viernes, 31 de enero de 2025

SÚPLICA Y ACCIÓN DE GRACIAS

Hoy rezo inspirado por la oración del Papa Clemente XI, y con todo el fervor de mi pobre corazón digo:

Creo en ti, Señor, pero ayúdame a creer con más firmeza; espero en ti, pero ayúdame a esperar con más confianza; te amo, Señor, pero ayúdame a amarte más ardientemente; estoy arrepentido, pero ayúdame a tener mayor dolor.

Te adoro, Señor, porque eres mi creador, y te anhelo porque eres mi último fin; te alabo porque no te cansas de hacerme el bien, y me refugio en ti porque eres mi protector.

Que tu sabiduría, Señor, me dirija y tu justicia me reprima; que tu misericordia me consuele y tu poder me defienda.

Te ofrezco, Señor mis pensamientos, para que se dirijan a ti; te ofrezco mis palabras, para que hablen de ti; te ofrezco mis obras, para que todo lo haga por ti; te ofrezco mis penas, para que las sufra por ti.

Todo aquello que quieres Tú, Señor, lo quiero yo, precisamente porque lo quieres Tú. Quiero como lo quieras Tú, y durante todo el tiempo que lo quieras Tú.

Te pido, Señor, que ilumines mi entendimiento, que inflames mi voluntad, que purifiques mi corazón y santifiques mi alma.

Ayúdame a apartarme de mis pasadas iniquidades, a rechazar las tentaciones futuras, a vencer mis inclinaciones al mal y a cultivar las virtudes necesarias.

Concédeme, Dios de bondad, amor a ti, desconfianza de mí, celo por el prójimo, y desprecio por lo mundano.

Dame tu gracia para ser obediente con mis superiores, comprensivo con mis inferiores, saber aconsejar a mis amigos y perdonar a mis enemigos.

Que venza la sensualidad con la mortificación, la avaricia con la generosidad, la ira con la bondad y la tibieza con el fervor.

Señor, que sepa tener prudencia al aconsejar, valor frente a los peligros, paciencia en las dificultades y humildad en la prosperidad.

Concédeme, Señor, atención al orar, sobriedad al comer, responsabilidad en mi trabajo y firmeza en mis propósitos.

Ayúdame a conservar la pureza de alma, a ser modesto en mis actitudes, ejemplar en mis conversaciones y a llevar una vida ordenada.

Concédeme tu ayuda para dominar mis instintos, para fomentar en mí tu vida de gracia, para cumplir tus mandamientos y obtener la salvación.

Enséñame, Señor, a comprender la pequeñez de lo terreno, la grandeza de lo divino, la brevedad de esta vida y la eternidad de la futura.

Concédeme finalmente, oh Jesús, una buena preparación para la muerte y un santo temor al juicio, para librarme así del infierno y alcanzar el paraíso. Amén.



jueves, 30 de enero de 2025

UN CAMINO NUEVO

 “(…) contando con el camino nuevo y vivo que Él ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne, y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura” (Hb. 10, 20-22).

    El autor de la carta a los Hebreos nos habla de un camino nuevo y vivo inaugurado por Cristo a través de la cortina, es decir, de su carne. Esta imagen nos remite directamente al misterio del Corazón de Jesús, traspasado por la lanza en la Cruz. Es importante notar que, precisamente en ese momento en que el soldado abrió su costado, se rasgó el velo del Templo, marcando el fin del antiguo culto y la apertura de un acceso directo a Dios.

     Este camino nuevo, que Cristo nos abre, no es la ruta de la comodidad, sino que se abrió en una carne lacerada, en su costado herido. Pero, a pesar de ello, también es un atajo, en cuanto puerta abierta al corazón del Padre.

      Antes, el acceso a la presencia divina estaba oculto por el velo del Templo; pero, desde la Encarnación, el velo es su carne. Ese velo ha sido rasgado, y el camino es su amor llevado “hasta el extremo”.

    La carta a los Hebreos nos invita a acercarnos “con corazón sincero y llenos de fe”, con la “conciencia purificada” y el “cuerpo lavado”. Porque entrar en el Corazón de Jesús supone entrar en el santuario de Dios. Es un acto de fe y confianza: no nos acercamos con miedo ni con duda, sino con la certeza de que su herida, en la que deseamos entrar, es un refugio para las almas cansadas y pecadoras como las nuestras. No hay otro.

     Aunque no basta con conocer este Camino: es necesario recorrerlo. Y, para ello, no debemos olvidar la importancia de abrir nuestro propio corazón a Él y a los demás.


    ¡Oh Jesús!, dentro de tus llagas escóndenos, y no permitas que jamás nos separemos de ti. Amén.



miércoles, 29 de enero de 2025

EL ROSTRO DEL SEMBRADOR

 “(La semilla)… cayó en tierra buena; nació, creció y dio grano; y la cosecha fue del treinta o del sesenta o del ciento por uno. Y añadió: El que tenga oídos para oír, que oiga” ( Mc. 4, 8-9). 


    En esta conocida parábola del sembrador, es muy frecuente que nos detengamos a considerar qué clase de mala tierra somos nosotros: si la tierra al borde del camino, si la llena de abrojos, si el terreno pedregoso… 

    Al ser conscientes de nuestra miseria, rara vez se nos ocurre que nosotros podamos ser la tierra buena. Sin embargo, el Evangelio nos invita a adoptar una perspectiva diferente. 

    Nosotros no somos una u otra clase de tierra, ni la mala, ni la buena. Nosotros somos el campo del Señor. El Sembrador lo conoce perfectamente, porque es su campo, el que adquirió a un precio muy elevado. Y sabe que en todo campo hay zarzas, y piedras, y zonas que se sitúan al borde del camino. Pero, a pesar de todo, se trata de un campo que Él cultiva con infinito amor y cuidado; un campo que regó, no sólo con su sudor, sino también con sus lágrimas y con su preciosa sangre. 

    Se nos invita a esta audaz conversión: la de dejar de mirarnos todo el tiempo a nosotros mismos -convirtiéndonos en el exclusivo centro de nuestra atención- para levantar la cabeza y contemplar el divino y bellísimo rostro del Sembrador. Ese sí que merece toda nuestra atención. 

    El gran secreto de la vida espiritual es el olvido propio, no ponerse uno a sí mismo en el centro de sus propias preocupaciones, para centrarse en cambio totalmente en el Señor.

     Nos lo recuerda Jesús en otro lugar del Evangelio: “el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que la pierda por mí, y por el Evangelio, ese la salvará” (Mc. 8, 35).