jueves, 1 de octubre de 2020

La oración de los sencillos

Nuestro mundo es muy complejo. Quien quiera seguir las noticias que vertiginosamente se suceden, y entender el enrevesado trasfondo de muchas de ellas, debe dedicar un buen rato cada día a informarse; amén de poseer una cierta competencia en temas de economía, relaciones internacionales, derecho, ciencias de la naturaleza y otras disciplinas.
Y en este mundo complicado los cristianos tienen el deber de discernir: buscar y encontrar la voluntad de Dios sobre ellos, sobre sus comunidades, y sobre todos los hombres en general.
¡Cuántos problemas de conciencia se suscitan entonces! ¿Cómo descubrir ese amoroso designio en forma de respuesta a problemas complicadísimos? ¿Cómo, sin ser un experimentado moralista, acertar con lo más justo en situaciones faltas de transparencia, donde diferentes intereses y valores están en juego?
Además, las sociedades civiles y sus autoridades prescinden con frecuencia, en su actuación y ejercicio, del Creador y Fuente de toda autoridad, aun cuando estarían también obligadas a seguir y a perseguir con sus leyes esa justicia, que es conformidad con la ley divina. De modo que tampoco estas autoridades pueden ayudarnos como en otros tiempos, cuando unas leyes inspiradas en la ley de Cristo encauzaban nuestro actuar en una dirección correcta.


La dulce invocación de "Auxilio de los cristianos" fue añadida a las letanías lauretanas por el Papa san Pío V para agradecer a la Virgen -a la que se había acudido con confianza rezando el santo Rosario- su ayuda en una situación angustiosa en que toda la cristiandad se encontraba amenazada por el poder otomano.
Sin embargo nuestro mundo carece de la sencillez necesaria para creer que María puede hacer algo en nuestro favor, en temas tan dolorosos como el de la pandemia que ha dejado ya un millón de muertos, el de las fratricidas guerras civiles y étnicas; el hambre endémica en el Tercer Mundo; las convulsiones de la economía mundial, que entrañan, en especial para los más débiles, terribles consecuencias; las crisis laborales; los desastres ecológicos…
Políticos, científicos, "organizaciones no gubernamentales" de multitud de países, ya se afanan por encontrar respuestas y soluciones a tanto sufrimiento y a tantos interrogantes. ¿Para qué mezclar entonces a Dios y a la Virgen con todo? Se preguntan algunos.


Leemos en la Biblia que, cuando el profeta Eliseo le prescribió al general sirio Naamán bañarse siete veces en las aguas del Jordán para ser curado de la lepra (2 Re. 5,1-19), este marchó irritado y decepcionado pensando que en su país había ríos tan buenos como el Jordán, aunque igualmente inútiles para limpiarlo de su enfermedad.
¿Será nuestra generación como el incrédulo Naamán? ¿Acaso no nos irritan las soluciones simples porque somos muy complicados?
Quizás confiamos exageradamente en los buenos oficios de políticos y diplomáticos, en los avances de la medicina y en la sofisticación de la técnica, y hemos olvidado algo tan sencillo, tan falto de carácter científico, tan al alcance de cualquiera que se reconozca pobre e ignorante, como el Rosario, la oración de los simples.
Quizás nuestros abuelos tenían razón cuando centraban en él su vida espiritual, abandonando toda complicación y toda inquietud en las manos amorosas de la Virgen
Quizás los sacerdotes y religiosos "de antes" no estaban tan equivocados cuando dedicaban, con fidelidad ejemplar, más tiempo a rezar los quince misterios del Rosario, que a informarse de la última novedad a través de los medios de comunicación social.
Quizás, si nuestra Madre del cielo nos concede esa gracia, también un día cada uno de nosotros descubra por propia experiencia qué significa vivir seguros y confiados bajo el manto de la Virgen, y cuántos son los tesoros encerrados en esta devoción que ella misma nos ha pedido.






martes, 1 de septiembre de 2020

Realidad interior

¿Hemos pensado alguna vez las distintas acepciones y significados que la expresión “cerrar los ojos” puede revestir? ¿Y en los sentidos que ese gesto puede encerrar?

Se puede utilizar para hacer alusión a la muerte o al sueño. En ambos casos se trata de ausentarse de esta realidad que conocemos.

También se cierran los ojos para no darse cuenta de lo malo que ocurre a nuestro alrededor y, de esta forma, no verse uno obligado a combatirlo; sería la postura cómoda y cobarde del que se inhibe mientras a él personalmente no le va mal, o incluso saca algún provecho de la situación. Pero además puede indicar la torpeza u obcecación de quien -tal vez movido por la pasión o el afecto- no es capaz de calibrar una situación dada.

Hasta aquí nada positivo, pero es que además cierra materialmente los ojos quien quiere aislarse, reconsiderar con calma un asunto, o bien acepta con resignación un acontecimiento.

