jueves, 17 de julio de 2025

EL DIOS QUE ESTÁ


    “Mira, yo iré a los hijos de Israel y les diré: ‘El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros’. Si ellos me preguntan: ‘¿Cuál es su nombre?’, ¿qué les respondo?” “Dios dijo a Moisés: ‘Yo soy el que soy’; esto dirás a los hijos de Israel: ‘Yo soy’ me envía a vosotros” (Ex. 3, 13-14).


    Dios no responde con un nombre entre otros, no se deja encerrar en una etiqueta ni en una fórmula mágica con la cual pudiera ser manipulado. Su respuesta es misteriosa y absoluta: “Yo soy el que soy”. En esta revelación, parece que se nos dice que Dios es el Ser mismo, el que existe por sí, sin necesidad de otro, eterno, libre y fiel. Pero también se nos dice algo profundamente personal: es Aquel que está, que permanece, que no cambia, que acompaña. Moisés preguntaba un nombre para poder hablar de Él a los hombres. Y Dios le responde con una presencia. No con una definición, sino con una realidad viva que habita el tiempo y la historia de los hombres, y que se revela en el fuego que no se consume.


    Yo soy el que soy” no es pues un enunciado filosófico abstracto, ni una fórmula impersonal. Aunque puede parecer misteriosa, esta expresión encierra una promesa de cercanía; por ello algunos han propuesto traducirla también como “yo soy el que estoy”, y esta lectura, sin traicionar el sentido original, resalta un aspecto decisivo del rostro de Dios. Él es el que está ahí, el que no se ausenta, el que permanece en medio de su pueblo. Porque está, puede ver la miseria de sus hijos, oír su clamor, recoger sus lágrimas. Y porque no le dejan indiferente, actúa, se implica, desciende, libera. El misterio de su ser es inseparable de su compasión. No es un Dios lejano, sino Aquel que se conmueve y se pone en camino con nosotros.


    Jesús mismo, al decir “Yo soy” en el Evangelio, se une al misterio del Padre, lo hace visible, audible, cercano. En Él se cumple plenamente esta palabra ardiente del Éxodo. Y nosotros, al reconocer a Dios como “el que es”, también reconocemos que nosotros no somos por nosotros mismos, sino que todo en nosotros es don recibido. Nuestro ser viene de Él y hacia Él se orienta. Nuestra libertad, nuestra verdad y nuestra paz solo se hallan cuando reposamos en Aquel que es.


    Jesús, Hijo eterno del Padre, “Yo soy”hecho carne y ternura en un cuerpo humano, enséñame a vivir en la humildad del que sabe que no se pertenece, y en la confianza del que se entrega “al que es”. Hazme sentir que Tú estás, que permaneces, que no me abandonas. Que yo sepa también estar contigo, siempre presente para ti. Amén.

miércoles, 16 de julio de 2025

VIRGEN DEL CARMEN, ZARZA ARDIENTE DE VERDAD Y AMOR



    “El ángel del Señor se le apareció en forma de llama de fuego en medio de una zarza (…) Moisés miró: la zarza ardía sin consumirse. (…) Dios le dijo: ‘No te acerques; quítate las sandalias de los pies, porque el sitio que pisas es terreno sagrado’” (Ex. 3,2.3.5).


    La zarza ardía sin consumirse. Es el signo de la presencia de Dios, una presencia que no destruye, que no devora, sino que purifica y transforma. Es fuego y es Amor. Es luz y es Verdad. Así se aparece Dios a Moisés en la soledad del desierto. Y Moisés, que ha huido de Egipto y ha olvidado sus sueños de justicia, es buscado y llamado por el Dios de la Alianza. Le parece imposible la misión que recibe, pero Dios no le pide que actúe según sus propias fuerzas, sino que se fíe de su presencia: “Yo estaré contigo”, le dice.


    La Virgen del Carmen es esa zarza ardiente que no se consume. Llena de Dios, abrazada y abrasada por su fuego desde la Inmaculada Concepción hasta la gloriosa Asunción, pasando por el misterio de la Maternidad divina, arde de amor sin perder su humildad, sin apartar nunca los ojos de los pequeños, sin dejarse desviar por ninguna vanidad. Ella es el monte del encuentro, el Horeb silencioso donde el alma descubre que Dios está y se le invita a descalzarse. En Ella, el Verbo se hizo carne; en Ella, Dios bajó sin dejar de ser alto, y por eso fue elevada por encima de cualquier otra criatura. En Ella, la oración de Moisés se vuelve canto del Magnificat: los humildes son mirados y guardados, los pequeños son la revelación del Reino.


