sábado, 31 de mayo de 2025

ORAR ES ACOGER A MARÍA


    “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de ale­gría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc. 1, 42-45).


    Orar es también acoger a María. Así lo hizo Isabel, y también su hijo, Juan el Bautista, aún no nacido pero lleno del Espíritu, que saltó de gozo en su seno ante la cercanía del Salvador llevado por su Madre. Acoger a María es permitir que nuestra oración se vuelva encuentro con la alegría, con la fe, con la esperanza, con la presencia fecunda de la Madre que lleva a Jesús. No se trata de un sentimiento puramente piadoso o estético, sino el cumplimiento de un tajante mandato del Señor desde la Cruz.


    Efectivamente, también la recibió el "discípulo amado” en otro momento decisivo: la tarde del Viernes Santo. Cuando todo parecía fracaso y pérdida, Jesús entregó a María como Madre al apóstol Juan, figura de cada creyente dispuesto a escucharle y amarle incluso en medio del sufrimiento más atroz. Y desde entonces, cada discípulo que ama a Jesús es llamado a recibirla “en su casa”, es decir, en su vida más íntima, en su oración, en su dolor y en su esperanza. La presencia de María en la oración no distrae, sino que conduce al centro, al corazón del misterio: su Hijo.


    Acoger a María es orar con confianza, con ternura, con obediencia. Ella no viene nunca sola. Allí donde se la recibe, Cristo viene también. Por eso, quien ora con María aprende a decir “sí” a Dios, como Ella; a esperar la hora de Dios, como Ella; a alabarle por las maravillas que hace en los pequeños, como Ella. Y el alma, como Juan en el seno de Isabel, comienza a saltar de gozo, aun en medio de la oscuridad del mundo.


    María, Santa Madre de Dios y Madre mía, enséñame a orar abriéndome a tu presencia. Que nunca cierre la puerta de mi corazón cuando vengas con Jesús. Y que mi vida, al igual que la tuya, sea un espacio fecundo donde la Palabra de Dios pueda ser escuchada y acogida. Amén.

viernes, 30 de mayo de 2025

ORACIÓN: LUGAR DE ESPERA CONFIADA


    “La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn. 16,22).


    La oración es lugar de espera confiada. No siempre oramos desde la plenitud, ni desde la claridad, ni desde el gozo. A menudo lo hacemos en la noche, con el alma cansada o herida, como quien lleva dentro un anhelo que no termina de saciarse. Pero si permanecemos allí, aunque no veamos nada, aunque no entendamos nada, la oración se convierte en una especie de matriz espiritual donde algo nuevo se está gestando. No lo vemos aún, pero la promesa late. Jesús volverá, y entonces, dice Él, “nadie os quitará vuestra alegría”.


    La oración no es el instante del alumbramiento, sino ese tiempo de dolor esperanzado, como el de la mujer que da a luz. Aparentemente no pasa nada, pero todo está ocurriendo. Y el que ora, aun cuando ahora llora, ya pertenece secretamente a la alegría que un día vendrá a iluminarle. Porque la oración es también anticipación: al abrir el corazón a Dios, algo de su luz futura ya nos roza, algo de su consuelo eterno empieza a nacer en nosotros.


    Jesús, aunque muchas veces no te vea, aunque me falten las fuerzas o no entienda tus tiempos, quiero permanecer en oración, como quien espera la alegría verdadera. Amén.

jueves, 29 de mayo de 2025

ORAR ES ABRAZAR LA REALIDAD

    “Dentro de poco ya no me veréis, pero dentro de otro poco me volveréis a ver (…) En verdad, en verdad os digo: vosotros lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría” (Jn. 16,20).


    Hay momentos en que parece que el Señor se esconde, que la oración no fluye con espontaneidad, que las ocupaciones nos dispersan, que la vida misma, con su ritmo confuso y sus tareas repetidas, no deja espacio para Dios. “Dentro de poco ya no me veréis”, sentimos que nos dice. Y nos quejamos de nuestras circunstancias: del ruido, del cansancio, de la dificultad para recogernos, de la falta de atención o de concentración, del escaso fruto que parece dar nuestro esfuerzo. Pero quizás todo eso, precisamente todo eso que tanto nos cuesta, sea el lugar donde Él quiere encontrarse con nosotros. Quizás es en esta vida ordinaria donde el Señor ha decidido esperarnos.


