domingo, 16 de marzo de 2025

SUBLIME FRENTE A COTIDIANO


    “(Dijo Pedro:) ‘Haremos tres tiendas: para ti, otra para Moisés y otra para Elías’. No sabía lo que decía. Todavía estaba diciendo esto, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo” (Lc. 9,33-35).


      Cuando uno se siente mal por estar acatarrado y no parar de toser, es normal echar de menos otros momentos “sublimes” y sentirse apesadumbrado por no poder hacer nada que parezca valer la pena. Pero el Evangelio de hoy nos saca de esta ilusión y nos devuelve a la realidad.


    Pedro, deslumbrado por la visión de Jesús transfigurado, busca hacer algo para retener aquel momento glorioso: Haremos tres tiendas”. Quiere tomar el control de su experiencia religiosa, fijarla, hacer algo por Dios. Pero la voz del Padre lo corrige: no se trata tanto de hacer, cuanto de escuchar, de permanecer abierto a la acción de Dios. “Escuchadlo”, dice la voz del Padre. Es una llamada a la docilidad, a la receptividad, a dejar que Dios sea quien actúe en nuestras vidas, quien tome el control, antes que querer actuar nosotros por nuestra cuenta.


    A menudo caemos en esa trampa. Creemos que nuestra vida espiritual depende de lo que hacemos para Dios: oraciones, ayunos, obras de caridad, grandes compromisos apostólicos. Pero olvidamos que lo esencial no es lo que hacemos por Él, sino lo que Él hace por nosotros. Nos gustaría quedarnos en el monte Tabor, en la experiencia de lo extraordinario, pero Dios nos espera en la llanura de lo cotidiano. Nos llama a descubrirlo en la rutina sencilla de cada día: en el bajar la basura al contenedor, en el vaciar la lavadora y tender la ropa, en el conducir desde casa al trabajo, en el escuchar con atención a un miembro de nuestra familia triste o agobiado… Ahí también está Él; ahí podemos y debemos encontrarlo. Todo es ocasión para vivir en el amor, el abandono y el servicio.


    Señor Jesús, enséñame a escucharte en el silencio de mi corazón y en la sencillez de la vida diaria. Que no te busque solo en experiencias “sublimes y religiosas”, sino que sepa encontrarte en cada pequeño acto de amor y de olvido propio. Amén.

viernes, 14 de marzo de 2025

FRATERNIDAD EN JESÚS


    “Habéis oído que se dijo a los antiguos: ‘No matarás’, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano ‘imbécil’, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama ‘necio’, merece la condena de la ‘gehena’ del fuego” (Mt. 5,21-22).


    Señor Jesús, Tú nos revelaste que la caridad es el corazón de la Ley de Dios, y que el verdadero homicidio comienza en el desprecio, en la ira, en la palabra que hiere. Nos invitas a mirar a cada hermano como un reflejo de ti mismo, a ver en sus rostros el misterio de tu amor. Sin embargo, muchas veces nos dejamos llevar por el juicio severo, la impaciencia, la indiferencia… sin darnos cuenta de que lo que hacemos al más pequeño de los tuyos, a ti mismo te lo hacemos.


    Dame, Señor, un corazón pacificado, un corazón que sepa reconocer tu presencia en cada persona. Que mi amor no sea solo palabra, sino gesto concreto, paciencia ofrecida, ternura llena de indulgencia. Que cuando me cueste amar, recuerde tu Cruz, donde diste la vida incluso por quienes te odiaban. Que cuando me sienta herido, acuda a ti antes de responder con dureza, para que en mí reine siempre tu paz y no mi orgullo.


    Jesús, enséñame a ver tu rostro en el prójimo, especialmente en aquel que me cuesta amar. Que mis labios se abran para bendecir y no para herir, que mi corazón sea un refugio de misericordia y no un tribunal implacable. Que nunca olvide que al amar a mis hermanos, te estoy amando a ti. Así sea.

jueves, 13 de marzo de 2025

MALOS PERO HIJOS


    “Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le dará una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden!” (Mt. 7, 9-11).


    Jesús nos revela en el Evangelio de hoy dos verdades sobre nosotros mismos: por un lado, nuestra naturaleza herida por el pecado; y por otro, nuestra condición de hijos de Dios.


