domingo, 25 de mayo de 2025

LA ORACIÓN ES ESPERANZA


    “La muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero. Y en ella no vi santuario, pues el Señor, Dios todopoderoso, es su santuario, y también el Cordero. Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna que la alumbre, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero” (Ap. 21,14.22-23).


    La oración es esperanza. No porque consiga que el mundo cambie a nuestro ritmo o se acomode a nuestros deseos, sino porque quien ora ya está viviendo en una luz distinta. Las palabras del Apocalipsis, que escuchamos en la misa de este domingo, no describen un futuro remoto ni una ensoñación piadosa, sino una promesa muy cierta: el corazón que se abre a Dios, aunque esté herido y cansado, empieza ya a habitar la Ciudad Santa, la Jerusalén del cielo. Allí no hay templo, porque el Señor mismo es el Santuario. Ni hay sol ni luna, porque el Cordero es la lámpara que lo ilumina todo.


    La oración es esperanza porque nos permite ver con los ojos del alma. Al orar, no huimos del mundo, pero aprendemos a mirarlo desde lo alto. Como en las escenas finales de la bellísima película El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011), todo se transforma: las heridas sanan, los reencuentros tienen lugar, el tiempo se llena de sentido. En esa playa luminosa donde los hijos se abrazan con su madre, donde los hermanos caminan hacia el horizonte sin temor, donde hay reconciliación y unidad, algo de la Jerusalén celeste destella. La belleza extraordinaria y el inmenso valor de las personas se revela cuando ya no son definidas por el pecado ni por la muerte, sino por la mirada del Cordero.


    En la oración vislumbramos lo que está por venir, pero también lo que ya es. Porque todo lo que Dios toca, lo hace nuevo. Porque las lágrimas serán enjugadas no solo al final de los tiempos, sino también en cada instante en que abrimos el alma al consuelo de su Palabra. La oración es esperanza porque nos recuerda que hay un lugar que nos espera, y que ese lugar no es una tierra, sino un rostro: el del Cordero inocente, inmolado y glorioso, nuestra lámpara, nuestra paz.


    Jesús, lámpara inmaculada, que tu luz disipe mis sombras y haga nueva mi vida, mientras espero la ciudad en que Tú lo serás todo en todos. Amén.

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