    Lamentar la vida ordinaria puede ser, sin darnos cuenta, una forma de desear otra irreal, que no existe. Y soñar con realidades improbables o imposibles, idealizadas y lejanas, puede llevarnos al engaño de una vida que nunca llega, y al mismo tiempo al aburrimiento de una vida que sí está ahí, esperando ser abrazada, vivida, ofrecida. Lo que el Señor nos pide no es otra vida, sino otra mirada. No que huyamos del mundo, sino que reconozcamos su Presencia en medio de lo que somos y hacemos. El “dentro de poco” que Él menciona no es un tiempo cronológico, sino la medida del corazón que aprende a esperar, a confiar, a descubrir que la tristeza de no verlo se convierte en alegría cuando reconocemos que estaba, que está, que siempre estuvo.


    No es cierto que Dios se ausente; somos nosotros los que nos vamos tras los sueños irrealizables, y en ese vagar, nos lamentamos de no encontrarlo. Pero Él está, no más allá, sino aquí; no en otra vida, sino en esta. La verdadera alegría no viene cuando cambiamos de escenario, sino cuando reconocemos a Jesús caminando con nosotros por este mismo escenario. Por eso, no despreciemos ni huyamos de lo cotidiano, ni de lo difícil, ni de lo repetido. Allí, en lo que nos parecía solo fatiga o monotonía, puede sorprendernos la alegría de su Presencia.


    Jesús, enséñame a no buscarte fuera de la vida que me has dado. No permitas que me encariñe con los sueños más que con la verdad. Haz que descubra que Tú estás aquí, en el día a día, y que vienes a mí dentro de poco, aunque me parezca que tardas. Que no me aburra de vivir cuando Tú deseas encontrarte conmigo precisamente en lo que soy, en lo que tengo, en lo que me rodea. Amén.

miércoles, 28 de mayo de 2025

LA ORACIÓN ES REVELACIÓN


    “Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará” (Jn. 16,12-14).


    En la oración, Jesús nos habla. Pero no lo hace ya como en otro tiempo, con palabras audibles y gestos visibles. Ahora nos habla con la voz silenciosa del Espíritu, que viene de lo alto y habita en lo profundo. La oración es revelación, porque es lugar de encuentro entre el Verbo y el corazón humano, en la intimidad que solo el Espíritu Santo puede suscitar. Él nos guía hacia la verdad plena. No una verdad abstracta, sino esa que transforma la vida: quién es el Padre, quién es Jesús, quién soy yo para Él.


    Jesús no solo nos revela cosas de su Padre, sino que nos revela también su propio Corazón. Nos comunica lo que está por venir, es decir, el camino de nuestra vida si se deja conducir por el amor. En la oración verdadera hay palabras que no son nuestras: vienen de Él. Hay mociones que no son nuestras: son susurros suyos. Hay luz que no hemos producido: ha brotado en el alma porque el Espíritu ha descendido sobre nosotros y ha comenzado a enseñarnos desde dentro.


    Pero este don de la revelación exige acogida. Y ahí muchas veces fallamos. No hemos abierto suficientemente el corazón a lo que el Espíritu quería decirnos. Nos resistimos, o simplemente no escuchamos. Tampoco hemos dejado que ese amor que Él derramaba en nosotros se derramara a su vez hacia los demás. El amor que recibimos es también revelación, pero solo lo es plenamente cuando se convierte en comunicación, en entrega, en fecundidad. Por eso damos gracias por tanto recibido, y también pedimos perdón por no haber sabido compartirlo.


    Jesús, Verbo eterno del Padre, que nos hablas por medio del Espíritu Santo, enséñame a escuchar con el corazón y a responder con la vida. Amén.

martes, 27 de mayo de 2025

LA ORACIÓN NOS ORIENTA


    “Ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿Adónde vas? Sino que, por haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón. Sin embargo, os digo la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn. 16,5-7).


