sábado, 13 de diciembre de 2025

DORMIRSE EN EL AMOR


    “En aquellos días, surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como antorcha. Él hizo venir sobre ellos el hambre, y con su celo los diezmó. Por la palabra del Señor cerró los cielos y también hizo caer fuego tres veces. ¡Qué glorioso fuiste, Elías, con tus portentos! ¿Quién puede gloriarse de ser como tú? Fuiste arrebatado en un torbellino ardiente, en un carro de caballos de fuego; tú fuiste designado para reprochar los tiempos futuros, para aplacar la ira antes de que estallara, para reconciliar a los padres con los hijos y restablecer las tribus de Jacob. Dichosos los que te vieron y se durmieron en el amor” (Eclo. 48,1-4.9-11b).


    El texto del Eclesiástico, que se lee como primera lectura de la misa de hoy, presenta a Elías como una figura ardiente, casi desbordante de celo. Palabra que quema, como antorcha. Cielos cerrados, fuego que desciende. Reproche, corrección, conversión. Todo en él habla de tensión espiritual, de combate, de fidelidad exigente. Y, sin embargo, el texto no termina fijándose en el profeta arrebatado al cielo, sino en aquellos que lo vieron. De ellos se dice algo sorprendente: no que murieran, no que desaparecieran, sino que “se durmieron en el amor”. Son ellos —los testigos de la acción de Dios, los que vivieron bajo la llamada profética— quienes alcanzan ese descanso último.


    Dormirse en el amor no es negligencia ni evasión. Es el sueño de quien ha velado bien. Solo puede dormirse así quien ha vivido despierto ante Dios, quien ha gastado la vida en fidelidad, quien ha dejado que el celo purifique el corazón. No es el sueño de la inconsciencia, sino el descanso de quien se sabe amado y entregado. Es un dormir semejante al del niño que se abandona sin miedo porque está en brazos seguros. El amor no adormece la fe; la culmina.


    Aquí se abre un contraste muy fecundo con el Adviento. Se nos invita a velar, a no dormir, a estar atentos a la venida del Señor. Pero esta vigilancia no es tensión nerviosa ni miedo al castigo. Es una espera amorosa. Y precisamente quien vive velando en el amor puede, al final, dormirse en el amor. El Adviento bien vivido no desemboca en ansiedad, sino en paz; no en agotamiento, sino en descanso. Velar y dormir no se oponen cuando ambos están habitados por el amor: se vela mientras dura el camino, y al final uno se duerme en Dios, como quien vuelve a casa.


    Señor Jesús, enséñanos a velar con un corazón ardiente y a descansar en ti sin miedo. Que nuestra vigilancia no sea dura ni tensa, sino llena de amor, para que un día podamos dormirnos en tus brazos. Amén.

viernes, 12 de diciembre de 2025

LA DIFÍCIL ESPERANZA


    Estamos viviendo los últimos días del Año jubilar de la Esperanza. Quedan apenas seis días para celebrar a nuestra Madre la Virgen, Señora de la Esperanza, y hoy, además, contemplamos a la Virgen de Guadalupe, que se presenta como Madre cercana, tierna, paciente y fiel. En este momento del camino, ya mediado el Adviento, se nos invita a volver a lo esencial: aprender a esperar.


    Esperar nos cuesta porque nos descoloca. Preferimos hacer cosas, movernos, organizarnos, producir resultados. Incluso en la vida espiritual nos sentimos más cómodos cuando estamos “ocupados por Dios”, haciendo cosas, que cuando permanecemos quietos ante Él. La espera, sin embargo, nos enfrenta a algo mucho más exigente: reconocer que hay realidades decisivas que no podemos darnos a nosotros mismos. El Espíritu Santo no se “fabrica”, la conversión profunda no se consigue con fuerza de voluntad, la capacidad de vivir de otra manera no se alcanza a base de razonamientos. Todo eso solo puede ser recibido.