En la tradición espiritual cristiana los ojos son como ventanas del alma, y por ello hay que cerrarlos a todo lo malo para que, por medio de esta guarda del primero de los sentidos, la basura exterior no ensucie nuestro interior.

El autor de la “Imitación de Cristo” invitaba, precisamente, a no dejarse atrapar por la curiosidad y la inquietud de querer verlo todo, cuando escribía: “¿Qué puedes ver en otro lugar que aquí no lo veas? Aquí ves el cielo, y la tierra, y los elementos de los cuales fueron hechas todas las cosas” (lib. I, cap. XX).

Por eso cerrar los ojos implica también abrirlos a una realidad interior.

 

Basta con cerrar los ojos -y quizás también doblar las rodillas- para contemplar una realidad interior indescriptible: un mar tan vasto, sobrecogedor, insondable y al mismo tiempo fascinante, como jamás pudiera uno haber imaginado. Basta con cerrar conscientemente los ojos durante un tiempo cada día para vivir una aventura espléndida e inusitada.

Ya habrán comprendido que el nombre de ese océano de fondos abisales y horizontes infinitos es Dios, y que la aventura (probablemente la única que se pueda todavía vivir en el siglo XXI) tiene el nombre de contemplación.

A veces seremos nosotros quienes intentemos sumergirnos en sus aguas profundas y brillantes para sentir su frescura intacta que nos envuelve y reconforta, que nos apacigua y reafirma; o para sentir, en cambio, su gusto margo y salado cuando alcanza nuestra boca, ávida de otros manjares más gustosos. A veces será él quien viene, manso e insinuante, a lamer nuestros pies cuando permanecemos temerosos en la orillas, sin decidirnos a despojarnos de los vestidos que nos envuelven para zambullirnos.

Cerrar los ojos no implica desentendernos de lo que nos rodea, pero sí buscar su sentido profundo, más allá de las apariencias. No supone una huida de las cosas, sino adentrarnos en su misterio y encontrar el puente que las une a la Fuente de la que dimana todo lo creado.

 

Pero no disimulemos las dificultades, pues todo lo que es valioso puede resultar costoso. Así, por ejemplo, la realidad interior se puebla a veces de monstruos que la habitan. Cada uno tiene los suyos y, aunque familiares de puro conocidos, no por eso dejan de espantarnos. Habrá que conjurarlos con la confianza y el abandono, pero jamás renunciar a la aventura emprendida.

También acecha la tentación del “realismo”: la de creer que no existe más realidad que la que se ve y toca; esa tentación que nos envenena el corazón con la sospecha de que la oración no es más que una ilusoria búsqueda y una cobarde deserción.

Por último, no es menos peligrosa la dificultad de hacer silencio sin empeñarse uno en nombrar y etiquetar todo lo que experimenta, sin comentarlo ni tener que describirlo y ordenarlo. La aventura interior es tan exquisitamente personal que, a menos que conste claramente que es voluntad de Dios, y Él nos quiera ofrecer una ayuda exterior para vivirla, no es factible ni provechoso compartirla. Pertenece al “secreto del Rey”, y su divulgación entrañaría su profanación.


Por ello, y sin necesidad de más palabras, les invito a la experiencia, a ejercitarse en la medida de la vocación personal de cada uno en esa tarea a la que somos llamados desde el principio de nuestra existencia y a la que estamos destinados por toda la eternidad: la ORACIÓN.

 

sábado, 1 de agosto de 2020

El gran santificador

        Al leer el título de este editorial algunos lectores pensarán que vamos a hablar del Espíritu Santo que Cristo prometió enviarnos de junto al Padre, ese a quien en la secuencia de Pentecostés llamamos “brisa en las horas de fuego”, sin aludir por ello a la calurosa estación estival que vivimos.
        Pero no, no es esa nuestra intención. Queremos hablar del tiempo que pasa. De ese tiempo que para algunos es el auténtico santificador de todo.
      Inmersos en una cultura impregnada por el más feroz relativismo, algunos pretenden que lo que ayer era pecado hoy en cambio, no solo no lo es, sino que es bueno, conveniente, natural, placentero y útil. Y que lo que ayer era virtud, hoy no pasa de ser mojigatería, cuando no intolerancia, rigidez y hasta delito de odio. Lo que hoy está bien, mañana seguramente no lo estará. Con lo que entonces el tiempo se convierte en el "gran santificador" de la vida y costumbres de los hombres, y las miserias humanas y los públicos escándalos pasan con el tiempo a ser posturas socialmente aceptables.
        Lamentablemente los cristianos mundanos, que se dejan seducir por el mundo, participan de esta mentalidad generalizada. Así resulta muy sintomático de lo que decimos el hecho de que muchas personas se acerquen al confesonario para consultar si tal o cual actitud o comportamiento "sigue siendo pecado".