    Somos malos, afirma el Señor. No lo dice con desprecio ni con dureza, sino con la serena verdad de quien nos conoce hasta el fondo. Nuestra herida original nos inclina al egoísmo, a la búsqueda de nuestro interés, a la desconfianza. Incluso en nuestros mejores actos suele mezclarse un resquicio de orgullo o de amor propio. Somos incapaces de la pureza absoluta en nuestras intenciones. Sin embargo, en esa misma debilidad se abre una puerta a la gracia: porque sabemos que somos pobres, podemos pedir; porque reconocemos que estamos enfermos, buscamos a nuestro Médico.


    Y somos también hijos. Esta es la segunda gran verdad. Aunque caídos, aunque heridos, no estamos abandonados ni rechazados. Tenemos un Padre que nos ama, que no nos niega el pan de cada día ni nos engaña con un bien aparente y envenenado. Si hasta los padres humanos, con todas sus imperfecciones, dan lo mejor a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial nos dará lo que realmente necesitamos! Esta certeza nos llena de esperanza. No estamos solos en nuestra lucha contra el pecado, no tenemos que salvarnos con nuestras solas fuerzas. Dios mismo se adelanta a socorrernos, a bendecirnos, a darnos todo lo bueno que nos acerque a Él.


    Señor, me reconozco pecador, herido por mi propio egoísmo y por la debilidad de mi naturaleza. Pero también reconozco que soy hijo, amado por ti con un amor que no tiene límites. No quiero confiar en mis méritos, sino en tu misericordia. Dame, Padre, aquello que realmente necesito, aunque yo no siempre sepa pedirlo. No permitas que me pierda en mi ceguera, sino que reciba de ti el pan verdadero que alimenta mi alma. Amén.

miércoles, 12 de marzo de 2025

CONVERSIÓN EJEMPLAR

 


    “Jonás empezó a recorrer la ciudad el primer día, proclamando: Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada. Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron con rudo sayal” (Jon. 3,4-5).


    Jonás entra en Nínive con un mensaje de destrucción inminente: “Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada”. Sin embargo, lo que ocurre es asombroso. Los ninivitas no huyen aterrorizados ni intentan salvar sus bienes. No actúan como quienes creen que la catástrofe es inevitable, sino como quienes creen en algo más grande que la amenaza misma. Creen en Dios. Y ese acto de fe no es una mera aceptación del castigo, sino una apertura a la misericordia. Saben que Dios es justo, pero también saben que es compasivo. Se revisten de sayal de penitencia, ayunan, claman a Él con humildad. No están resignados a la destrucción; esperan en la bondad de Dios.


    Esta es la gran enseñanza del pasaje. No basta con oír la advertencia de un profeta y tomarla como una sentencia inapelable. Lo que transforma la historia es la fe en Dios, en su amor, en su capacidad de perdonar si hay conversión sincera. Jonás, por su parte, se enfurecerá cuando vea que Dios no destruye la ciudad. Él no entiende la lógica divina, pero los ninivitas sí. Porque la lógica de Dios no es la del castigo sin remedio, sino la de la misericordia ofrecida a quienes se vuelven a Él de todo corazón. Por eso dice por medio del profeta Ezequiel: “Acaso quiero Yo la muerte del malvado -oráculo del Señor Dios-, y no que se convierta de su conducta y viva?” (Ez. 18,23).


    En esta Cuaresma, también nosotros estamos llamados a escuchar la Palabra con esta fe. No con un temor estéril que nos haga buscar refugio en nuestra autosuficiencia, o salvación en los propios méritos, sino con la confianza de que Dios nos quiere transformar, nos llama a la conversión, nos busca incansablemente y nos espera con los brazos abiertos. Que nuestra fe en su misericordia se traduzca en obras concretas, en gestos de amor y arrepentimiento sincero.


    Señor, danos la gracia de creer en ti como lo hicieron los ninivitas. Que no solo temamos tu justicia, sino que confiemos plenamente en tu amor. Ayúdanos a vivir esta Cuaresma con un corazón sincero, con una fe que nos lleve a la conversión real y a la esperanza en tu perdón. Amén.

martes, 11 de marzo de 2025

SED SANTOS: MANDAMIENTO OLVIDADO



    “Di a la comunidad de los hijos de Israel: Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lv. 19,2).


