La zarza ardía sin consumirse. Es el signo de la presencia de Dios, una presencia que no destruye, que no devora, sino que purifica y transforma. Es fuego y es Amor. Es luz y es Verdad. Así se aparece Dios a Moisés en la soledad del desierto. Y Moisés, que ha huido de Egipto y ha olvidado sus sueños de justicia, es buscado y llamado por el Dios de la Alianza. Le parece imposible la misión que recibe, pero Dios no le pide que actúe según sus propias fuerzas, sino que se fíe de su presencia: “Yo estaré contigo”, le dice.
La Virgen del Carmen es esa zarza ardiente que no se consume. Llena de Dios, abrazada y abrasada por su fuego desde la Inmaculada Concepción hasta la gloriosa Asunción, pasando por el misterio de la Maternidad divina, arde de amor sin perder su humildad, sin apartar nunca los ojos de los pequeños, sin dejarse desviar por ninguna vanidad. Ella es el monte del encuentro, el Horeb silencioso donde el alma descubre que Dios está y se le invita a descalzarse. En Ella, el Verbo se hizo carne; en Ella, Dios bajó sin dejar de ser alto, y por eso fue elevada por encima de cualquier otra criatura. En Ella, la oración de Moisés se vuelve canto del Magnificat: los humildes son mirados y guardados, los pequeños son la revelación del Reino.
En el Carmelo, sus hijos e hijas aprendemos a orar, a mirar, a esperar. Porque esta es la tierra sagrada: el corazón que ha sido habitado por Dios. Y en esta tierra sagrada, como Moisés, nos quitamos las sandalias, es decir, renunciamos a nuestros planes, nuestros apoyos y seguridades, para escuchar el Nombre, recibir la llamada y seguir la voz. La Virgen del Carmen no hace otra cosa: acoge el fuego, y lo ofrece.
Jesús, haznos tierra sagrada donde arda sin cesar tu amor. Danos un corazón humilde que se deje quemar sin consumirse. Que sepamos quitarnos las sandalias del orgullo y la prisa, y permanezcamos descalzos ante tu misterio. Haznos dóciles a tu presencia y valientes para decir como Moisés: “Aquí estoy”. Amén.
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