    Además, la espera auténtica es desconcertante porque no tiene instrucciones precisas ni plazos claros. No se nos dice cuánto tiempo habrá que aguardar ni qué pasos concretos hay que dar. Solo se nos pide permanecer abiertos, perseverar en la oración, sostener el deseo, resistir la tentación de huir hacia el activismo. Eso resulta difícil, incluso aburrido, para una mente obsesionada con la productividad y el rendimiento. Nos angustia no hacer nada porque pensamos que perdemos el tiempo inútilmente. Pero es ahí donde se purifica la esperanza.


    Esperar es creer que Dios puede hacer hoy lo que aún no vemos, que el Espíritu Santo es capaz de transformar lo que nosotros ya damos por muerto, que la gracia puede llegar cuando menos lo esperamos. Es vivir convencidos de que nada hay imposible para Dios y de que Él cumple lo que promete, aunque no lo haga según nuestros tiempos, nuestros modos ni nuestros esquemas. La Virgen María vivió así: esperando sin condiciones, confiando sin garantías, creyendo la Palabra recibida, guardando en el Corazón una promesa que no controlaba. A Ella, Señora de la Esperanza, le pedimos aprender esa espera humilde y firme, que deja a Dios ser Dios.


    Madre de la Esperanza, enséñanos a esperar sin prisas, a confiar cuando no vemos, y a abrir el corazón al Espíritu, que llega como don y transforma la vida desde dentro. Amén.

jueves, 11 de diciembre de 2025

MANANTIALES EN EL YERMO


    “Yo, el Señor, tu Dios, te tomo por tu diestra y te digo: 'No temas, yo mismo te auxilio'. No temas, gusanillo de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio –oráculo del Señor–, tu libertador es el Santo de Israel (…). Los pobres y los indigentes buscan agua, y no la encuentran; su lengua está reseca por la sed. Yo, el Señor, les responderé; yo, el Dios de Israel, no los abandonaré. Haré brotar ríos en cumbres desoladas, en medio de los valles, manantiales; transformaré el desierto en marisma y el yermo en fuentes de agua” (Is. 41,13. 14-17).


    En este bellísimo pasaje del profeta Isaías, que se lee como primera lectura de la misa de hoy, se nos revela la verdad más profunda de la relación entre Dios y sus fieles: Él no se fija en la fuerza, ni en los méritos, ni en la apariencia de los hombres, sino en la pequeñez confiada. Por eso llama a Israel “gusanillo” y “oruga”: no para humillarlo, sino para mostrar que la condición esencial del discípulo es saberse pequeño, indefenso, totalmente necesitado y vulnerable. El verdadero pobre —el pobre en el espíritu de la primera bienaventuranza— es quien ya no se engaña a sí mismo confiando en sus propias fuerzas, sino quien se reconoce incapaz de vivir y de cumplir los mandamientos sin la ayuda de la gracia. Y por eso mismo, es a él a quien Dios toma de la mano.


    Quien así se sabe nada ante Dios, lo es todo para Él. El Señor no abandona a los que buscan el agua viva, aunque su lengua esté reseca por la sed. Su aparente esterilidad —¡ese desierto interior que todos conocemos!— es precisamente el lugar que Dios elige para derramar su Espíritu. Allí donde solo vemos sequedad y vacío, Él hace brotar ríos; donde el alma se siente incapaz de avanzar, Él abre manantiales que corren; donde no encontramos salida, Él transforma el yermo en fuente.


    Señor Jesús, enséñanos a ser pobres en el espíritu, a desconfiar de nosotros y a confiar solo en ti. Toma nuestra mano débil y condúcenos por tus caminos. Que nuestro desierto interior se convierta, por tu gracia, en manantial de vida. Amén.

miércoles, 10 de diciembre de 2025

NECESITAMOS ALAS


    “El Señor es un Dios eterno que ha creado los confines de la tierra. No se cansa, no se fatiga, es insondable su inteligencia. Fortalece a quien está cansado, acrecienta el vigor del exhausto. Se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan” (Is. 40,28-31).