    Señor, Tú me llamas a la santidad porque eres Santo. Pero la santidad no consiste en una perfección hecha de obras y logros que pueda alcanzar utilizando los recursos a mi disposición, ni tampoco en la mera superación de mis defectos, sino en la plenitud del amor. La santidad no es otra cosa que vivir completamente abierto a ti, dejando atrás todo lo que impide que tu amor lo llene todo en mí.


    Tampoco creo poder alcanzarla centrando todo el esfuerzo en medir mis progresos ni en contar mis caídas, sino en entregarme sin reservas a tu voluntad. La verdadera santidad, según me enseñas en el Evangelio, es olvido de sí mismo, pero no un olvido que equivalga a una negación vacía, sino a una plenitud que solo se alcanza cuando el corazón se aparta de sí y se orienta enteramente a ti y a los demás.


    Dame, Señor, un corazón amplio, libre de todo repliegue sobre mí mismo, para que, en lugar de encerrarme en mis límites, viva en la anchura sin medida de tu amor. Que no busque en la santidad mi propia obra maestra, sino la manifestación en mí de tu gracia, tu obra divina. Que no me detenga en lo que soy, sino en lo que Tú quieres hacer en mí y conmigo.


    Espíritu Santo, enséñame la única perfección que es valiosa: la del amor que se da sin reservas. Amén.

lunes, 10 de marzo de 2025

EL AGUA QUE BAJA DEL CIELO


    “Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo” (Is. 55, 10-11).


    En estos días en que la lluvia cae con abundancia sobre nuestro país, el texto de Isaías de la misa de hoy resuena con una fuerza especial en nuestro corazón.

    La tierra se abre para recibir el agua que la fecunda y la hace germinar. Del mismo modo, nuestra alma necesita ser regada por la Palabra de Dios, porque sin ella quedamos estériles, incapaces de dar fruto. La Palabra de Dios no es un mensaje cualquiera, ni una doctrina más o menos teórica, sino una semilla viva que transforma la tierra en que cae, que actúa en lo hondo de nuestra existencia y la renueva desde dentro.


    Dios mismo nos asegura que su Palabra no vuelve a Él vacía. Cada vez que escuchamos la Escritura, que meditamos sus enseñanzas, que dejamos que su mensaje penetre en nuestra vida, algo sucede en nosotros. Puede que a veces no lo notemos de inmediato, pero como la lluvia que empapa lentamente la tierra, la gracia de Dios va operando en nuestro interior, fecundando nuestra alma, despertando la fe, renovando la esperanza y fortaleciendo el amor. No hay una sola Palabra divina que caiga en vano: a su tiempo dará fruto, si la acogemos con docilidad y confianza.


    Señor, que mi corazón sea tierra buena para recibir tu Palabra. No permitas que caiga en mí como en un suelo endurecido, sino que la acoja con humildad y alegría, dejándome transformar por ella. Que tu Palabra me fecunde, me haga crecer y me ayude a dar frutos de amor, de paz y de justicia. Amén.

domingo, 9 de marzo de 2025

TRES TENTACIONES


    “Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y el Espíritu lo fue llevando durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo” (Lc. 4,1-2).


    En la primera tentación el demonio intenta sembrar la duda sobre la filiación divina de Jesús, sugiriendo que, si realmente es el Hijo de Dios, debe demostrarlo. Pero Jesús no entra en ese juego. Su identidad no necesita ser probada ni justificada. No cede a la tentación de usar su poder para resolver sus necesidades inmediatas, porque “No sólo de pan vive el hombre” (Dt. 8,3). Nosotros también somos tentados a buscar primero lo material, a vivir solo de lo visible, olvidando que la verdadera vida depende de la comunión con Dios.


    La segunda tentación busca seducir con el poder y la gloria de este mundo. El demonio ofrece lo que no le pertenece realmente, con una condición: postrarse y adorarlo. Es la tentación de dejarse llevar por la ambición, de poner el éxito, el prestigio o el dominio sobre los demás en el centro de la vida. Jesús responde con la Escritura: “Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo darás culto” (Dt. 6,13). Solo Dios es digno de adoración, y fuera de Él, todo poder es ilusión. ¿Cuántas veces el mundo nos ofrece caminos más fáciles a cambio de una mínima infidelidad? Jesús nos enseña que el único camino seguro es el de la fidelidad absoluta al Padre.