    La oración nos orienta en la dirección del Espíritu. Es como una brújula invisible que, aunque no siempre entendamos sus movimientos, nos pone en camino hacia lo que agrada al Señor. En la vida cristiana, no basta con saber que existe el Espíritu Santo; es necesario dejarse guiar por Él, reconocer sus impulsos, acoger sus silencios. Jesús se marcha, pero no nos deja huérfanos. Inaugura un tiempo nuevo, el tiempo de la Iglesia, el tiempo del Espíritu, donde ya no se trata de ver a Cristo con los ojos del cuerpo, sino de reconocerlo vivo y actuante en el propio corazón y en la comunidad creyente.


    El Espíritu Santo no es una idea, ni un consuelo genérico, ni una fuerza impersonal. Es una Persona divina, cercana y viva, que habita en nosotros. Y como si fuera un buen entrenador —como ayer explicaba a un grupo de niños a quienes di la primera comunión este año—, nos enseña, nos alienta, nos corrige y nos fortalece. Nos entrena en el arte de vivir según el Evangelio, que no es el camino fácil, sino el verdadero. Nos hace fuertes para la lucha interior, para resistir al mal, para elegir lo que parece que es pérdida pero que en realidad es ganancia. En cada jornada, nos orienta como ese viento que sopla donde quiere: a veces fuerte, otras suave brisa, pero siempre presente.


    La oración es el lugar donde aprendemos a distinguir ese soplo del Espíritu. En ella dejamos de lado nuestros cálculos y previsiones, para volvernos disponibles, atentos, como velas abiertas al soplo de Dios. Él sabe hacia dónde hay que ir. Él nos impulsa hacia donde no nos atreveríamos a ir solos. La oración abre nuestros oídos a su voz y nuestros pasos a su camino. Y cuando oramos, incluso en medio de la tristeza o la confusión, como los discípulos aquella tarde, descubrimos que no estamos solos, que todo está siendo guiado con amor hacia la plenitud.


    Espíritu Santo, dulce huésped del alma, oriento mi vida hacia ti. Enséñame a escuchar, a obedecer, a confiar. Que cada oración mía sea como una vela desplegada para acoger el viento de tu gracia. Amén.

lunes, 26 de mayo de 2025

ORACIÓN ES VACIARSE


    Un pastor que quiera fabricar una flauta debe cortar una caña, vaciarla y abrirle agujeros. Solo entonces podrá soplar en ella y arrancarle hermosas melodías. Así también nosotros: si queremos ser flauta en manos del buen Pastor, debemos dejarnos vaciar.


    Orar no es llenarse de cosas espirituales, ni acumular emociones o palabras. Orar es vaciarse. Es despojarse de lo accesorio, del ruido, del orgullo, de las prisas. Es hacer silencio por dentro. Reconocer que el ser, la vida y la plenitud son de Dios. Y que nosotros solo podemos ser instrumentos suyos si dejamos espacio para que Él sople en nosotros.


    La oración verdadera nos vacía para que Dios pueda llenarnos. No a nuestro modo, sino al suyo. Y entonces sí: entonces nuestra vida empieza a sonar. No como un ruido incoherente, sino como una música armoniosa que Dios compone con nosotros para el bien del mundo.


    Señor, vacíame de mí mismo. Quita de mi alma lo que estorba, lo que pesa, lo que suena mal. Hazme flauta en tus manos, y toca en mí la melodía que Tú has soñado desde siempre. Así sea. 



domingo, 25 de mayo de 2025

LA ORACIÓN ES ESPERANZA


    “La muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero. Y en ella no vi santuario, pues el Señor, Dios todopoderoso, es su santuario, y también el Cordero. Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna que la alumbre, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero” (Ap. 21,14.22-23).


