Un refrán castellano afirma que "el hombre propone y Dios dispone". Sin embargo, cuando vemos nuestro mundo asolado por tantas calamidades, y particularmente por la terrible epidemia del covid-19 que se cobra tantas vidas, y que obliga a la población a quedarse aislada en sus propios domicilios, o lo que es peor, a trabajar fuera de casa con grave riesgo de la salud, algunos se preguntan si es Dios quien dispone realmente estas cosas.
Independientemente de que el castigo de Dios es saludable, y tiene siempre por objetivo que el hombre tome conciencia de sus graves enfermedades morales que le llevan a la muerte eterna, podríamos añadir que a primera vista parece que el refrán contiene más verdad enunciado de una forma inversa. Es decir: "Dios propone y el hombre dispone".
Dios propone los Diez Mandamientos y el hombre dispone si los cumple o no. Así por ejemplo, Dios propone la vida, y el hombre dispone si por medio del aborto condena en España a cerca de cien mil inocentes cada año. Dios propone la virtud, y el hombre dispone si consagra como derechos inalienables los vicios más vergonzosos, etc.
Pero entonces surgirán nuevas preguntas en nuestro horizonte. Si es el hombre quien dispone, ¿dónde queda la omnipotencia de Dios?, ¿en qué sentido afirmamos que Dios "lo puede todo"?
Por "poder" se entiende, habitualmente, la capacidad de alguien para imponer su voluntad. Hay un poder económico, por medio del cual uno puede poner a otros hombres a su servicio, utilizando su fuerza, su inteligencia y su capacidad de trabajo en provecho propio. Hay un poder político por medio del cual uno puede configurar la organización social según sus propias convicciones, imponiendo leyes, impuestos, etc. Hay un poder militar mediante el que se frenan las ambiciones de los países vecinos, o por medio del cual se ejerce presión en el plano internacional para conseguir un fin preciso: por ejemplo, restablecer la paz entre países beligerantes, imponiéndola a las partes, aunque éstas no quieran.
En el fondo este tipo de poder es siempre manipulador. Y aquí es cuando conviene establecer una diferencia con el Poder de Dios.
El Poder de Dios es el poder del Amor, no el del dinero, o el de los votos o el de las armas. El gran Poder de Dios no es un poder manipulador. Es un poder liberador, un poder que nos hace libres con la libertad de los hijos, con una libertad divina. Un Poder que no crea esclavos, sino hijos semejantes al Padre.
Ese Poder de Dios se manifestó en Belén y en el Calvario al mundo envuelto en debilidad humana: pobreza, insignificancia, anonimato... "Pero a cuantos le recibieron... les dio potestad de ser hijos de Dios", dice san Juan en el prólogo a su Evangelio (1,12).
No obstante el amor es impotente si no es correspondido, y por ello el Poder de Dios no despliega su admirable virtud si no es aceptado en la fe y en el amor. Ese es su designio desde la eternidad.
Dios no cesa de proponernos su voluntad amorosa, no se cansa de invitarnos a que aceptemos de corazón su Reinado sobre nuestras vidas y sobre nuestra sociedad anestesiada y envilecida. Y quizás también llora y se lamenta, como un día hizo frente a Jerusalén: "¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas, y no habéis querido!" (Lc.13, 34).
El fracaso de Jesús en su misión respecto a Jerusalén nos ayuda a ver hasta qué punto es cierto este nuevo refrán de que es Dios quien propone, y el hombre el que dispone.
No, ciertamente Dios no "tiene suerte por poderlo todo", como afirmaba ingenuamente un niño pequeño, y como piensan muchos mayores.
Por eso, simplemente, desde el dolor del tiempo presente aprovechemos la proximidad del gozoso tiempo pascual para convertirnos, para invocar repetidamente la fuerza del Resucitado, es decir, la gracia y misericordia que desbordan del Corazón de Cristo, para que nos inunde a nosotros y a nuestra Patria con su luz y vengamos a ser perfectos en el amor.