    El profeta Isaías nos recuerda, en la primera lectura de la misa de hoy, que Dios no se fatiga y que fortalece a quienes esperan en Él. Es una palabra que consuela, pero que también marca un camino: la gracia se da, pero necesita ser acogida. Como dice Isaías en este texto que hemos escuchado hoy, “El Señor acrecienta el vigor del exhausto”; sin embargo, ese vigor se pierde cuando dejamos que el desaliento o la tibieza se adueñen del corazón. Ahí aparece la enseñanza de Lorenzo Scupoli en su conocida obra El combate espiritual: muchos comenzaron bien, quizá evitando grandes pecados, pero no perseveraron en negarse a sí mismos ni en combatir sus inclinaciones desordenadas, y por eso se detuvieron en el camino hacia la santidad.


    Scupoli insiste en que no basta con evitar el mal: el cristiano está llamado a practicar el bien. Por eso, no robar no es suficiente; hay que aprender a ser generosos. No buscar aplausos no basta; conviene también rechazarlos cuando alimentan el amor propio. No comer con gula es un buen comienzo; pero el corazón se vuelve frágil cuando se deja llevar por un refinamiento excesivo. No decir mentiras no lo es todo; también debemos vigilar la lengua para evitar esas palabras inútiles y vacías que con frecuencia terminan en chismorreo. Quien se conforma con “no hacer el mal” acaba por quedarse detenido, sin dar los pasos necesarios para que la gracia —esa fuerza que Isaías presenta como “alas de águila”— pueda levantarle y transformarle de verdad.


    La santidad exige una vigilancia humilde y constante: reconocer lo que se mueve dentro del alma, renunciar a lo que impide que Dios nos transforme y ofrecerle cada día un corazón dispuesto a avanzar. Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas porque no se rinden, porque siguen caminando incluso cuando la cuesta se hace más empinada. La gracia sostiene, pero pide nuestra respuesta. Si la dejamos actuar, la promesa se cumple: correr sin fatigarse, caminar sin cansarse, porque Él sostiene cada paso.



martes, 9 de diciembre de 2025

HABLÁNDONOS AL CORAZÓN


    “Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios—; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados. Una voz grita: ‘En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos juntos —ha hablado la boca del Señor—’” (Is. 40,1-5).


    En este texto de Isaías que leemos en la misa de hoy, comienzo del llamado libro de la Consolación, se percibe una ternura divina que nos conmueve. Dios mismo toma la iniciativa y pronuncia sobre su pueblo una palabra sanadora: “Consolad, consolad a mi pueblo… hablad al corazón”. No se dirige solo a la razón ni a la conducta, sino al lugar más íntimo y vulnerable de la persona, allí donde habitan el dolor, el miedo, la memoria herida, el cansancio, todo lo que no ha salido bien. Dios conoce ese lugar escondido y lo toca con suavidad, prometiendo una restauración que no nace del esfuerzo humano, sino de su misericordia. Antes de pedirnos nada, nos consuela.


    Pero esta consolación no nos abandona a una mera pasividad: nos invita a allanar un camino interior para que Él pueda venir a nosotros. “En el desierto preparadle un camino”. El desierto es nuestra pobreza, lo que no hemos podido convertir, ni limpiar, ni ordenar adecuadamente; es ese territorio al que a veces creemos que Dios no puede venir. Y sin embargo, es ahí donde la Palabra pide que se le abra una senda. Enderezar, igualar, levantar: son imágenes de un trabajo espiritual que solo puede hacerse desde la humildad. Se trata de dejar a Dios que actúe, de permitir que su gracia transforme lo torcido en rectitud, lo áspero en suavidad, lo hundido en altura. No es nuestro poder el que convierte el paisaje interior: es su venida la que lo ilumina todo.


    Cuando el corazón se dispone así, cuando nos dejamos consolar y trabajamos por acoger esa presencia, entonces “se revelará la gloria del Señor”, y la veremos todos juntos. En lo más cotidiano y ordinario de la vida, en lo más pobre, aparece algo de la gloria de Dios que unifica, serena y da sentido. Es una promesa: quien se esfuerza por abrirle camino en su interior verá la luz, la reconocerá y la celebrará.