    En el Carmelo, sus hijos e hijas aprendemos a orar, a mirar, a esperar. Porque esta es la tierra sagrada: el corazón que ha sido habitado por Dios. Y en esta tierra sagrada, como Moisés, nos quitamos las sandalias, es decir, renunciamos a nuestros planes, nuestros apoyos y seguridades, para escuchar el Nombre, recibir la llamada y seguir la voz. La Virgen del Carmen no hace otra cosa: acoge el fuego, y lo ofrece.


    Jesús, haznos tierra sagrada donde arda sin cesar tu amor. Danos un corazón humilde que se deje quemar sin consumirse. Que sepamos quitarnos las sandalias del orgullo y la prisa, y permanezcamos descalzos ante tu misterio. Haznos dóciles a tu presencia y valientes para decir como Moisés: “Aquí estoy”. Amén.



martes, 15 de julio de 2025

EL NOMBRE SOBRE TODO NOMBRE


    En la historia de la Iglesia, hay santos que brillan especialmente por la agudeza de su inteligencia y la profundidad de sus escritos; otros por la hondura y ternura de su amor. 

    San Buenaventura (1218-1274), el “Doctor seráfico”, cuya fiesta hoy celebra la Iglesia, fue ambas cosas. Intelectual refinado, superior general de los franciscanos, cardenal y obispo de Albano, supo conjugar la profundidad teológica con una piedad ardiente, alimentada por la contemplación del Rostro y el Nombre del Señor.


    No separó nunca el estudio de la oración, ni la enseñanza de la alabanza. En sus escritos, incluso en los más densos, late siempre un corazón enamorado de Jesús. Nada le parecía más hermoso que pronunciar su Nombre. Nada más dulce, más fuerte, más lleno de sentido. Ese nombre –JESÚS – para él contenía todo lo que el alma necesita: consuelo, luz, fuerza, esperanza, salvación.


    Por eso, en este día, queremos acoger su enseñanza no solo como doctrina, sino como llama que puede prender también en nosotros. Él lo dijo con palabras que son, todavía hoy, oración encendida:


    “¡Oh nombre glorioso, oh nombre amable, oh nombre poderoso! Porque por medio de ti se perdona el pecado, por ti se vencen los enemigos, por ti los enfermos se curan, por ti los tentados son fortalecidos, por ti los afligidos son consolados.

    Tú eres la gloria de los creyentes, tú el maestro de los predicadores, tú el sostén de los que trabajan, tú el consuelo de los que sufren.

    Tú eres el honor de los que triunfan, tú la medicina de los que yerran, tú la defensa de los que combaten.

    Tú das fervor a los tibios, luz a los ciegos, sabiduría a los ignorantes, vida a los muertos.

    ¡Oh dulce Jesús, qué dulce es tu Nombre, qué suave es tu recuerdo, qué gozosa tu presencia!

    Quien te invoca con fe no se pierde, quien te ama con sinceridad no desfallece, quien te busca con constancia te encuentra!"


(Sermón sobre el  Nombre de Jesús, atribuido desde antiguo a San Buenaventura).

lunes, 14 de julio de 2025

LA FIDELIDAD SIN CONSUELOS



    “No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa” (Mt. 10, 34-36).


    El combate cristiano comienza en el interior del alma, allí donde se enfrentan las luces y las sombras, el deseo de fidelidad y la seducción del mundo. No es un combate sangriento, pero sí profundamente desgarrador. Jesús no es, como algunos imaginan, un pacificador ingenuo que viene a suavizar los conflictos humanos a cualquier precio; viene a anunciar una Verdad que inevitablemente divide, una Luz que hiere… las tinieblas.

       La espada que trae no es de acero, sino de fuego. Separa incluso lo que parecía inseparable: al hijo del padre, a la hija de la madre, a la paz (aparente) del bienestar.


