“Se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo. Jesús dio un profundo suspiro y dijo: ¿Por qué esta generación reclama un signo?” (Mc. 8, 11-12).
Jesús ya había realizado muchos signos, pero no en el cielo, sino en la tierra, donde eran más necesarios. Había sanado a los enfermos, liberado a los oprimidos, alimentado a los hambrientos y llevado consuelo a los corazones heridos. Eran signos llenos de misericordia, que los hombres podían comprender porque hablaban de sus necesidades más profundas. Pero los fariseos, cegados por su incredulidad, exigían un signo espectacular, no buscando alimentar su fe, sino satisfacer su orgullo o su escepticismo.
Jesús, consciente de esa dureza de corazón, suspira profundamente. Ese suspiro expresa no solo cansancio, sino también dolor. Su corazón misericordioso sufre al ver que el amor de Dios no es recibido, que los signos más hermosos, realizados en la cercanía y la compasión, no son valorados. Ellos buscaban lo extraordinario, cuando el verdadero signo ya estaba allí: la presencia misma del Hijo de Dios.
Esta escena nos interpela: ¿cuántas veces buscamos nosotros pruebas de que Dios está con nosotros, como si nuestra fe dependiera de algo extraordinario? Sin embargo, Dios se manifiesta de manera sencilla: en su Palabra, en la Eucaristía, en el amor de los demás, en los pequeños detalles de cada día…
Quizás el verdadero reto no sea que Dios nos dé señales, sino que nosotros aprendamos a reconocerlas con un corazón abierto y agradecido.
Señor, enséñame a no buscarte en lo espectacular, sino a encontrarte en lo cotidiano. Que mi corazón esté siempre abierto para reconocer Tus signos y confiar en Tu amor, que nunca deja de acompañarme. Amén.
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