    La tercera tentación es la más sutil, porque el demonio usa la misma Escritura, pero de forma distorsionada: “A sus ángeles te encomendará para que te guarden” (Sal. 90,11). Quiere inducir a Jesús a la presunción, a forzar la voluntad de Dios en lugar de abandonarse a ella con confianza. Pero Jesús responde con firmeza: “No tentarás al Señor tu Dios” (Dt. 6,16). No podemos exigir signos ni pruebas para creer, ni condicionar nuestra fe a que Dios actúe como nosotros queremos. La verdadera confianza no es obligar a Dios a intervenir, sino entregarse a Él en plena obediencia.


    Jesús nos enseña el camino de la victoria espiritual: no se vence al demonio con la propia fuerza, sino con la fidelidad a la palabra de Dios. No se lucha discutiendo con la tentación, sino sosteniéndose en la verdad revelada. La Escritura no es un simple texto, sino una espada afilada contra el enemigo (Ef. 6,17), una luz que disipa la oscuridad del engaño.


    Señor Jesús, Tú nos has mostrado que la verdadera fuerza está en la obediencia a la palabra del Padre. Danos un corazón arraigado en la Escritura, para que, en la hora de la prueba, sepamos responder con fe y confianza en Ti. Amén.

sábado, 8 de marzo de 2025

FUERTE LLAMADA A LOS PECADORES


    Vio Jesús a un publicano llamado Levi, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: Sígueme. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa, y estaban a la mesa con ellos un gran número de publicanos y otros” (Lc. 5,27-29).


    Señor Jesús, qué dulce es el poder de tu mirada, qué persuasiva es la fuerza de tu Palabra. No pronuncias un sermón, no lanzas reproches, no recriminas nada, no enumeras las faltas del pasado. Solo miras, y en esa mirada arde un amor que interpela y transforma. De esta manera viste a Leví, un hombre manchado por la codicia del dinero, quizá también por el desprecio de los demás. Pero a ti no te detienen las apariencias ni los juicios de los hombres. Le llamaste sin condiciones, sin exigencias previas, solo con una petición sencilla: “Sígueme”.


    Y él, sin dudar, sin ofrecer resistencia, sin decir una sola palabra, obedeció. Su respuesta no fue un discurso ni una excusa, sino una obra perfecta de amor: se levantó de inmediato y te siguió. 

    ¿Cómo no admirar la prontitud de su alma? ¿Cómo no desear que así sea también mi respuesta? Que nada nos retenga, Señor: que ninguna cadena de hábitos adquiridos, de miedos o de pecados nos ancle al pasado. Solo Tú importas.


    Leví no se conformó con seguirte. Su corazón ardía con una alegría nueva, tan grande que necesitaba celebrarla, compartirla, porque era desbordante. Su casa se abrió de par en par, y un banquete espléndido se preparó en tu honor. No era solo una comida, era el signo de su gozo, el reflejo de su alma renovada. Qué hermoso es ver cómo tu llamada no causa tristeza, como pareció mostrar el joven rico, sino fiesta; cómo el encuentro contigo ni reprime ni deprime, sino que ensancha el corazón.


    Y en aquella mesa, Señor, estabas Tú, rodeado de publicanos, de pecadores, de aquellos que nunca habrían imaginado ser dignos de tu presencia. Sin embargo, allí estaban, sentados contigo, y no temían. No se sentían juzgados ni condenados, sino acogidos. Tú no te avergonzaste de ellos, no te alejaste de su miseria. Al contrario, hiciste de su mesa tu morada, y de su compañía tu alegría. Desde aquel día, te vemos siempre rodeado de pecadores, buscándolos, llamándolos, sanándolos. En ti, Jesús, hay esperanza para el que se siente perdido. En Ti, hay hogar para el que nunca lo tuvo.


    Señor mío, si un publicano pecador pudo acoger tu amor y abrir su casa para ti, ¿qué excusa pondría yo para no hacerlo? Hazme, como Leví, pronto y generoso en tu seguimiento. Hazme también testigo de tu misericordia, para que otros muchos, al verme, sientan el deseo de conocerte, de sentarse contigo a tu mesa, de dejarlo todo por ti. Amén. 

viernes, 7 de marzo de 2025

EL VERDADERO AYUNO




    “Los discípulos de Juan se le acercan, preguntándole: ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan? Jesús les dijo: ¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, y entonces ayunarán” (Mt. 9,14-15).