        En su primera epístola dice San Juan (2,15-16) que "si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre, porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre". Quizás en estas palabras podamos encontrar un argumento orientador ante tantas conductas socialmente aceptables, pero moralmente deleznables. Y eso aunque los tiempos hayan cambiado, como tantos repiten cansinamente por si acaso no nos habíamos dado cuenta.
Veamos pues:
m Concupiscencia de la carne: si es cierto que los espectáculos reflejan la realidad del mundo en que vivimos, nuestra civilización padece un mal gravísimo. Porque con mucha frecuencia nos obsequian con escenas de burda obscenidad y de gratuita violencia, todo ello adobado de un lenguaje vulgar y la exaltación de sentimientos y pasiones innobles. No nos engañemos: amar los criterios de un mundo que presenta síntomas tan alarmantes, es rechazar el amor del Padre.
m Concupiscencia de los ojos: la obsesión por poseer bienes materiales, mejorar el nivel de vida, invertir más rentablemente, y no privarse de nada, está a la orden del día. Recordando aquello que nos dijo Jesús -que no podíamos servir a dos señores- quizás convendría introducir en nuestras familias la costumbre de elaborar un presupuesto razonable cada año, y tratar de ajustarnos a él, aunque pudiéramos permitirnos más. Porque la ambición y la codicia sin freno tampoco vienen del Padre.
m Orgullo de la vida: sabemos que España es uno de los países del mundo con una esperanza de vida más prolongada. Esto está muy bien siempre que esa vida sea acogida, respetada y celebrada, pero para acceder a ella hay que pasar antes por un terrible filtro. Desde el año 2005 en España se practican una media de cien mil abortos anuales. Sin contar con que el orgullo, el pecado primordial, engendra odios, desobediencias, marginación, violencia, murmuraciones... Las actitudes arrogantes y la altivez se oponen frontalmente al Evangelio, que es buena noticia para los pequeños, los sencillos, los pobres de corazón. En todo esto no puede estar, tampoco, el amor del Padre.
         Quizás es hora de que los cristianos dejemos de preguntarnos si ciertas cosas "siguen siendo pecado", y tratemos de llevar una mayor autenticidad a nuestras propias vidas. Pues como dice San Agustín: "¿Queréis alabar a Dios?  Vivid de acuerdo con lo que pronuncien vuestros labios. Vosotros mismos seréis la mejor alabanza que podáis tributarle si es buena vuestra conducta".
             Estamos llamados a ser sal de la tierra, y a mostrar claramente a todos qué significa esto. Porque no olvidemos que las cosas parecen menos difíciles cuando las vemos realizadas en otros. Y esos "otros" tenemos que ser nosotros… ¡aunque los tiempos hayan cambiado!

miércoles, 1 de julio de 2020

Atajo a la santidad

            En el episodio de la multiplicación de los panes y los peces, tal como nos lo cuenta el evangelista san Juan (6,1-15), tras saciar a una multitud de cinco mil hombres Jesús le dijo a sus apóstoles: "Recoged los pedazos que han sobrado, para que nada se pierda".
            Quizás sorprende esta frase porque nos cuesta concebir que un personaje grande e importante tenga preocupaciones pequeñas. Tras un milagro tan espectacular, ¿quién hubiera reparado en las sobras? Casi resulta cómico imaginarse a los apóstoles recogiendo mendrugos de pan del suelo, como niños tras una merienda campestre.
            Sin embargo para Jesús fue tan importante lo grande como lo pequeño, lo poderoso como lo débil, lo que cuenta a los ojos de los hombres, como lo que no cuenta.

            Cuando después de la experiencia de un confinamiento angustioso, en el tiempo de la pretendida “nueva normalidad”, tomamos distancia de lo que ha sido durante los meses pasados nuestro trabajo y ocupaciones cotidianas, puede que tomemos conciencia con más fuerza de nuestras rutinas y vulgaridades, de nuestras pequeñeces cotidianas que revelan nuestra auténtica talla: la verdad, despojada de romanticismo, de quiénes somos.
            Entonces descubriremos que, seguramente, en nuestras vidas ni antes ni ahora, hacemos grandes cosas: ni ponemos en práctica grandes bienes, ni padecemos grandes males.       Aparte de tratar de cumplir con nuestras estrictas obligaciones, y de intentar cumplir los mandamientos de la ley de Dios con mucha mesura y prudencia humana, ¿cuáles son las obras de las que podríamos gloriarnos? En comparación con los sufrimientos de los cristianos perseguidos en tantos países, y de los enormes trabajos de los grandes héroes de la caridad, ¿que son nuestros padecimientos a su lado?
            La mediocridad, es decir, la ausencia de obras importantes o de grandes cruces, es la tónica de nuestras vidas. Y eso que, a veces, soñamos con grandes cosas, con actitudes heroicas...
            Pero en aquellas palabras de Jesús, "recoged los trozos que han sobrado, para que nada se pierda", podemos encontrar un consuelo extraordinario.