    La oración es esperanza. No porque consiga que el mundo cambie a nuestro ritmo o se acomode a nuestros deseos, sino porque quien ora ya está viviendo en una luz distinta. Las palabras del Apocalipsis, que escuchamos en la misa de este domingo, no describen un futuro remoto ni una ensoñación piadosa, sino una promesa muy cierta: el corazón que se abre a Dios, aunque esté herido y cansado, empieza ya a habitar la Ciudad Santa, la Jerusalén del cielo. Allí no hay templo, porque el Señor mismo es el Santuario. Ni hay sol ni luna, porque el Cordero es la lámpara que lo ilumina todo.


    La oración es esperanza porque nos permite ver con los ojos del alma. Al orar, no huimos del mundo, pero aprendemos a mirarlo desde lo alto. Como en las escenas finales de la bellísima película El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011), todo se transforma: las heridas sanan, los reencuentros tienen lugar, el tiempo se llena de sentido. En esa playa luminosa donde los hijos se abrazan con su madre, donde los hermanos caminan hacia el horizonte sin temor, donde hay reconciliación y unidad, algo de la Jerusalén celeste destella. La belleza extraordinaria y el inmenso valor de las personas se revela cuando ya no son definidas por el pecado ni por la muerte, sino por la mirada del Cordero.


    En la oración vislumbramos lo que está por venir, pero también lo que ya es. Porque todo lo que Dios toca, lo hace nuevo. Porque las lágrimas serán enjugadas no solo al final de los tiempos, sino también en cada instante en que abrimos el alma al consuelo de su Palabra. La oración es esperanza porque nos recuerda que hay un lugar que nos espera, y que ese lugar no es una tierra, sino un rostro: el del Cordero inocente, inmolado y glorioso, nuestra lámpara, nuestra paz.


    Jesús, lámpara inmaculada, que tu luz disipe mis sombras y haga nueva mi vida, mientras espero la ciudad en que Tú lo serás todo en todos. Amén.

sábado, 24 de mayo de 2025

ORACIÓN DE RECOGIMIENTO


    Dios habita en el alma humana. No en el ruido, no en la dispersión y la prisa, sino en la hondura secreta de nuestro ser. Santa Teresa de Jesús, su gran maestra, nos recuerda con fuerza esta verdad: no es necesario subir al cielo, ni volar con la imaginación, para encontrar a Dios, basta con recogerse en el interior, porque allí está Él, esperando. Una inmensa galaxia no es capaz de contenerlo, pero nuestro corazón sí. Porque ha sido creado por Él y para Él. Y si se complace en habitar en nosotros, ¿quién somos nosotros para despreciar esa dignidad?


    La oración de recogimiento es una de las vías más seguras para llegar a ese centro. No se trata de métodos complicados, ni de largos razonamientos. Se trata de cerrar las ventanas de los sentidos, de aquietar la memoria, de apagar la imaginación si es posible, y de centrar el deseo en una sola cosa: estar con Él. La voluntad se orienta a agradarle, a buscar su voluntad. Y el alma, con todo lo que es, se presenta ante su Creador como casa abierta y silenciosa.


    Pero esta oración no es huida del mundo, sino regreso a la verdad. Porque en ese recogimiento descubrimos quiénes somos realmente: imagen de Dios, morada suya, belleza creada por sus manos. Ninguno de nosotros debería despreciarse jamás. Somos preciosos a sus ojos. Él mismo se ha admirado de su obra. Si yo me viera como Él me ve, viviría de otro modo.


    De ese encuentro brotan humildad, paz, y una caridad más pura. Porque el que sabe que Dios habita en él, empieza también a ver a los demás como templos sagrados. La oración de recogimiento transforma la mirada, unifica el corazón, y nos prepara para vivir en medio del mundo con un alma centrada en Dios.


    Señor Jesús, llévame al centro de mí mismo, donde Tú me esperas. Enséñame a cerrar las ventanas, a silenciar lo que me dispersa, a recogerte en mi alma como huésped amado. Hazme descubrir mi hermosura a tus ojos, y que en ese conocimiento nazca una oración verdadera. Amén.

viernes, 23 de mayo de 2025

ORAR PARA AMAR


    “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn. 15,12-17).