    Hay jóvenes que, al encontrar a Cristo, se encuentran también con el rechazo de los suyos. Como si su fe, en vez de abrirles gozosamente el corazón a todos, provocara un encierro, un exilio interior, una forma de soledad incomprensible. Padres que no entienden, hermanos que ridiculizan, amigos que se alejan. Al principio, el Señor sostiene con dulzura, alimenta como a recién nacidos, y parece que todo es luz. Pero pronto llega el tiempo en que prefiere darnos un alimento más duro, más recio: el pan de las lágrimas (Sal. 80,6), el pan del exilio, el pan del combate interior. Porque Él ama con amor esponsal de absoluta entrega, y quiere que lo amemos con ese mismo tipo de amor que, olvidado de sí mismo, no busca recompensa, no regatea, no exige salario de dulzuras.


    Muchos se quejan de que el fervor primero ha desaparecido. Pero ese fervor no era aún el verdadero amor. Era preparación. Como la luz del alba que anuncia el sol, pero no es el sol. Ahora comienza la hora de la fidelidad sin consuelos, del amor despojado de cualquier adorno. Y ahí nos quiere el Señor. Que lo elijamos a Él incluso cuando parece que no está, cuando su presencia no se siente, cuando su Palabra no consuela sino que hiere. Que le sigamos sin condiciones, sin exigir recompensa, sin esperar alivio. Que aprendamos a no abandonarlo nunca, ni en la alegría ni en la prueba, ni cuando el alma canta ni cuando calla y sangra.


    Esa es la madurez del cristiano: seguir amando cuando el amor duele, seguir creyendo cuando no hay señales, seguir esperando cuando todo se derrumba. Jesús no ha venido a facilitarnos la vida, sino a encender un fuego (cf. Lc. 12,49), un fuego que purifica y transforma. Y ese fuego, al principio, arde y quema. Pero después ilumina y da forma a un corazón nuevo.


    Señor Jesús, que nunca me aparte de ti, ni cuando todo me contradiga, ni cuando me falten las fuerzas, ni cuando me duela amar. Dame el pan de los fuertes, el pan de las lágrimas, si con ello te agrado más y te sigo más de cerca y. Amén.


NOTA. Un niño solo, en medio del bullicio de un mercado. Todos siguen con su vida, nadie lo mira. Es la imagen de quien ha descubierto algo distinto, de quien ya no pertenece del todo al mundo. Está ahí, pero su alma está en otra parte. Retrato silencioso de la fidelidad sin consuelos: quedarse donde el alma no encuentra ya abrigo, pero tampoco escapa; seguir ahí, cuando amar ya no reconforta, pero sigue siendo amor.

domingo, 13 de julio de 2025

UN ARDUO Y PELIGROSO CAMINO


    “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo apalearon y se marcharon dejándolo medio muerto (…) Pero un samaritano que iba de viaje llegó junto a él, y al verlo, se compadeció, se le acercó y le vendó las heridas, echándoles aceite y vino; y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó” (Lc. 10, 30.33-34).


    Cada día bajamos de Jerusalén a Jericó. Jerusalén es la ciudad santa, el lugar donde se alza el Templo, donde uno sube para presentarse ante Dios, para ofrecerle su alabanza, su súplica o su ofrenda. Es la ciudad del encuentro con el Altísimo. Representa nuestra vida espiritual: la oración, la contemplación, el silencio interior, los buenos deseos que nacen en el alma cuando está recogida ante el Señor. Jericó, en cambio, es una ciudad sin connotación religiosa, un oasis comercial en el desierto, punto de paso para caravanas y mercaderes. Representa la vida cotidiana: el trabajo, las relaciones sociales, las ocupaciones del día a día, y también la superficialidad, la prisa, la rutina. Todos los días tenemos que hacer ese trayecto. No podemos quedarnos siempre en Jerusalén. Hay que bajar.


    Y es en ese descenso donde nos acechan los ladrones. A veces con ayuda de las circunstancias, a veces con la colaboración de nuestras propias flaquezas, el enemigo nos tiende su emboscada. Nos roban la paz, nos roban la esperanza. Nos dejan desnudos, sin consuelo, heridos por dentro. Y no sucede una sola vez, sino incluso casi cada día, con una frecuencia abrumadora. Nos cuesta mantenernos firmes, y una y otra vez el enemigo nos sorprende en el camino y nos deja despojados y medio muertos. Pero, aun en esa situación, no estamos abandonados.


    El buen samaritano es el Señor. No pasa de largo, no nos desprecia. Se detiene a nuestro lado. Sabe que no podemos valernos por nosotros mismos. Él no solo nos ve: se conmueve. Nos toca. Nos cura. Vierte sobre nuestras heridas el vino fuerte del Espíritu, que limpia y quema, y el aceite suave de la misericordia, que unge y consuela. Nos monta en su cabalgadura —carga con nosotros— y nos lleva a la posada: la Iglesia, nuestra comunidad cristiana concreta. Allí nos pone en manos de los que deben cuidarnos. Allí volvemos a sentirnos en casa.


