Nuestra existencia cotidiana es, con frecuencia, una lucha contra las circunstancias adversas de distinto signo que nos sobrevienen, tanto materiales como espirituales. Y al decir de san Pablo, esa lucha "no es contra la carne y la sangre, sino contra... los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas" (Ef.6,12). Una lucha en la que a veces ganamos y otras perdemos, que siempre nos cansa y, a veces, nos desanima.
El discípulo de Jesús, sin embargo, acepta de buen grado estos combates y se prepara para librarlos. Además el Señor definió por ellos a los suyos: "Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas" (Lc.22,28-30); es decir, los compañeros de tantas luchas. Sabemos, por tanto, a qué atenernos.
En la Última Cena Jesús mandó a sus apóstoles: "el que tenga bolsa que la tome, e igualmente la alforja, y el que no la tenga que venda su manto y compre una espada" (Lc.22,35-39). Ellos lo entendieron al pie de la letra, y así le dijeron: "aquí hay dos espadas". El Señor entonces, cansado, tuvo que cortar la conversación: "¡Basta!".
Los apóstoles tenían que armarse, sí, pero no de esa manera. San Pablo, de nuevo, nos dirá cómo hacerlo. Hay que ponerse la armadura de Dios, la "coraza de la justicia", el "escudo de la fe", el "yelmo de la salvación", y tomar "la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios" (Ef. 6,10-20).
Más tarde, en Getsemaní, los apóstoles experimentarán “los terrores nocturnos”: era la "hora y el poder de las tinieblas" (Lc.22,47-53). Pero entonces, en vez de luchar con las armas espirituales, en vez de desenvainar la espada del Espíritu, Pedro desenvainará la otra espada que se había llevado: "Señor, ¿herimos con la espada?". Y sin aguardar respuesta, con el acero, se llevará la oreja del criado del pontífice. En realidad es Pedro quien parece que no tiene orejas, pues no ha escuchado correctamente la Palabra de su Maestro.
Entre mis armas espirituales tengo una que recomiendo a muchas personas con bastante provecho. La llamaba mi "jaculatoria laica" porque en ella no se nombraba a Jesús, ni a María, ni a ningún santo. Pero se trata, nada menos, que de las últimas palabras que Jesús resucitado pronuncia en el último de los Evangelios; en concreto cuando se dirige a Pedro para decirle: "¿y a ti qué?" (Jn.21,22).
¡Cómo cambiarían las cosas si aprendiéramos a repetirnos una y otra vez, si es preciso ante el espejo, esta jaculatoria: “¿y qué?”!
Para empezar nos educaría en el no reparar tan continua y empalagosamente en nosotros mismos. Que me encuentro bien, o incluso eufórico: ¿y qué? Que me encuentro desanimado o triste: ¿y qué? ¿Acaso soy tan importante para que por ello cambien mucho las cosas?
Por encontrarme mal: ¿dejará por eso de predicarse el Evangelio en todo el mundo?; ¿acaso dejará la Iglesia de santificar a sus hijos por la oración y los sacramentos?; ¿dejarán tal vez los mártires de confesar valientemente la fe con el derramamiento de su sangre?
Pero por encontrarme bien: ¿acaso daré más gloria a Dios? Por sentirme justo o pecador: ¿lo seré realmente más a los ojos de quien sondea el corazón y las entrañas de los hombres?... Si quieren pueden continuar haciendo una lista.
Esta pequeña arma espiritual también nos servirá para tomar mejor conciencia de que Dios sigue siendo bueno, y aún muy bueno, aunque a mí me vayan mal las cosas, porque:
– su misericordia no depende de mi prosperidad;
– su santidad no depende de mi justicia;
– su salvación no depende de mi bienestar material o psicológico...
Y por tanto, nada, absolutamente nada importante, cambia porque yo me encuentre bien o mal, mejor o peor.
Otra ventaja consiste en su tamaño: es un “arma de bolsillo” que fácilmente se puede llevar a cualquier batalla. Entonces servirá para defendernos en esos momentos en que no se ve nada claro, y en los que lo único que apetece es huir. Será nuestro recurso secreto.
No me pregunten cuántas indulgencias tiene concedidas la repetición de mi jaculatoria, porque no lo sé. Probablemente no tiene ninguna, pero... ¿y qué?