    Señor Jesús, Palabra eterna del Padre, abre en nosotros un camino por donde puedas bajar sin obstáculo a nuestras almas. Consuélanos Tú mismo hablándonos al corazón, endereza lo torcido, sana lo endurecido y haz de nuestra vida un desierto… pero un desierto florecido y fecundo en el que tu gloria pueda resplandecer. Amén.

lunes, 8 de diciembre de 2025

MARÍA Y FRANCISCO

 


          

    Hoy celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción, una de las grandes fiestas marianas de la Iglesia. En María, preservada del pecado original desde el primer instante de su concepción, contemplamos la pureza luminosa con la que Dios preparó a la Madre de su Hijo y el inicio de una nueva creación donde la gracia es más fuerte que toda oscuridad. La Inmaculada es aurora de salvación y refugio seguro para la humanidad herida.


    Aquí en Fátima, esta fiesta resplandece de un modo especial. Ayer recorrimos los lugares donde vivieron los santos Francisco y Jacinta Marto, y recordé recordé de manera particular la relación singular que Francisco tenía con la Virgen. Los textos lo muestran claramente: veía en Ella una belleza “más brillante que el sol”, una luz que descendía del Cielo y los envolvió al abrir las manos en la aparición de junio. Esa luz —percibió él— era Dios, y María la comunicaba con ternura de Madre.


    Pero lo que define su espiritualidad es algo todavía más profundo: Francisco quería consolar a la Virgen tanto como a Jesús. Había sentido su tristeza al hablar de los pecados que hieren a Dios y al Corazón Inmaculado de María, y desde entonces su oración tomó un tono de delicadeza reparadora. Repetía: “Ellos (Jesús y Maria) están tristes… si pudiéramos consolarlos, ya seríamos felices”. Su vida breve se volvió una respuesta silenciosa a esa pena de la Madre, ofreciendo sus sufrimientos por Jesús y por Ella.


    En este día grande de la Inmaculada, Francisco Marto nos enseña que la devoción verdadera nace de un corazón sencillo que ama, comprende y acompaña. Su mirada infantil y contemplativa nos invita a dejarnos atraer por la dulzura del Corazón Inmaculado, y a vivir como él: sensibles a la tristeza de Dios y disponibles para consolarla con amor.


    Santa Virgen Inmaculada, Madre luminosa, danos un corazón semejante al de Francisco Marto: tierno, limpio y deseoso de consolar a tu Corazón. Condúcenos a Jesús, fuente de toda luz y de toda paz. Amén.    

domingo, 7 de diciembre de 2025

LA DULZURA DE MARÍA


Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve. 

A ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas.

Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos; y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.

¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María!” (Oración del Salve Regina).


    Las oraciones dirigidas a María —como la Salve— utilizan con frecuencia palabras como “dulce” o “dulcísima” para referirse a Ella. ¿En qué consiste esta dulzura? ¿Por qué la Iglesia se atreve a llamar así a la Virgen? Mi experiencia de hoy en Fátima me ha ayudado a comprenderlo. La dulzura de María no es un sentimiento pasajero y superficial: es una fuerza real que toca el alma y la orienta silenciosamente hacia Dios. Cuando uno camina, reza, se cansa, cae y vuelve a levantarse —como hoy en el Viacrucis por los caminos de Fátima— descubre que esa dulzura es mucho más que una emoción: es una presencia. Una presencia discreta, eso sí, pero suave y maternal, que sostiene cuando las fuerzas flaquean y que confirma, sin ruido, que el camino de la fe es verdadero, que la cruz tiene sentido y que la gracia actúa. Esa dulzura es casi un susurro: no empuja, no vence imponiéndose, sino que convence por dentro.


    Por la tarde, entre las columnas blancas de la Basílica del Rosario y ante las tumbas luminosas de los pastorcitos, esa presencia parecía aún más densa y hacía brillar los ojos. Allí María no es un recuerdo ni una idea: es Madre viva y cercana, que recoge nuestras oraciones y las presenta al Corazón de su Hijo. En ese lugar se comprende sin esfuerzo por qué Dios quiso elevar a universal su mediación materna sobre todo el pueblo. Su dulzura no es debilidad: es un poder que sostiene, que consuela, que enciende la esperanza y que despierta deseos nuevos y mayores de santidad.