    Señor Jesús, Esposo que nos ha sido arrebatado, eres fuego ardiente que consume toda tibieza, que excluye toda componenda, que desnuda toda falsedad. Eres amor desbordante que no se deja encerrar en los estrechos límites humanos. 

    Hoy vengo a tu presencia, postrado en adoración, con el deseo de amarte más, de serte más fiel, de no anteponer nada a tu amor. Miras mi corazón y lo ves con frecuencia dividido, distraído, entretenido con lo que no alimenta, deslumbrado con lo que no sacia. ¿Cómo podría ayunar solo con el cuerpo si mi alma sigue llena de vanidades, de palabras inútiles, de pensamientos desordenados?


    Maestro bueno, enséñame el verdadero ayuno, ese que Tú esperas de los que te aman. No un ayuno que se limita a lo externo, sino un ayuno que llegue hasta el fondo de mi ser, que me vacíe de mí mismo para llenarme de ti. Que en esta Cuaresma me prive del ruido para escuchar tu voz, que ayune de impaciencias y durezas para ser manso y tierno como Tú, que renuncie a la soberbia para abrazar la humildad de tu Corazón. Hazme ayunar de murmuraciones y juicios temerarios, de deseos de sobresalir, de todo lo que no es puro y santo. Que mi ayuno sea un despojo real, un desgarro del alma que me haga más ligero para correr hacia ti sin ataduras.


    Oh buen Jesús, óyeme: que mi ayuno sea un canto de amor, un sacrificio escondido que solo Tú veas. Que cada privación sea una afirmación de mi amor, que cada renuncia sea una declaración de que solo Tú me bastas, que cada lucha contra el pecado sea una victoria de tu gracia en mí. ¡Lléname de hambre y sed de ti, de ansias ardientes de santidad! Que mi corazón ayune del mundo para ser plenamente tuyo, y así, cuando llegue la Pascua, pueda resucitar contigo. Así sea.


jueves, 6 de marzo de 2025

ELIGE LA VIDA


    “Pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, para que viváis tú y tu descendencia, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz, adhiriéndote a Él, pues Él es tu vida”(Dt. 30,19-20).


    En nuestros corazones escuchamos continuamente una llamada divina. Dios nos ha hecho libres para acogerla libremente y decidir así nuestra respuesta. No es simplemente una llamada a elegir entre el bien y el mal. Se trata de algo más profundo y primordial: escoger entre la luz y la tiniebla, la vida y la muerte. O lo que es lo mismo: entre Dios y la separación de Él, entre el reconocimiento de nuestra absoluta pero filial dependencia de Él y nuestra rebelde emancipación.


    Su voz llega a nosotros envuelta en un susurro convincente, lleno de ternura: “Elige la vida”. Evidentemente, no una vida terrenal, biológica, que termina apagándose con el paso de los años, sino la Vida verdadera: aquella que brota de la fuente eterna y nos sumerge en el misterio mismo que es Dios.

    Por eso, este texto del Deuteronomio, que se lee en la misa de hoy, afirma: “Él es tu vida”. Y esto es extraordinario. No es que Dios nos dé la vida como algo ajeno a Él, sino que Él mismo es la Vida que nos colma, que nos habita y nos llama a existir en Él, a ser suyos para siempre.


    Para alcanzarlo, no se nos pide más que amarle, escuchar su voz y adherirnos a Él con todo nuestro ser. No se trata de un esfuerzo sobrehumano, sino de un abandono confiado en Aquel que es más íntimo a nosotros que nuestra misma intimidad.


    Quizás me hayan escuchado decir en alguna ocasión, o leído,  que el refrán castellano se enunciaría mejor así: “Dios propone y el hombre dispone”. Lo creo así: Dios no impone, solo invita. No obliga, solo atrae con su belleza infinita, con su amor sin límites. Y en nuestra decisión nos jugamos la Vida eterna.

    No permitamos que nada nos aparte de Él ni un solo instante. Pidamos que nos atraiga con la fuerza irresistible de su Amor y que, en cada decisión, grande o pequeña que debamos tomar, siempre escojamos la Vida.

miércoles, 5 de marzo de 2025

MIÉRCOLES DE CENIZAS



    “Cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas (…); tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. 
    Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas (…); tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará.     Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran sus rostros (…); tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará” (Mt. 6, 1-6.16-18).