            ¡Qué Dios tan grande tenemos! ¡Qué incomparable el misterio de su amor para con nosotros! El que considera “el firmamento su trono y la tierra el estrado de sus pies” (Is. 66,1 y otros), se fija en nuestros "mendrugos" desparramados, y uniéndolos a la Cruz de su Hijo amado Jesucristo les da un valor redentor y santificador, porque NO QUIERE QUE NADA SE PIERDA.
            No quiere que se pierdan ocasiones “tan memorables” como toda esa serie de alfilerazos dolorosos que jalonan inevitablemente nuestras jornadas: algo que se nos cae sin querer de las manos y se rompe; algo que no funciona, o que no encontramos, justo en el momento en que lo necesitábamos; el llegar tarde a alguna parte, por descuido o sin culpa nuestra; un dolor de cabeza o de muelas; una noche sin poder pegar ojo; un reproche que nos hagan en el trabajo o en casa; una falta de caridad que han tenido hacia nosotros; una incomprensión sufrida; una pequeña pérdida o humillación...
            No sólo la aceptación positiva de estas pequeñas pruebas, sino que también la realización crucificante de las obligaciones rutinarias de cada día, constituyen un continuo examen que pasamos, una continua prueba a la que somos sometidos para medir la calidad de nuestro amor y de nuestro seguimiento. En definitiva, el grado real de olvido propio y recuerdo de Jesús que practicamos.

            En nuestras faltas de paciencia ante las contrariedades, en nuestro temor excesivo hacia el futuro o hacia el presente, en nuestro sufrimiento desmedido por las pequeñas heridas que infligen a nuestro amor propio, aflora el pecado capital y primero, ese que nos espera agazapado en cada recodo del camino para invitarnos a abandonar la cruz: el orgullo.
            Asumir con generosidad, e incluso con sentido del humor, todas nuestras limitaciones, supone un perfecto ejercicio de abandono y abajamiento. Como dijo san Juan el Bautista, y debemos recordar a menudo, "Él tiene que crecer y yo tengo que menguar" (Jn. 3,30).
            Sí, tenemos que hacernos más pequeños, darnos menos importancia. Y el medio para ello será el recoger amorosa y atentamente todos los mendrugos desperdigados por nuestra vida. Un verdadero atajo hacia la santidad.

lunes, 1 de junio de 2020

De crisálidas y orugas

              Con la llegada de las altas temperaturas nos damos cuenta de que el verano  -¡otro verano!- está a las puertas. Un verano que tiene un aliciente añadido: muchos dicen que tiene que ser el de la “vuelta a la normalidad”.
            A mi esa expresión me estremece. Después de las extraordinarias y dolorosas experiencias vividas en los últimos meses ¿cómo podemos pretender volver a la normalidad como si nada hubiera sucedido? ¿No hemos aprendido nada?
            Muchos hábitos de vida han cambiado y está bien tomar conciencia de ello. De hecho, regresar al trabajo, o a una vida social más activa, ha sido como un salir de la crisálida. Pero la oruga sale de su capullo transformada en mariposa para volar libremente, para emprender una vida muy distinta a la anterior, y ese no va a ser el caso de muchas personas que solo aspiran a la normalidad.
            ¿Cómo plantear esa profunda renovación que necesitamos? ¿Cómo gestionar nuestro reciente pasado?
                 Quizá el verano pueda ser una estupenda oportunidad para que muchos de nosotros aprendamos a tomarnos el tiempo necesario para leer, reflexionar, contemplar...
            Hemos tenido ya una buena escuela, porque el haberse sentido uno aislado, sin ayudas o recursos necesarios, amenazada la propia vida… o el haber perdido seres queridos o haberse privado de su compañía durante meses, todo eso crea una terrible situación de inseguridad y desvalimiento. Y en esa situación el hombre se vuelve más fácilmente hacia su interior, e indaga en lo que es realmente importante en su vida.