    Madre dulcísima, que hoy nos has envuelto con tu suavidad y tu presencia, enséñanos a acogerte con más confianza. Haz que sepamos abandonarnos a tu solicitud materna y esperar de ti lo que tú puedes y quieres obtenernos de Jesús. Guarda nuestro corazón en tu Corazón inmaculado. Amén.

sábado, 6 de diciembre de 2025

VOLVEMOS AL CAMINO


   Volvemos al camino. Ayer me puse de nuevo en marcha acompañando en Fátima a otro grupo de peregrinos. Y la misa que celebré para ellos me trajo un consuelo profundo. Recordé que, quienes caminamos cansados, necesitamos oír que la meta no es el descanso, pues lo verdaderamente importante es seguir realizando el camino. Avanzar, no detenerse. Incluso cuando cuesta, incluso cuando el alma preferiría sentarse a descansar. Caminar es ya convertirse. Avanzar, aunque sea despacio, es dejar que Dios haga en nosotros su obra silenciosa. Y cada paso, que sepamos ofrecer, se vuelve Luz para alguien y Vida para mí.


El profeta Isaías, en la lectura de la misa, nos habló precisamente de ese dinamismo: la conversión es siempre un cambio, y siempre un cambio a mejor. El Líbano se convierte en vergel, el vergel en bosque; los sordos se vuelven oyentes; los ciegos, videntes. Y este cambio extraordinario, que a veces parece imposible, puede obrarse porque Dios lo puede todo. Pero Él espera de nosotros una mínima colaboración del tamaño de un granito de mostaza: que demos un pasito más en nuestro caminar. Dios no fuerza: no derrama una gracia que no hayamos deseado y pedido antes.


La fotografía que acompaña esta entrada, tomada del sagrario de la capilla en que celebramos, muestra una escena que me impresionó profundamente. En ella, una figura juvenil —como impulsada por un soplo de gracia— extiende su brazo hacia el sagrario, mientras ante él una fila de figuras humanas parece ser atraída por el movimiento circular que los envuelve. Esa espiral, que nace precisamente del punto donde se custodia el Cuerpo del Señor, invita a todos a avanzar, a ponerse en camino, a dejarse transformar. El joven que encabeza el movimiento parece decirnos: “Venid, acercaos, dejad que Él os toque, dejad que Él os cambie”. Y ese gesto suyo resume lo esencial de la conversión: dejarse atraer por Cristo, moverse hacia Él, abandonar la rigidez que nos detiene y entrar en el dinamismo de su gracia. La conversión no comienza en nuestro esfuerzo, sino en esa atracción silenciosa que brota de Jesús y que, si no la resistimos, nos pone en marcha hacia la vida nueva.


Jesús, compañero fiel en todos nuestros caminos, acepta los pasos cansados que te ofrecemos  y renuévalos con tu gracia. Que nunca dejemos de avanzar hacia ti, sostenidos por tu mirada y guiados por tu Palabra. Amén.


P. D. Este artículo que publiqué anoche, a causa del sueño y cansancio que tenía, quedó sumamente confuso y mal redactado. Lo siento por todos los que lo habéis leído ya. Hoy, antes de “volver al camino”, he procurado retocarlo lo mejor posible, aunque no sé si he conseguido mi propósito de hacerlo comprensible. Gracias por vuestra paciencia y comprensión.

viernes, 5 de diciembre de 2025

ATENCIÓN A LO INTERIOR


“Olvido de lo criado,

memoria del Criador,

atención a lo interior

y estarse amando al Amado” 

(letrilla atribuida a San Juan de la Cruz, 1542-1591).


    Esta breve letrilla sanjuanista encierra un itinerario completo de vida espiritual. No describe una técnica, sino una manera de situarse ante Dios: dejar a un lado lo accesorio, recordar quién es Él, volver al corazón… y ahí permanecer, simplemente amando. En el fondo, no es distinto de lo que enseñaban los Padres del desierto cuando hablaban de la atención en un sentido amplio (nepsis): esa capacidad de orientar el alma hacia un punto, de recoger los sentidos dispersos y enfocar la mirada interior en lo único necesario.


