En el libro de la
"Imitación de Cristo", de Tomás de KEMPIS, leemos que si cada año
desterráramos de nosotros un defecto pronto seríamos santos (lib. I, cap. XI).
La frase rezuma optimismo; en mi caso creo que no sería pronto, sino que, a razón de uno por año, necesitaría siglos, y no
tengo tanto tiempo...
Además de eso denota un concepto peculiar
de santidad o perfección cristiana: ésta consistiría en la ausencia, por
superación, de toda suerte de defectos.
Sin embargo parece que la Palabra de Dios
nos invita a otra santidad. Así, san Pablo, en su segunda carta a los
Corintios, nos dice cómo rogó a Dios por tres veces que lo librara de un ángel
de Satanás que lo abofeteaba continuamente,
de un aguijón que tenía clavado en su carne, y cómo la respuesta del
Señor fue: "Mi gracia te basta, que
mi fuerza se muestra perfecta en tu flaqueza" (2ª Cor.12,7-9).
La santidad, si bien no es compatible con
faltas morales deliberadas, si lo es con defectos de carácter –a veces
demasiado visibles–, en la persona del cristiano "santo". Y resulta
consolador descubrir en la Palabra de Dios atajos por los que, los que somos
muy imperfectos, podemos seguir aspirando a la santidad más alta.
En la misma carta de san Pablo citada,
éste nos recuerda también que "este
tesoro tan extraordinario (la gracia y el amor de Dios) lo llevamos en vasijas de barro"
(4,7).
El barro no es transparente como el
cristal, sino opaco. De modo que, cuando esa vasija de barro la exponemos al
sol, proyecta detrás de ella una sombra. Es inevitable.
Iluminados por ese "sol que nace de lo alto" (Lc.1,78), que es Cristo Jesús,
sabemos que nosotros también creamos a nuestras espaldas una zona sombría, no
iluminada por su gracia. Que, por nuestra culpa, la luz de Dios no llega adecuadamente
a otros hombres, que padecen la oscuridad y el frío de la falta de amor.
El error consistiría en volvernos de
espaldas al sol para entretenernos mirando nuestra propia sombra, quejándonos amargamente
de no ser transparentes. Lo imperdonable sería perder el tiempo en esa necia contemplación de nuestro mal, en
vez de aprovecharnos todo lo que podamos contemplando la belleza y el
resplandor del sol.
Ser hombre, naturaleza caída, casi
equivale a decir "ser pecador", proyectar sombra. Pero lo mismo que
Jesús nos dice que, por mucho que nos esforcemos, no podemos añadir un sólo
palmo a nuestra estatura (Mt.6,27), nada se nos dice de que no podamos menguar.
Si no escapamos de Él, el sol divino irá consumiéndonos,
empequeñeciéndonos... Será el único medio
de proyectar una sombra cada vez menor.
Desde esta perspectiva, la oración
pidiendo ser liberados de nuestras imperfecciones quizás no es atendida porque
no está bien hecha.
Durante una temporada podríamos probar a
pedirle a Dios, no que nos libre de nuestros defectos (¡que nos hacen sufrir!),
sino que por culpa de nuestros defectos
nadie tenga que sufrir. Esto es:
- que nuestro orgullo jamás cause la humillación de los "pequeños";
- que nuestra ira nunca exaspere a los hermanos "débiles" que nos rodean;
- que nuestra avaricia no suponga necesidad para los pobres que viven entre nosotros;
- que nuestra lujuria no coopere a la explotación y cosificación de nuestros semejantes;
- que nuestra envidia nunca sea causa de tristeza para nuestros amigos y conocidos;
- que nuestra gula no implique que otros deban pasar hambre;
- que nuestra pereza no suponga un aumento de trabajo para nuestros compañeros...