             Un cristiano tiene que saber aprovechar estos cambios inesperados en el ritmo de la propia vida, y la lectura de la Palabra de Dios, desde esta situación, puede ser saboreada de una forma diferente.
            Hay que abandonarse a la fuerza y el encanto de la Revelación. Quizás no hay que leer desde la perspectiva de cómo podemos aplicar de forma inmediata  lo leído a nuestra vida, sino admirándonos y embelesándonos con la belleza de lo que leemos.
            Sí, ¡qué bien hace las cosas nuestro Dios! ¡Qué profundidad la de su amor por nosotros! ¡Qué maravillosa es su Providencia!
            Tal vez demos mayor gloria a Dios con nuestro asombro ante la hondura de sus planes, con nuestro silencio emocionado, o con el estallido de nuestro dolor interior (¡o júbilo!) que no encuentra palabras para expresarse, que con unos propósitos colgados de la confianza en nuestra fuerza de voluntad. Cuántos fracasos ha cosechado ésta última lo sabe cada uno. Y es que la vida espiritual es más cuestión de seducción que de imposiciones y reglamentos.
            La Palabra de Dios puede también replegarnos sobre nosotros mismos para rumiar tranquilamente el alimento espiritual que nuestro Padre nos ofrece. Y esa búsqueda de la soledad y del silencio, esa huida de la frivolidad y del ruido que aturrulla, debe extenderse más allá de un confinamiento forzado.

            Ciertamente a menudo convertimos el Evangelio en un libro que entristece porque propone un ideal que, aunque nos esforzamos por alcanzar, nunca conseguimos. Por eso algunos lo rehuyen, o lo confinan en el almacén de las utopías, porque no creen en la gracia. Sin embargo podemos leer en él que su anuncio fue gozo indescriptible para los pecadores, salud para los enfermos, alivio para los cansados y agobiados, esperanza para los desesperanzados, consuelo para los tristes… Es un hecho: Jesús atraía y cautivaba a multitudes de hombres y mujeres mediocres como nosotros, desconcertados y aturdidos como nosotros. Su santidad no los deprimía ni los asustaba. El no juzgaba ni condenaba las imperfecciones de quienes le rodeaban emocionados y bebían sus palabras.
            Jesús anunciaba la increíble novedad de un Dios que, aun sabiendo la pobre correspondencia que puede encontrar en el corazón del hombre, le declara su amor incondicional, la abre su Corazón traspasado y le muestra las maravillas de su compasión y de su ternura. Eso es "evangelio": buena noticia para el corazón fatigado; y vuelta, no a una vulgar “normalidad”, sino a una extraordinaria santidad.
            Mucho ánimo a tantas “orugas” deseosas de emprender el vuelo, porque “así dice el Señor: No temas gusanito de Israel, oruga de Jacob, porque yo mismo te auxilio, tu libertador es el Santo de Israel” (Is. 41,14).



viernes, 1 de mayo de 2020

Jaculatoria laica

Nuestra existencia cotidiana es, con frecuencia, una lucha contra las circunstancias adversas de distinto signo que nos sobrevienen, tanto materiales como espirituales. Y al decir de san Pablo, esa lucha "no es contra la carne y la sangre, sino contra... los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas" (Ef.6,12). Una lucha en la que a veces ganamos y otras perdemos, que siempre nos cansa y, a veces, nos desanima.
El discípulo de Jesús, sin embargo, acepta de buen grado estos combates y se prepara para librarlos. Además el Señor definió por ellos a los suyos: "Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas" (Lc.22,28-30); es decir, los compañeros de tantas luchas. Sabemos, por tanto, a qué atenernos.
En la Última Cena Jesús mandó a sus apóstoles: "el que tenga bolsa que la tome, e igualmente la alforja, y el que no la tenga que venda su manto y compre una espada" (Lc.22,35-39). Ellos lo entendieron al pie de la letra, y así le dijeron: "aquí hay dos espadas". El Señor entonces, cansado, tuvo que cortar la conversación: "¡Basta!".
Los apóstoles tenían que armarse, sí, pero no de esa manera. San Pablo, de nuevo, nos dirá cómo hacerlo. Hay que ponerse la armadura de Dios, la "coraza de la justicia", el "escudo de la fe", el "yelmo de la salvación", y tomar "la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios" (Ef. 6,10-20).
Más tarde, en Getsemaní, los apóstoles experimentarán “los terrores nocturnos”: era la "hora y el poder de las tinieblas" (Lc.22,47-53). Pero entonces, en vez de luchar con las armas espirituales, en vez de desenvainar la espada del Espíritu, Pedro desenvainará la otra espada que se había llevado: "Señor, ¿herimos con la espada?". Y sin aguardar respuesta, con el acero, se llevará la oreja del criado del pontífice. En realidad es Pedro quien parece que no tiene orejas, pues no ha escuchado correctamente la Palabra de su Maestro.
Entre mis armas espirituales tengo una que recomiendo a muchas personas con bastante provecho. La llamaba mi "jaculatoria laica" porque en ella no se nombraba a Jesús, ni a María, ni a ningún santo. Pero se trata, nada menos, que de las últimas palabras que Jesús resucitado pronuncia en el último de los Evangelios; en concreto cuando se dirige a Pedro para decirle: "¿y a ti qué?" (Jn.21,22).
¡Cómo cambiarían las cosas si aprendiéramos a repetirnos una y otra vez, si es preciso ante el espejo, esta jaculatoria: “¿y qué?”!
Para empezar nos educaría en el no reparar tan continua y empalagosamente en nosotros mismos. Que me encuentro bien, o incluso eufórico: ¿y qué? Que me encuentro desanimado o triste: ¿y qué? ¿Acaso soy tan importante para que por ello cambien mucho las cosas?
Por encontrarme mal: ¿dejará por eso de predicarse el Evangelio en todo el mundo?; ¿acaso dejará la Iglesia de santificar a sus hijos por la oración y los sacramentos?;  ¿dejarán tal vez los mártires de confesar valientemente la fe con el derramamiento de su sangre?
Pero por encontrarme bien: ¿acaso daré más gloria a Dios? Por sentirme justo o pecador: ¿lo seré realmente más a los ojos de quien sondea el corazón y las entrañas de los hombres?... Si quieren pueden continuar haciendo una lista.
     Esta pequeña arma espiritual también nos servirá para tomar mejor conciencia de que Dios sigue siendo bueno, y aún muy bueno, aunque a mí me vayan mal las cosas, porque:
– su misericordia no depende de mi prosperidad;
– su santidad no depende de mi justicia;
– su salvación no depende de mi bienestar material o psicológico...
Y por tanto, nada, absolutamente nada importante, cambia porque yo me encuentre bien o mal, mejor o peor.
Otra ventaja consiste en su tamaño: es un “arma de bolsillo” que fácilmente se puede llevar a cualquier batalla. Entonces servirá para defendernos en esos momentos en que no se ve nada claro, y en los que lo único que apetece es huir. Será nuestro recurso secreto.
No me pregunten cuántas indulgencias tiene concedidas la repetición de mi jaculatoria, porque no lo sé. Probablemente no tiene ninguna, pero... ¿y qué?