    Siguiendo el tema de la oración que comenzamos hace unos días, hemos de añadir al hilo del Evangelio de hoy que orar es amar. No de forma genérica, sino muy concreta: amar como Jesús nos ha amado, con un amor que no se queda en las palabras sino que se entrega, que da la vida, que busca el bien del otro, que produce frutos permanentes. Por eso, la oración verdadera está llena de amor: amor recibido, amor ofrecido, amor compartido. Jesús nos enseña que la oración no es evasión ni refugio, sino comunión y envío. En la intimidad con Él, somos transformados para vivir como amigos suyos, para conocer el corazón del Padre y para hacer presente en el mundo su mandamiento más grande.


    La oración es puente. Nos abre a Dios, nos saca de nosotros mismos, nos arranca del egoísmo y de la soledad, y nos envía hacia los demás con un corazón nuevo. No es una torre de marfil donde contemplarnos, ni una burbuja de consuelo que nos aleje del mundo. Es el fuego encendido en el alma que arde con obras. El amor orante es el que se concreta en gestos, en palabras que curan, en silencios que acompañan, en tiempo ofrecido, en heridas compartidas. El que reza y no ama, no ha entrado todavía en la verdad de la oración. Porque la oración, cuando es verdadera, siempre da fruto.


    Jesús, Amigo, Tú me has elegido y llamado por mi nombre. Tú has abierto para mí el camino del amor. Enséñame a orar como Tú, con el corazón puesto en el Padre y los brazos extendidos hacia mi prójimo. Que mi oración no me encierre en mí, sino que me lance a dar la vida. Que sea fuego que me consuma por dentro y me impulse a amar por fuera. Hazme orante y fecundo, como el sarmiento unido a la vid. Amén.

jueves, 22 de mayo de 2025

ORACIÓN HUMILDE


    En el tiempo de Pascua recordamos que la oración es una exigencia central del Evangelio. Ayer hablábamos de la necesidad de orar sin cesar, de mantener una oración continua. Hoy queremos detenernos en otro aspecto esencial: la humildad. Porque Dios escucha, ante todo, a los que oran con corazón humilde. En el Evangelio de san Lucas, Jesús declara: “Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lc. 18,14).


    Así pues, la oración auténtica nace del reconocimiento de nuestra pobreza. No es un acto de autosuficiencia, sino de absoluta dependencia. Dios no necesita nuestras palabras, pero ha querido que le hablemos para que recordemos quiénes somos: criaturas necesitadas de su gracia, pecadores salvados por su misericordia. Como dice san Pablo: ”¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1ª Co. 4,7). La humildad nos pone en la verdad, según la enseñanza de Santa Teresa, y la verdad nos acerca a Dios.


    Cuando oramos desde la humildad, dejamos de presentarle nuestras acciones como méritos, y le presentamos nuestro corazón como un lugar donde Él puede habitar. Abraham se reconocía como “polvo y ceniza” (Gn. 18,27), y Daniel suplicaba: “No es por nuestros méritos que te presentamos nuestras súplicas, sino por tu gran compasión” (Dn. 9,18). El publicano de la parábola, sin atreverse a alzar los ojos al cielo, balbuceaba: ”¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador” (Lc. 18,13). Y Jesús afirma que fue él, y no el fariseo, quien volvió a su casa justificado.


    Jesús, nuestro Maestro, no solo nos enseñó el Padre nuestro, sino que puso como modelo a los niños: “Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt. 18,3). El niño confía, no presume. El humilde confía, no se justifica. No espera que su oración sea escuchada por haber hecho méritos, sino por la bondad de Aquel a quien se dirige. Por eso, el centurión romano, extranjero y pagano, fue alabado por su fe cuando dijo: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano” (Mt. 8,8). Su humildad agradó a Jesús, su fe conmovió el Corazón del Señor.


    Jesús, Maestro y Señor, hazme orar como un niño: con confianza y sencillez, con conciencia de mi pobreza y seguridad en tu misericordia. Enséñame a mirarme como Tú me miras, a no apoyarme en mis méritos ni desanimarme por mis caídas. Que mi oración sea humilde y verdadera, como incienso que sube a tu presencia, y sea escuchada por tu bondad. Amén.

miércoles, 21 de mayo de 2025

ORACIÓN CONTINUA

    “Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn. 15, 3-5).