    Pero no podemos ser ingenuos. Bajar de Jerusalén a Jericó es una necesidad, sí, pero también un riesgo. No basta con saber que el Señor vendrá en nuestro auxilio: necesitamos pedirle gracia para discernir, fortaleza para resistir, prudencia para no caer en emboscadas espirituales. Hay que vivir atentos, con el corazón despierto. El mal se disfraza y actúa en lo oculto. Por eso, el Señor nos lo advirtió: “Sed astutos como serpientes y sencillos como palomas” (Mt. 10,16). Esa es nuestra tarea mientras caminamos: no dejar de confiar, pero tampoco dejar de velar.

sábado, 12 de julio de 2025

MÁS QUE MUCHOS GORRIONES



    “¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo: valéis más vosotros que muchos gorriones” (Mt. 10, 29-31).


    Hay una confianza en Dios que busca garantías, que se aferra a la esperanza de obtener lo que se desea y se pide, como si Dios fuera una aseguradora celestial que diera a nuestros planes una cobertura “a todo riesgo”. Y hay otra confianza, que es abandono: la de quien se entrega del todo, incluso cuando no comprende. Esta es la que enseña Jesús. El abandono no exige señales ni resultados, no calcula ni negocia, no se apoya en expectativas, sino en la certeza de que Dios es Padre, y de que su voluntad, aunque sea incomprensible, es siempre Amor.


    Jesús no promete que obtendremos todo lo que pidamos. Promete algo mucho mayor: que el Padre cuida de nosotros con una delicadeza absoluta, con una previsión que llega hasta contar los cabellos de nuestra cabeza. Y si eso es así, entonces no hay detalle, por pequeño que sea, que no esté bajo su mirada. Ni un dolor, ni una pérdida, ni un fracaso. Todo está contenido en su designio de bien. Todo puede ser gracia, si se vive desde la fe.


    El abandono, por tanto, no es pasividad ni resignación, sino una forma altísima de amor. Es repetir: “Padre, hágase tu voluntad”. Es dejar que Dios sea Dios. Es vivir como Jesús vivió, en obediencia confiada, sabiendo que el Padre no nos abandona nunca. Ni siquiera cuando parece ausente.


    Jesús mío, enséñame a confiar como Tú confiaste. A no pedirle a Dios explicaciones, sino a entregarle mi vida. Que no busque usar tu poder para lograr mis fines, sino que me ponga sin reservas en tus manos. Yo no entiendo, no veo, no puedo, no sé… pero me fío de Ti. Amén.

viernes, 11 de julio de 2025

MAESTRO EN LA ESCUELA DE DIOS



    “Oh, Dios, que hiciste del abad san Benito un esclarecido maestro en la escuela del divino servicio; concédenos que, prefiriendo tu amor a todas las cosas, avancemos por la senda de tus mandamientos con libertad de corazón. Por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo… Amén”.


    Hoy es la fiesta de san Benito de Nursia, patrono de Europa, y en esta ocasión no encabezamos esta entrada con un texto bíblico, sino con la oración litúrgica de la misa, que encierra de forma admirable la clave espiritual de su vida y de su legado.

    San Benito nació hacia el año 480, cuando Europa entera se tambaleaba tras la caída del Imperio romano. Él no conoció su antiguo esplendor, pero intuyó con sabiduría divina que el alma del hombre seguía necesitando luz, estructura y sentido. Primero como eremita en Subiaco, luego como abad en Montecasino, san Benito no intentó reconstruir una civilización exterior ya colapsada, sino levantar templos interiores donde Dios pudiera habitar. Fue un sembrador de orden, de oración y de paz en medio del caos. La Iglesia lo llama “esclarecido maestro en la escuela del divino servicio”, expresión tomada de su propia Regla, que define así la vida monástica: una escuela donde se aprende, con paciencia y amor, a servir a Dios cada día, en lo pequeño y en lo grande.