miércoles, 1 de abril de 2020

¿Dios dispone?

Un refrán castellano afirma que "el hombre propone y Dios dispone". Sin embargo, cuando vemos nuestro mundo asolado por tantas calamidades, y particularmente por la terrible epidemia del covid-19 que se cobra tantas vidas,  y que obliga a la población a quedarse aislada en sus propios domicilios, o lo que es peor, a trabajar fuera de casa con grave riesgo de la salud, algunos se preguntan si es Dios quien dispone realmente estas cosas.
     Independientemente de que el castigo de Dios es saludable, y tiene siempre por objetivo que el hombre tome conciencia de sus graves enfermedades morales que le llevan a la muerte eterna, podríamos añadir que a primera vista parece que el refrán contiene más verdad enunciado de una forma inversa. Es decir: "Dios propone y el hombre dispone".
       Dios propone los Diez Mandamientos y el hombre dispone si los cumple o no. Así por ejemplo, Dios propone la vida, y el hombre dispone si por medio del aborto condena en España a cerca de cien mil inocentes cada año. Dios propone la virtud, y el hombre dispone si consagra como derechos inalienables los vicios más vergonzosos, etc.
       Pero entonces surgirán nuevas preguntas en nuestro horizonte. Si es el hombre quien dispone, ¿dónde queda la omnipotencia de Dios?, ¿en qué sentido afirmamos que Dios "lo puede todo"?

Por "poder" se entiende, habitualmente, la capacidad de alguien para imponer su voluntad. Hay un poder económico, por medio del cual uno puede poner a otros hombres a su servicio, utilizando su fuerza, su inteligencia y su capacidad de trabajo en provecho propio. Hay un poder político por medio del cual uno puede configurar la organización social según sus propias convicciones, imponiendo leyes, impuestos, etc. Hay un poder militar mediante el que se frenan las ambiciones de los países vecinos, o por medio del cual se ejerce presión en el plano internacional para conseguir un fin preciso: por ejemplo, restablecer la paz entre países beligerantes, imponiéndola a las partes, aunque éstas no quieran.
        En el fondo este tipo de poder es siempre manipulador. Y aquí es cuando conviene establecer una diferencia con el Poder de Dios.
          El Poder de Dios es el poder del Amor, no el del dinero, o el de los votos o el de las armas. El gran Poder de Dios no es un poder manipulador. Es un poder liberador, un poder que nos hace libres con la libertad de los hijos, con una libertad divina. Un Poder que no crea esclavos, sino hijos semejantes al Padre.
          Ese Poder de Dios se manifestó en Belén y en el Calvario al mundo envuelto en debilidad humana: pobreza, insignificancia, anonimato... "Pero a cuantos le recibieron... les dio potestad de ser hijos de Dios", dice san Juan en el prólogo a su Evangelio (1,12).