    No se trata de una metáfora poética ni de una exageración. Es una realidad espiritual importante, que nos atraviesa como una espada: “sin mí no podéis hacer nada”. No se dice que podamos hacer poco sin el Señor, sino nada. Y es que la vida cristiana no es una conquista personal a base de esfuerzo y disciplina, ni una carrera en solitario. Todo depende de permanecer en Cristo. Esta permanencia, sin embargo, no se resuelve diciendo distraídamente al comienzo del día una oración, ni con un solo acto de la voluntad, ni con una efusión emocional pasajera, sino que ha de renovarse constantemente a lo largo del día. El alma que se habitúa a permanecer en Él —aunque sea por breves segundos— se va configurando con su presencia viva y encuentra en su interior una corriente secreta de paz, de amor y de fecundidad espiritual.


    “Dios es amor; quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn. 4, 16). Esta permanencia en el amor es el corazón mismo de la oración continua. No siempre podremos detenernos mucho tiempo a realizar un acto de fe en la presencia de Dios, ni encontrar un propicio silencio exterior. Pero en un instante podemos mirar a nuestro interior, despertar un deseo, unirnos con Dios en lo escondido del corazón. En medio del trabajo, en la calle, en la enfermedad o en el descanso, esa súplica muda, esa mirada confiada, ese deseo sincero de unión, puede mantenernos en la Vid.


    “Mi dicha es estar cerca de Dios” (Sal. 72, 28). Y también: “Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos” (Sal. 84,9). La oración interior, constante, sin palabras, es un camino de escucha y abandono. Incluso cuando no siento nada, cuando la aridez se impone, cuando no hay palabras, puedo ofrecerle el acto de permanecer, el suspiro. Como el sarmiento unido a la vid, que recibe la savia sin notarla y, sin embargo, vive de ella. Así también yo, si permanezco en Él, recibiré su vida, su fuerza, su fecundidad.


    No se trata de una tensión forzada ni de una oración violenta. Basta repetir, con fidelidad humilde, esos pequeños actos de confianza, de amor, de entrega. Poco a poco se irá formando un hábito de vida en el Espíritu, un clima interior de fe, confianza y amor que me unirá al Señor con lazos cada vez más fuertes. “Mis delicias son estar con los hijos de los hombres” (Prov. 8, 31): es Él quien busca mi compañía, quien se deleita en mí, quien desea mi presencia más que yo la suya.


    Jesús, ayúdame a permanecer en ti. Aunque no lo sienta, aunque no lo comprenda del todo, aunque no tenga palabras. Tú eres la Vid y yo el sarmiento: sin ti no puedo vivir, ni amar, ni dar fruto. No permitas que me separe de ti. Amén.

lunes, 19 de mayo de 2025

EL AMOR BUSCA POSADA

 


    “Respondió Jesús y le dijo: El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió” (Jn. 14,23-24).


    Jesús no se conforma con realizar visitas ocasionales a nuestra alma: desea hacer en ella su morada. Porque el verdadero amor no busca vivir momentos aislados, sino permanecer. Por eso dice: “El que me ama guardará mi palabra”, es decir, vivirá desde dentro de esa Palabra, como quien la respira, como quien la custodia en el corazón; y esto con la ternura y el celo del que protege un fuego encendido en medio del viento. Si lo amamos, Él viene con el Padre y habita en nosotros. Y no como huésped pasajero, sino como el Dueño y el Amigo, como el Amor mismo que transforma nuestra vida desde dentro.


    Esta certeza nos ofrece una luz nueva: hemos sido creados para ser esta morada, para ser habitados por Dios. Ya no caminamos sin rumbo, ni nos agotamos buscando fuera lo que solo se encuentra en el centro del alma, allí donde Dios nos espera. Solo cuando descubrimos este ideal —alto, claro, exigente— se ordena nuestra vida. Ya no hay cansancio estéril, sino esfuerzo alegre por alcanzar aquello que da sentido a todo. Porque si Dios quiere habitar en mí, ¿cómo no prepararle un alojamiento adecuado? ¿Cómo no abrirle la puerta y entregarle las llaves?