    Ayer leía en un libro una imagen muy certera: la atención es como una linterna. Uno puede llevarla apagada, viviendo por inercia; encendida, pero dispersa; o puede enfocar su luz a aquello que verdaderamente importa. Cuando la mente vaga sin norte, los estímulos del mundo marcan el rumbo; cuando el corazón está atento, es Dios quien orienta los pasos. No se trata de un esfuerzo tenso, sino de un modo de estar: de vigilar suavemente la dirección del espíritu para no perder el camino trazado.


    Y recordé un dicho escuchado hace años: “basta con no estar distraído para quedar maravillado”. Porque la distracción no solo nos roba la paz, también nos roba la capacidad de ver. Vivimos rodeados de signos de Dios —en las personas, en los gestos, en la belleza, en la Palabra, en lo que sucede dentro de nosotros—, pero casi nunca los percibimos porque la linterna del alma está apuntando a otra parte. Basta detener el ruido interior, basta prestar atención, y de pronto aparece el asombro: el Amado estaba ahí, esperándonos.


    Señor Jesús, enséñanos a vivir despiertos. Que nuestra atención no se pierda en lo que pasa, sino que se dirija a lo que permanece. Pon en nuestro interior esa luz suave que nos permite reconocer tu presencia y caminar hacia ti sin desviarnos. Haz que, cada día, podamos quedarnos maravillados ante ti. Amén.

jueves, 4 de diciembre de 2025

REVERENCIA INTERIOR


    Hay gestos que, cuando se hacen deprisa, pierden su alma. Podemos inclinarnos ante el sagrario o hacer la señal de la cruz antes de la proclamación del evangelio, pero, si el corazón no acompaña, esos gestos se vacían por dentro. La reverencia no es un ritual aprendido ni una pura urbanidad religiosa, sino la manera en que el alma se sitúa ante Dios: con amor, con asombro, con humilde conciencia de su Presencia.


    Cuando uno se reconoce delante del Señor, todo se ordena: se serenan los pensamientos, la respiración encuentra su ritmo, la mirada deja de divagar y quizá se cierran solos los ojos. Es el momento en que nace espontáneamente un gesto sencillo de adoración. No es una cuestión de protocolo piadoso, sino una verdad expresada con el cuerpo. Por eso una reverencia puede ser profunda sin apenas movimiento, o quedar en nada aunque el gesto sea perfecto.


    Conviene no vivir la fe a toda prisa. En cuanto uno cruza la puerta del templo, o al pasar junto a una cruz, basta un instante para recoger el espíritu y recordar ante Quién estamos. Ese breve silencio interior es ya reverencia; el resto, si llega, debe brotar de ahí.


    La adoración, entonces, no se limita a un arrodillarse puntualmente en la oración ante el Santísimo, sino que se prolonga en la vida entera. El que ama convierte todo en ofrenda y homenaje: su trabajo, su descanso, sus sufrimientos y también sus alegrías. Y no solo los acontecimientos. También la misma naturaleza puede ayudarle. La limpia belleza de un amanecer, el brillo de las estrellas o la nobleza de un árbol centenario despiertan en él la conciencia viva de que es Dios que pasa. Y si el alma está habituada a cultivar una actitud reverente, esos instantes la conducen suavemente hacia Él. Es como el enamorado que piensa continuamente en quien ama, aunque no lo nombre: su corazón se vuelve una y otra vez hacia él. Porque reverenciar es, al fin y al cabo, amar.



miércoles, 3 de diciembre de 2025

EL EVANGELIO PRIMERO


    “En estos lugares, cuando llegaba, bautizaba a todos los muchachos que no eran bautizados; de manera que bauticé una grande multitud de niños que no sabían distinguir la mano derecha de la izquierda… Muchos cristianos se dejan de hacer, en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen… Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: ‘¡Cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!’”(San Francisco Javier, Carta a San Ignacio de Loyola, enero de 1544).