No obstante el amor es impotente si no es correspondido, y  por ello el Poder de Dios no despliega su admirable virtud si no es aceptado en la fe y en el amor. Ese es su designio desde la eternidad.
           Dios no cesa de proponernos su voluntad amorosa, no se cansa de invitarnos a que aceptemos de corazón su Reinado sobre nuestras vidas y sobre nuestra sociedad anestesiada y envilecida. Y quizás también llora y se lamenta, como un día hizo frente a Jerusalén: "¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas, y no habéis querido!" (Lc.13, 34).
          El fracaso de Jesús en su misión respecto a Jerusalén nos ayuda a ver hasta qué punto es cierto este nuevo refrán de que es Dios quien propone, y el hombre el que dispone.

No, ciertamente Dios no "tiene suerte por poderlo todo", como afirmaba ingenuamente un niño pequeño, y como piensan muchos mayores.
      Por eso, simplemente, desde el dolor del tiempo presente aprovechemos la proximidad del gozoso tiempo pascual para convertirnos, para invocar repetidamente la fuerza del Resucitado, es decir, la gracia y misericordia que desbordan del Corazón de Cristo, para que nos inunde a nosotros y a nuestra Patria con su luz y vengamos a ser perfectos en el amor.

domingo, 1 de marzo de 2020

La búsqueda del hijo pródigo

La Cuaresma es el tiempo litúrgico en que los cristianos deben prepararse para celebrar el misterio pascual mediante una verdadera conversión interior. Por eso es pertinente hacerse algunas reflexiones en torno a este tema que constituyó parte fundamental de la predicación de Juan Bautista y del mismo Jesús.
         ¿En qué consiste la conversión?
         En la tan conocida parábola del hijo pródigo (Lc.15 ,11-32), el regreso del hijo menor es imagen de esa vuelta que todos estamos invitados a hacer hacia Dios; para muchos, un paradigma de conversión. 
         Sin embargo, en el mismo capítulo 15 de san Lucas, en las parábolas de la oveja y de la dracma perdidas (Lc. 15,1-10), se nos habla, más que de un regreso, de una búsqueda y de un encuentro por parte del propietario. ¿Nos acordamos de la dueña de la dracma encendiendo una lámpara y barriendo la casa para encontrarla?
         Cabe entonces formularse la pregunta: ¿acaso el padre del hijo pródigo es el único que no busca lo que ha perdido? ¿Tendrá menos interés en recuperar a su hijo, que la mujer en recuperar su moneda, o el propietario en recuperar su oveja?
         Tendremos que precisar mucho más el alcance de este "regreso" y las implicaciones de esta famosa "conversión".
         Afirma el texto evangélico que: "cuando se hallaba todavía lejos (el hijo pródigo) lo vio su padre, y conmovido corrió hacia él, se echó a su cuello y lo besó efusivamente".
         A causa de las numerosas representaciones que el arte nos ha dejado de esta escena (por ejemplo, en el tan popular cuadro de Rembrandt, o en el de Murillo)  nosotros nos la imaginamos sucedida cerca de la casa, cuando el hijo arrepentido está casi al final de su camino de regreso, y el padre aguarda pacientemente junto a la puerta.
         Pero no pasa de ser una fantasía de los artistas. El hijo había marchado a un país lejano, y es cuando se encuentra todavía lejos (¡en el país lejano!), cuando el padre lo "ve", lo encuentra. Más aún, solamente de este último se afirma un desplazamiento: "corrió hacia su hijo";  del pródigo sólo se dice que "partió", es decir, no anduvo ni corrió: sólo comenzó lo que él pretendía que fuera un itinerario de regreso.
         ¿Qué ha ocurrido? Simplemente que el padre ha buscado: si no, no hubiera encontrado nunca a su hijo, estando como estaba lejos de la casa.
         Pero lo ha encontrado justo cuando éste se lo ha permitido: cuando ha aceptado y deseado re-encontrarse con su padre. Por si fuera poco el padre repite en la parábola esta expresión dirigida tanto a los criados como a su hijo mayor: "estaba perdido y lo hemos encontrado". ¡¡¡Nunca dirá: "se había marchado y ha vuelto"!!!
         Según esto la conversión no es un regresar a Dios por nuestras propias fuerzas. Es permitir que Él nos traiga, es un dejarse encontrar por el amor activo y buscador de Dios, que no ha cesado de rastrear la huella de mis pasos.
         Convertirse no es principalmente arrepentirse; eso seguramente vendrá después, con el tiempo, con la reflexión. Convertirse es osar levantar la mirada, atreverse a cruzarla con la del Padre, dejarse atraer irresistiblemente por la fuerza seductora del Amor. Convertirse es aceptar la invitación a un banquete que no hemos preparado, ni hemos merecido, pero al que somos gratuitamente convidados.
         La iniciativa de la conversión siempre la tiene el Señor, aunque yo tenga que secundarla. De hecho el grado de mi desinterés y olvido propio medirá la calidad de mi conversión.
         A quien ama le basta la mayor felicidad posible del ser amado, aunque este no le corresponda con un amor semejante.  Por eso a Dios le bastan mis pobres e imperfectos deseos de "regresar" porque lejos de la casa del Padre uno "se muere de hambre". Pero sin embargo, ¡cuánta gloria daríamos a Dios si procuráramos alcanzar, en cada una de nuestras reconciliaciones, un poquito de amor puro, desinteresado, de Dios!
         ¿Y si en esta Cuaresma no nos preocupáramos tanto de hacer una lista de obras buenas que realizar, cuanto de ser hijos?