    Señor Jesús, hoy comenzamos la Cuaresma, este tiempo de cuarenta días en el que queremos seguirte al desierto, donde Tú ayunaste, oraste y venciste la tentación. Recibimos la ceniza sobre nuestra frente como signo de nuestra pequeñez, de nuestra fragilidad, de nuestra necesidad de conversión. Nos recuerdas que somos polvo y al polvo volveremos, pero también que estamos llamados a la vida eterna, si en este tiempo nos dejamos transformar por tu gracia.


    Nos hablas de la limosna, la oración y el ayuno, tres caminos que nos conducen a ti. La limosna, cuando es verdadera, nos ayuda a romper las cadenas del egoísmo y a descubrir que en cada necesitado estás Tú. No nos pides que demos para ser vistos, sino que aprendamos a amar en lo oculto, con generosidad sincera, sin esperar nada a cambio, sabiendo que el Padre lo ve todo y se conmueve con nuestros gestos humildes.


    Nos llamas a la oración, pero no a la oración que busca la aprobación de los hombres, sino a la que brota en la intimidad del corazón. Nos invitas a entrar en nuestra habitación interior, a cerrar la puerta y a hablar con el Padre, que está ahí, esperando en el silencio. Queremos aprender a orar como Tú, Jesús, que en la soledad del desierto te dirigías a Él con confianza filial. Que nuestra oración en esta Cuaresma sea auténtica, sencilla, escondida en el amor del Padre, que todo lo ve y todo lo entiende.


    Nos hablas también del ayuno, no como una carga pesada, sino como una purificación del corazón. Nos enseñas a renunciar a lo superfluo para aprender a vivir de lo esencial, para redescubrir que el hombre no vive solo de pan, sino de cada palabra que sale de la boca de Dios. Que nuestro ayuno no sea triste ni vacío, sino lleno de sentido, como un gesto de amor hacia ti, que ayunaste cuarenta días por nosotros.


    Jesús, en este tiempo santo de Cuaresma, ayúdanos a entrar en lo escondido, en ese lugar donde el Padre nos espera y nos mira con ternura.     Queremos vivir estos cuarenta días como un tiempo de gracia, de búsqueda sincera de tu rostro, de propósitos firmes y renovados.     Enséñanos a amar como Tú, a orar como Tú, a renunciar como Tú. Y que, cuando llegue la Pascua, hayamos dejado atrás todo lo que nos aleja de ti, para resucitar contigo a una vida nueva. Así sea.


martes, 4 de marzo de 2025

PERDER PARA GANAR


    No hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el evangelio, no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más –casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones– y en la edad futura, vida eterna” (Mc. 10, 29-30). 


    Jesús responde a Pedro. Éste, con cierta inquietud, le pregunta qué recibirán aquellos que lo han dejado todo por Él. La pregunta brota del corazón de quien ha renunciado a seguridades humanas y se encuentra ante la incertidumbre del futuro. Pero Jesús no deja lugar a dudas: el que se desprende de algo por amor a Él no queda jamás empobrecido. Al contrario, recibe ya en esta vida una riqueza extraordinaria, aunque no en el sentido material que el mundo entiende. Esa riqueza incluye una nueva familia, la Iglesia, en la que el amor de Dios establece y multiplica lazos de fraternidad. También una nueva libertad, donde el desapego a las cosas materiales permite nuevas y más profundas alegrías.


    Pero Jesús añade algo más: “con persecuciones”. Seguirlo implica también cargar con la cruz. No hay seguimiento sin renuncia, ni fidelidad sin lucha. Sin embargo, estas persecuciones no deben ser motivo de temor, porque forman parte del camino que conduce a la vida eterna. Son signos de que vamos tras las huellas de Cristo, quien también fue rechazado, pero triunfó sobre el mundo.


    Esta es la verdadera paradoja del Evangelio: quien renuncia a todo por amor a Jesús no pierde nada, sino que lo gana todo. Y no solo en el futuro, sino ya en el presente, con la certeza de que todo sacrificio por Él está lleno de sentido. Seguir a Cristo es entrar en una lógica nueva, donde la renuncia se convierte en abundancia y la cruz en camino de gloria.


    Señor Jesús, dame un corazón generoso para seguirte sin miedo, sin cálculos ni reservas. Que en cada renuncia descubra la riqueza de tu amor y la alegría de saber que en ti lo tengo todo. Amén.