    Hoy celebramos a san Francisco Javier (1506-1552), patrono de las misiones. Esta carta suya, escrita desde Cochín, en la India, nos recuerda que la fe no es un tesoro, que podamos guardar celosamente en nuestro interior, sino que es una riqueza que empuja con fuerza a compartirla con quienes no conocen aún a Jesús: solo así se conserva y fortalece. Javier comprendió que, aunque es justo y necesario atender las carencias materiales del prójimo necesitado —alimento, vestido, atención médica, vivienda, estudios—, nada de eso puede sustituir o dejar en segundo lugar el anuncio del Evangelio. Porque él sabía que, cuando Cristo llega a las almas, cuando nacen nuevos cristianos, serán después ellos quienes primero entreguen sus vidas por sus hermanos más cercanos, tratando de crear sociedades más justas. Debemos tomar muy en serio el mandamiento dado por Jesús antes de su Ascensión a los cielos: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt. 28,19-20). La caridad más grande es reconocer que todos los hombres, incluso los más pobres, necesitan a Dios por encima de cualquier otra cosa. Por eso anunciar a Cristo es la obra más alta de amor, porque Cristo es el tesoro, el mayor bien que un hombre puede poseer.


    Javier soñaba con volver a las universidades europeas, y en particular a la Sorbona donde él mismo estudió, para sacudir las conciencias de quienes allí dedicaban tantos años a adquirir títulos académicos. No despreciaba el estudio; pero lo quería fecundo. Sentía que, si aquellos jóvenes pusieran tanto empeño en hacer rendir la ciencia como en adquirirla, podrían transformarse en instrumentos de salvación para muchos. Porque la sabiduría verdadera es la que conduce al servicio, y el conocimiento es un don que pide ser compartido. También hoy, como entonces, miles de almas esperan que alguien anuncie para ellas el nombre de Jesús.


    Señor Jesús, enciende en nuestros corazones el ardor apostólico de san Francisco Javier. Danos la valentía de anunciarte con sencillez y amor, y haz de nuestras vidas una pequeña luz que conduzca a otros hacia ti. Amén.

martes, 2 de diciembre de 2025

BROTE DE ESPERANZA


    “Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre Él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor. Lo inspirará el temor del Señor” (Is. 11,1-3).


    En la oscuridad polvorienta de un tronco viejo, allí donde parece que sólo queda un leño seco y sin vida, el profeta Isaías, en la primera lectura de la misa de hoy, ve surgir un brote verde y tierno, inesperado, cargado de Promesa. Así es el Adviento: un tiempo para mirar el suelo de nuestra vida, tal vez árido y endurecido, tal vez agrietado y roto, y reconocer que Dios no se cansa de hacer nacer en él nuevas posibilidades. El “renuevo del tronco de Jesé” es Cristo, que viene humilde y silencioso, a revivir lo que parecía definitivamente muerto, a florecer en nuestras raíces gastadas. Y nosotros, que tantas veces vivimos entre nostalgia por el pasado, desaliento por el presente e inquietud por el futuro, somos invitados a creer que en el tronco reseco de nuestra historia Él puede hacer brotar de nuevo la vida.


    Sobre ese vástago reposa el Espíritu en plenitud. Todo lo que a nosotros nos falta —sabiduría, fortaleza, consejo, entendimiento— Él lo trae consigo como un don que desciende del cielo sin ruido, como una presencia que ilumina desde dentro. El temor del Señor que Isaías describe no es miedo servil, sino asombro reverente: la gracia de reconocer que Dios es Dios y eso basta, que su obra crece más allá de todo cálculo humano. Adviento es aprender a dejarnos inspirar por ese Espíritu, a afinar el corazón para percibir la llegada silenciosa del que viene a salvarnos.


    Jesús, Tú que eres el renuevo que brota del viejo tronco de la humanidad, haz revivir en nuestro interior lo que está marchito y devuelve a nuestras vidas la frescura de tu Santo Espíritu. Que en este santo Adviento nos abramos a tu llegada con humildad, con alegría y con reverencia. Amén.