sábado, 1 de febrero de 2020

A vueltas con la santidad

En el  libro de la "Imitación de Cristo", de Tomás de KEMPIS, leemos que si cada año desterráramos de nosotros un defecto pronto seríamos santos (lib. I, cap. XI). La frase rezuma optimismo; en mi caso creo que no sería pronto, sino que, a razón de uno por año, necesitaría siglos, y no tengo tanto tiempo...
Además de eso denota un concepto peculiar de santidad o perfección cristiana: ésta consistiría en la ausencia, por superación, de toda suerte de defectos.
Sin embargo parece que la Palabra de Dios nos invita a otra santidad. Así, san Pablo, en su segunda carta a los Corintios, nos dice cómo rogó a Dios por tres veces que lo librara de un ángel de Satanás que lo abofeteaba continuamente,  de un aguijón que tenía clavado en su carne, y cómo la respuesta del Señor fue: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en tu flaqueza" (2ª Cor.12,7-9).
La santidad, si bien no es compatible con faltas morales deliberadas, si lo es con defectos de carácter –a veces demasiado visibles–, en la persona del cristiano "santo". Y resulta consolador descubrir en la Palabra de Dios atajos por los que, los que somos muy imperfectos, podemos seguir aspirando a la santidad más alta.
En la misma carta de san Pablo citada, éste nos recuerda también que "este tesoro tan extraordinario (la gracia y el amor de Dios) lo llevamos en vasijas de barro" (4,7).
El barro no es transparente como el cristal, sino opaco. De modo que, cuando esa vasija de barro la exponemos al sol, proyecta detrás de ella una sombra. Es inevitable.
Iluminados por ese "sol que nace de lo alto" (Lc.1,78), que es Cristo Jesús, sabemos que nosotros también creamos a nuestras espaldas una zona sombría, no iluminada por su gracia. Que, por nuestra culpa, la luz de Dios no llega adecuadamente a otros hombres, que padecen la oscuridad y el frío de la falta de amor.
El error consistiría en volvernos de espaldas al sol para entretenernos mirando nuestra propia sombra, quejándonos amargamente de no ser transparentes. Lo imperdonable sería perder el tiempo en esa necia contemplación de nuestro mal, en vez de aprovecharnos todo lo que podamos contemplando la belleza y el resplandor del sol.
Ser hombre, naturaleza caída, casi equivale a decir "ser pecador", proyectar sombra. Pero lo mismo que Jesús nos dice que, por mucho que nos esforcemos, no podemos añadir un sólo palmo a nuestra estatura (Mt.6,27), nada se nos dice de que no podamos menguar. Si no escapamos de Él, el sol divino irá consumiéndonos, empequeñeciéndonos...  Será el único medio de proyectar una sombra cada vez menor.
Desde esta perspectiva, la oración pidiendo ser liberados de nuestras imperfecciones quizás no es atendida porque no está bien hecha.
Durante una temporada podríamos probar a pedirle a Dios, no que nos libre de nuestros defectos (¡que nos hacen sufrir!), sino que por culpa de nuestros defectos nadie tenga que sufrir. Esto es:
  • que nuestro orgullo jamás cause la humillación de los "pequeños";
  • que nuestra ira nunca exaspere a los hermanos "débiles" que nos rodean;
  • que nuestra avaricia no suponga necesidad para los pobres que viven entre nosotros;
  • que nuestra lujuria no coopere a la explotación y cosificación de nuestros semejantes;
  • que nuestra envidia nunca sea causa de tristeza para nuestros amigos y conocidos;
  • que nuestra gula no implique que otros deban pasar hambre;
  • que nuestra pereza no suponga un aumento de trabajo para nuestros compañeros...
         Esta oración, no centrada en nosotros, será muy agradable al Corazón del Señor y, al mismo tiempo, profundamente apostólica. Y en la misma medida en que nos preocupemos menos de nuestros defectos, incluso de nuestro propio aprovechamiento espiritual (¡así lo dicen algunos santos canonizados!), y nos preocupemos más de amar, en esa misma medida, sin darnos cuenta, estaremos alcanzando la meta de la santidad a la que antes llegaron tantos hermanos nuestros.