    La escuela del divino servicio no es solo para monjes; es un símbolo vivo de toda existencia cristiana: vivir como discípulo, vivir adorando. En ella, Benito enseñó a preferir el amor de Dios a todas las cosas. Lo hizo no con grandes discursos, sino con el ejemplo sereno de una vida consagrada a la oración, al trabajo y a la fraternidad. Por eso es patrono de Europa: porque supo encarnar con radicalidad el primer mandamiento —amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón— y porque propuso a otros ese camino, que se convirtió en raíz espiritual de un continente.


    La oración pide también avanzar por la senda de los mandamientos con libertad de corazón. No hay verdadera libertad si el corazón está dividido o esclavizado por los ídolos del mundo. San Benito, al abrazar la estabilidad, la obediencia y la humildad, encontró una libertad más profunda que la de hacer lo que uno quiere: la libertad de amar lo que Dios quiere. Y desde esa libertad interior se vuelve posible caminar con paso firme, sin perderse, iluminado por la ley del Señor que es lámpara y guía.


    Señor Jesús, que hiciste de san Benito una columna de sabiduría y de paz en los días oscuros de Europa, enséñanos a preferirte sobre todas las cosas, a vivir con corazón libre y a avanzar fielmente por la senda de tus mandamientos. Amén.

jueves, 10 de julio de 2025

EL TESTIMONIO DE LAS OBRAS


    “Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis” (Mt. 10,7-8).


    El anuncio del Reino no es una simple declaración de palabras, ni una teoría piadosa para consolar a los pobres, ni una doctrina filosófica que nos ayude a vivir en medio del absurdo. El “Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis” (Mt. 10,7-8). es un poder que irrumpe en medio de los hombres, una presencia viva que transforma. Jesús no envía a los suyos a exponer ideas ni a convencer con razonamientos, sino a proclamar que el Reino ha llegado y a manifestarlo con signos que dan vida: sanar, resucitar, limpiar, liberar. No es una utopía proyectada al futuro, sino un acontecimiento presente: Dios se ha acercado al hombre, y ese acercamiento cura, salva, libera.


    El Reino se manifiesta donde la vida es restaurada, donde la libertad es devuelta a los que estaban esclavizados por el mal, donde la salud —símbolo del equilibrio interior y exterior— resplandece como un don. Por eso la misión de los discípulos implica acción: dar vida, dar libertad, dar salud. Son tres rostros de una misma gracia que proviene de Dios. Pero no hay eficacia en el gesto sin la fe que lo sostiene. Lo que Jesús comunica a los suyos no es una técnica, ni un poder autónomo, sino una participación en su propia comunión con el Padre. Por eso, los signos no son magia ni espectáculo, sino testimonio humilde de que Dios se ha hecho cercano.


    El Reino es, en el fondo, un nuevo modo de vivir, un nuevo modo de relacionarse con Dios. Aceptarlo no como un juez lejano, sino como un Padre lleno de amor. Sustituir el temor por la confianza. Dar fe a su Palabra más que a lo que ven nuestros ojos o a lo que oyen nuestros oídos. Porque su Palabra crea lo que dice, y da lo que promete. En ese Reino el hombre se hace hijo, y en esa filiación encuentra su paz. Todo es gracia. Todo es don. Y por eso el discípulo debe dar lo que ha recibido gratuitamente, sin apropiarse del poder, sin hacer de la misión un negocio o un prestigio. El apóstol no es un profesional de lo sagrado, ni un mercader de lo divino. Es un pobre que da de lo que le ha sido confiado.


    Los hombres de nuestro tiempo, como los de cualquier tiempo, no buscan solo que se les hable de Dios. Intuyen que las palabras se agotan y los discursos, incluso religiosos, pueden ser vacíos. Lo que ansían es encontrarse con alguien en quien Dios se haga cercano. Quieren hablar con alguien que hable con Dios. Anhelan, en el fondo, hablar con Dios mismo. Por eso, el apóstol no solo predica: se convierte en transparencia, en presencia, en signo viviente. El mundo necesita hombres que lleven en sí la huella de Dios. Hombres cuya sola presencia evoque el Reino. Hombres que no posean nada, pero lo den todo. Hombres que hayan recibido gratis… y den gratis.


    Señor Jesús, danos vivir en ti, y contigo proclamar que ha llegado tu Reino. Haznos testigos tuyos, no solo con palabras, sino con obras. Que nuestra sola presencia lleve salud, libertad y vida a quienes encontremos. Que no hablemos de ti como extraños, sino que hablemos contigo y desde ti. Que seas Tú quien se encuentre con los hombres en nuestra pobreza. Amén.