misma expresión. En concreto, refiriéndose a la mujer cananea, le dicen a Jesús: "Despídela, porque viene gritando detrás de nosotros". Seguramente les resultaría molesta, y comentarían que la que parecía endemoniada era ella más que su hija. Además la mujer les ignoraba por completo ya que, aún siguiéndoles por el camino, se dirigía directamente al Señor. Y para colmo éste parecía no oír esos gritos descompasados.
En ambos casos los discípulos abandonaron el seguimiento de Jesús, pretendiendo que fuera Jesús quien los siguiera a ellos, quien les sirviera aviniéndose a secundar sus ocurrencias. Y en ambos casos intentaron monopolizar al Señor a su gusto para disfrutar de Él sin las molestias naturales de quien está rodeado continuamente de gente necesitada. Algo parecido ocurrirá en el Tabor, cuando Pedro exclama: "Es bueno estarnos aquí", y propone construir tres chozas para no tener que bajar más del monte... ¡y eso que se habían dejado abajo a nueve de sus compañeros!
Jesús no ha consentido en ningún caso ser manipulado, y mucho menos ha accedido a despedir a la gente que lo necesitaba.
Al comienzo de la vida de Jesús, tras un día en que había realizado numerosas curaciones y exorcismos (por lo que toda la gente de Cafarnaúm se agolpaba a la puerta de la casa de Pedro), ocurrió todo lo contrario. Dice san Marcos que: "de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario, donde se puso a orar" (Mc.1, 35). Pero ahora Simón y los compañeros fueron a buscar a Jesús, y al encontrarle le dijeron lacónicamente: "Todos te buscan", lo que era una invitación para que les acompañara de vuelta hacia la gente. Jesús se negó: Él no buscaba el triunfo fácil, sino cumplir una misión.
Y en el citado episodio de la multiplicación de los panes y los peces encontramos un detalle simpático. San Mateo afirma que, una vez que la multitud fue saciada y se recogieron doce canastos de sobras, "inmediatamente obligó a los discípulos a subir a la barca y a ir por delante de él a la otra orilla" (Mt.14, 22). Y ¿por qué los "obligó"? Es fácil suponer que los apóstoles no querían ya irse de esa orilla donde habían tenido un éxito tan espectacular: al fin al cabo habían sido ellos quienes repartieron el alimento a la multitud, y las gentes les darían las gracias y les llamarían "maestros" y "señores". Algo que sabemos porque más adelante el Señor les prohibirá que acepten esos títulos, prueba de que se los daban y ellos los aceptaban gustosos.
Ojalá que seamos capaces de vencer en nuestras vidas ambas tentaciones: la de prescindir del mundo que nos rodea como si fuera un estorbo para hallar a Dios, y la de buscarlo como pedestal de nuestras ambiciones, no queriendo prescindir de él para encontrarnos a solas con nuestro Padre Dios.
jueves, 1 de octubre de 2020
La oración de los sencillos
¡Cuántos problemas de conciencia se suscitan entonces! ¿Cómo descubrir ese amoroso designio en forma de respuesta a problemas complicadísimos? ¿Cómo, sin ser un experimentado moralista, acertar con lo más justo en situaciones faltas de transparencia, donde diferentes intereses y valores están en juego?
Además, las sociedades civiles y sus autoridades prescinden con frecuencia, en su actuación y ejercicio, del Creador y Fuente de toda autoridad, aun cuando estarían también obligadas a seguir y a perseguir con sus leyes esa justicia, que es conformidad con la ley divina. De modo que tampoco estas autoridades pueden ayudarnos como en otros tiempos, cuando unas leyes inspiradas en la ley de Cristo encauzaban nuestro actuar en una dirección correcta.
La dulce invocación de "Auxilio de los cristianos" fue añadida a las letanías lauretanas por el Papa san Pío V para agradecer a la Virgen -a la que se había acudido con confianza rezando el santo Rosario- su ayuda en una situación angustiosa en que toda la cristiandad se encontraba amenazada por el poder otomano.
Sin embargo nuestro mundo carece de la sencillez necesaria para creer que María puede hacer algo en nuestro favor, en temas tan dolorosos como el de la pandemia que ha dejado ya un millón de muertos, el de las fratricidas guerras civiles y étnicas; el hambre endémica en el Tercer Mundo; las convulsiones de la economía mundial, que entrañan, en especial para los más débiles, terribles consecuencias; las crisis laborales; los desastres ecológicos…
Políticos, científicos, "organizaciones no gubernamentales" de multitud de países, ya se afanan por encontrar respuestas y soluciones a tanto sufrimiento y a tantos interrogantes. ¿Para qué mezclar entonces a Dios y a la Virgen con todo? Se preguntan algunos.
Leemos en la Biblia que, cuando el profeta Eliseo le prescribió al general sirio Naamán bañarse siete veces en las aguas del Jordán para ser curado de la lepra (2 Re. 5,1-19), este marchó irritado y decepcionado pensando que en su país había ríos tan buenos como el Jordán, aunque igualmente inútiles para limpiarlo de su enfermedad.
¿Será nuestra generación como el incrédulo Naamán? ¿Acaso no nos irritan las soluciones simples porque somos muy complicados?