    Y sin embargo, tememos esa entrega. Sabemos que implica dejarlo todo, que nos va a doler el desprendimiento de nosotros mismos, que la cruz es inseparable del amor verdadero. Pero también intuimos que no hay plenitud sin ese paso. Jesús no pone límites a su amor: lo da todo, y espera una respuesta total. Pero no exige imposibles. Quiere nuestra pequeñez, nuestra miseria, nuestro barro: cuanto más pobre el material, más brilla la obra del artista. Y así, lo que parecía un alma indigna, se convierte en santuario del Dios viviente.


    La clave está en una fe decidida: creer en su amor, vivir desde esa certeza, responder con actos concretos. “Tu fe te ha salvado”. Esa fe que confía, que se entrega, que espera, que se deja amar hasta el fondo. Esa fe es la puerta que abre el alma a la inhabitación de Dios.


    Señor Jesús, Amor fiel y eterno, ven y haz morada en mí. No tengo nada que ofrecerte sino mi deseo sincero de amarte. No soy digno de que entres en mi casa, pero Tú quieres habitar en mí. Aumenta mi fe, enciende mi generosidad, quema mis miedos con el fuego de tu Espíritu Santo. Que mi alma sea tu casa y tu descanso. Así sea.

domingo, 18 de mayo de 2025

ESPERANZA PARA DÍAS GRISES


    “Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: ‘He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido’. Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’” (Ap. 21,1-5).


    Hay momentos en que el alma se fatiga. No por grandes catástrofes, sino por esa erosión que provoca el paso del tiempo, los errores repetidos, las esperanzas aplazadas. Nos sentimos muy pequeños y desanimados ante nuestras propias caídas, nos amenaza la tibieza, nos pesa el cansancio, y hay días en que todo parece venirse abajo. En ese contexto interior, la Palabra de Dios no llega para acusar, sino para consolar. No dice: ¿Dónde estabas? ¿Qué has hecho?, sino: “Mira, hago nuevas todas las cosas”. Es el lenguaje de la ternura divina que se abre paso en medio de los escombros de nuestra vida.


    Ansiamos ese cielo nuevo y esa tierra nueva no como evasión, sino como promesa. No como sueño ilusorio, sino como verdad segura. Porque no se trata de algo que tengamos que construir con nuestras pobres manos, sino de un don que desciende desde Dios. La nueva Jerusalén no sube desde la tierra: baja del cielo. Es una ciudad adornada por el Esposo, don del Padre, para sus hijos cansados. Y su verdadera belleza no son las piedras preciosas, sino la presencia de ese Dios que morará con nosotros: Emmanuel. El mismo que un día lloró en Belén, ahora enjuga nuestras lágrimas. El mismo que murió en la cruz, ahora vence la muerte para siempre. El mismo que nos acompaña en la Eucaristía, se nos dará un día sin velos y sin sombras.


    Ya no habrá llanto ni dolor. Pero aún más: no habrá miedo. Ya no viviremos pendientes de no perder lo poco que tenemos, porque lo tendremos todo en Él. Esta promesa no hace estéril nuestro presente, sino que lo transforma. Porque desde ahora, aunque a veces lloremos, nuestras lágrimas no son definitivas. Porque aunque muramos, no es para siempre. Porque aunque fracasemos, no es el final. El que está sentado en el Trono nos lo ha dicho: “Mira, hago nuevas todas las cosas”.


    Oh Jesús, bendito Emmanuel, Tú que conoces mi cansancio y mis heridas, ven a morar en mí. Sé mi cielo nuevo, mi tierra nueva, mi Jerusalén santa. Enjuga Tú mismo mis lágrimas, y que cada día, aun los más grises, siga escuchando en mi alma esa promesa: “Mira, hago nuevas todas las cosas”. Amén.