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viernes, 28 de febrero de 2025

AMISTAD CON JESÚS

                          

   Un amigo fiel es un refugio seguro, y quien lo encuentra ha encontrado un tesoro. Un amigo fiel no tiene precio y su valor es incalculable. Un amigo fiel es medicina de vida, y los que temen al Señor lo encontrarán.” (Eclo. 6, 14-16).


    La amistad es uno de los dones más valiosos que Dios nos ha dado y que todos deberían ser capaces de experimentar. Un verdadero amigo es aquel que está a nuestro lado en las dificultades, aquel que siempre nos comprende, sostiene y anima. Sin embargo, toda amistad humana es frágil, limitada. Las decepciones, los malentendidos, o el paso del tiempo pueden hacer que hasta los lazos más fuertes se debiliten. Pero hay una amistad que no falla, una que es eterna y perfecta: la amistad de Jesús.


    Él nos ha llamado amigos, nos ha amado hasta dar su vida por nosotros, nos ha prometido que nunca nos dejará. Es el Amigo fiel que nunca nos traiciona, nunca nos abandona. Cuando todo parece desmoronarse, cuando el dolor o la soledad nos pesan, su presencia sigue siendo nuestro refugio seguro. En su Corazón encontramos el consuelo que nadie más puede darnos, la paz que el mundo no puede ofrecer.


    Pero esta amistad no es solo un regalo para recibir, sino además una llamada. Jesús quiere que también nosotros le seamos fieles. No solo nos da refugio, sino que busca refugiarse en nosotros. En Getsemaní, su Corazón angustiado buscó consuelo en los suyos, pero solo encontró sueño e indiferencia. Hoy sigue buscando almas donde descansar, corazones que lo acojan, que lo amen, que lo consuelen por tanto rechazo y frialdad.


    Nuestra amistad con Él no puede ser superficial ni intermitente. Jesús merece más que palabras bonitas o momentos de fervor pasajeros. Él espera fidelidad, presencia y entrega. Que en nuestras acciones diarias, en nuestras oraciones, en nuestra forma de vivir, Él encuentre el refugio que busca. Que podamos ser para Él un bálsamo, una medicina que alivie su Corazón herido por el pecado del mundo.


Señor Jesús, Amigo fiel:

Tú que eres mi refugio y mi tesoro,

enséñame a confiar en tu amistad,

a acudir a Ti en todo momento,

y a no dejarme llevar por las falsas seguridades del mundo.

Pero, sobre todo, Señor, haz de mi corazón un refugio para Ti.

Que puedas venir a mi alma y encontrar descanso; que en mis palabras, en mis obras, en mi amor, halles alivio a tu Corazón herido.

No quiero ser para Ti un amigo de ocasión, sino alguien en quien puedas confiar, que permanezca fiel junto a tu Cruz, como María y Juan.

Jesús, quiero ser para ti ese amigo fiel que es “medicina de vida”. Amén.




domingo, 1 de marzo de 2020

La búsqueda del hijo pródigo

La Cuaresma es el tiempo litúrgico en que los cristianos deben prepararse para celebrar el misterio pascual mediante una verdadera conversión interior. Por eso es pertinente hacerse algunas reflexiones en torno a este tema que constituyó parte fundamental de la predicación de Juan Bautista y del mismo Jesús.
         ¿En qué consiste la conversión?
         En la tan conocida parábola del hijo pródigo (Lc.15 ,11-32), el regreso del hijo menor es imagen de esa vuelta que todos estamos invitados a hacer hacia Dios; para muchos, un paradigma de conversión. 
         Sin embargo, en el mismo capítulo 15 de san Lucas, en las parábolas de la oveja y de la dracma perdidas (Lc. 15,1-10), se nos habla, más que de un regreso, de una búsqueda y de un encuentro por parte del propietario. ¿Nos acordamos de la dueña de la dracma encendiendo una lámpara y barriendo la casa para encontrarla?
         Cabe entonces formularse la pregunta: ¿acaso el padre del hijo pródigo es el único que no busca lo que ha perdido? ¿Tendrá menos interés en recuperar a su hijo, que la mujer en recuperar su moneda, o el propietario en recuperar su oveja?
         Tendremos que precisar mucho más el alcance de este "regreso" y las implicaciones de esta famosa "conversión".
         Afirma el texto evangélico que: "cuando se hallaba todavía lejos (el hijo pródigo) lo vio su padre, y conmovido corrió hacia él, se echó a su cuello y lo besó efusivamente".
         A causa de las numerosas representaciones que el arte nos ha dejado de esta escena (por ejemplo, en el tan popular cuadro de Rembrandt, o en el de Murillo)  nosotros nos la imaginamos sucedida cerca de la casa, cuando el hijo arrepentido está casi al final de su camino de regreso, y el padre aguarda pacientemente junto a la puerta.
         Pero no pasa de ser una fantasía de los artistas. El hijo había marchado a un país lejano, y es cuando se encuentra todavía lejos (¡en el país lejano!), cuando el padre lo "ve", lo encuentra. Más aún, solamente de este último se afirma un desplazamiento: "corrió hacia su hijo";  del pródigo sólo se dice que "partió", es decir, no anduvo ni corrió: sólo comenzó lo que él pretendía que fuera un itinerario de regreso.
         ¿Qué ha ocurrido? Simplemente que el padre ha buscado: si no, no hubiera encontrado nunca a su hijo, estando como estaba lejos de la casa.
         Pero lo ha encontrado justo cuando éste se lo ha permitido: cuando ha aceptado y deseado re-encontrarse con su padre. Por si fuera poco el padre repite en la parábola esta expresión dirigida tanto a los criados como a su hijo mayor: "estaba perdido y lo hemos encontrado". ¡¡¡Nunca dirá: "se había marchado y ha vuelto"!!!
         Según esto la conversión no es un regresar a Dios por nuestras propias fuerzas. Es permitir que Él nos traiga, es un dejarse encontrar por el amor activo y buscador de Dios, que no ha cesado de rastrear la huella de mis pasos.
         Convertirse no es principalmente arrepentirse; eso seguramente vendrá después, con el tiempo, con la reflexión. Convertirse es osar levantar la mirada, atreverse a cruzarla con la del Padre, dejarse atraer irresistiblemente por la fuerza seductora del Amor. Convertirse es aceptar la invitación a un banquete que no hemos preparado, ni hemos merecido, pero al que somos gratuitamente convidados.
         La iniciativa de la conversión siempre la tiene el Señor, aunque yo tenga que secundarla. De hecho el grado de mi desinterés y olvido propio medirá la calidad de mi conversión.
         A quien ama le basta la mayor felicidad posible del ser amado, aunque este no le corresponda con un amor semejante.  Por eso a Dios le bastan mis pobres e imperfectos deseos de "regresar" porque lejos de la casa del Padre uno "se muere de hambre". Pero sin embargo, ¡cuánta gloria daríamos a Dios si procuráramos alcanzar, en cada una de nuestras reconciliaciones, un poquito de amor puro, desinteresado, de Dios!
         ¿Y si en esta Cuaresma no nos preocupáramos tanto de hacer una lista de obras buenas que realizar, cuanto de ser hijos?