Quizás confiamos exageradamente en los buenos oficios de políticos y diplomáticos, en los avances de la medicina y en la sofisticación de la técnica, y hemos olvidado algo tan sencillo, tan falto de carácter científico, tan al alcance de cualquiera que se reconozca pobre e ignorante, como el Rosario, la oración de los simples.
Quizás nuestros abuelos tenían razón cuando centraban en él su vida espiritual, abandonando toda complicación y toda inquietud en las manos amorosas de la Virgen
Quizás los sacerdotes y religiosos "de antes" no estaban tan equivocados cuando dedicaban, con fidelidad ejemplar, más tiempo a rezar los quince misterios del Rosario, que a informarse de la última novedad a través de los medios de comunicación social.
Quizás, si nuestra Madre del cielo nos concede esa gracia, también un día cada uno de nosotros descubra por propia experiencia qué significa vivir seguros y confiados bajo el manto de la Virgen, y cuántos son los tesoros encerrados en esta devoción que ella misma nos ha pedido.
martes, 1 de septiembre de 2020
Realidad interior
¿Hemos pensado alguna vez las distintas acepciones y significados que la expresión “cerrar los ojos” puede revestir? ¿Y en los sentidos que ese gesto puede encerrar?
Se puede utilizar para hacer alusión a la muerte o al sueño. En ambos casos se trata de ausentarse de esta realidad que conocemos.
También se cierran los ojos para no darse cuenta de lo malo que ocurre a nuestro alrededor y, de esta forma, no verse uno obligado a combatirlo; sería la postura cómoda y cobarde del que se inhibe mientras a él personalmente no le va mal, o incluso saca algún provecho de la situación. Pero además puede indicar la torpeza u obcecación de quien -tal vez movido por la pasión o el afecto- no es capaz de calibrar una situación dada.
Hasta aquí nada positivo, pero es que además cierra materialmente los ojos quien quiere aislarse, reconsiderar con calma un asunto, o bien acepta con resignación un acontecimiento.
En la tradición espiritual cristiana los ojos son como ventanas del alma, y por ello hay que cerrarlos a todo lo malo para que, por medio de esta guarda del primero de los sentidos, la basura exterior no ensucie nuestro interior.
El autor de la “Imitación de Cristo” invitaba, precisamente, a no dejarse atrapar por la curiosidad y la inquietud de querer verlo todo, cuando escribía: “¿Qué puedes ver en otro lugar que aquí no lo veas? Aquí ves el cielo, y la tierra, y los elementos de los cuales fueron hechas todas las cosas” (lib. I, cap. XX).
Por eso cerrar los ojos implica también abrirlos a una realidad interior.
Basta con cerrar los ojos -y quizás también doblar las rodillas- para contemplar una realidad interior indescriptible: un mar tan vasto, sobrecogedor, insondable y al mismo tiempo fascinante, como jamás pudiera uno haber imaginado. Basta con cerrar conscientemente los ojos durante un tiempo cada día para vivir una aventura espléndida e inusitada.
Ya habrán comprendido que el nombre de ese océano de fondos abisales y horizontes infinitos es Dios, y que la aventura (probablemente la única que se pueda todavía vivir en el siglo XXI) tiene el nombre de contemplación.
A veces seremos nosotros quienes intentemos sumergirnos en sus aguas profundas y brillantes para sentir su frescura intacta que nos envuelve y reconforta, que nos apacigua y reafirma; o para sentir, en cambio, su gusto margo y salado cuando alcanza nuestra boca, ávida de otros manjares más gustosos. A veces será él quien viene, manso e insinuante, a lamer nuestros pies cuando permanecemos temerosos en la orillas, sin decidirnos a despojarnos de los vestidos que nos envuelven para zambullirnos.
Cerrar los ojos no implica desentendernos de lo que nos rodea, pero sí buscar su sentido profundo, más allá de las apariencias. No supone una huida de las cosas, sino adentrarnos en su misterio y encontrar el puente que las une a la Fuente de la que dimana todo lo creado.
Pero no disimulemos las dificultades, pues todo lo que es valioso puede resultar costoso. Así, por ejemplo, la realidad interior se puebla a veces de monstruos que la habitan. Cada uno tiene los suyos y, aunque familiares de puro conocidos, no por eso dejan de espantarnos. Habrá que conjurarlos con la confianza y el abandono, pero jamás renunciar a la aventura emprendida.
También acecha la tentación del “realismo”: la de creer que no existe más realidad que la que se ve y toca; esa tentación que nos envenena el corazón con la sospecha de que la oración no es más que una ilusoria búsqueda y una cobarde deserción.
Por último, no es menos peligrosa la dificultad de hacer silencio sin empeñarse uno en nombrar y etiquetar todo lo que experimenta, sin comentarlo ni tener que describirlo y ordenarlo. La aventura interior es tan exquisitamente personal que, a menos que conste claramente que es voluntad de Dios, y Él nos quiera ofrecer una ayuda exterior para vivirla, no es factible ni provechoso compartirla. Pertenece al “secreto del Rey”, y su divulgación entrañaría su profanación.
Por ello, y sin necesidad de más palabras, les invito a la experiencia, a ejercitarse en la medida de la vocación personal de cada uno en esa tarea a la que somos llamados desde el principio de nuestra existencia y a la que estamos destinados por toda la eternidad: la ORACIÓN.